CAPÍTULO 45

 

 

Salgo de su piso a las tres de la mañana. Llevo conmigo el pen drive que me dio, ese en el que están todos los trabajos y exámenes de Iago. Por los que empezó todo. Esos que quise ver desde el principio, en los que creía que iba a encontrar una solución al porqué del acoso de Viruca, al porqué de mi acoso. Pero esas preguntas ya están resueltas, siento que ya son historia antigua. Aun así quiero leer todo lo que haya aquí, necesito descubrir algo, dar con alguna clave que tal vez se le haya escapado a Mauro. Algo que me ayude a ir a la Guardia Civil y mostrarlo como prueba. Porque es verdad que necesito algo sólido que poder llevar, para que este sinsentido, toda esta historia, tenga un poco de credibilidad y me tomen en serio. Porque me imagino perfectamente la imagen que puedo dar si llego al cuartel de la Guardia Civil y les cuento todo lo que he ido averiguando. Pensarán con razón que me he contagiado de la locura y paranoia de Mauro, y que estoy dispuesta a creer lo que sea, con tal de exonerar a mi marido del atropello y la paliza a Roi. Y por ahora las pruebas juegan en mi contra. Porque al imbécil de mi marido lo han grabado dejando a un chaval malherido en urgencias y dándose a la fuga. ¿Acaso eso no es más contundente que toda la historia retorcida y barroca que han pergeñado dos personas desesperadas, un viudo convencido de que su mujer no es una suicida y una esposa dispuesta a creer lo que sea con tal de salvar a su marido?

¿Quiero salvarlo a costa de lo que sea? No, quiero averiguar la verdad. Quiero que la verdad arroje la conclusión de que mi marido es un gilipollas que se ha dejado enredar en temas de drogas, pero que no es un asesino, ni va dando palizas por ahí. Tal vez sea un cobarde, tal vez sabía más cosas de las que calla, tal vez ha sido un cómplice, sin saberlo o sabiéndolo, de la muerte de Viruca, pero no es un asesino. Y si lo fuera, si Germán estuviera implicado de una forma criminal en todo esto, también tengo que saberlo. Me da igual que mi matrimonio ya esté roto, y si lo he dinamitado hace unas horas. Me da igual si Germán no me perdona, dudo que yo me consiga perdonar, pero tengo que averiguar la verdad. Me han manipulado hasta ahora, tanto Roi, como Mauro, necesito saber si Germán también lo ha hecho, si al insistir en que no siguiera investigando lo hacía solo por el afán de protegerme, o por miedo a que descubriera alguna cosa que lo implicara. Necesito dejar de ir a ciegas, para que nadie nunca más me vuelva a manipular.

Por eso tengo que encontrar algo en estos exámenes. En estos trabajos. Algo. Algo a lo que pueda agarrarme. Algo que me ayude a dar solidez al disparate. Que aporte luz a esta estampa manierista, retorcida, claroscura. ¿Qué averiguó Viruca? ¿Qué pudo encontrar para que creyera que podía chantajear al padre de Iago? ¿Realmente pienso que en este pen drive, en estos trabajos, voy a encontrar la clave? Si seguramente Mauro ya los ha revisado de arriba abajo. Así que dudo que me sirvan de mucho. Pero con que me dieran algo de lo que tirar, un pequeño indicio, alguna pista, algo que se le haya escapado a Mauro. Algo.

Camino por las calles de Novariz, apenas iluminadas. Me recuerdan a Lisboa, una ciudad que, no sé si por conciencia ecológica o por falta de medios, tiene un alumbrado nocturno mínimo. Al igual que Nueva York. Bien es verdad que en la Gran Manzana los edificios y los escaparates iluminados suplen la carencia de farolas. No sé por qué me pongo a pensar en algo así. Mi mente siempre se va por vericuetos absurdos cuando trato de centrar mi atención en algo concreto, cuando más necesito tirar de concentración.

Miro mi móvil. Tengo miedo de que se produzca una llamada del hospital. Roi tiene que salir de esta. Tiene que hacerlo. ¿Y qué sé de mi marido? ¿Le habrá tomado declaración el juez de guardia? Supongo que Demetrio me habría llamado para decírmelo. Y es probable que no comparezca ante el juez hasta mañana.

Así que puedo estar pegada al teléfono esperando una de esas dos llamadas. La de Roi, la de mi marido. O puedo hacer algo mientras espero.

Llego a casa y voy directa a mi ordenador. Tengo por delante unas cuantas horas hasta que sea de día. Tengo esas horas para descubrir algo que me ayude a entender, a descubrir qué pasó.

Meto el pen en el ordenador y empiezo a abrir los archivos. Ahí están, los trabajos de todo el curso anterior de Iago. Y también los pocos que llegó a hacer con Viruca este curso.

Voy a la cocina. Me preparo un café, vuelvo al ordenador y empiezo a leer. Me paso tres horas leyendo y releyendo. Mauro tenía razón, los trabajos están llenos de provocaciones por parte de Iago. A ratos parece abrirle su corazón, contarle intimidades de su vida, pero enseguida vuelve a tratar de seducirla. A veces de una manera sutil, graciosa, otras se pone más pornográfico o agresivo. El chaval maneja bastante bien la palabra. Ya sabía que era inteligente, lo que no esperaba era ese don para dibujarse con semejante atractivo. Porque es muy consciente del poder que ejerce sobre las chicas. El imán que tiene, y ahora me doy cuenta, va mucho más allá de lo físico. Porque al final no hay nada más atractivo que gustarse y que saberse deseado, y no tener ningún tipo de pudor ni de cortapisas en utilizarlo. Empiezo a vislumbrar la posibilidad real de que Viruca cayera seducida. Cuando Mauro lo planteaba como una opción, no lo veía posible, pero ahora sí. Creo que hasta yo, que no siento el más mínimo deseo sexual por ningún alumno, podría haber caído en sus redes.

No sé si esto cambia algo. ¿Viruca se acostaba con el padre por interés y se enamoró perdidamente del chico? ¿Y qué si fue así? ¿Eso la llevó a la muerte? No, no, tengo que descartar de una vez la idea de un suicidio voluntario. Tengo que jugar con la hipótesis de que la mataron o la indujeron poderosamente a que acabara con su vida. Piensa en las palabras de Iago: «Esto está por encima de nosotros».

¿Qué descubrió Viruca? ¿Qué descubrió que creía poder utilizar para chantajear al padre? Esa es la pregunta que debo responder. Esa es la pregunta para la que no voy a encontrar respuesta entre estos papeles. ¿O sí?

Y vuelvo a repasarlos. Decido imprimirlos para poder tener una visión global, extender todos los trabajos sobre la cama, pegarlos por las paredes, quiero empaparme bien de ellos, quiero que no se me escape nada. Así que cargo de folios la pequeña impresora que nos trajimos de Coruña y que estuve a punto de dejar en el piso de mi madre y empiezo a imprimir. Según van saliendo las hojas las voy colocando por toda la habitación. Las ordeno según la fecha, las del curso anterior, las de este curso.

Al tener los folios extendidos, me doy cuenta al menos de una cosa. Muy obvia, pero es así. He estado prestando más atención a lo que escribía Iago que a los comentarios al margen que hacía Viruca, siempre con boli azul, o verde, o morado, nunca rojo. Así que ahora decido centrarme en lo que ella le dice. Es erudita. De eso ya me había dado cuenta releyendo las correcciones de otros alumnos. Cita incansablemente a autores de como Céline, en Viaje al fin de la noche; a Muñoz Molina, Sefarad; Charles Dickens, con Tiempos difíciles...

Me fijo en el comentario que hace sobre una idea que escribe Iago, que al parecer se ha leído Tiempos difíciles. Aún me sorprende que este chaval lea, soy así de prejuiciosa. Iago escribe: «Todos los horrores posibles que eres capaz de imaginar, alguien ya los cometió». No sé si la frase es suya, si de Dickens o la ha pillado de otro escritor, en ningún momento hace referencia al autor de la cita. Viruca le contesta a esa nota, que entiende que le haya llegado tanto la novela de Dickens, que por eso se la aconsejó. La literatura ayuda a comprendernos, a empatizar, y cuando no, al menos nos acompaña en el camino. Eso más o menos es lo que le dice. Cursi y tal vez un poco obvio, yo lo hubiera expresado seguramente de otra manera, pero tampoco voy a llevarle la contraria.

Trato de recordar el argumento de la novela de Dickens. Pero he de acudir a internet para refrescarla. Aunque sé que en el pasado la leí, soy incapaz de tener más allá de un recuerdo vago de la historia.

Leo de qué va, y no entiendo cuál es el paralelismo que puede haber entre su vida y la de los personajes de la novela decimonónica. Habla de la vida miserable de la clase trabajadora, frente a los privilegios que tienen los ricos empresarios que se aprovechan del trabajo y del sudor de sus empleados para ser cada vez más ricos y miserables. Nada nuevo. Ni entonces ni ahora. ¿Pero qué tiene eso qué ver con Iago y su obsesión con Viruca? ¿O está refiriéndose a otra cosa?

«Todos los horrores posibles que eres capaz de imaginar, alguien ya los cometió».

Releo todo el trabajo de Iago, miro todas las notas. Vuelvo al argumento de la novela de Dickens, como si ahí fuera a encontrar una clave como en esas películas donde la respuesta está en una cita de la Biblia. Pero no, por más que me empapo del argumento con detalle no tengo ni idea de a qué se refieren. Gente que tiene que salir adelante como sea, un hermano que llega a prostituir a una hermana para poder sobrevivir, la acusación que los empresarios imputan a un obrero de un falso crimen, una boda amañada, niños abandonados recogidos por familias pudientes que luego maltratarán... Ninguno es un tema nuevo en la obra de Dickens. Ahí no voy a encontrar nada.

Vuelvo de nuevo a la anotación de Iago: «Todos los horrores posibles que eres capaz de imaginar, alguien ya los cometió».

¿Quién los cometió? ¿Qué horrores? Y entonces me llega como un fogonazo la imagen de uno de los mensajes que el chico le mandó al segundo móvil. ¡Claro! Si estaba ahí delante.

Cojo el móvil de Viruca y releo el mensaje para asegurarme de que no me lo he inventado. Está ahí.

«¿Qué hiciste con lo que te di?».

Yo pensando que se trataría de droga, o de dinero, y no. Le dio algo, le dio la prueba de esos horrores cometidos por el padre. ¡Eso con lo que Viruca decidió chantajearlo! ¡Eso es!

Aunque la euforia por el descubrimiento me dura lo justo. Ahora tengo que averiguar qué clase de secreto, de horror cometido por el padre podría conocer el hijo y serle revelado.

Elucubro, pero mi imaginación no da para mucho, nada me parece tan terrible como para que pueda ser objeto efectivo de chantaje, y mucho menos como para que la revelación de tal secreto haga temer por la vida de Viruca.

¿Pegaba a su hijo? ¿Maltrataba a sus trabajadores como en la obra de Dickens? Esos no son motivos de peso suficientes como para ser objeto de una extorsión. Pienso y pienso, pero no se me ocurre ninguna otra cosa. Y mira que le doy vueltas, pero mi imaginación para lo cruel y para los horrores es más bien escasa. Y empiezo a estar muy cansada. La vista se me nubla, los ojos se me cierran. Han sido unas horas muy tensas, de demasiadas emociones y ahora me están pasando factura. Miro el reloj, las seis de la mañana. Debería descansar un poco. Dormir al menos tres horas para poder enfrentarme a lo que está por venir.

Y mientras me meto en la cama y apago la luz, decido que he de hablar con Iago. Exponerle mi teoría, incluso ir un poco de farol. Si le hago creer que sé lo que pasó, tal vez consiga sonsacarle. ¿Qué le dio a Viruca?

Me quedo dormida entre los folios que acabo de imprimir, con la letra de Iago y de Viruca acompañando mi sueño.

Me despierto con los primeros rayos de sol. Son las ocho y media de la mañana. No he descansado apenas. Al ver los folios desperdigados por la cama tardo un momento en reaccionar hasta que caigo en que estuve hasta hace unas horas revisándolos. Ahora esa búsqueda me parece un empeño absurdo, una pérdida de tiempo. Los recojo y los dejo amontonados encima de la mesa.

Llamo a Nanuk y al momento me doy cuenta de que no va a venir. Ni ahora, ni nunca. Siento un pinchazo en el estómago. No sé si es real o no, pero duele como si lo fuera.

Me doy una ducha rápida para despejarme. Llamo por teléfono a Germán, pero no me lo coge. Normal. En el cuartel le habrán quitado el móvil nada más llegar. Llamo a Demetrio para que me cuente si sabe algo de su hermano.

—¿Habló ya el abogado con él? ¿Qué le ha dicho? ¿Cuándo le tomará declaración el juez? ¿Puedo ir a verlo?

—Ayer no te mostrabas muy interesada.

—¿Qué quieres decir?

—Que crees que es culpable.

—¿Me das el teléfono del abogado?

Demetrio me da el teléfono y espero a que sean las nueve de la mañana para llamarlo. Agradece mi llamada, dice que trató de localizarme ayer pero no me encontró. Y ahora me doy cuenta de que tengo varias llamadas perdidas de un número desconocido. Me dice que el juez lo llamará a declarar previsiblemente antes de mediodía. Y que con suerte impondrá una libertad bajo fianza, si no se produce ninguna novedad en el estado del chaval hospitalizado.

—¿Y si el chico no consigue superarlo? —pregunto con miedo.

—Ahora hay que centrarse en sacar a su marido del lío. Si el juez impone una fianza, ¿puedo acudir a usted para el pago?

—Dependerá de la cuantía.

—De acuerdo. Me pongo en contacto en cuanto sepamos algo.

Salgo de casa en dirección al instituto. Se me hace casi imposible que después de lo ocurrido entre ayer y hoy yo tenga ánimo como plantearme dar clases. Pero necesito ir, y encontrarme con Iago en un terreno neutral, con gente alrededor. Necesito hablar con él, pero necesito hacerlo allí, tal vez en el despacho de tutorías, pero sabiendo que hay compañeros cerca. No es que me dé miedo, pero cualquier precaución es poca.

En el pasillo del instituto están los alumnos alborotados, inquietos. No sé si me lo estoy imaginando, si ya veo cosas donde no hay, pero noto que pasa algo raro. Me acerco a ellos como quien no quiere la cosa.

—¿Entramos a clase?

—Profe, ¿sabemos algo de Roi?

—¿Es verdad que le han pegado?

—¿Pero quién?

—Por aquí dicen que ha sido tu marido. Que lo han detenido.

Sí que corren rápido las noticias. Pero, claro, esto es un pueblo, era de esperar. Y a quién le va a importar la presunción de inocencia cuando hay algo así de jugoso sobre lo que debatir.

—Vamos a clase.

Los chavales entran mientras me siguen bombardeando a preguntas. No sé qué actitud debo tomar. ¿Me hago la loca? ¿Miento? ¿O trato de salir por la tangente?

—¿Pero es verdad o no, profe?

—Están interrogando a varios testigos y mi marido fue uno de ellos, sí.

—¿Y desde cuándo los testigos pasan la noche encerrados en el cuartel de la Guardia Civil? —pregunta Nerea, cómo no.

—¿Empezamos la clase?

Pero es imposible, los chavales están demasiado alterados. Quieren saber, no entienden nada. ¿Quién ha pegado a Roi? ¿Se va a poner bien?

Iago no está en clase. No sé por qué pero de alguna manera ya me lo imaginaba. Está claro que no me lo iba a poner fácil.

Ante mi incapacidad de hacerme con la clase, les digo que tienen la hora libre. Que pueden quedarse en el aula leyendo o irse a dar un paseo, pero sin quedarse en los pasillos a molestar. Todos salen como un rayo. Nerea se queda rezagada. Me mira. ¿Quiere hablar conmigo? Y entonces se me ocurre una idea. Es un poco a la desesperada y no sé si funcionará.

—¿Necesitas algo? —pregunto.

—¿Qué está pasando, Raquel? —me pregunta con una curiosidad sincera.

—Yo te iba a hacer la misma pregunta. ¿Qué sabes de Iago?

—Desde ayer no le veo. Le he llamado, pero no me ha cogido.

—¿Roi y él se habían peleado alguna vez?

—¿No creerás que ese palizón de muerte se lo metió Iago?

—No lo sé. Te juro que no sé qué pensar. Son tus amigos, tú los conoces más. —Se queda mirándome sin decir nada—. ¿Te puedo contar algo? —le pregunto—. Aunque no sé si debería fiarme de ti.

—Como veas.

—Sé quién estaba detrás de todo mi acoso.

—¿Quién?

—Roi, pero me quería alertar. Quería que indagara sobre la muerte de Viruca.

Nerea se queda sin saber qué decir.

—Sé lo de ella y Iago. Y creo que Roi quería que lo averiguara.

—¿Para qué me estás contando todo esto? —pregunta ella con cierta incomodidad.

—Porque sé lo que pasó, sé en todo lo que está implicado Iago. Y tal vez pueda ayudarlo.

—¿Ayudarlo a qué? —insiste Nerea.

—A que no acabe en la cárcel.

Nerea se queda de piedra, aunque lo disimula, y enseguida sale en defensa de su amigo, de una manera visceral, para ocultar que está descolocada.

—Iago no ha hecho nada, él no ha podido pegar a Roi.

Tengo que hacerlo bien. Sobre todo si pretendo asustarla y que se crea que sé más de lo que sé. Para que así se lo transmita a Iago.

—Lo de la paliza a tu amigo, aunque es grave, es lo de menos —le digo.

—¿Entonces de qué estás hablando?

—De la muerte de Viruca. De todo lo que ha tratado de ocultar Iago.

—¿Qué? Pero si se suicidó... ¿Qué va a tener Iago nada que ver con eso?

—Lo sé todo. Entre Roi y lo que me ha ido contando la Guardia Civil...

—Perdona, pero el caso está cerrado.

—Eso os hicieron creer.

Nerea de pronto me mira como si estuviera viendo a una extraña. La imaginación se le dispara.

—¿Eres policía, o de la Guardia Civil y estás infiltrada?

A mí se me escapa la risa, eso sí que no me lo esperaba.

—No, no, solo soy profesora. Pero la Guardia Civil ha estado en contacto conmigo y con la jefa de estudios desde el principio. Y entre lo que me han ido contando y lo que yo he averiguado...

—Tú no sabes nada —me dice Nerea, tanteando.

—Tu amigo lo tiene mal. Muy mal. Yo puedo entender bastante de lo que hizo. A ver... estaba muy obsesionado por Viruca, enamorado, y no soportaba que estuviera liada con el padre... Y luego... bueno, está lo que él le confesó. El delito. Y eso llevó a que todo acabará muy mal para Viruca.

—¿Qué delito? ¿De qué hablas?

—No te puedo contar más, Nerea, compréndelo. Ya estoy hablando de más. Si te lo cuento es para que veas que lo sé todo, que no voy de farol y que tal vez pueda ayudarlo.

—¿Y por qué querrías ayudarlo?

—Porque creo que en estos momentos soy la única que puede. Dile que me llame, dile que... Yo si no esta tarde iré a la Guardia Civil y contaré lo que necesitan saber para que lo detengan. Le van a acusar de algo muy grave, Nerea. Y yo sé que no lo hizo solo. Pero los otros lo van a dejar tirado. Lo sé.

—Yo no sé qué película te estás montando...

—Dime una cosa, ¿Viruca estaba liada con él y con su padre? ¿Lo sabía alguien aparte de Roi y de ti?

—Yo... yo no estoy tan segura de que estuviera liado con ella... yo...

Es mejor que hable conmigo. Antes de que sea tarde.

Nerea me mira. No dice nada y sin más sale de clase. ¿Habrá picado el anzuelo? ¿Se lo dirá a Iago? Estoy convencida de que algo le dirá, ahora lo que tengo que saber es si querrá contarle todo lo que yo me he ido inventando y si se lo habrá creído.

Salgo del aula y voy hasta la sala de profesores. Vuelvo a mirar el móvil. Sin noticias de Roi. ¿Habrá hablado la madre con la jefa de estudios? Me encuentro a Marga nada más entrar.

—¿No tienes clase? —me pregunta.

—Les he dado la hora libre.

—¿Y eso?

—Sabían que mi marido está detenido. Y que lo relacionan con la paliza a Roi.

—¿Qué me dices? —exclama Marga.

—Marga, si los alumnos lo sabían, es imposible que tú no lo supieras, así que deja el paripé. Te lo agradecería.

—Yo también te agradecería que me contaras todo lo que pasa. Y no sé por qué, pero creo que te lo vas a callar. ¿No es así?

—Tengo que acabar de unir las piezas, Marga. Cuando lo tenga serás la primera en saberlo.

—¿Pero qué piezas? ¿En qué lío estás metida? ¿Y qué hace tu marido en medio de todo esto? ¿Tú sabes lo raro que resulta?

—Tiene que ver con Viruca. Con su asesinato.

—¿Qué?

—Es muy largo de explicar, Marga.

—¿No me digas que te has dejado enredar por la locura de Mauro?

—¿Tú sabías que Viruca estaba liada con un padre de un alumno? ¿Y que tenía pensado volver con Mauro? ¿Que lo habían planeado entre los dos?

—¿Qué?

—La mataron, Marga. A Viruca la mataron, y estoy a punto de descubrir quién fue.

—¿Pero... pero... pero para qué te has metido ahí? ¿Y por eso tu marido le ha pegado al chico?

—¡Mi marido jamás haría algo así!

—No es eso lo que ha dado a entender la policía.

No quiero enredarme en una defensa de Germán, no hay tiempo, ni tengo fuerzas para ello.

—¿Tú sabes con quién estaba liada Viruca? —le pregunto.

—No... Yo es que soy cero cotilla, a lo mejor otro profesor te puede decir algo, pero yo... no.

—Con el padre de Iago. Tomás Nogueira.

—¿Con ese? —pregunta extrañada.

—Y sabes todo lo que dicen de él, ¿no? ¿De sus negocios?

—Algo he oído.

—Pues Viruca descubrió algo que no debía.

—Raquel... ¿y en el caso de que todo eso fuera cierto, qué?

—Como Roi no salga adelante, a mi mario lo van a acusar de asesinato. Y ahora sé que él no ha tenido nada que ver. Por eso necesito llegar hasta el final.

Marga está intentando procesar toda la información. Pero no parece nada convencida.

—Yo ya no sé si algo de lo que dices tiene algún sentido o no. Pero por lo que más quieras, ten cuidado. ¿No ves que si esto de Viruca fuera verdad y la mataron por saber cosas que no debía, pueden hacer lo mismo contigo si sigues metiéndote donde no te llaman?

—¿Pero qué os pasa a todos? ¿Por qué ese afán en estar callados, en dejar las cosas como están? ¡Que han cometido un crimen! ¡Que han matado a Viruca y casi matan a Roi! ¿Cómo lo voy a dejar estar? ¿Y que pague mi marido por algo que no hizo?

—A ver, Raquel, que yo no tengo ningún afán en ocultar nada. Por supuesto que si hay algo turbio detrás de la muerte de Viruca prefiero que se descubra. Pero solo te digo que tengas cuidado. Me parece de cajón. Si la mataron por saber, ¿estás segura de que tú también quieres saber?

Encojo los hombros con resignación.

—No me queda otra.

 

 

Me voy de la sala de profesores y salgo del instituto. Decido quedarme dando vueltas por la zona. Si Nerea le ha contado todo a Iago, estoy convencida de que pronto dará señales de vida.

Y acierto. Cuando estoy caminando por el paseo fluvial, Iago aparece.

—¿Tú qué andas contando?

—Estoy de tu parte, tranquilo.

—¿De qué parte?

Cojo mi móvil y busco una cosa para enseñarle. He tenido la prudencia de descargarme en mi móvil parte de los archivos de sus trabajos, en los que mantenía un diálogo con Viruca.

—Mira.

Iago mira la pantalla. Se encoge de hombros.

—¿Y? ¿Qué me quieres decir con eso?

—Lo sé todo.

—¿Qué es todo?

—Ha salido ya a la luz, Iago. La Guardia Civil ya sabe que la muerte de Viruca fue un crimen. Entre lo que ha confesado mi marido y los mensajes que tu padre y tú le mandabais al segundo móvil, ya te tienen. Les he pedido tiempo.

—¿Cómo? ¿A quién le has pedido tiempo? ¿Qué dices?

—A la Guardia Civil, para que me dejaran hablar contigo. Para que no caigas tú solo.

—Estás delirando, tía.

Decido apostar fuerte, jugármelo a todo o nada. Que Dios reparta suerte.

—¿Sigues teniendo en el ordenador o en el móvil la información que le pasaste a Viruca, esa por la que empezó a chantajear a tu padre y acabó con ella? ¿O fuiste tan gilipollas de borrarla?

Iago se queda de una pieza. Lo noto. ¡Bien! ¡He dado en el clavo! O me he acercado mucho.

—¡No tienes ni puta idea de lo que hablas!

Lo siento, pero ya no me la da. Lo he descubierto.

—Puedes negarlo, pero es inútil. Yo solo te digo que quiero ayudarte. Que no tienes que pagar tú por lo que hicieron otros. Yo sé que tú no te la quitaste de en medio. Sé que no. Pero eso a la Guardia Civil le va a dar igual; si no tienen al verdadero culpable, van a ir a por ti.

—¿Por mí? Pero... si Viruca se suicidó. ¡Si no tienen pruebas contra mí!

—Tienen muchos indicios. Lo suficiente para llevarte a juicio. Tú verás cómo quieres afrontarlo, solo, o con gente como yo que te quiere apoyar.

Noto su duda, su desesperación, por mucho que quiera demostrar entereza, se está desmoronando, lo sé porque empieza a resistirse como gato panza arriba.

—¿Y tú por qué me ibas a apoyar? ¿Y apoyar en qué?

—Porque sé que tú la querías, y la querías de verdad. Y que te volvió loco, con ese tira y afloja, pero tú no la mataste. Igual que no pegaste a... Roi.

Al decir eso, noto un cambio de actitud en él. Y cambia de manera radical. Me mira haciendo una mueca de desprecio.

—Pfff... vamos, que no tienes ni idea de nada.

¿Lo acabo de perder? ¿Acabo de cagarla? Con lo bien que iba, mierda. ¿No me digas que él sí ha tenido que ver en la paliza? ¿Es eso? No, no, tengo que recuperarlo, tengo que hacer que vuelva a pensar que lo sé todo.

—Iago, se lo dije a Nerea, haz lo que quieras. Pero si me das a mí o la Guardia Civil lo que le diste a Viruca, seguro que consigues librarte de todo.

Niega y vuelve a negar. Lo he perdido, joder.

—No, no... tú no sabes nada. Tú no tienes ni idea... no...

Iago se va, se aleja.

—¡Iago! Tío, que estoy de tu lado, de verdad. ¡Te van a dejar solo!

Se gira y me grita:

—¡Vete a la mierda! ¡Tú y todos! ¡Idos a la mierda!

No he conseguido todo lo que pretendía, que Iago se abriera a mí, supongo que eso era imposible. Pero al menos sí he descubierto algo, ¿qué digo algo? Mucho. Lo que Viruca tenía contra el padre de Iago, este se lo dio. Y lo tenía en el ordenador. ¡Está en su ordenador! Solo tengo que conseguir llegar hasta él. Solo tengo que hacer eso. Y mientras lo digo, me desinflo, desaparece mi euforia. ¿Y cómo voy a conseguir tal cosa? ¿Darío? ¿Mi amigo Darío sería capaz de entrar en el ordenador?

¿Pero en el caso de que pudiera? ¿En el caso de que pudiera conseguir la información, al hacerlo de manera ilegal podría llevarla a la Guardia Civil? ¿Sería una prueba?

En ese preciso momento me llama el abogado.

—¿Raquel? El juez le acaba de tomar declaración. No tengo buenas noticias. Su marido no ha conseguido convencerle de que no ha tenido que ver con la agresión al chico.

—¿Y entonces? ¿Lo manda a la cárcel?

—No. Establece libertad provisional bajo fianza. Pero ha impuesto una fianza desorbitada. Al menos para estos casos. La fiscalía se ha empleado a fondo. Han jugado muy bien la baza de que el chico sigue muy grave. Y sin señales de mejoría.

—¿De cuánto es la fianza?

—Cuarenta y cinco mil euros. ¿Tiene manera de conseguirlos?

—¿Cuarenta y cinco mil? No, no, no tengo esa cantidad. Bueno he puesto el piso de mi madre a la venta, pero, claro, no sé cuándo lo venderé. Aunque supongo que lo puedo poner de aval para conseguir un crédito.

—Estaríamos hablando de días, o una o dos semanas... ¿Puede tirar de la familia y conseguir esa cantidad entre todos?

—Lo puedo intentar, sí. Pero es mucho dinero.

—Yo también puedo llamar a un par de puertas. A ver si entre todos conseguimos que mañana o pasado ya esté fuera, ¿le parece?

—¿Él cómo está?

—Ha preguntado por usted.

—Dígale que voy a hacer todo lo necesario para sacarlo. Dígaselo, por favor. Ah, una cosa... Tengo una pregunta para usted... No sé si está muy relacionada con esto, pero de alguna manera sí. ¿Si yo consiguiera pruebas de una manera un tanto dudosa se podrían llevar al juez?

—¿Pruebas de que no le dio la paliza al chico?

—No exactamente... Pruebas de que en todo esto hay otros factores a tener en cuenta.

—No sé si le sigo. ¿Qué tipo de pruebas?

—Pruebas que relacionan todo esto con el suicidio de una profesora. Y que demuestran que la asesinaron.

—No le entiendo muy bien. ¿Qué tiene que ver con la paliza al chico?

—Demostraría que el chico también estaba investigando sobre lo mismo, que llegó muy lejos y que por eso se lo quisieron quitar de en medio. Y estoy a punto de conseguirlas. Pero ya le digo que no sé si se podrán usar...

—¿Por qué? ¿Cómo iba a conseguir dichas pruebas?

—Pirateando un ordenador. Voy a hacerlo.

—Entiendo. Yo que usted me centraría en conseguir el dinero de la fianza. Y aunque me faltan datos para comprender todo lo que me cuenta, la experiencia me dice que meterse en camisas de once varas no es la mejor manera de proceder. Para eso están los profesionales, la policía, abogados, jueces... Si quiere, cuando consiga el dinero, nos podemos ver y me cuenta todo con detalle, a ver qué podemos hacer.

—Sí, tal vez sea lo mejor —le digo.

Cuelgo el teléfono. ¿Cómo voy a hacer para conseguir esa cantidad? Sin duda he de hablar con sus hermanos, con Claudia. Tiene que haber una manera de que entre todos podamos conseguirlo. Y tal vez deba centrarme en eso. Tal vez tenga razón el abogado. De hecho al contárselo me he sentido un tanto ridícula. ¿Yo hackeando ordenadores? ¿Yo obteniendo pruebas que demuestren que alguien asesinó a Viruca?

Decido ir a O Muíño. Tengo que reunir a la familia de Germán para ver si conseguimos llegar a esa cantidad de alguna manera. Llamo a Demetrio y le pongo al tanto. Él se encargará de llamar a la hermana.

Salgo de casa de camino a O Muíño. Mi cabeza va a mil por hora. Tengo que hacer varias llamadas, a mi banco, a la agencia del piso y al hospital. Saber si hay alguna novedad con Roi. Si recuperara la consciencia todo esto se solucionaría, estoy convencida. Hago la llamada al hospital ,pero no tienen permitido decirme nada. Les pido que me pasen con su habitación, pero tampoco lo hacen. ¿Llamo a la madre de Roi? ¿Sabrá ya que mi marido está detenido por la agresión a su hijo? Seguramente. Así que mejor no me pongo en contacto con ella. La mujer no iba a entender nada y dudo de que quisiera contestarme y no la culpo, claro. Telefoneo a Marga. Le pido que tan pronto sepa algo de Roi haga el favor de avisarme.

—¿Has averiguado algo nuevo? —me pregunta.

—No.

—Mejor. Déjalo estar, Raquel.

—Tranquila, ahora me tengo que ocupar de la fianza de mi marido.

—¿Te fías de él?

—Es mi marido —digo. Y lo digo convencida. No hay ni pizca de resignación en mis palabras ni en mi tono de voz. Es mi marido. Tengo que hacerlo y quiero hacerlo.

—Suerte.

De camino a O Muíño, atravesando el pueblo, siento que la poca gente con la que me cruzo me observa con cierto reproche. Como si todos supieran ya que mi marido está detenido. Tal vez solo sean imaginaciones mías, pero, con lo rápido que vuelan las noticias, lo lógico es que todos ya estén al tanto. Así que decido dar un rodeo y no coger las calles más transitadas para no tener que aguantar las miradas de nadie. Tiro por la calle San Roque, y cuando estoy cruzando el paso de cebra, un coche toca el claxon. El conductor es Gabriel Acebedo. Me saluda. Baja la ventanilla.

—Raquel, qué bien encontrarte, iba ahora hasta O Muíño para hablar con vosotros.

—Hola, Gabriel.

—Me he enterado de lo de la fianza.

—¿Ah sí?

—Sí, el abogado es amigo. Me acercaba para deciros que si no tenéis ahora mismo esa liquidez, yo os adelanto el dinero. ¿Vas para el restaurante?

—Sí.

—Sube y te llevo.

La verdad es que la idea de meterme ahora en el coche de Gabriel no me hace muy feliz, pero si se ha ofrecido a pagar la fianza no le voy a hacer el feo. Subo al coche.

—Gabriel, muchas gracias por ofrecerte, pero seguro que lo podemos solucionar nosotros.

—Perfecto, pero, bueno, yo es simplemente para que no pase días tontamente en prisión. Que no debe de ser nada agradable.

—Gracias.

Gabriel gira por la calle Encarnación, en vez de seguir la continuación de San Roque que directamente le lleva a la salida que da a O Muíño.

—¿No es mejor que sigas recto?

—Ah, sí, perdona, es que antes tengo que hacer una gestión. Espero que no te importe.

Gabriel entonces cierra automáticamente los pestillos de todas las puertas.

—¿Qué haces?