RACHEL se agachó tras el volante al ver que Matthew Riordan salía del restaurante.
Se metió en la boca lo que le quedaba de sándwich, miró el reloj y anotó la hora en el cuaderno que tenía abierto sobre el asiento del copiloto. Solo media hora para una comida de negocios, pensó mientras lo veía despedirse de dos hombres trajeados, antes de dirigirse hacia su coche.
Llevaba dos días vigilándolo y había descubierto, entre otras cosas, que al chantajista no le gustaba perder el tiempo con tonterías.
Vio cómo se quitaba la chaqueta del traje antes de meterse en su Porsche. Por alguna razón, la había sorprendido el coche que conducía. Había dado por sentado que iría en una limusina, dirigida por un chófer, con fax y teléfono para trabajar mientras se desplazaba de un sitio a otro. Pero Matthew Riordan estaba lleno de sorpresas.
Se alegraba de no haber seguido su primer impulso la mañana anterior. Había salido de casa hecha una furia, dispuesta a entrar en su despacho a soltarle un rapapolvo, acusándolo de falta de ética, cobardía e ingratitud.
Pero supuso que Matthew esperaría justo esa reacción y que, al no pillarlo desprevenido, podría exponerse a quién sabía qué humillación.
Así que se había obligado a serenarse y se había marchado a trabajar. Necesitaba hechos, en vez de teorías, antes de decidir qué pasos dar. Pasara lo que pasara, debía evitar cualquier escándalo mientras Robyn y Bethany no se hubieran marchado.
–Llegas tarde –le había reprochado Frank al llegar a Weston.
–Tengo un poco de lío en casa –se había disculpado Rachel, la cual se arrepentía de la media hora que había perdido mirando las fotografías, guardadas en el maletín.
–Dijiste que llegarías a las ocho y media, así que organicé una reunión para discutir el caso Johnson. Todos van justos de tiempo, hemos tenido que empezar sin ti –dijo Frank, con el ceño fruncido–. Mira, sé que tu hermana se marcha dentro de unos días, pero tenemos una empresa que dirigir –le recordó.
–Lo siento. Surgió un imprevisto después de llamarte…
Sabía lo mucho que le debía a Frank. Este podía haberle hecho la vida imposible; pero, aunque al principio había sido reticente a que se incorporara a la dirección de Weston, había acabado valorando su aportación como socia.
–¿Estás segura de que ya no tienes fiebre?
–Solo me duele un poco la cabeza –aseguró Rachel.
Frank la miró con la desconfianza del detective que era. Por otra parte, nunca había terminado de congeniar con Rachel.
–No deberías estar aquí si no te encuentras bien.
–Tranquilo, estoy perfectamente –aseguró ella.
–Me alegro, porque tenemos un problema –dijo él mientras acompañaba a Rachel a su despacho.
–¿Qué clase de problema?
–¡Matthew Riordan!
–¿Qué? –el maletín se le cayó al suelo–. ¿Por qué?, ¿qué ha hecho ahora? –preguntó, nerviosa.
–No se trata de lo que ha hecho, sino de lo que va a hacer –rabió Frank–. Su padre ha sufrido un infarto.
–¿Kevin Riordan? –lamentó Rachel, cuyas relaciones con este eran notablemente mejores que las que tenía con su hijo–. ¿Cuándo?, ¿está bien?
–Lo encontró su secretaria en el despacho este lunes. Lo único que sé es que está en el hospital y que lo más probable es que pase una temporada dentro.
–¡Qué horror! Ni siquiera ha cumplido los sesenta y cinco.
–Sí, horrible para nosotros –dijo Frank egoístamente–. Porque Matthew Riordan se ha hecho cargo de Industrias KR.
–Pero… creía que él no tenía que ver… Seguro que Neville…
–Neville está en Japón. Me mandó un fax ayer por la noche –la informó Frank–. Asumirá el cargo cuando vuelva, por supuesto. Pero hasta entonces estamos a merced de Matthew.
–Pero Matt Riordan no tomará ninguna decisión importante si sabe que está de paso.
–No te creas. Neville me dijo que no se fía del él ni un pelo. Si Riordan tiene poder de representación de su padre, puede hacer lo que le dé la gana. Con su influencia, podría hacernos mucho daño en pocos días. No me extrañaría que intentara sabotear a nuestra empresa –replicó Frank–. Y si no conseguimos ingresar dinero pronto, puede que no seamos capaces de hacer frente al último préstamo que dejó a deber David.
–Podría hipotecar la casa de…
–¡No! –atajó Frank con la contundencia que siempre había empleado–. David te dio esa casa y te la vas a quedar. Además, al final acabarías arriesgando más de lo que vale la empresa. Tenemos que ser realistas, Rachel. Contábamos con poder negociar con Kevin Riordan y, sin esos contratos, la cosa no tiene buena pinta. Ya veré qué se me ocurre. Mientras tanto, ¿por qué no investigas a Riordan? A ver si descubres algo que pueda sernos útil –le propuso.
Aunque no pareció muy convencido. De haber tenido esperanzas en averiguar algo provechoso, habría encargado la investigación a un detective más experimentado. En cualquier caso, sin saberlo, Frank le había servido en bandeja la excusa perfecta para dedicar el resto de la semana a seguir a su presa y planear su acoso.
Como también quería aprovechar los últimos días en compañía de Robyn y Bethany, había pretextado seguir con gripe para cancelar el resto de compromisos en el gimnasio y en la clínica donde daba masajes.
Rachel pisó con suavidad el acelerador mientras Matthew sacaba el Porsche del aparcamiento. Se caló una gorra de béisbol y se puso gafas de sol. No sabía exactamente qué conseguiría siguiéndolo, pero era mejor que no hacer nada. David siempre había dicho que vigilar personalmente a un sospechoso era fundamental para tratar de adivinar su próximo movimiento.
Además, tras haber pasado el día anterior consultando en la hemeroteca cualquier noticia relacionada con Matthew, comprobando informes de la Cámara de la Propiedad y realizando numerosas llamadas, en las que había dado diversos nombres falsos, a Rachel le apetecía un poco de acción.
Después de llamar a su despacho para asegurarse de que seguía en el edificio, había conducido a la central de Industrias KR y había esperado hasta el anochecer para descubrir cuál de las casas registradas a nombre de Matthew en Auckland era su hogar.
Resultó que no se trataba del apartamento del centro, sino de una mansión de tres plantas. Rachel había seguido los faros del Porsche por las calles de la ciudad, con cuidado de cambiar de carril de vez en cuando y mantenerse siempre dos o tres coches por detrás. Por fin, había visto a Matthew llegar a las puertas que daban acceso a una mansión, sin que éste hubiera advertido su presencia. Rachel había seguido unos metros y había aparcado a la sombra de un árbol, saboreando esa pequeña victoria: ¡era su primer trabajo sola de rastreo!
Luego había comprobado el buzón de voz del móvil de la empresa y había llamado a Robyn para hacerla saber que iba camino de casa. Mientras se despedía, había visto abrirse las puertas. Y el Porsche se había internado en la oscuridad de las carreteras nuevamente.
Para cuando hubo arrancado y metido la marcha, ya había doblado la esquina. Y al llegar al siguiente cruce, no era sino un faro lejano que se dirigía de nuevo a la ciudad. Rachel lo había perseguido tan rápidamente como le había sido posible. Y ya estaba dándole alcance cuando un agente de policía le dio el alto, le puso una multa por exceso de velocidad y la hizo soplar por el alcoholímetro.
–¿Y qué pasa con el Porsche que iba delante de mí? –había protestado Rachel–. Iba tan rápidamente como yo. ¿Por qué no lo ha parado?
–Porque tuvo la sensatez de decelerar en cuanto me vio y el radar no ha registrado que fuera por encima de lo permitido.
Enojada, Rachel había guardado la multa en el cuaderno y había reanudado la marcha, sabedora de que ya no podría localizar a Matthew.
En esos momentos, mientras sorteaba el tráfico de la hora de la comida detrás del Porsche nuevamente, Rachel se consoló pensando que al menos no podrían multarla por exceso de velocidad.
Había supuesto que Matthew se dirigiría a otra reunión de negocios, razón por la que se sorprendió al ver que giraba hacia un barrio residencial… hasta que recordó que era allí donde se emplazaba el hospital privado más nuevo de la ciudad. Había averiguado su dirección el día anterior, al llamar para interesarse por el estado de Kevin Riordan.
Rachel entró en el aparcamiento y estacionó en un hueco libre. Luego, vio a Matthew meter un maletín en el portaequipaje del coche y dirigirse acto seguido hacia la entrada del hospital. ¡Habría dado cualquier cosa por echar un vistazo al contenido de ese maletín!
Un guardia de seguridad paseaba entre los coches. Rachel pensó que podría parecer sospechoso que la encontrara asfixiándose dentro del coche, en vez de buscar el refugio del aire acondicionado del hospital. Además, llevaba demasiado tiempo sentada y necesitaba estirar las piernas un poco.
El hospital parecía lo suficientemente grande como para poder vigilar a Matthew sin ser descubierta. Quizá hasta pudiera mirar disimuladamente cómo se encontraba Kevin. Siendo caritativa, cabía la posibilidad de que el chantaje de Matthew se debiera a que, preocupado por la salud de su padre, no hubiese actuado en plenas facultades mentales.
Tembló a pesar del calor que hacía. Aquellas habían sido las palabras que había leído en un artículo sobre la trágica muerte de Leigh Riordan. Aunque no se daban detalles, el informe médico final había declarado que la mujer se había quitado la vida no estando en plenas facultades mentales.
Pero no, esa posibilidad era difícil de creer, pues aquellas fotos tan ruines habían sido hechas una semana antes de que a su padre le diera el infarto.
La unidad de cardiología estaba en el tercer piso y, por miedo a que la atraparan metida en el ascensor, subió por las escaleras, de dos en dos, dando gracias de su buen estado físico. Ni siquiera tenía la respiración entrecortada cuando llegó a la señal de no fumar de la tercera planta. El pasillo estaba atestado de visitantes vestidos con elegancia y pacientes en bata.
A la mitad del reluciente corredor había una bifurcación en forma de te, donde se hallaba la sala de enfermeras, todas con sus distintivas batas blancas.
Antes de llegar a la bifurcación, vio el aseo de mujeres y aprovechó para sacar un pulverizador, llenarlo de agua y refrescarse las muñecas y el cuello.
Luego volvió a ponerse las gafas de sol y echó a andar hacia la sala de enfermeras, mirando los carteles que encontraba a cada paso con los nombres de los pacientes internados.
Casi había llegado a la bifurcación cuando le dio un pisotón a una mujer de pelo gris que se acercaba a ella en dirección contraria.
–Lo siento muchísimo. ¿Se encuentra bien? –se disculpó Rachel. Por suerte, ella llevaba sandalias planas, pensó mientras calculaba que la mujer tendría sesenta y tantos años. Sabedora de lo frágiles que podían ser los huesos de las personas mayores, se agachó para inspeccionarle el pie y vio, aliviada, que apenas le había hecho daño–. Parece que le saldrá un moretón. Lo siento, de verdad – insistió mientras recogía el correo desperdigado y un ramo de flores de la mujer. No llegaba al metro sesenta, de modo que cuando Rachel se levantó, se sintió como una gigante.
–Tranquila –dijo la mujer–. Además, no podía haber pasado en un sitio mejor, ¿verdad? ¿Trabaja usted aquí? –añadió sonriente.
–No… no creo que el hospital contrate a personas que se dediquen a atropellar a la gente.
–Les vendría bien para aumentar el trabajo –la mujer rio. Aunque llevaba ropa cara y las perlas que le adornaban el cuello eran auténticas, su acento denotaba que era de origen humilde.
–O para que los denunciaran y se quedaran sin él… Me temo que le he estropeado las flores –Rachel sonrió mientras le entregaba el ramo.
–Da igual, no creo que mi esposo se entere. Estará demasiado ocupado quejándose porque no le he traído whisky ni chocolate.
–¿Estando en cardiología?
–Es muy mal paciente –reconoció la mujer–. Siempre ha presumido de tener una salud de acero. Nunca se había puesto enfermo hasta…
–¿Está muy grave? –preguntó Rachel con cautela.
–Ha tenido un ataque al corazón. Los médicos dicen que le tienen que hacerle un by-pass –informó la mujer, preocupada.
–Estoy segura de que su marido está en las mejores manos –dijo Rachel, convencida–. ¿Ha venido con algún familiar? –añadió mientras le iba pasando el fajo de cartas y postales que le había tirado al suelo.
–Se suponía que mi hijo iba a venir –contestó la mujer–. Pero imagino que se habrá adelantado para interrogar a los médicos y ordenarles que no le den demasiados detalles a su delicada mamá… Es un chico encantador, pero demasiado dominante.
–Ya sé a que se refiere –Rachel sonrió.
–¿Con lo alta que es? –la alabó la mujer–. Ojalá yo fuese como usted. Siempre me entra tortícolis cuando discuto con mi marido o mi hijo. Debe de ser genial poder hacer frente a los hombres autoritarios y mirarlos a los ojos directamente.
–O hacia abajo incluso –Rachel sonrió.
–Puede que sea más alta que mi hijo –comentó la mujer tras calcular la estatura de Rachel–. Pero no por mucho…
–Mido un metro ochenta y seis.
–Entonces le saca unos centímetros… Parece que todavía no se ha dado cuenta de que, en realidad, somos el sexo fuerte. Aunque la culpa es mía en parte: llegó cuando ya no me lo esperaba y, siendo hijo único, lo mimé demasiado. Mi salud no era demasiado buena por aquel entonces, de modo que creció creyendo que éramos seres frágiles. Luego su padre lo mandó a un internado para que se hiciera un hombre y se cultivara –la mujer suspiró–. Pero pasó de ser un chico sensible y apasionado a convertirse en un adulto introvertido. Tuvo un par de malas experiencias con mujeres: se caso a los veinte años, pero acabó fatal… y ahora parece que reserva todas sus energías para el trabajo.
Rachel tuvo un terrible presentimiento. Miró el último de los sobres que le estaba pasando a la mujer: tenía tamaño rectangular e iba dirigido a…
–¿Es usted la señora Riordan?, ¿la señora de Kevin Riordan?
–Sí… Dorothy. ¿Conoce a mi marido?
¡Maldita coincidencia!
–Solo un poco. Hemos colaborado en algún asunto de negocios. Ayer me enteré de que estaba enfermo y llamé al hospital para ver cómo estaba; pero se limitaron a decir que estable –improvisó Rachel mientras trataba de imaginar cómo escapar de allí lo más rápidamente posible.
–¿Y ahora ha venido a preguntar en persona? –el rostro de Dorothy se iluminó–. Qué amable. Todavía no está en condiciones de recibir visitas, pero le diré que ha venido, señorita…
Rachel pensó si darle un nombre falso, pero alguien se adelantó:
–Blair. Rachel Theodora Blair –Matthew se interpuso entre las mujeres y arrebató el sobre que aún sujetaba esta–. Gracias, ya lo guardaré yo.
Rachel se giró y miró horrorizada al hombre que se había acercado a ella con tanto sigilo. A juzgar por la expresión de sus ojos, estaba muy enojado.
–¡Matt, por fin! –lo saludó su madre con alegría–. ¿Conoces a la señorita Blair?
–Íntimamente –musitó él.
Dorothy se sorprendió por aquella respuesta, y Rachel no pudo evitar ruborizarse.
–Me estaba diciendo que ha venido a ver cómo está papá…
–¿De veras? –cuestionó Matthew.
–Bueno, en realidad… Yo estaba…
–¿Haciendo un servicio especial? –sugirió él mientras se abanicaba con el sobre.
–De paso –completó Rachel.
–He traído el correo del día, Matt –dijo la madre–. Pensé que tu padre se alegraría al ver las cartas y tarjetas que le han enviado, deseándole una pronta recuperación.
–¿Qué hay en este sobre, Rachel? –le preguntó Matthew con voz sedosa–. ¿Otra tarjeta llena de buenos deseos?
–No tengo ni idea –contestó ella. La presencia de la madre estaba coartando a Matthew, pero, aun así, seguía resultándole amenazante.
–Vaya, y yo que creía que siempre te gustaba estar «encima» de todo –murmuró él–. Creía que te gustaba controlar la situación… dirigirnos a todos con un látigo en la mano, por así decirlo.
Rachel lo miró a los ojos, hecha una furia. ¡Lo estaba reconociendo! ¡Estaba presumiendo de lo que había hecho, delante de su propia madre!
Por suerte, la señora Riordan no había captado aquellas malévolas indirectas.
–Así que es usted una mujer de armas tomar –dijo Dorothy con ingenuidad–. ¿A qué se dedica exactamente, señorita Blair?
Rachel le habló de Weston. Concentrarse en la conversación era muy difícil, ya que Matthew la abrumaba psicológica y físicamente. Cada vez que él le rozaba con la manga del traje, se le ponía la carne de gallina. Y si giraba la cabeza hacia Matthew, aspiraba una fragancia varonil mareante.
–¡Qué interesante! Tiene que ser un trabajo emocionante – exclamó Dorothy, entusiasmada–. Supongo que hará falta mucha experiencia.
–Rachel tiene muchísima experiencia –terció Matthew–. Ha olvidado contarte que también es masajista, y doy fe de que se entrega a fondo con sus clientes.
–¡Matt! –lo reconvino Dorothy, que sí había intuido la carga sexual de aquellas últimas palabras.
–No pasa nada, señora Riordan –intervino Rachel–. Ya había llegado a la conclusión de que su hijo debía haberse llevado más azotes de pequeño.
–¿Me está ofreciendo que me tumbe sobre sus rodillas, señorita institutriz?
–¡Matt!
En esa ocasión, los dos hicieron caso omiso de la protesta de Dorothy.
–Sería una pérdida de tiempo: es evidente que no tienes remedio – espetó Rachel.
–¿Acaso ibas a corregir mis defectos con métodos violentos? ¿No sabes que hoy día está prohibido pegar a los niños? ¡Vaya una madre que serías!
Se quedó helada. Quiso gritar que sería una madre estupenda, que ya había sido una madre estupenda y había hecho todo lo que se suponía que debía hacer una madre por su bebé: sufrió mucho, hizo sacrificios y creó algo extraordinariamente bueno a partir de una pesadilla de odio y temor…
Sacudida por los dolorosos recuerdos de una etapa que había creído tener superada, alzó la barbilla y lo miró con una indiferencia que a Matt le resultó más provocadora que cualquier réplica desafiante.
–Mamá, ¿por qué no vas a enseñarle esas cartas a papá? –le propuso sin quitar los ojos de Rachel–. El cardiólogo sigue con él, así que podrás hacerle todas las preguntas de las que estuvimos hablando anoche.
¿Habría sido al hospital adonde se había dirigido la noche anterior? ¿Cómo podía haber pasado por alto algo tan obvio? ¡Menuda detective estaba hecha!
–¿Intentas deshacerte de mí? –le preguntó la señora Riordan con sequedad.
Matthew se giró hacia su madre y esbozó una sonrisa tan dulce, que Rachel se quedó sin respiración.
–Por favor –insistió él–. Yo ya he hablado un buen rato con papá. Y Rachel es demasiado tímida para reconocerlo, pero en realidad ha venido a verme a mí.
–¿Sí? –Dorothy enarcó las cejas.
–Sí, ella y yo tenemos… –Matthew hizo una pausa, agarró una mano de Rachel y entrelazó los dedos de ambos–… asuntos pendientes.
–Entiendo…
–¿Por qué le has dicho eso? –lo encaró Rachel en cuando Dorothy se hubo marchado–. Sabes la idea con la que se ha ido, ¿verdad?
–Mejor que piense eso a que sepa la verdad –replicó Matthew con acritud. Luego tiró de su brazo y echó a andar hacia el pasillo.
–¿Qué verdad? –contestó ella, siguiendo el paso de Matthew sin dificultad.
–¡Que estás dispuesta a poner en peligro la vida de mi padre con tal de enriquecerte!
–¿Qué?
Matthew se detuvo, empujó una puerta que había entornada y la introdujo en una sala llena de estanterías. Estaba tan furiosa, que no se dio cuenta de lo que estaba pasando hasta que ya era demasiado tarde.
–¿Se puede saber que haces? –protestó mientras él cerraba la puerta de una patada–. ¡Estamos en el almacén del hospital!
–Me asombra tu capacidad de deducción –se mofó Matthew mientras apoyaba la espalda en la puerta y abría el sobre.
–¡Está dirigido a tu padre, no a ti!
–¿Y qué es lo que tienes tantas ganas de que vea? ¿A ver qué tenemos aquí? ¿Otro capítulo de Vidas depravadas? –Matthew le enseñó las fotos a Rachel y ésta se quedó sin respiración.
–¡Dios!
–¡Eres una ramera! –explotó él–. Tenías que seguir apretando los tornillos, ¿verdad? Aunque sabes que no te va a llevar a ningún lado.
–¡No sé de qué estás hablando!
–Intentabas mandarle esto a un hombre enfermo –Matthew le puso las fotografías frente a la nariz.
–No, yo no…
–¡Claro que sí! –bramó él–. He visto cómo le entregabas el sobre a mi madre. Si no te hubiera detenido, se las habría llevado y las habría abierto delante de papá.
–Pero yo no tengo nada que ver –aseguró Rachel, desconcertada.
–¡Así que eres mentirosa además de desalmada! –la acusó Matthew.
Rachel le dio una bofetada que le dejó la mano marcada en la mejilla. Durante unos segundos, no hubo más ruido que el de sus respiraciones agitadas.
–¿Te gusta el contacto físico? –dijo Matthew, acercándose a ella–. Creía que solo pegabas a hombres atados.
Las hormonas de Rachel se revolucionaron. Notó el peso de sus pechos, como si echaran de menos las caricias con que él los había agasajado. Recordó el cuerpo de Matthew, sus músculos, el vello de sus muslos, el modo en que sus caderas se habían alzado entre las piernas separadas de ella. Y sintió un líquido húmedo debajo del vientre.
–¡No me toques!
–No te he tocado –dijo Matthew con voz ronca.
Rachel advirtió que era verdad y se puso roja. Era como si, en el fondo, le hubiese pedido que sí la tocara…
–¿Cómo te atreves a ir de santurrón conmigo? –contraatacó ella–. Fuiste tú quien abrió nuestra caja de Pandora particular. ¡No puedes culparme de que los fantasmas que has dejado libres se hayan vuelto en tu contra y te persigan!
Matthew miraba sus labios a medida que Rachel hablaba, y ésta supo que no era en sus palabras en lo que estaba fijándose.
–Lo único que me persigue es el recuerdo de tu cuerpo –murmuró él–. Tu piel, tu sabor, tu olor… es todo tan vago e irreal. Si no fuera por las fotos, creería que es un sueño… como los que he tenido todas las noches desde entonces.
La insinuación le derritió los huesos. Rachel pensó en todas las noches que había despertado ella, caliente y sudorosa, tras haber soñado con un amante apasionado.
–¡Deja de mirarme así! –le ordenó Rachel sin convicción. El bolso se le resbaló por el hombro y cayó al suelo.
–¿Así cómo?
Desvió la mirada para no soportar el intenso erotismo de sus ojos y notó el aliento de Matthew junto a ella. No fue capaz de moverse cuando este metió una pierna entre las suyas y la corbata acarició con suavidad el valle de sus pechos.
–¿Cómo, Rachel? Explícame cómo te miro –insistió Matthew mientras ella trataba de mantenerse fría. Riordan posó los labios en su cuello y marcó un reguero de besos hasta el lóbulo de su oreja izquierda–. ¿Cómo te miro?, ¿como si quisiera comerte? ¡Porque eso es justo lo que quiero! ¡Dios!, ¿cómo puedes ser tan deseable? – añadió mientras aspiraba el perfume de su cabello.
Desde los quince años, el mayor temor de Rachel había sido encontrarse indefensa ante el ataque lujurioso de un hombre más fuerte que ella. Pero, ¿dónde estaba su aversión, su miedo y su rabia para defenderse en esos momentos? Era cierto que se sentía indefensa, pero no ante el acoso sexual de Matthew, sino ante los incontrolables deseos que corrían por sus venas.
En vez de recurrir a sus conocimientos de defensa personal, lo rodeó por la cintura y acercó los pechos hasta que sus pezones rozaron la camisa de Matthew. Y su pierna, que debería haber subido para propinar un doloroso rodillazo a su oponente, se limitó a restregarse contra la parte exterior de su muslo mientras él se apretaba todavía más contra sus pechos.
El pelo de Matthew le hizo cosquillas en la nariz al tiempo que le besaba el cuello, la barbilla, los pómulos, los ojos… todos los sitios menos la boca.
Ya estaba a punto de sucumbir cuando, por alguna razón, recuperó la cordura:
–Matt… –Rachel puso las manos entre ambos para separarse. En vista de que se resistía, le clavó las uñas en la espalda.
–¡Bruja…! –Matthew bajó la mano y la introdujo bajo la falda de Rachel para acariciarle el trasero.
Los suspiros y los jadeos se entremezclaron, el roce de sus cuerpos hizo estallar la pasión… ¡y todavía no la había besado!
Matthew pasó la barbilla sobre sus labios, hasta que, frustrada, Rachel le giró la cabeza con ambas manos para encontrar la intimidad que tanto anhelaba. Se resistió solo lo suficiente para quitarse las gafas y meterlas en un bolsillo de la chaqueta. Luego, aplastó la boca sobre la de ella.
Era todo cuanto había deseado Rachel, el sueño hecho realidad… un placer dulce y delicioso, tórrido, húmedo y fantástico. Entreabrió los labios para dar paso a la lengua de Matthew, que exploró las cavidades de su boca con curiosidad antes de enlazarse con la de ella. Luego se retiró. Y volvió a besarla y a retirarse y a besarla, mordisqueando y chupándole los labios y cambiando de ángulo para profundizar el beso o hacerlo más erótico, más rápido, más lento…
Se deleitó entre los brazos de Matthew. El tiempo dejó de importar cuando las manos de este empezaron a acariciarle todo el cuerpo. Acercó la boca a los pechos de Rachel, pero halló la barricada del sostén. Maldijo y la castigó con un beso voraz que ella devolvió con la misma avidez, hundiendo los dientes en el labio inferior de Matthew, al tiempo que jugueteaba con el bulto frontal de sus pantalones.
Oyeron el chirrido del pomo y, acto seguido, apareció una joven enfermera llena de pecas. Se separaron… aunque no a tiempo de disimular lo que habían estado haciendo.
–Yo… solo venía a recoger una almohada –balbuceó la enfermera, ruborizada al ver el sofoco de Rachel y Matthew. Este reaccionó en seguida y le pasó una almohada de una estantería.
–Toma –esbozó una sonrisa sarcástica–. Nosotros no la íbamos a necesitar.
¡Lo había dicho como si hubieran estado a punto de hacer el amor de pie! Aunque era imposible saber adónde habrían llegado si no los hubiesen interrumpido, reconoció Rachel. Horrorizada, vio que el sobre de las fotos había caído boca arriba, así que se agachó para recogerlas con el pretexto de agarrar el bolso.
–Gracias –la enfermera aceptó la almohada y se atrevió a añadir–: se supone que no deberían hacer… lo que estaban haciendo aquí.
–Cariño, se supone que no deberíamos estar haciéndolo en ningún lugar –replicó Matthew.
–Pensará que somos dos adúlteros –protestó Rachel mientras se retiraban.
–O hermano y hermana –dijo él mientras se ponía las gafas.
–¡Serás pervertido!
–Puede, pero tú no me vas a la zaga. Parece que es inevitable que nos pillen in fraganti –Matthew sonrió–. Supongo que este último incidente cambia las cosas entre nosotros, ¿no?
–¿A qué te refieres?
–Parece que el chantaje es poco productivo; así que será mejor considerar otra opción más… estimulante.
–¿Como qué?
–¡Secuestrarte!