Ahora tienes escrúpulos? Vamos, estuviste a punto de cargártela en el coche, te morías por apretarle el cuello y no tuviste huevos para hacerlo. Y cuando llegue el momento te pasará lo mismo. Cobarde. Rajao.
Juanpe deambula por el piso como un animal enjaulado. La nube de humo es tan densa que el olor a tabaco parece haber impregnado los muebles, las puertas, su ropa. Lleva varios días encerrado, sumido en una niebla densa que rezuma nicotina y contradicciones. La imagen de Rai se le ha aparecido en sueños: mudo, con las manos extendidas, parecía rogarle algo que no llegaba a decir. Detrás de él, el Míster le disparaba en la nuca y la detonación lo sacaba del sueño. «¿Ves cómo se hace? —le decía—. No es tan difícil.»
Él sabe el porqué de esos sueños, el porqué de las dudas. Matar puede ser un placer o un simple trabajo, pero para cometer ese acto necesita sentir una pulsión que ahora mismo se encuentra totalmente sofocada por los nervios y la preocupación. Lo peor es esa espera interminable, aunque conlleva al mismo tiempo la esperanza de que Valeria se haya esfumado de verdad, para siempre.
No te engañes, capullo. En el fondo lo preferirías: sería la excusa perfecta para no cumplir con tu cometido. Piensa en su cuerpo en tus manos, en la mirada de pánico de sus ojos. Piensa en el placer que obtendrás cuando, poco a poco, su estúpido corazón deje de latir. Si se lo hiciste al hijo de puta del doctor Bosch, ¿por qué a ella no?
El niñato no calla nunca y parece saberlo todo. Día y noche, desde el encuentro en el garaje, le lanza sus órdenes, sus insinuaciones y sus burlas. A veces desde el espejo, otras acostado a su lado, en la cama, o reptando debajo del sofá y asomando la cabeza como la serpiente venenosa que es. Le habla durante la vigilia y también en las escasas horas que duerme. Anoche, sin ir más lejos, lo hizo desde la pantalla del televisor. Juanpe estaba medio amodorrado, disfrutando de una hora de silencio; había bajado el volumen al mínimo y sólo veía las caras de unos políticos que discutían, por enésima vez, la necesidad de un pacto que evitara nuevas elecciones. Y de repente, escondido tras las facciones de esos hombres, la voz de ese crío llegó hasta sus oídos, sarcástica y clara.
Gallina. No serás capaz. Cuando llegue el momento te cagarás como el cobarde que eres. Como la última vez.
Apagó el televisor, ofuscado, aunque sabía que era inútil. Las carcajadas irónicas se lo confirmaron. El niñato no necesitaba altavoces: estaba allí, desde que llegó al piso, conviviendo con él en ese espacio, siguiéndolo cuando le apetecía, desapareciendo sólo para regresar con más brío, con más inquina.
Juanpe sabe que no tiene a nadie en quien confiar, pero le gustaría, sí, le encantaría poder contar con Víctor. Le envió un mensaje de disculpa y el otro le respondió, tranquilizándolo.
Nos vemos un día de estos, vuelvo a ir a tope
con el lío del hotel
El hotel, el nuevo empleo, la puerta que se abría y que ahora, si no se decide, puede cerrarse para siempre.
No, no puede permitírselo, y no sólo por eso. Al Míster no se le desobedece, y no quiere pensar en lo que sucedería si no acata sus órdenes, en las consecuencias que eso podría tener para él. No ha dejado de pensar también en su oferta: seguir a su lado cuando todo eso pase. Sabe que no debe confiar ciegamente en esa promesa, y sin embargo algo le dice que el Míster hablaba en serio. Se ve viejo, piensa, y no tiene familia; necesita a alguien a su lado, alguien que ocupe el puesto de Rai, y sabe que yo soy el indicado. Que no le fallaré.
Eso si te atreves a matar a la zorra esa, ¡cobarde!
—¡Calla!
Juanpe corre hacia el cuarto de baño, se desnuda y se mete bajo la ducha. Es uno de los pocos lugares en los que está a salvo del niñato, pero el vaho que va inundando el estrecho interior y empaña el espejo empieza a darle miedo.
Puede soportar su voz a duras penas, ya se ha acostumbrado a ella. Lo que más aborrece es distinguir sus facciones, ver su cara de matón adolescente eterno. Han pasado muchos años y, aunque él ya no es ningún niño, volver a ver el rostro desdeñoso y cruel de Joaquín Vázquez lo llena de una inquietud insoportable. Por eso sale rápidamente de la ducha, antes de que se despeje esa neblina húmeda, se viste y decide salir.
Aún no ha cerrado la puerta cuando la de doña Flora, su vecina, se abre de repente. Oye el maullido de los gatos de fondo y se esfuerza por sonreírle.
—¿Necesita algo?
La mujer sí le sonríe de verdad.
—La artritis me está matando, hijo. ¿Te importa subirme un cartón de leche y comida para mis niños? Casi no me queda.
—Claro.
—Que Dios te lo pague, hijo.
A Dios no le importamos lo más mínimo, piensa él, aunque no lo dice.
—No se preocupe, no me cuesta nada.
—Eres un buen hombre, Juan Pedro. Digan lo que digan, eres una buena persona.
Juanpe se da la vuelta. Quizá lo era, tal vez nació siendo un tipo decente. Ahora ya no. No puede permitírselo si quiere salir de allí, dejar de oír al niñato al que se encontró en las cuatro paredes del piso. En definitiva, si quiere sobrevivir.
La visita de Víctor, esa misma tarde, lo pilla por sorpresa. Su presencia siempre aseada supone un contraste y Juanpe es consciente entonces del desorden: de la toalla húmeda que todavía está tirada en el suelo, de la ropa sucia hecha un ovillo sobre el sofá.
—Hace días que no sé nada de ti —dice Víctor—. ¿Estás bien?
No. No lo está, pero no puede contárselo. Incluso le cuesta contestar, articular palabras hacia otro ser vivo, de carne y hueso.
—Oye, no quiero entrometerme en tus asuntos… ¿Has pensado en ir al médico?
Juanpe se echaría a reír si no oyera ya las carcajadas del niñato que provienen del cuarto de baño, donde se quedó horas antes. El hecho de que el recién llegado no se vuelva hacia esa puerta cerrada no le extraña: sabe que sólo él puede percibirlas, aunque eso no signifique que no las viva como algo real.
—Estoy bien —dice por fin—. De verdad. Sólo he estado un poco enfermo. Con gripe.
Tose para reforzar la afirmación y la risa del fondo toma un cariz más sarcástico, más hiriente.
—Sigo pensando que una visita al médico no te sentaría mal. Todos nuestros empleados tienen una mutua, así que en cuanto empieces podrás utilizarla. ¡Y te ahorras las colas de la Seguridad Social! De hecho, he venido a decirte que el puesto es tuyo. No el del aparcamiento: trabajarás con el equipo de mantenimiento del hotel. Son más horas y más dinero. Es una buena oportunidad, Juanpe, no la estropees. Hazlo por ti mismo, y un poco también por mí.
La noticia es tan inesperada que consigue acallar las risitas del niñato. Juanpe se yergue, se olvida por un momento de toda la fealdad que lo rodea dentro y fuera de ese piso. No se le ocurre nada que decir porque un simple «gracias» parece insuficiente. Le tiende la mano y Víctor se la estrecha, ligeramente sorprendido.
—¿Trato hecho? —le dice, y él asiente.
Juanpe comprende entonces que, le guste o no, deberá hacer acopio del coraje suficiente para cumplir con el encargo. Ahora ya no hay vuelta atrás: no puede dejar que el pasado, el Míster y toda una vida llena de fracasos se carguen esa última oportunidad. Debe aferrarse a esa cometa que flota en el cielo y correr con ella, escapar mirando hacia las nubes pero con los pies en la tierra. Víctor no lo sabe, pero su visita acaba de inclinar la balanza: si es que alguna vez existió la posibilidad de desobedecer, él, sin saberlo, acaba de borrarla con esa promesa de normalidad. Juanpe siente un sosiego extraño que horas antes le parecía inalcanzable. Al fin y al cabo, él no puede cambiar lo que ya se ha escrito, y la muerte de esa mujer la ha dictado alguien con mucho más poder que su víctima o su ejecutor. Por lo tanto, en su mano sólo está seguir el guion, ajustarse a su papel, asumir su rol de peón y ejecutar la tarea asignada para ganarse ese futuro merecido. Porque ahora ya no tiene ninguna duda de qué oferta de trabajo debe aceptar.
Las risas desaparecen, el silencio vuelve y nota su mente clara, limpia como un amanecer diáfano en las montañas. A veces hay que abrazar la oscuridad para poder ganarse la luz.
—¿Quieres una cerveza? —pregunta, y su tono es idéntico al de los últimos días, el del Juanpe amable que se ha esforzado por ser.
—Me vendrá bien, sí.
Al regresar de la cocina con la bebida en la mano ve que Víctor se ha sentado en una de las sillas viejas del comedor, y si bien Juanpe no es precisamente un hacha para detectar estados de ánimo ajenos, no puede por menos que percibir que su amigo está diferente, ensimismado y, a juzgar por la rapidez con que bebe, muy sediento o un poco nervioso.
—¿Todo bien en el hotel? —pregunta sin obtener respuesta.
—¿El hotel? Sí, sí. Todo bien. ¿Y tú?
Juanpe sonríe.
—Con gripe. Pero mejor. Mucho mejor hoy.
Víctor no se queja del olor a tabaco ni del humo; de hecho, da la impresión de que sólo se encuentra allí físicamente.
—Juanpe, ya… ya sé que hace siglos que no nos veíamos y que justo acabamos de reencontrarnos. Pero ahora mismo eres mi único amigo aquí.
—Claro. —Se le ocurre por primera vez que Víctor podría necesitar algo de él y la idea lo reconforta—. Si puedo ayudarte…
El otro sacude la cabeza, despacio.
—Gracias. Es sólo que en ocasiones uno se pregunta si está cometiendo un error. Seguro que te ha sucedido alguna vez.
Juanpe piensa en sus meñiques cortados, en la cárcel, en la sentencia de muerte que debe ejecutar en cuanto suene el teléfono. Su vida está llena de errores que ha pagado con creces, pero intuye que su amigo se refiere a algo distinto. Víctor no le da tiempo a responder, prosigue sin mirarlo, como si hablara para sí mismo.
—Hay tantas teorías absurdas, ¿no te parece? Carpe diem, sólo se vive una vez, no dejes pasar el tren… Ninguna de esas frases significa nada, en realidad. A la hora de la verdad, uno tiene que tomar decisiones, arriesgarse, o bien frenar en seco y quedarse como está.
Por un instante Juanpe cree que se refiere a él, que de algún modo ha conseguido averiguar el dilema que pende sobre su cabeza.
—En el fondo —le dice muy despacio—, supongo que uno siempre sabe lo que debe hacer. Otra cosa es que no sea agradable.
—¿Y tiene algún mérito hacer siempre lo que es debido? ¿En qué nos convierte? ¿En robots programados para obedecer?
—Nosotros no lo hicimos.
Es la primera vez que Víctor asiente ante la mención a ese hecho del pasado, que no protesta ni lo envía a un rincón simbólico. Al revés, prosigue casi sin darse cuenta:
—Lo planeamos aquí. ¿Te acuerdas?
—Claro.
—Estos días he vuelto a pensar mucho en eso. En ese día, y en los días previos y posteriores. Y en lo que provocamos, sin saberlo. Su familia; sus padres y su hermana… ¿Sabes que me acerqué a la peluquería? No sé por qué, fue hace unos días, esa tarde en que había quedado contigo y no nos encontramos.
A Juanpe no le extraña demasiado: también él anduvo un día hasta la antigua papelería. El nombre del rótulo, en brillante negro y blanco, no dejaba lugar a dudas: Miriam Vázquez.
—Esa familia tuvo que pasarlo muy mal —prosigue Víctor—. Nosotros sabíamos cómo era su hijo, pero es de suponer que ellos lo querían. Tú… tú no tienes hijos, no te puedes imaginar el dolor de perder a uno.
Juanpe intenta seguirlo, busca en su interior algún rastro de culpa y no lo encuentra. Quizá porque ya pagó por ello, quizá porque en su mente no cabe la empatía con unos desconocidos, quizá porque en toda su vida no ha tenido a nadie por quien sufrir o a quien llorar y no puede imaginar el dolor de perderlo. La única ventaja de quien nada posee es que poco puede echar de menos. Calla, pues, y deja que Víctor siga hablando.
—Han pasado muchos años. Por lo que sé, la madre ya murió y dicen que el padre ha perdido la memoria. Quizá sea una bendición, ¿quién sabe? Ella, Miriam, no se parece en nada al Cromañón.
—¿La viste de cerca?
—Salía de la peluquería cuando llegué yo.
Víctor calla. Da un trago a la cerveza y hace una mueca, como si no estuviera sentándole bien.
—He venido tan sólo para decirte eso. Podría haberte llamado, pero me hacía ilusión darte la buena noticia en persona.
—No tienes buena cara. ¿No estarás con gripe tú también?
Su amigo niega con la cabeza.
—No creo. Es sólo… Nada, tonterías. Será mejor que me vaya.
Juanpe tiene la impresión de que debería añadir algo que reforzara su agradecimiento, pero lo que quiere decir resuena en su cabeza con aires demasiado pomposos. A Víctor nunca le ha gustado el exceso de efusividad, ya le sucedía de pequeño, o al menos eso recuerda Juanpe. Sin embargo, no puede evitar detenerlo antes de que se marche. Lo agarra con fuerza del brazo intentando transmitir con ese gesto el apego, la gratitud, el orgullo incluso. Pasara lo que pasase al final, la mejor etapa de su vida tuvo lugar cuando podía contar con Víctor como amigo. Pase lo que pase ahora, nada borrará este momento en el que el futuro se convierte en algo posible, agradable, alejado de un presente que, cuando Víctor cierra la puerta, sabe que no podría soportar durante mucho más tiempo.