CAPÍTULO 51

 

 

La noticia salió en los periódicos tres semanas después. Y conmocionó a todos los habitantes del pueblo. Y seguramente a todo el país. El juez había decretado secreto de sumario, pero alguien del juzgado, o alguien dentro de la Guardia Civil, debió de filtrarlo. Era demasiado goloso, o más bien demasiado tremebundo como para que no se filtrara. La podredumbre es mejor que acabe saliendo a la luz. Eso debieron de pensar. Y yo no podía estar más de acuerdo.

Fue Germán el que me llamó por teléfono para decirme que comprara el periódico.

A él le había costado asumir que yo ya no quería estar a su lado, pero después de unas cuantas conversaciones muy dolorosas entendió que ya no quedaba nada entre nosotros. No podíamos seguir juntos.

Salí a comprar el periódico y vi que la noticia estaba en primera página de los de tirada nacional y también en La Voz de Galicia y en La Región. Los compré todos. Subí a casa y al llegar me encontré con una sorpresa en la puerta. Había un paquete muy pesado. A mi nombre. Lo abrí y me encontré con seis botellas de vermú casero. El de casa de Mauro. Había una nota:

 

En el instituto me dieron tu dirección. Espero que no te importe. No tuve fuerzas para ir a verte al hospital. Imaginé que no querrías verme. No sé cómo pedirte perdón. Maté a tu perro y casi pierdes la vida por mi culpa. Y tampoco sé cómo darte las gracias. Sin ti no se hubiera sabido la verdad. Gracias a ti, Viruca descansa en paz. Y yo tal vez algún día pueda empezar de nuevo. Te deseo lo mejor. Emborráchate a mi salud.

Mauro

 

Metí las botellas en casa. Pensé en tirarlas a la basura, pero cambié de idea. Sería una pena desperdiciar ese vermú tan rico. Las botellas no tenían culpa de que Mauro fuera un capullo. Un capullo que había descubierto la verdad, pero no dónde su mujer había metido el dinero del chantaje. Que se buscara la vida. Abrí los periódicos y antes de empezar a leer decidí ponerme una copa de una de las botellas. Me la había ganado. La descorché y me dejé embriagar por el olor. Con la copa servida, me senté en la mesa del salón, con la ventana abierta al puerto y me enfrasqué en la lectura.

Los periodistas habían sabido reconstruir la historia gracias a todas las declaraciones, sobre todo con la de Iago y la que yo misma había facilitado al juez de guardia. Porque gracias a mí sabían que Gabriel y Tomás habían matado a Viruca. Aunque fue por la declaración del chico por lo que se pudo conocer el resto.

Se me heló la sangre al leerlo. Tuve que estar más de media hora en silencio, tratando de asimilar todo el horror que había leído.

Llamé a Germán.

—Lo acabo de leer —le dije—. ¿De verdad que tú no sabías nada o no intuías nada de todo esto?

—Raquel, ¿pero cómo iba a imaginar una atrocidad así? Normal que Gabriel quisiera impedir de todas las maneras posibles que saliera a la luz.

—Gabriel y el padre de Iago... Yo no sé quién es peor.

Y en ese momento se me vino a la memoria uno de los trabajos que Iago había escrito en la clase de Viruca. Ese en el que decía que «Todos los horrores posibles que uno es capaz de imaginar, alguien ya los cometió». Y también entendí por qué se había sentido tan tocado por la obra de Dickens, Tiempos difíciles.

La trama del hermano que acababa prostituyendo a su hermana.

¿Cómo no se iba a sentir el pobre Iago conmovido con semejante historia? Si era su historia. Porque todos los horrores posibles ya antes se han cometido. Sobre todo en esos tiempos difíciles, los de antes, los de ahora. Los tiempos difíciles son el mejor terreno abonado para que germine cualquier acto miserable.

El pobre Iago había tenido que sufrir a un padre acostumbrado a mercadear, capaz de ponerle precio a todo, a lo que compraba, el amor de Viruca, y a lo que vendía, a su propio hijo. Porque eso había hecho. Conseguir a muchos menores, preadolescentes y adolescentes de ambos sexos, para que fueran abusados sexualmente por Gabriel. Incluido su propio hijo, Iago. De los quince a los diecisiete había sufrido los abusos del pequeño de los Acebedo. Del amigo de mi marido. Tomás había consentido que su hijo se prostituyera. Lo había vendido por un precio alto a alguien que le sacara del hoyo financiero en el que estaba. A alguien como Gabriel Acebedo.

Repugnante.

Los archivos que Iago guardaba en su ordenador eran las imágenes de las cámaras de seguridad del prostíbulo del padre. Del prostíbulo y de todos los lugares donde Tomás mandaba a sus prostitutas, y en este caso a los menores a sufrir los abusos.

Gabriel, no satisfecho con la «carne fresca» que Tomás le proporcionaba, se había empezado a obsesionar con Iago cuando este tenía apenas quince años. Lo conocía a través de las redes y de verlo en el gimnasio. Eso decía la prensa. Gabriel conocía los problemas que Tomás estaba teniendo para mantener a flote los dos negocios, tanto la constructora, como el de las putas, porque en los años más duros de la crisis hasta se había hundido el boyante negocio de la prostitución. Y acostumbrado a salirse siempre con la suya, y encaprichado cada vez más con el chaval, enfermo por conseguirlo, logró primero seducir al crío, o al menos llevarlo a su terreno, abusar de él, y cuando el padre se enteró, en vez de montar en cólera, de denunciarlo, de alejarlo de él, decidió sacarle partido. Tomás vio la oportunidad de salir del agujero y le puso un precio muy alto a esos encuentros entre su hijo y Gabriel, tanto como para poder salir a flote y remontar la empresa constructora. Iago se vio obligado a seguir teniendo relaciones sexuales con el menor de los Acebedo y conseguía además un buen dinero por cada encuentro con Gabriel. Este, acostumbrado como estaba a satisfacer todos sus deseos, estaba dispuesto a pagar lo que fuera, aunque para eso tuviera que reflotar la empresa constructora de Tomás y pagarle caprichos y dinero al chaval. Y eso hizo.

Lo que Gabriel Acebedo no supo hasta mucho más tarde es que el padre había grabado todos esos encuentros, que casi siempre se producían en el chalé adosado de la urbanización en la que yo casi pierdo la vida. Lo grababa con la intención de tener un seguro de vida, una manera de extorsionar a Gabriel en caso de necesidad.

El periodista había sacado la información sobre todo de las declaraciones de Iago, que desde el primer momento había tenido la necesidad de hablar, de vomitar todo el horror que había vivido.

Iago, desde los trece años, llevaba espiando las grabaciones del padre. Qué mejor material para hacerse sus primeras pajas que las imágenes de las putas haciéndoselo con los clientes. Así descubrió que el padre había grabado los encuentros y abusos a los que le había sometido Gabriel.

Cuando Iago se empezó a enamorar y obsesionar por Viruca y quiso que dejara a su padre, decidió mostrarle las imágenes. Que viera con qué clase de monstruo estaba saliendo. Con alguien capaz de prostituir a menores y hasta a su propio hijo. Estaba convencido de que cuando Viruca descubriera que su padre era un cerdo, lo denunciaría, llevando las imágenes a la Guardia Civil, o al menos, dejaría al padre ipso facto. Lo que el chaval no imaginó es que Viruca iba a utilizar esas grabaciones para tratar de chantajear al padre. Vale que el chaval tampoco pretendía que la profesora le salvara del padre, de Gabriel, denunciándolos. Eso es algo que él hubiera podido haber hecho por sí mismo. Iago, dándole esas grabaciones, también buscaba un fin utilitario, que ella dejara al padre, que viera el monstruo que era y se quedara con él. Pero ni aun así.

Tuvo que ser un golpe fortísimo para el chaval. La persona de la que se había enamorado era tan miserable como los otros. Iago debió de pensar que ya no quedaba nadie íntegro bajo la tierra. Todos tenían un precio. Incluso Viruca, su amor. Era capaz de dejarle tirado, de no denunciar el abuso con tal de sacar tajada. La rabia que debió de sentir hacia ella tuvo que ser devastadora.

Viruca había visto el cielo abierto con esas grabaciones. Podía conseguir lo que buscaba sin necesidad de seguir acostándose con Tomás. Este, al principio, debió ceder al chantaje, pero Viruca era insaciable y quería más y más dinero. Tanto que decidió ir a la otra fuente, a Gabriel. El que tenía una verdadera fortuna y el que realmente tenía mucho más que perder con todo el asunto.

Así es como Gabriel, debido al intento de chantaje de Viruca, descubrió que Tomás había grabado los encuentros. Encolerizó. Y se enfrentó a él. No iba a ceder a ningún chantaje de Viruca. No lo iba a permitir. Y como esa situación no la había creado él, obligó a Tomás a que pusiera fin a ese asunto. Porque si no lo hacía, caerían los dos. Uno por acostarse con menores, el otro por prostituirlos. Así que a Tomás no le quedó más remedio que acceder. Entre los dos planearon su asesinato. Tomás debió de poner la condición de que no comprometieran a su hijo. Lo harían a espaldas de él. El padre solo obligó al hijo a borrar todos los archivos. Cosa que el chico juró haber hecho, pero que evidentemente no hizo. También quería tener un seguro de vida, en caso de necesitarlo más adelante.

Tomás y Gabriel planearon bien su muerte. Era casi el crimen perfecto. Decidieron aprovechar todas las circunstancias personales que rodeaban a Viruca: el acoso al que estaba siendo sometida en el instituto, que se hubiera separado del marido y que se hubiera enganchado a las drogas. Era la situación ideal para hacer pasar el crimen por un suicidio.

La drogaron y, casi inconsciente, la llevaron a las termas del embalse, para que ella se dejara hacer, para adormilarla entre el agua caliente, y luego la condujeron hasta el embalse ahogándola con sus propias manos.

Y todo les habría salido bien si yo no hubiera metido las narices. Por eso trataron de hacer conmigo lo que le hicieron a ella. Debieron de pensar que si una vez lo habían logrado, ¿por qué no intentarlo de nuevo? También era una buena candidata, como me hicieron ver, para padecer una crisis nerviosa con resultado fatal.

Qué cerca estuvieron de conseguirlo. Qué cerca.

No pude más que apiadarme de Iago.

—El pobre chaval ha tenido que vivir un infierno. Su padre lo prostituye, y cuando se enamora y cree que puede confiar en la profesora, esta va y lo traiciona traficando con los archivos para su propio beneficio. ¿Cómo no la iba a odiar? ¿Cómo no iba a desarrollar una rabia infinita hacia ella? Le confiesa el horror, el sometimiento y los abusos que sufrió por parte de Gabriel, con el beneplácito de su padre. Él quería que ella le salvara y Viruca, en vez de apiadarse, en vez de ayudarlo, lo traicionó.

—La verdad es que es bien chungo.

—E imagínate los sentimientos contradictorios que debían de estarle torturando. Porque aunque la tuvo que llegar a odiar, a la vez debía de sentirse muy culpable porque no se acababa de creer que se hubiera suicidado y pese a ello, no hizo nada por descubrir la verdad... Pobre crío.

—Ese pobre crío intentó matarte.

—No, Germán. ¿No te das cuenta? Le obligaron. Gabriel lo tenía completamente sometido. ¿Tú sabes el poder que sigue ejerciendo incluso años después un abusador sobre su víctima? Gabriel tenía que ser muy consciente de eso. Y decidió implicarlo, quería darle un correctivo, que esta vez él también se manchara las manos. Que aprendiera la lección. Al fin y al cabo, bajo el punto de vista retorcido de Gabriel, e incluso del padre, él era culpable de que yo hubiera llegado tan lejos. Por eso tenía que estar ahí, participando en mi asesinato. Pero si estoy viva es gracias a él. De alguna manera lo convencí, conseguí que se apiadara. Pudo haber metido más pastillas en aquella botella y no lo hizo. Y es probable que fuera él quien accionó el botón para que yo pudiera salir del maletero.

—Sí, lo he leído en alguno de los artículos.

—¿Ves? Me ofreceré a su abogado defensor para volver a testificar a su favor.

—¿Seguro?

—Iago ya ha pasado por demasiados infiernos, no se merece acabar en la cárcel.

—Eres increíble —me dice.

—No, solo voy a hacer lo que creo que es justo. Nada más.

Nos quedamos un par de segundos callados.

—¿Sabes que mi madre al final vende el restaurante?

—¿Sí? ¿Y qué va a hacer tu hermano?

—Él y su mujer se van a ir una temporada a Argentina. Siempre fue el sueño de los dos. Para mí es la primera noticia, nunca me lo habían dicho. Pero parecían contentos. Y Demetrio está hasta liberado de dejar O Muíño, yo creo.

—Bueno, pues me alegro entonces. ¿Y tú? ¿Qué vas a hacer?

—¿Te acuerdas de cuando me quejaba de que no tenía ideas y tú me decías que solo me bastaba con abrir los ojos y observar a mi alrededor?

—¿Te he dicho alguna vez eso?

—Muchas veces. Pues sé de un pueblo donde ha pasado una historia tremenda. Novariz, no sé si te suena. Ya tengo hasta la prota. Una profesora sustituta, que se mete en la boca del lobo y acaba descubriendo el asunto más turbio del pueblo. ¿Qué te parece?

—Supongo que bien. Solo una cosa. Que el marido de ella no salga muy mal parado. Que te conozco y eres capaz de ponerte a caer de un burro.

—Lo intentaré. Pero no te prometo nada, porque el marido de la profesora es un imbécil de tomo y lomo. Raquel...

—Dime.

—Este fin de semana tengo que ir a Coruña. Podíamos quedar.

—Mejor no, Germán. Todo lo que teníamos que hablar ya está hablado.

—Ya... Te voy a echar de menos. Mucho.

—Y yo. Prométeme que seré una de las primeras en leer la historia.

—Claro. Raquel...

—Voy a colgar, Germán. Adiós.

—Adiós.

Colgué el teléfono. Qué difíciles son las despedidas. Pero ya nos habíamos despedido demasiadas veces. No podíamos volver a repetir ese ritual tortuoso. Miré a mi alrededor. El piso de mi madre, bueno, desde ahora mi piso, estaba lleno de cajas de cartón. Por fin lo había decidido, iba a quedarme a vivir allí.

Sola.

Sin Germán. Pensar que durante meses tuve miedo de enfrentarme a una ausencia más en mi vida. Creyendo que no iba a poder soportar el hueco que dejaría, como el que dejó mi madre. Temiendo enloquecer de nuevo. Pero ahí estaba. Entera, de una pieza. Se podía vivir entre las ausencias. Con la muerte de un ser querido y con la ruptura de un matrimonio. Porque nunca nada es para tanto. Y el miedo a la ausencia muchas veces es más terrible y más paralizante que la ausencia en sí. Empezaba una nueva vida. Y lo mejor de todo es que, aunque estaba muerta de miedo, también estaba muerta de ganas.

Coruña esos días me había recibido además con una luz y una temperatura primaveral que invitaban al optimismo. Y mi amiga Tere estaba encantada de tenerme de vuelta y encima soltera. Podríamos salir a ligar, a conocer hombres, a follar sin medida. Aunque sé que no lo acababa de decir en serio, porque ella se había ido pillando más y más de su camarero de humanidades, el de los piercings, y creo que ya pensaba en boda y en tener hijos con él.

Ella con ganas de sentar la cabeza y yo soltera.

La vida se daba la vuelta.

El sonido de las gaviotas y los ruidos del puerto se colaban por la ventana.

Y me puse a desembalar cajas.