Ese año la primavera ha llegado antes de lo previsto, un calor prematuro se extiende por el barrio flotando en una brisa cálida que hace florecer los plataneros de los parques y llena el aire de ese polen molesto e insidioso. Tal vez en el campo todo ello sea señal de un momento revitalizador, pero en el mundo urbano provoca una plaga de indolencia, especialmente a primera hora de la tarde, cuando las obligaciones laborales chocan con esa cadencia perezosa de las siestas veraniegas.
Lo bueno, para Juanpe, es que esa temperatura tan fuera de lugar para principios de abril tiene la virtud de amodorrar al niñato, que sólo se molesta en aparecer cuando cae la tarde y a veces ni siquiera eso. También es verdad que desde el fin de semana en la masía las cosas han ido cambiando un poco. Despacio, pero con el firme propósito de escalar hacia la normalidad que ve en los demás, Juanpe se ha establecido un horario y unas rutinas que cumple con celo casi religioso, empezando por tomar esas pastillas que le dio el pobre Rai y que, en realidad, le despejan bastante la mente.
Se levanta a las ocho y desayuna, dejando el primer cigarrillo hasta después de haberlo hecho; luego se da una ducha y arregla la casa, sale a comprar o a pasear por Can Mercader y luego se hace la comida. Las tardes son más aburridas porque se resiste a la siesta, y a veces se acerca a la biblioteca, donde lee los periódicos rodeado de jubilados tan solitarios como él. Le gustaría coger algún libro, pero le cuesta concentrarse durante mucho rato o seguir el hilo de un argumento; le sucede también con las películas de la televisión, le ha pasado siempre.
Se obliga a acostarse a las once y media como muy tarde, y se ha acostumbrado a estar en la cama despierto. En esos momentos el niñato regresa con todo su rencor acumulado, pero a medida que pasan los días Juanpe va volviéndose inmune a sus comentarios. Es entonces cuando más piensa en esa llamada del Míster que no termina de producirse. Hay días en que preferiría zanjar el tema y terminar con eso, mientras que en otros se dedica a planear la ejecución anunciada. Ya no siente pena por esa mujer que, en su cabeza, ya está muerta. Murió cuando desobedeció al Míster y este dictó sentencia, así que ahora mismo está viviendo de prestado sin saberlo. Gracias a un esfuerzo ha conseguido que Valeria ya no sea alguien real sino una presa imaginaria, un corzo salvaje o cualquier otro animal que se mueve sin saber que sus días están contados y su destino decidido por un ser superior. Él será, simplemente, el instrumento para que ese destino llegue a cumplirse, un mensajero que no tiene más responsabilidad que la que marca la obediencia.
Y así las insinuaciones del niñato sobre su cobardía, sus insultos y sus pullas van perdiendo fuerza, enfrentadas a esa convicción férrea. Quizá por eso, por primera vez en todo ese tiempo, Juanpe se plantea el futuro con algo parecido a la esperanza: existe un peaje que pagar, por supuesto, pero será ya el último antes de tomar esa autopista nueva que lo llevará hacia un empleo normal, un sueldo a fin de mes y, sobre todo, lo alejará del Míster. Eso sigue teniéndolo claro a pesar de los intentos de este por atraerlo hacia ese puesto que la muerte de Rai ha dejado vacante. Quiere creer que cumplirá su promesa cuando llegue el momento, que el Míster es, en el fondo, un ejemplo de esa raza de hombres de palabra que, según él mismo, tanto escasean.
Y al tiempo que olvida el pasado y se prepara para esa senda reluciente y limpia, Juanpe empieza a fijarse también en el presente, en lo que lo rodea, en los vecinos que ahora, al verlo más aseado y con mejor cara, empiezan a saludarlo y a entablar conversaciones fugaces cuando se cruzan con él en el rellano o coinciden en alguno de los comercios del barrio. Juanpe sigue sin hablar mucho, apenas responde, pero lo hace con amabilidad. Incluso un día que el ascensor se había estropeado ayudó a la vecina ecuatoriana, que iba cargada con la compra y los niños, y sonrió para demostrarles que, a pesar de todo, no es ese ogro que sus padres les cuentan.
No es que le interese mucho la gente, las cosas no han cambiado tanto, sólo que el mundo se le antoja ahora más agradable, más templado y menos hostil. Y hay alguien que lo intriga, tal vez porque su presencia tiene algo de misterioso. Él la ve así, al menos cuando se la encuentra leyendo en el parque, por las mañanas, a unas horas en que este se halla casi vacío. La vio por primera vez justo después de Semana Santa y no le prestó demasiada atención, aunque ya ese día, el último martes de marzo, le pareció que la envolvía un halo enigmático y triste a la vez. Recordó haber coincidido con ella en la escalera, y la ha visto en los días siguientes, a excepción del fin de semana.
Ella pasea sola, joven, rubia y furtiva, con la mochila a cuestas, como una princesa huida de un cuento extraño. A ratos se sienta en un banco y escribe algo en un cuaderno, pero en general suele ponerse a leer o simplemente camina, sin demasiado rumbo, como hace él. Juanpe se pregunta qué puede llevar a una chica de esa edad a deambular así. No se le ocurre preguntárselo a ella, desde luego; tampoco entablar conversación. Por eso le sorprendió lo que sucedió ayer, cuando ambos se cruzaron de nuevo en el sendero que lleva a la glorieta.
«Hola —le dijo ella—. Creo que a los dos nos gusta este sitio, ¿no?»
Es curioso lo fácil que resulta mentir cuando ya no te importa nada. Durante la última semana de marzo Alena fingió estar enferma, aunque a veces se sentía así de verdad. Los primeros días supusieron una liberación, una especie de aventura controlada, porque sabía que la excusa no podía durar. En esas largas mañanas muertas, Alena leía a Emily Dickinson sin entenderla del todo, pero solazándose en esa soledad asumida y gozada que desprenden sus versos. Buscó información sobre ella y descubrió la vida, especial y sugerente, de aquella mujer que hizo de la reserva una seña de identidad. A veces, encerrada en su habitación o mientras paseaba por el parque, Alena pensaba en esa dama siempre vestida de blanco, aislada de todos, tímida y sensible, y llegaba a la conclusión de que, en ese mundo feo y prosaico que la rodeaba, la huida mental podría ser la única opción decente.
Repasó una y otra vez los poemas sobre la muerte, no por sus aspectos más morbosos sino porque le fascinaban la elegancia y la naturalidad con que esa mujer abordó el tema tantos años atrás. Su favorito es uno titulado «Morí por la belleza», porque adora sus últimos versos en los que dos muertos enterrados conversaban «hasta que el musgo nos llegó a los labios y cubrió nuestros nombres».
La muerte es ahora un hecho mucho menos frecuente que antes, se dice, y eso provoca un terror inmenso en la mayoría de la gente. Siglos atrás fallecían niños y jóvenes abatidos por enfermedades precoces, por guerras o por simple pobreza; una desgracia, sin duda, pero que a su vez dejaba un mundo lleno de gente más sana, más hermosa, más fuerte. En la última semana se ha perdido a menudo por las calles, en Cornellà o en Barcelona, siempre lejos del barrio, y ha ido encontrando mucha gente que no era ni sana, ni hermosa ni fuerte, al menos a sus ojos, personas que, en otro siglo, seguramente habrían sucumbido a la tuberculosis o a cualquier otra dolencia letal. Sí, Emily tenía razón: la muerte podía ser un hermoso final prematuro, más armoniosa que una vejez larga y sin gracia alguna. Y pensaba precisamente en eso ese día de principios de abril cuando vio a Juanpe en el camino que subía a la glorieta. Alguien que meses atrás le había parecido claramente marginal llegaba ahora hasta ella envuelto en un halo mucho más atrayente, y quizá por eso tuvo la ocurrencia de dirigirse a él.