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Existen bastantes momentos en que Alena echa de menos su piso anterior. No tanto el hogar en sí mismo sino la posibilidad de dar un paseo por la playa en invierno, cruzarse con los conocidos de toda la vida y, sobre todo, contemplar ese mar que nunca es del todo idéntico. Cosas que no apreciaba demasiado cuando vivía en Premià de Mar porque formaban parte de su cotidianidad. Ahora a veces se asoma a la ventana de su cuarto buscando ese horizonte despejado y se siente cercada por los altísimos bloques de hormigón que se alzan frente a ella, barreras sólidas que ni siquiera sus sueños más desbocados son capaces de atravesar: chocan contra esa realidad fea y se deshacen en los barrotes mal pintados de los balcones sin plantas.

Las primeras noches en su nueva habitación estuvieron pobladas de pesadillas extrañas, imágenes inconexas en las que se veía atrapada en espacios angostos y oscuros, una gruta laberíntica y subterránea de la que trataba de salir guiándose por una luz remota, por el susurro lejano de unas olas que buscaba con denuedo antes de terminar cayendo en un pozo. Era entonces cuando despertaba de repente, angustiada, y tenía que levantarse de la cama aunque aún no fuera de día para recuperar la calma. Esos malos sueños pasaron, por supuesto, pero cinco meses después sigue quedando un poso de inquietud que la asalta a traición, sobre todo cuando está sola en casa, y la obliga a salir a pasear. Al principio lo hacía sin rumbo fijo, movida por una curiosidad ante el nuevo entorno que se vio colmada con un par de vueltas. Nada allí era bonito, le faltaba el azul, ese fondo marítimo capaz de embellecerlo todo. Ahora, cuando sale, se dirige al parque de Can Mercader y se sienta en uno de los bancos, se acerca al borde del lago de los patos o se instala en la glorieta. No hay mucha gente los días laborables: media docena de personas haciendo running con los cascos puestos, alguna pareja de jubilados y un par de madres que llevan a los críos al barco pirata de madera. Descender desde el paisaje abigarrado de bloques rectangulares, encajados uno tras otro, hasta los senderos que conforman el parque significa para Alena la posibilidad de penetrar en otro mundo, más ensoñador, como si ese bosquecillo tranquilo y ordenado fuera un oasis donde sus pensamientos volaban libres, sin ataduras, enredándose en las ramas de los árboles o posándose plácidamente en el estanque. Los espacios abiertos siempre habían alentado su imaginación desde que, varios años atrás, su padre le mostrara el bosque mágico de Gryfino, en su Polonia natal, en uno de los escasos viajes que habían hecho para conocer su país de origen. Nadie tenía una explicación plausible para aquellos cuatrocientos pinos torcidos en su base que conformaban un paisaje único, troncos doblados y sinuosos entre las subyugantes brumas del Este. Un paisaje que podría haber ilustrado uno de esos cuentos en los que un hada perversa hechizaba un lugar y a sus habitantes. Recuerda la impresión que le causaron aquellos árboles que parecían enfermos y sin embargo crecían fuertes, desafiantes ante la extraña deformación que los afectaba como una tara de nacimiento que debían esforzarse por superar.

Extrañamente, ese parque, el de Can Mercader, no le inspiraba el menor temor, ni siquiera en las tardes invernales en que apenas había nadie y el viento agitaba las hojas de los árboles. Llegaba hasta el palacio, antigua residencia de una familia acomodada ahora propiedad del Ayuntamiento, y se sentía como una princesa moderna disfrutando de su jardín privado.

Fue un jueves de noviembre a última hora, poco antes de que el lugar cerrara sus puertas, cuando se topó por azar con esa escena que no ha podido olvidar. Lo primero que le extrañó fueron los gemidos, la prueba evidente de que en algún rincón, al otro lado del estanque, sucedía algo que rompía la quietud perenne del parque. Se acercó, rodeando el agua, a aquella zona algo más boscosa, exuberante incluso en invierno debido a las enormes palmeras que mantenían su verdor pese al tiempo inclemente. Luego no habría sabido decir si fue la simple costumbre o una curiosidad mucho más morbosa lo que la llevó hasta allí, a apostarse detrás de un árbol y contemplar a esa pareja que hacía el amor al aire libre, en plena noche, como lobos solitarios que no hubieran conseguido contener su instinto animal.

Al principio no los reconoció; estaba demasiado oscuro y las caras quedaban ocultas entre los matorrales. Fascinada, observó a esos dos seres sin rostro, cuerpos que se entregaban al placer más primario sin recato ni vergüenza. Podría haberse ido tal como había llegado, sin hacer ruido; es más, tan sólo unos minutos después habría deseado no estar allí, no distinguir la cara del chico cuando se levantó, con el torso desnudo, mientras la otra persona, una chica morena de rizos oscuros, permanecía arrodillada ante él.

Alena no conseguía verla bien, pero, dada la expresión de placer de él, no hacía falta ser muy hábil para adivinar lo que ella estaba haciendo. Durante unos largos segundos siguió mirando sin ser vista, absorta en el espasmo que se apoderaba de las facciones del chico hasta casi deformarlas. El perfil de Christian, su brazo tatuado y fuerte, el sonido gutural que salía de su boca abierta y la tensión que arqueaba su cuerpo. Entre las sombras podía ver sus manos, que aferraban con firmeza la cabeza de la chica, Saray, ya sin duda alguna.

La fuerza del sexo estaba ahí, frente a ella, poderosa y salvaje, tan magnética como ese cuerpo joven, casi sin vello, brillante en la oscuridad como si una luz poderosa surgiera del suelo para envolverlo por completo. Alena se estremeció, quizá por vergüenza, quizá porque nunca había vivido un momento como ese. Dos personas a las que conocía entregadas a un acto tan íntimo, tan apasionado y, a sus ojos, tan salvaje.

Christian soltó un último gemido, casi un estertor, y apartó con suavidad la cabeza de su pareja; en ese momento, cuando Alena ya retrocedía, temblorosa y a la vez excitada, se volvió hacia ella. La miró con ojos turbios y se relamió los labios, incapaz de contener la mueca del varón satisfecho que convertía sus facciones jóvenes en un rostro que podía ser el de todos los hombres de la historia, el del depredador que acaba de devorar a su presa y perdona la vida, temporalmente, a otra frágil e incauta que se ha acercado atraída por su poder destructor.

Alena echó a correr, avergonzada y nerviosa, consciente de haber sido una testigo involuntaria de algo pensado para la intimidad. Angustiada, huyó de la visión de aquellos dos cuerpos que parecían formar uno, un árbol con raíces femeninas y ramas fuertes, musculosas como los brazos de Christian. Pero huir nunca significa olvidar, y desde ese día fueron muchas las noches que, antes de dormirse, la imagen de ambos, sublimada y embellecida por la distancia, aparecía en su mente cuando cerraba los ojos. Cuerpos de alabastro, cubiertos de una capa de rocío e iluminados por una luna insolente, sonrientes como estatuas obscenas que disfrutaban de una fiesta a la que nunca estaba invitada.

Por suerte, ninguno de los dos dio señales de haberla reconocido, a pesar de que Alena estaba segura de que Christian la había visto. Ella no se lo contó a nadie, ni siquiera a Lara. No quería hacerlo; así, en cierto sentido perverso, se convertía en parte de aquella escena, en una especie de participante involuntaria pero leal.

Y fue allí también, uno de esos días, no muy lejos de la zona de los columpios, cuando Alena se fijó en un individuo cuyo rostro le resultaba familiar. Tardó unos instantes en identificarlo del todo, hasta que más tarde cayó en la cuenta de que era un vecino de su bloque: un tipo tímido, retraído, de edad indefinida entre los cuarenta y cinco y los sesenta años, no exactamente sucio pero tampoco limpio. El hombre no la saludó ni dio muestras de reconocerla, algo que la alegró. Sin saber muy bien por qué, siempre que han vuelto a coincidir en algún rincón del parque se apodera de ella una tristeza instantánea, como si el hombre fuera el ejemplo perfecto de esa apatía vital que, a sus quince años, parece la peor de las condenas. Está claro que no trabaja, o al menos no en los horarios habituales, y no hace falta poseer una gran capacidad de deducción para concluir que tampoco tiene esposa ni familia. En esos paseos, Alena se divierte imaginando las vidas de las personas con las que se cruza, y esa, la del «vecino triste», como ella lo llama, se le antoja francamente desoladora. Una vida amarillenta, de un color ocre desvaído que la hace pensar en asilos de ancianos y colas del paro. Lo recuerda ahora porque, según parece, Lara ha subido con él en el ascensor: tiene que ser ese al que su amiga acaba de calificar como un «pedazo de friki».

—Es que ni me ha mirado. Iba todo el rato con la vista en el suelo, como si fuera el portero o un criado. Y olía raro, como a humedad.

Alena asiente, convencida de que tiene que ser el mismo.

—Iba al sexto. Uf, qué ganas tenía de bajarme. Oye, ¿tienes un vaso de agua? Vengo muerta de sed.

Es la primera vez que invita a Lara a su casa, y por un momento le gustaría vivir en otro sitio, en su antiguo hogar.

—Vamos a mi habitación —le dice, ya que se avergüenza un poco de los muebles pasados de moda que hay en el comedor. Los de casa de Lara tienen otro aire, más moderno, porque cuando su madre se casó por segunda vez reformaron todo el interior.

Lara se toma su tiempo y recorre el espacio con la mirada como si estuviera evaluando el posible valor de la vivienda. Se acerca al gran aparador de madera oscura y observa las fotos que hay en él.

—¿Eres tú de pequeña? —pregunta al tiempo que señala la carita rechoncha de un bebé rubio.

—¡Debería haber guardado eso! Era una bola —le responde Alena, y se dirige a su habitación.

Su amiga tarda unos instantes en seguirla mientras apura el vaso de agua. Bebe despacio, a sorbitos. Sus labios finos apenas se humedecen. Lleva una cazadora tejana, muy estrecha, que la hace aún más delgada, más infantil.

—Me gustan las paredes blancas —dice con voz de experta—. Al Cabrón le dio por pintar la mitad de las nuestras de un amarillo absolutamente hortera.

—¡No exageres, no es tan feo!

—Es horrible. Al menos mi cuarto lo dejó como estaba. Tuve que ponerme como una fiera para que me hiciera caso.

—Ven, vamos a mi habitación —repite Alena—. He buscado ya algunas cosas en Google. Para el trabajo de Ciencias —añade al ver la cara de desconcierto de Lara.

—¡Es verdad! Estoy fatal este trimestre, no me entero de nada.

No miente, aunque como Alena la conoce desde hace poco ignora si su desinterés por los estudios es o no algo pasajero. Según ha oído, Lara era una de las mejores alumnas hasta hace un par de años y ella no tiene por qué dudarlo. Sin embargo, ese trimestre sus resultados de los exámenes parciales han sido pésimos.

—Pues para eso estás aquí. Ven, vamos a sentarnos.

Lara obedece con desgana. La sigue hasta su habitación y ambas se sientan frente al escritorio.

—Va, nos quitamos esto de encima rápido y así luego podemos ir a dar una vuelta. Quiero mirar algún detalle para mi madre, su cumpleaños cae dos días antes de Navidad y siempre se queja de la falta de regalos —dice Alena para animar a su amiga.

Lo intenta: al menos hace lo posible para explicar a Lara la tasa de metabolismo basal y cómo calcularla, esforzándose por ignorar que su compañera de estudios responde con monosílabos y parece completamente abstraída, como si en su cabeza hubiera millones de cosas que nada tienen que ver con la lección de Ciencias.

—Déjalo ya —murmura Lara un rato después—. Tengo un dolor de cabeza horrible, en serio. No te mosquees. Me llevo tus apuntes y los repaso en casa, ¿vale?

Alena es tenaz y se siente molesta, pero no puede evitar que su amiga se levante de la silla y se acerque hasta su armario.

—Seguro que lo tienes megaordenado —afirma Lara, casi al mismo tiempo que abre la puerta—. ¿Ves? Lo sabía.

Hay cosas que no deben hacerse en casas ajenas, piensa Alena, aunque en realidad no le importa demasiado. Le parece extraño, sin embargo, permanecer sentada mientras Lara va revisando las perchas una por una y se detiene al llegar a un vestido rojo que destaca como un faro entre las otras prendas de tonos más suaves.

—¿Y esto? —pregunta sin volverse.

—¿Lo quieres? No es mi estilo en absoluto. Los antiguos dueños se dejaron una caja con ropa dentro del armario. La donamos casi toda porque era de niña, pero mi madre se empeñó en conservar ese vestido.

Lara saca la percha y lo observa con atención.

—No, me vendría enorme. Venga, pruébatelo —dice por fin.

—¡No! A mí tampoco me viene bien.

—Por favor, no seas rancia. ¡Hazme caso o no estudiaré todo ese rollo de la tasa metabólica!

Alena se ríe, se deja llevar. El papel de maestra la tiene harta y le resulta fácil, ahora, ponerse en manos de su supuesta alumna convertida en asesora de imagen.

—Sin el sujetador, tía, no seas cutre… Así, a pelo. ¡Vaya! Por favor, mírate en el espejo.

Y Alena lo hace, y sonríe. Porque, aunque nunca se atrevería a salir así a la calle, no puede negar que ese vestido rojo la hace sentir distinta. Mayor, guapa, incluso sexy. No importa que le quede un poco estrecho, que el escote profundo deje a la vista más de lo que nunca querría enseñar en público, que el color haga destacar su piel blanca y sus cabellos rubios. En ese momento Alena se siente adulta, más segura de sí misma de lo que ha estado hasta ahora. Se imagina con un vaso de cóctel en la mano, bailando hasta el amanecer; se imagina en brazos de un amante desconocido que la agarra por la cintura y la atrae contra su cuerpo.

—Espera, hay que hacer algo con ese pelo —dice Lara—. Y añadir un poco de color a esa cara tuya de muñequita inocente.

El juego prosigue, y Alena se sienta con la indulgencia de una joven novia mientras la otra improvisa un recogido rápido, descuidado. Unos mechones rebeldes le caen sobre los hombros, acariciando su cuello desnudo.

—Me estoy muriendo de frío —protesta Alena, a pesar de que no es verdad.

—Ya termino. ¿Dónde guardas las pinturas? Nada, sólo un toquecillo de maquillaje. Tienes ojeras de tanto estudiar, so boba.

Lara cumple su palabra y acaba enseguida.

—Si fueras así a clase, iba a montarse la mundial —dice muy seria.

Alena sabe que nunca irá así a clase, ni a ningún sitio, pero se deja inmortalizar en una serie de fotos que, cuando luego las ve, se le antojan de otra persona, de una chica atrevida y provocadora que se muerde el labio inferior y es capaz de guiñarle un ojo a la cámara. Lara dispara con el móvil de su amiga como una paparazzi profesional, le pide que se tumbe en la cama, que se lleve un mechón a la boca, que cierre los ojos y se relama los labios, que piense en que el hombre más guapo del mundo está ahora a sus pies, mirándola con adoración sin atreverse a tocarla. Busca la última canción de Maluma en el ordenador y la anima a soltarse, a dejarse llevar por esa melodía pegadiza y esa letra sensual. Alena piensa sin querer en Christian, no porque le guste, sino porque desearía provocar en los hombres la sonrisa felina y voraz que vio en él aquella noche en el parque.

Más tarde, la anfitriona acompaña a su amiga a la puerta y ambas esperan el ascensor. Se ríen como si hubieran bebido y el recogido de Alena es ya sólo un recuerdo. La combinación de sus cabellos revueltos con la sonrisa pícara y el brillo en los ojos haría pensar a cualquiera que acaba de tener una cita. Es la pura casualidad lo que hace que el vecino raro haya decidido bajar en ese momento y, cuando las puertas se abren y ellas lo ven desde fuera, no pueden evitar estallar en risas. Carcajadas burlonas que no buscan ofender a nadie, pero lo bastante evidentes para que alguien se sienta ofendido.

Transcurren unos segundos en los que Lara no se decide a entrar ni el hombre hace el menor gesto para cerrar. Son unos instantes tan fugaces que en la vida de las dos adolescentes apenas significan nada, a lo sumo un recuerdo incómodo que asaltará a Alena justo antes de dormirse, cuando piense en la cara del vecino, su expresión reconcentrada, quizá dolida, y la sensación de que, antes de seguir bajando solo en el ascensor, rezongó algo con la cabeza ladeada, como si regañara a un perro diminuto de esos que siempre ladran a los desconocidos.