—Comprueba si respira —ordenó Gabriel al chico.
Iago se acercó a Raquel con mucha aprensión. Ella tenía la cabeza ladeada, colgando de su cuerpo, que seguía erguido gracias a que aún estaba sujeto a la silla por la cinta americana. Iago acercó su oído hasta la nariz de la profesora. ¿Estaba respirando? No podía confirmarlo.
—¿Respira?
—No estoy seguro —confesó el chico.
—Da igual, nos la llevamos. No podemos permitirnos estar mucho más tiempo aquí, pronto empezarán a echarla de menos. Vamos al coche con ella. Dile a tu padre que te ayude a cargarla.
—¿Le quito la cinta americana?
Gabriel le echó una mirada de desprecio. Este chico era imbécil, pensó.
—Si no te quieres llevar la silla, va a ser que sí.
Iago se acercó a ella y empezó a despegar la cinta americana del cuerpo de la profesora. Gabriel lo observó un momento y luego salió del cuarto.
—Lo siento mucho —le dijo Iago al cuerpo inerte de Raquel—. Yo no quería hacerte esto. Lo siento mucho.
El padre de Iago entró en ese momento con un cubo y una fregona. Tenía que limpiar a conciencia cualquier rastro que delatara la presencia de la chica, entre otras cosas la mancha de orín que había en el suelo. Iago acabó de despegarle la cinta del cuerpo, mientras la sujetaba para que no se cayera de la silla. Se estaba apañando bastante mal, con mucha torpeza, porque apenas sabía cómo sostenerla. El padre se dio cuenta.
—Friega tú, ya la bajo yo.
Tomás se acercó y cogiendo el cuerpo de Raquel comenzó a arrastrarla por toda la sala. No se la imaginaba tan pesada y tuvo que pedir ayuda al hijo.
—Espera, mejor coge de las piernas y la bajamos entre los dos. Ya fregamos luego.
Iago obedeció. Al ser consciente de lo que el padre y él estaban haciendo, y sobre todo lo que acababan de hacer, tuvo que reprimir una arcada. Con muy poco éxito. Sintió el sabor del vómito llegando a su boca.
—¿Qué te pasa? —preguntó el padre
El chico soltó las piernas de la profesora. Y se apresuró a llegar al cubo para no vomitar en el suelo. Vació todo su estómago inundando la sala de un olor pestilente.
—Joder, Iago.
—¿Qué? —gritó el chico, rebelándose.
El padre entonces se dio cuenta de lo mucho que le estaba exigiendo. De que aunque el chaval parecía haber aceptado con resignación enmendar los errores cometidos, ahora empezaba a ser consciente de la magnitud de lo que acababa de pasar. Al igual que Tomás. Había convertido a su hijo en un asesino. Tendría que aprender a manejar esa nueva situación, con una mezcla de firmeza y tacto, para que el chico no se derrumbara.
—Venga, cuanto antes acabemos con esto, antes nos podremos olvidar.
—¿Olvidar? ¿Te estás oyendo? Yo no me voy a olvidar en la vida.
—Vamos.
Iago se incorporó y volvió a coger las piernas de la chica. Gabriel entró en la sala.
—¿Y este pestazo?
—Nada. El chaval, que ha vomitado.
—Tú eres gilipollas.
—Lo siento —murmuró Iago.
—Vamos —ordenó Gabriel.
Bajaron el cuerpo por las escaleras y Gabriel les indicó que lo metieran en el maletero de su coche.
—Con cuidado, que no sufra ningún golpe. Si queremos que esto salga bien, tenemos que ser cuidadosos.
Con mucho esfuerzo, introdujeron el cuerpo de Raquel en el maletero. Gabriel lo cerró.
—¿Y ahora qué? —preguntó Tomás.
—Ahora os venís conmigo a Coruña. Entre los tres conseguiremos hacerlo.
—¿Y cómo vamos a hacer para meterla en su casa sin que nos vean? —preguntó Iago.
—Ya se nos ocurrirá algo. Como si tenemos que esperar a hacerlo de madrugada.
—En casa tenemos un arcón en el que podría entrar —dijo el chico—. Siempre nos podemos hacer pasar por operarios de una mudanza. ¿No ha puesto el piso en venta?
—¿No me digas que ahora le das a la cabeza? —preguntó Gabriel con cierta sorna—. Mejor que no nos vea nadie. Encontraremos la manera.
Subieron al coche. Gabriel le dijo al chico que subiera delante. Prefería tenerlo controlado, no se acababa de fiar de él. Era consciente de lo mucho a lo que le habían obligado y quería aleccionarlo. Tenía dos horas de viaje para hacerlo.
Una vez en el coche, Gabriel arrancó y puso rumbo hacia A Coruña.
No llevaban ni cinco minutos de viaje cuando empezaron a oír unos golpes. Provenían del maletero.
—Mierda... Es dura, la hija puta. ¿No se os ocurrió atarle las manos? —preguntó Gabriel indignado, apartando la vista de la carretera y mirando al chico.
Iago calló. Estaba demasiado impactado ante la posibilidad de que aún estuviera viva. ¿Había funcionado el no haber disuelto en la botella todas las pastillas que le ordenaron?
—No se nos ocurrió a ninguno —contestó Tomás desde el asiento trasero.
—Joder...
—Con todo lo que le hemos metido, se volverá a quedar inconsciente.
—Más nos vale —dijo Gabriel.
Los golpes en vez de amainar se volvieron más insistentes.
Iago decidió que tenía que hacer algo. Comprobó los mandos del salpicadero. ¿Cuál correspondía al que abría el maletero? Cuando consiguió localizarlo, aprovechó una curva cerrada que obligó a Gabriel a estar atento y en un movimiento rápido se echó sobre el mando para accionarlo.
Gabriel reaccionó asustado. Y giró con brusquedad el volante.
—¿Pero qué cojones haces?