CAPÍTULO 40

 

 

Me despierto en mitad de la noche sobresaltada. Acabo de tener una pesadilla horrible. Trato de ordenar las imágenes perturbadoras en mi cabeza, darle cierta lógica, otorgarle un significado a ese relato onírico sin pies ni cabeza. Yo estaba en mi cama y Iago aparecía desnudo en la habitación. Desnudo y empalmado. Y aunque al principio su presencia me incomodaba, luego su desnudez acababa por excitarme. Muchísimo. Y lo único que deseaba era que se acostara a mi lado. Él se acerca y se tumba conmigo y al abrazarme noto algo pringoso, está lleno de sangre. Y luego oigo aullar a Nanuk. Iago me sonríe de manera maliciosa: «He tenido que hacerlo, para que estuviéramos solos tú y yo». Yo trato entonces de levantarme de la cama, pero él me lo impide. Yo grito, le pregunto a quién ha matado: «¿A Nanuk, a mi marido? ¿A quién?». Y él contesta: «Tu marido hace mucho que dejó de serlo». Yo por fin consigo zafarme de él y me levanto de la cama, pero no hay puerta en la habitación, no puedo salir, y del otro lado sigo oyendo aullar a mi perro. Al darme la vuelta y mirar hacia la cama veo a Iago ensangrentado follando con mi marido, mientras con sus dos manos trata de ahogarle... Ahí me desperté.

Aún aturdida, no sé muy bien dónde estoy y tardo unos segundos en reconocer el lugar. Me doy cuenta de que estoy durmiendo en la cama de Mauro. No me extraña que mi inconsciente me juegue estas malas pasadas. Entre la muerte de Nanuk y que haya acabado en esta cama, no es raro que tenga estos sueños espantosos. Mauro no está a mi lado. Miro la hora en el móvil, las seis y media de la mañana, pronto amanecerá. Tengo muchas llamadas perdidas de Germán. Y cinco o seis mensajes de texto.

«¿Dónde estás?».

«¿Has ido al cuartel de la Guardia Civil?».

«Tenemos que hablar».

«Déjame que te explique».

Me levanto. Salgo de la habitación y oigo ruidos en la cocina. Me acerco descalza hasta allí.

La puerta está entreabierta, apenas hay luz, veo a Mauro iluminado por la bombilla de la campana de humos. ¿Qué está haciendo? Lo veo metiendo algo en la bolsa de basura. ¿Un trapo? ¿Una camiseta? Está manchada de vino, o de algo oscuro. Mauro cierra la bolsa de la basura y la saca del cubo con decisión. Yo decido volver a la cama. No quiero que me vea.

Me meto corriendo en la habitación procurando no hacer ruido. Me tapo bajo las mantas y me hago la dormida. Pero Mauro no entra. Oigo la puerta de la calle. ¿Adónde va a estas horas? Me levanto y miro por la ventana, hasta que lo veo salir. Se aleja calle abajo hasta que se para en un contenedor de basuras y arroja en él la bolsa. ¿Y esa necesidad de bajar ahora la basura? ¿Es un maniático del orden? No tiene mucho sentido. ¿O hay algo en la bolsa que no quiere que vea?

No, seguro que hay una explicación lógica a todo esto. Es mejor no seguir elucubrando, aún estoy demasiado aturdida por el sueño. Mauro se dirige hacia el portal, yo decido meterme en la cama. Tengo que dormir. Mañana le preguntaré con la luz del día.

Oigo cómo abre la puerta de la entrada y sus pasos avanzando por el pasillo, pero para mi sorpresa no entra en la habitación. Se queda por la sala. Será que no quiere compartir cama conmigo. No le culpo, me he metido aquí sin ser invitada, el hombre ha tenido que quedarse muy sorprendido al verme a su lado al despertarse. Decido levantarme y devolverle su cama, es lo suyo.

—Buenos días —le digo.

—Ah, hola. ¿Te he despertado?

—No, no te preocupes. Te devuelvo la cama. Perdona por... Es que no podía dormir, me acojoné y... perdona.

—No pasa nada. Ha sido raro despertarme contigo al lado, pero imaginé que te habías sentido sola.

—Sí.

—¿No duermes más?

—He tenido una pesadilla horrible, la idea de volver a dormir no me hace muy feliz... ¿Has ido a por desayuno?

—Eh... no, no... Me levanté a beber agua y la basura olía fatal... Anoche cené pescado y luego se me olvidó sacarla. Así que la bajé. —Intenta una sonrisa—. No se lo cuentes a nadie del ayuntamiento. Que a estas horas no debería bajarse.

—No conozco a nadie del ayuntamiento a quien contárselo, tranquilo —le digo de buen tono.

—¿Qué desayunas?

—No tengo mucha hambre.

—Hago unas tostadas, y ya tú decides si quieres algo o no.

Mauro se mete en la cocina. Yo busco mi ropa. Mauro la puso sobre uno de los radiadores y está seca. Sucia, pero seca. Será mejor ponérmela. Debería pasar por mi casa y cambiarme antes de ir al instituto, aunque maldita la gana de encontrarme con Germán. ¿Y si me voy unos días? ¿Y si desaparezco una semana y me quedo en Coruña? Aunque me temo que eso solo retrasaría lo inevitable. En algún momento tendré que hablar con mi marido, resolver lo que pasa. Y que me cuente de una vez qué relación le unía a Viruca. Qué sabe y no me quiere contar.

Mauro sale con un plato de tostadas. Yo ya me he vestido, le doy las gracias pero tengo el estómago cerrado. No me apetece comer y menos cuando aún no son ni las siete de la mañana.

—Me voy. Gracias por acogerme. Y prometo no volver a aparecer sin avisar.

—¿Te vas a quedar con tu marido?

—No me apetece mucho, pero...

—Espera.

Mauro abre un cajón del aparador que hay en el pasillo y saca de allí unas llaves.

—Toma. Son las llaves de aquí.

—No puedo venir aquí, Mauro. Ya he abusado demasiado de tu confianza.

—¿Conoces a alguien más con quien poder quedarte?

Podría quedarme en la casa de O Muíño pero ahí tendría que ver también a Germán. Y no, en Novariz no conozco a más gente de la que tirar. Mis cuñados, tal vez, pero tampoco quiero ponerles al día de todos mis problemas con su hermano.

—No me parece bien, Mauro.

—Quédatelas.

Salgo de su casa con los primeros rayos de luz. Parece mentira que ayer cayera semejante tormenta y hoy el día se levante tan apacible. Hace frío, pero ni rastro de nubes. No quiero ver a Germán, con un poco de suerte está dormido y logro cambiarme de ropa sin que se entere. Al llegar a casa no veo su coche, ni el de su hermano. Entro con sigilo en la planta de arriba, voy hasta la habitación y veo que no está. ¿No ha dormido aquí? ¿Se habrá quedado en O Muíño? Es probable. Puede que él tampoco tenga muchas ganas de verme después de todo lo que nos dijimos ayer, después de todo lo que descubrió de mí.

Me desnudo y echo la ropa a lavar. Veo los juguetes de Nanuk y siento un dolor en el pecho. Qué rara va a ser la vida sin él. Qué rara y qué vacía. Me visto con lo primero que encuentro y decido tirar todo lo que me recuerde al perro. Su pienso, las mantas sobre las que dormía, los juguetes... Lo hago lo más rápido que puedo, para que este momento dure poco. Es demasiado doloroso. Bajo la bolsa al enorme contenedor que hay en la calle. Al tirarlo recuerdo a Mauro tirando la bolsa de basura. ¿De verdad olía tan mal que tuvo la necesidad de bajarla inmediatamente al contenedor? Yo no recuerdo que oliera así. Pero también es verdad que yo estaba aturdida por la pesadilla que había tenido. Y tampoco me voy a poner ahora a desconfiar de Mauro. Me ha dado las llaves de su casa, y él tiene aún más ganas que yo de que se aclare todo y que se descubra de una vez qué le pasó a su mujer. Y no me queda otra, por propia salud mental, que empezar a confiar en la gente. A día de hoy tengo que saber que Roi está de mi lado y Mauro también. Desgraciadamente, no puedo decir lo mismo de mi marido, ni de nadie más.

Me meto en la ducha y estoy más de quince minutos debajo del agua caliente. Me visto y decido meter en una bolsa de viaje unas cuantas mudas por si decido luego irme de aquí. Mejor tenerlo preparado, por lo que pueda pasar. Al ver mi cara en el espejo me asusto. Tengo unas ojeras y unas bolsas en los ojos tremendas. Va a ser mejor que tire de maquillaje, porque si no voy a parecer un alma en pena.

Pero no hay manera de cubrir y disimular mi cansancio por más que tire de brocha y potingues. Nunca he sabido maquillarme en exceso. Tiendo a parecer una travesti. Qué desastre.

No son más de las ocho de la mañana y no tengo clase hasta las once, pero no quiero estar en casa, para no tener que encontrarme con Germán, así que me voy de allí.

Entro en la cafetería de enfrente del instituto. Concha me saluda con ganas.

—Para que luego digan que los profesores no trabajan. Aún no abrieron el instituto y ya estás aquí plantada. ¿Qué va a ser?

—Un café solo y un poco de bica.

—Marchando.

Concha me pone el café sin dejar de mirarme. Corta la bica sin dejar de mirarme. Y me la sirve también sin quitarme ojo.

—Te veo distinta.

—¿Mejor o peor?

Miña nena, ¿y para qué se inventó el término distinta si no es para decir que estás hecha un adefesio sin que una sea maleducada?

—Vaya, pues gracias, Concha, por la educación —le suelto con la mayor ironía de la que soy capaz a esas horas.

Filliña, si yo solo digo que a tus treinta, ¿qué necesidad de pintarse como una puerta? Eso ya para las de «incierta» edad.

—Es que no había manera de quitarme las ojeras.

—¿Una mala noche?

—Algo así.

—Tengo toallitas de esas de limpiar el culo de los bebés, de mi nieta, por si quieres quitarte lo gordo.

—¿Pero tan mal me ves?

Y como toda respuesta me pasa las toallitas.

 

 

Hoy no tengo clase con los de segundo. Pero necesito ver a Iago, quiero tenerlo delante y que me niegue que ha entrado en mi casa. Así que lo busco en el aula, pero no está. Ni él, ni Roi han ido a primera hora. Los sigo buscando a lo largo de la mañana y nada. Han decidido no venir a clase. Algo que no me da muy buena espina. Como soy su tutora tengo el derecho de llamarlos. Lo hago, pero ninguno de los dos coge el teléfono. El de Roi apagado, el de Iago da tono, pero ignora mi llamada. Decido llamar a sus padres. Puedo hacerlo. La madre de Roi recibe mi llamada con alarma.

—Ayer no vino a dormir. No sé dónde anda. No nos coge el teléfono, ni a su padre, ni al hermano, ni a mí. Yo ya estoy pensando en ir a la Guardia Civil.

—¿Nunca había pasado?

—No, claro que no. Si va a dormir fuera avisa, como es normal. Yo, si no aparece antes de comer, voy a dar parte. Estoy que no vivo. Ay, Dios mío, como le haya pasado algo.

—Bueno, no se preocupe, seguro que hay una explicación.

Llamo al padre de Iago; no me hace muy feliz después de nuestro primer y último encuentro, pero ahora tengo una buena excusa, su amigo Roi ha desaparecido. Me pongo de pie, porque las llamadas difíciles siempre prefiero hacerlas paseando.

—¿Tomás? Soy Raquel Valero, la tutora de su hijo.

—Dígame.

—Hoy Iago no ha venido a clase. Y su amigo Roi, tampoco, y la madre está preocupada, ya que no fue a dormir.

—¿Y a mí qué me cuenta?

—Era por si sabía algo, ¿Iago está en casa?

—Con unas décimas de fiebre. O eso dice. Yo creo que es más cuento que otra cosa, pero muy buena cara no tiene así que le he dejado quedarse.

—¿Haría el favor de preguntarle si sabe algo de su amigo?

—¿Ahora? Es que salía ya para el trabajo.

—Si me hiciera el favor...

Refunfuña.

—Está bien, está bien... Espere. No cuelgue.

Al minuto vuelve a hablarme.

—Que no tiene ni idea, dice. Que no le ve desde las clases de ayer.

—Muchas gracias —le digo sin evitar un tono de fastidio.

Tomás ni se despide y cuelga. ¿Dónde se habrá metido Roi? No me quiero preocupar, pero... ¿debería?

Mi siguiente clase es a las cuatro de la tarde, así que decido quedarme a comer en cualquier lugar del pueblo. Isa se ofrece a comer conmigo, pero pongo una excusa, he quedado con mi marido, le digo. No quiero tener que estar disimulando con ella un ánimo que no tengo, y mucho menos hacerle partícipe de todo lo que me ronda por la cabeza.

Me meto en el primer bar que tiene menú del día y que está alejado de la zona del instituto para no encontrarme con ningún compañero. ¿Qué debo hacer a continuación? ¿Debería ir a casa de Iago? ¿Llamar de nuevo a la madre de Roi para ver si ya tiene noticias de su hijo? O decidir de una vez cómo abordar todo el asunto de Germán. Pero no consigo llegar a ninguna conclusión. Apenas pruebo bocado y vuelvo al instituto sin ganas de dar mi clase y sin poder concentrarme en el temario.

Logro acabar con más pena que gloria la hora con los de primero. Y cuando ya estoy bajando las escaleras para salir del edificio, oigo a Marga llamándome.

—Raquel, ven.

Me lleva hasta la sala de profesores. Allí hay varios compañeros con cara de circunstancias.

—¿Qué pasa?

—Roi Fernández, uno de tus alumnos...

—Sí, ¿qué pasa?

—Está en el hospital ingresado.

—¿En el hospital? ¿Y eso? —pregunto bastante alarmada. Porque que ingresen a un alumno en el hospital no es una noticia que debiera provocar estas caras entre los profesores.

—No sabemos muy bien, pero le han dado una paliza.

—¿Qué?

—Y luego le han atropellado.

—¿Cómo? Pero no tiene ningún sentido.

—Aún están tratando de imaginarse qué pasó. Pero al parecer tiene golpes que no han podido ser por el atropello.

—¿Está muy grave? —pregunto con miedo. Viendo la actitud de los profesores me temo la respuesta.

—Mucho.

—¿En qué hospital está?

—En el hospital universitario de Ourense.

—Estoy sin coche. Mierda. ¿Quién me lleva hasta allí?

Marga se ofrece. Salimos del aula de profesores.

—Raquel, hay algo que no he contado ahí dentro. Para que no se corra la voz o para no alarmarlos más de la cuenta.

—¿Qué es?

—Alguien lo llevó hasta la entrada de urgencias, lo abandonó allí en la puerta y se dio a la fuga. Yo creo que han intentado matarlo y luego se arrepintieron. No sé.