CAPÍTULO 48

 

 

Oscuridad. ¿Estoy muerta? Abro los ojos. Sigo a oscuras. Me rodea la oscuridad. ¿Esto es la muerte? Pero no. ¿Dónde estoy? ¿Que es este ruido? ¿Por qué no me puedo mover? Trato de serenarme. Estoy viva. Eso es lo único que importa. Estoy viva. Analizo el ruido. Es un motor. Estoy en un coche. En el maletero. Tengo que salir de aquí. Tengo que salir. No puedo mover el brazo derecho, creo que mi cuerpo lo aprisiona, y debe de haberse quedado dormido. Sí, siento un hormigueo. El izquierdo, puedo mover el izquierdo. Golpeo contra el techo del maletero. Golpeo sin cesar. Quiero abrirlo. O quiero que alguien me escuche, aunque sean ellos, que sepan que estoy viva, que no han acabado conmigo, el plan no les ha salido bien. ¡Estoy viva!

Sigo golpeando.

—¡Socorro! ¡Socorro!

Que alguien me oiga. Alguien tiene que oírme.

Golpeo hasta quedarme sin fuerzas. Y aun así sigo. La mano me duele, creo que me he hecho un corte, siento la sangre corriendo por el puño. Pero eso no me va a impedir seguir golpeando.

—¡Socorro!

Oigo un click. Algo se ha accionado. Es el maletero. Se abre. ¡Se abre! Pero el coche sigue en marcha. ¿Entonces por qué lo han abierto? ¿Por qué? Pero da igual el motivo, tengo que moverme. Tengo que salir. Como sea. De un impulso consigo abrirlo, y haciendo un esfuerzo sobrehumano, porque estoy aturdida y entumecida, consigo incorporarme. El coche aumenta la velocidad. O al menos me da esa impresión. Si me tiro en marcha puedo matarme. ¿Pero acaso voy a tener otra oportunidad de escapar? No lo pienses, Raquel. No lo pienses y tírate.

Cierro los ojos y me dejo caer. Mi cuerpo rueda a toda velocidad. Siento la dureza del asfalto y luego la maleza, estoy rodando por una pendiente. Y no puedo frenar, trato de agarrarme a algún matojo, alguna rama, imposible. Me golpean la cara, las manos, el cuerpo, no siento dolor, no siento nada. Sigo rodando y rodando. Hasta que por fin consigo frenar. Trato de incorporarme, pero no puedo. Demasiado esfuerzo y ahora sí, el dolor. El dolor que llega y lo inunda todo. Pero tengo que moverme. Porque van a venir a por mí. Tengo que avanzar, esconderme. Apenas veo, no puedo fijar la vista. Estoy muy aturdida.

Oigo un ruido atronador. Es un disparo. ¿Ya están aquí? ¿Van a matarme a tiros? Giro la cabeza, tratando de ver si me siguen, si están a punto de alcanzarme. Pero no veo a nadie. Solo ramas sin hojas y árboles. Oigo otro disparo. Y ahora me doy cuenta de que no vienen de la carretera, el ruido viene de otro sitio. Decido avanzar. Pero apenas consigo moverme, mis piernas no me obedecen. Tengo que apoyarme con las manos, avanzar a cuatro patas, como un animal. Me duele tanto moverme que apenas consigo dar unos pasos.

—Socorro —grito. Si es que estoy gritando. Porque es probable que esté emitiendo gruñidos poco audibles—. Socorro.

Oigo pasos. Ya está aquí. Ya me han visto. La única oportunidad que tenía de salir de esta se acaba de desvanecer. Ya están aquí.

Oigo otro tiro.

—¡Cuidao, animal!

Es una voz de mujer. Unos pasos avanzan hacia donde estoy. Oigo las hojas secas crepitar. Veo dos botas y miro hacia arriba.

Neniña... ¿qué haces aquí? Por poco el ruso te confunde con un jabalí.

Es Concha. Con una escopeta. Y ahora veo al camarero ruso, a Mijaíl. También lleva un arma en la mano.

—Concha... socorro... socorro...

No tengo fuerzas para más. La droga vuelve a hacer su efecto. Voy a perder la consciencia en nada. Lo noto. Oigo más pasos, giro la cabeza y los veo allí, viniendo. A Gabriel, a Tomás y a Iago. Miro a Concha, niego.

—No les dejes... no les dejes...

—Tranquila, miña nena.

Los tres se quedan parados al ver que estoy acompañada. Y oigo la voz de Gabriel.

—Raquel, menos mal, qué susto...

Trata de acercarse a mí. Pero Concha se pone delante para protegerme. Le apunta con la escopeta. Mis ojos se cierran. Lucho con todas mis fuerzas para no desmayarme.

—Ni un paso más, Acebedo —le ordena Concha con una firmeza de general.

—¿Qué haces, loca? ¿No ves que está herida? Si vamos a llevarla al hospital.

—Ni un paso más. —Concha se dirige al camarero—: Mijaíl, apunta a los otros. Y al que se mueva, dispara. Como te enseñé.

—¿Apunto a las piernas?

—Mejor a los huevos.

Mijaíl obedece sin dudarlo y dirige el arma hacia los otros dos.

—Pero, mujer, ¿qué haces? Vamos a ser razonables —insiste Gabriel con su mejor tono de voz.

—Ya os estáis yendo por donde habéis venido.

—No —protesta Gabriel—. Tenemos que llevarla al hospital.

—Ya nos encargamos nosotros —contesta Concha—. Tú por eso no sufras.

—A ver... —Gabriel trata de moverse.

—Ni un paso, Acebedo, que en el pueblo te tenemos muchas ganas. No me des ese gusto.

Gabriel duda, pero decide ignorar la amenaza y avanza hacia mí. Concha sin dudarlo aprieta el gatillo. El proyectil impacta en la pierna derecha de Gabriel, que cae al suelo y grita muerto de dolor.

—Ah... hija de la gran puta. Estás loca.

Concha ni se inmuta. Es dura, la cabrona. Se dirige a Iago y Tomás.

—Aquí hay cartuchos para los tres. Y si tumban a un jabalí, os aseguro que también van a acabar con vosotros. Así que largo. Mijaíl, si hacen un movimiento hacia nosotros, dispara.

—Lo que usted diga, jefa.

—Este es ruso, y ahí no se andan con tonterías.

—No me puedo mover, puta. Te vas a arrepentir de esto. Te lo juro —chilla Gabriel.

—Lo dudo mucho, Acebedo. ¡Venga! ¡Largo!

Concha vuelve a cargar el arma y les apunta.

—A la de tres. No espero más. Mijaíl, tú empieza por el crío. A los huevos. Una... ya os estáis yendo, dos... ya me cansé, tres...

Veo cómo Iago y Tomás levantan las manos en señal de rendición, se acercan temerosos a Gabriel y comienzan a arrastrarlo. El cansancio me vence. Siento cómo mis párpados me pesan...