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Los misterios familiares no son algo que haya inquietado en exceso a Iago a lo largo de su vida. Desde siempre ha asumido con naturalidad su escasa familia e incluso la gran pregunta que podría haber flotado sobre su vida ha tenido una importancia relativa. Hace años, cuando era un niño, sí cuestionó esa ausencia del padre, pero sus preguntas obtuvieron una respuesta difusa, más bien desalentadora, y poco a poco dejó de hacerlas. En realidad, Iago nunca fantaseó con ese padre imaginario ni se inventó historias que lo convertían en un superhéroe. No lo ha echado de menos, no desde que asumió, cuando tenía siete u ocho años, que en su vida esa pieza faltaría siempre. Quizá en otros tiempos esa carencia habría sido más notoria, en el siglo XXI no cuesta aceptar con naturalidad esa familia compuesta sólo por una madre y un abuelo, y antes también por una abuela que, si bien murió demasiado pronto, él aún recuerda, no con nitidez sino en forma de destellos, de olor a rosquillas y del sonido de una nana que a veces le viene a la cabeza y no con la voz de su madre.

Pero en las últimas semanas, desde el comienzo del año, Iago ha empezado a sentir curiosidad sobre ese pasado. O, mejor dicho, más que curiosidad, la sensación de que existen muchas cosas que él tiene derecho a saber. Lo del hermano de su madre, por ejemplo, ese tal Joaquín que murió a manos de un compañero de colegio. A veces, en esas semanas, se ha imaginado al chaval que vio en la foto, más bien rollizo y con la cara seria, y a los abusones que lo molieron a golpes a la salida del cole. Tal vez le hicieran la vida imposible durante meses, quizá el pobre había sido una víctima de bullying en unos tiempos en que todo era distinto. Le extraña mucho haberse enterado de esta historia a los quince años y le gustaría profundizar en ella, averiguar los detalles, pero no se ha atrevido a sacar el tema con el abuelo y su madre ya dejó claro que tampoco ella sabía mucho más. Le molesta no tener herramientas para satisfacer su curiosidad: internet se ha revelado como algo inútil y, sinceramente, no tiene a quién recurrir.

Por eso, por todas esas preguntas que le quitan la tranquilidad, hoy ha aprovechado para hacer algo que en condiciones normales nunca se le habría ocurrido. Quizá no pueda resolver las dudas de golpe; sí puede, sin embargo, intentar encontrar respuestas. Su madre ha pasado un momento por casa y ha dicho que salía a cenar con un viejo amigo, y el abuelo se ha quedado dormido en el sillón mientras miraba las noticias. En condiciones normales Iago lo despertaría y lo convencería para que se acostase. Esta noche, en cambio, decide dejarlo dormir allí un rato más.

La habitación de su abuelo es su antiguo cuarto de juegos, luego invadido por una tabla de planchar desplegada que parecía vivir allí. No hay en ella muchos muebles: un armario pequeño, una cómoda y una mesita de noche, además de la cama. El abuelo refunfuñó al principio, y su madre llegó a pedir a Iago que se cambiara de cuarto y le dejara el suyo, más espacioso. Al final, tras unas semanas, las protestas del anciano cesaron y nadie volvió a hablar del tema. Allí encontró Iago la foto de Joaquín, oculta bajo las camisetas afelpadas que el anciano sigue usando en invierno, y allí entra ahora. Si existía esa foto quizá hubiera otras. Iago no sabe muy bien qué piensa encontrar en ellas, sólo está seguro de que cualquier detalle, por ínfimo que sea, es más que esa nada que tiene ahora.

La ropa del anciano está dispuesta en el armario de manera pulcra y ordenada; los zapatos abajo, guardados en cajas. El aspecto de ese armario es tan distinto del de Iago, donde las sudaderas se pelean entre sí, que le da apuro tocarlo. Pasa a la cómoda, que está casi vacía, y piensa sin querer que al final de la vida uno sólo se lleva lo verdaderamente esencial y que, para su abuelo, eso se reduce a objetos prácticos. Apenas hay nada en esos cajones que in­dique aficiones; las actividades que el viejo realiza en su tiempo de ocio quedan reducidas a unos cuadernos de sopas de letras. Iago comprueba que los más antiguos están completos y que, en cambio, los más recientes se ven intactos. En uno de ellos se percibe que el abuelo intentó encontrar «utensilios de cocina» y dio con cuatro de los dieciséis que contenía el cuadro.

Esa exploración lo entristece y, además, sigue pareciéndole que no tiene derecho a hacerla. Sabe bien que se enfadaría si la situación fuera al revés, si pillara a algún adulto hurgando en sus cosas, y la mezcla de ambas sensaciones está a punto de hacerlo desistir cuando, al devolver los cuadernos al cajón, roza con una mano algo que no había visto. Es un sobre con fotos, y Iago se sienta en la cama para mirarlas aunque lo que lo impresiona no son tanto las imágenes sino los posits amarillos que el abuelo ha pegado sobre ellas.

«Salud, mi mujer. Está muerta y yo la quería», reza uno que cubre parcialmente el rostro de una mujer joven que no sonríe a la cámara. «Salud y yo, en nuestra boda», se lee en otro. «Miriam, mi hija. Vivo con ella y la quiero mucho.» «Joaquín, mi hijo mayor. Murió.» También hay algunas fotos suyas, de pequeño y más recientes: «Iago, mi nieto. Es un gran chico», «Iago, mi nieto, el hijo de Miriam». Imagina a su abuelo aprovechando los ratos de lucidez para marcar así sus recuerdos, para identificar a las personas que no desea olvidar, consciente de que la memoria se ha convertido en su enemiga imbatible. Iago va pasándolas, una tras otra, fijándose más en las notitas que en las imágenes, hasta que llega a otras que carecen de texto. Las observa con atención; alguna muestra a su madre de niña sentada en el regazo de un rey mago, o a los abuelos, juntos y jóvenes, vestidos de domingo, con un chavalín gordito provisto de un palmón gigante. Y una más, la última, una foto grande, más gruesa que las otras, que tiene su propia leyenda escrita en un falso marco: «Curso 1977-1978. El señor A. Suárez y los alumnos de séptimo de EGB».

A. Suárez, piensa Iago, y de repente cae en la cuenta de que ese nombre le abre una ventana hacia la verdad. En la fotografía está Joaquín, cejijunto y serio, un palmo más alto que los demás niños, claramente mayor que ellos. Observa el resto de las caras y se dice que tuvo que ser uno de esos chavales quien lo matara. Vistos ahí, todos parecen inocentes, críos y crías congelados en una infancia de pantalones cortos y pichis de cuadros, pero uno de esos rostros tiene que ser el del joven asesino de su tío. Y, por alguna razón que no llega a entender, siente que tiene derecho a saber cuál es y ahora dispone de un medio para averiguarlo. Tiene que hablar con el director del colegio antes de que se jubile, tiene que averiguar qué pasó treinta y ocho años atrás.