CAPÍTULO 3

 

 

Hemos decidido dejar muchas de nuestras cosas en el piso de mi madre. Bueno, esta vez uso el plural, pero lo he decidido yo. Me parece absurdo desmontar toda la casa y llevarla al pueblo de Germán si solo vamos a estar seis meses. ¿De qué sirve mover toda nuestra biblioteca de un lado para otro? Mejor dejar la mayoría de los libros en casa de mi madre. Sigo llamándola así, aunque sé que ahora es mía. Pero no me acostumbro.

Vengo poco. Cada vez que entro a este piso siento de una manera casi física su ausencia y es demasiado doloroso. Tengo que tomar una decisión respecto al piso. O lo vendo, o lo alquilo o convenzo a mi marido para mudarnos aquí. Pero ninguna de las tres opciones me gustan. ¿Quiero alquilarlo? No, desde luego que no. No soportaría la idea de que otros vivieran donde mi madre y yo lo hicimos tantos años. ¿Quiero que Germán y yo...? No. Yo no podría vivir aquí. Notaría la presencia de mamá en cada habitación. Tal vez dentro de algunos años, cuando ya haya hecho las paces conmigo y con ella, tal vez pueda planteármelo. Pero por ahora no. Venderlo es la opción más sensata, pero me cuesta decidirme. Y si lo pienso de manera práctica, es casi mejor esperar a que suba otra vez el precio. Ahora tendría que malvenderlo. Y empezar con los papeles, dar con una agencia que lo saque al mercado, aprender a regatear, todo se me hace un mundo.

—Pues, chica, lo pones a la venta en un pis pas, me encargo yo si quieres, que tampoco es para tanto, y si tienes que malvenderlo, que lo dudo, lo malvendes. Lo que saques para ti va a ser, que está libre de cargas y de hipotecas. Yo me lo quitaba cuanto antes de encima, que te remueve todo de una manera que se te pone cara de lavadora, fíjate lo que te digo.

Le he pedido a Tere que viniera a ayudarme con los libros. Ella es el mejor antídoto para mis raptos de melancolía absurdos. Sé que con su parloteo incesante se me va a quitar la tontería de estar aquí como un alma en pena.

—O me lo alquilas a mí —continúa diciendo—, que siempre ha sido mi sueño vivir al lado de los Cantones, en la Marina, en un pisazo de ciento cuarenta metros. ¿Por cuánto me lo dejarías?

—No voy a alquilártelo, Tere. Que no podrías pagar ni el cuarto de baño.

—¿No me harías precio de amiga? Qué tía. Vamos a ventilar, que aquí huele a muerto... Huy, a muerto no, perdón, a cerrado. Y que entre un poco la luz de esta Coruña imposible.

Tere se pone a abrir ventanas como loca. Los ruidos de la calle, del puerto, de las gaviotas se cuelan dentro de casa.

—Cómo mola ver los barcos desde aquí. Si es que es un lujazo. Y encima que están haciendo todo esto peatonal. Y tú enterrada con tu marido en un pisito en Montealto. Si es que es para matarte.

Yo no quiero alargar demasiado la estancia, solo dejar las cajas e irme. Pero si a Tere se le ha metido en la cabeza echar la tarde en el piso, mejor me resigno. Le gusta jugar a ser la señora de la casa, a vivir como los ricos de A Coruña.

—Qué chollo ser tu madre, y chica, yo no sé cómo puedes vivir como una tragedia que te haya dejado este pisazo. Yo estaría dando saltos de alegría y haciendo orgías todas las semanas. Follaría en todos los balcones y que se escandalizaran todos los pijos que pasean luciendo sus modelitos.

—Luego no te atreverías, que se te va la fuerza por la boca.

—Tú déjame las llaves y que después te cuenten los vecinos.

Tere se mete en la habitación de mi madre y va directa al enorme vestidor.

—Y todos estos zapatos. Aquí hay una fortuna en zapatos. Es que no me canso de verlos. Ay que ver tu madre, de verdad, qué elegancia, qué saber estar, qué gusto y qué de pelas manejaba... Yo de mayor quiero ser como ella.

No voy a ponerme a rebatir las ideas preconcebidas de Tere sobre mi madre. Pero si algo tengo claro es que nunca fue un chollo su vida. Lo único que hizo fue trabajar y trabajar, tanto que a veces se le olvidaba que tenía una hija. Y cuando estaba pendiente de mí era casi peor. Para mi madre siempre fui poca cosa, un pálido reflejo de todo lo que ella consiguió. Y no lo disimulaba nada. Mucho decirme que hiciera con mi vida lo que quisiera, pero yo sabía que no, que para ella había sido una decepción que no hubiera elegido la carrera de medicina y que no pensara seguir sus pasos. ¿Pero cómo seguirlos? Mejor coger otro camino porque nunca hubiera estado a su altura. Mi madre era la mejor en su especialidad y siempre quiso ser la mejor.

Era difícil mi madre. Mucho. Y los últimos años nos llevamos a matar. Nunca le gustó Germán —«Para un rato, hija, pero para casarte, y encima ese bodorrio que queréis montar, qué cosa más hortera, y más antigua y más innecesaria y qué poco te pega, tenía yo otra imagen de ti»—, nunca le gustó mi vida —«¿De verdad te vas a poner a preparar unas oposiciones para profesora de instituto? ¿Tú? ¿En tan poquito te valoras? ¿Quieres enterrarte hasta los sesenta y cinco entre las paredes de un colegio?»— y nunca le gustó que tuviera tan poca ambición —«Algún día te darás cuenta de lo que vales, y ojalá no sea tarde, tan lista y tan pánfila»—. Así era ella, y eso cuando la pillaba de buenas.

Se murió sola, porque llevábamos dos años sin hablarnos después de una bronca de dimensiones épicas, que ahora lo pienso y se me antoja absurda. Tengo aquí clavada esa llamada de teléfono en la que un compañero de su hospital me dio la noticia. Todo había sido muy repentino, muy de un día para otro, y por eso no me había podido avisar. Y que no quería molestar. Mi madre se moría y no quería molestarme.

No se lo perdoné. No le perdoné que no quisiera molestarme, que creyera que tenía que salvaguardarme de su enfermedad, o que pensara que como estaba enfadada no iba a acudir tan pronto me necesitara. Y no me lo perdoné. No me perdoné haberme dejado llevar por esa bronca tonta, que ya ni casi recuerdo por lo que fue, bueno, sí, pero qué más da, y no haberla llamado, no haber intentado tender un puente. Pero para eso éramos las dos orgullosas. Tanto que mi madre se murió sola. Sin mí.

En el entierro me mantuve entera, o más bien en estado de shock.

Luego enloquecí.

Y luego...

—Qué pena no tener el mismo número de pie que ella, porque te juro que saqueaba todo el zapatero. Mira, mira, estos qué maravilla. Y casi sin usar. ¿Me dejas que le haga una foto y la suba al Facebook?

—Teresa, ¿y si nos vamos?

—¿Ya? —Me mira con una cara en la que finge desconsuelo, pero enseguida se da cuenta de que no me encuentro muy allá—. Huy, que te has puesto mustia, que ya te ha dado el parraque. Que si no me despedí de mi madre, que si soy una hija terrible... ¿A que sí?

—Qué frívola eres, Tere.

—Por eso me traes. Que a mí también me cuesta hacer el papelón, a ver qué te crees. Pero lo hago encantada, que para eso están las amigas. Hala, venga, vamos. Y ahora me invitas a cenar para que se me quite el disgusto de no poder permitirme una vida como esta. Qué pisazo, por Dios. Qué pisazo.