San Ildefonso, Cornellà de Llobregat, 15 de diciembre de 2016
El cementerio está más tranquilo que la última vez que lo pisó, el día de Todos los Santos, y Miriam lo prefiere así, silencioso y amortiguado, más sobrio que en esas fechas en que todo el mundo recuerda a sus muertos y las lápidas se llenan de coronas brillantes, de flores coloridas que pretenden contrarrestar los tonos neutros que le son propios: el verde de los cipreses, el ocre de los panteones y el blanco veteado de las lápidas. Ella ha llevado hoy unas flores sencillas, dos ramitos violáceos que caben en los jarritos laterales, y dedica un rato a pasar un paño al mármol, pensando que, más que a su hermano, es a su madre a quien rinde homenaje. Allí está la inscripción, bien visible, en letras negras: JOAQUÍN VÁZQUEZ GUERRERO, 1964-1978.
Hace frío, son las cuatro de la tarde y luce un sol escuálido que apenas calienta, y ella no se entretiene mucho rato. En realidad, una vez que ha cumplido con su tarea tiene pocas cosas que hacer allí, y en los últimos seis meses ha habido demasiadas visitas al cementerio, más de las que habría imaginado ni en su peor pesadilla, y fue en la primera de ellas, en mayo, durante el entierro agónico de los chicos, cuando buscó la lápida de su hermano y la descubrió sucia, abandonada, y sintió una vez más esa punzada de vergüenza. Y aunque ese día su dolor estaba en otro lado, con las familias de Omar Salid, Kevin Jurado, Noelia Castaño y, sobre todo, de Lara Carrión —con Claudia, por Dios, porque ambas subieron juntas, con el corazón en la boca, sin atreverse a preguntar y sin poder evitarlo, hasta que supieron que había seis muertos y algún herido; que el agresor se había suicidado, que la profesora de Matemáticas había sido la primera víctima, y que no hacía falta ser un genio para dilucidar que los otros cuatro eran chavales, que uno podía ser Iago, que una fue finalmente la pobre Lara—, se prometió regresar un día para adecentar la lápida y su propio espíritu.
El asalto al instituto tiñó la primavera de negro, transformó el mes de mayo en un noviembre anticipado y conmocionó al barrio entero. Poco a poco fueron surgiendo detalles, recuerdos de ese lunes a las 9.35 cuando, en mitad de la clase, Juan Pedro Zamora irrumpió en el aula provocando esa cruenta matanza antes de volarse la cabeza con el último proyectil de la escopeta. Algunos decían que, después del primer tiro, el que acabó con la vida de Cecilia Puente, aquel salvaje abrió fuego indiscriminadamente hacia los cuatro extremos de la sala. Unos sostienen que Noelia fue la primera víctima y otros afirman que aquel loco disparó antes que nada hacia el grupo de los chicos del fondo, matando a Kevin Jurado, y que fue luego cuando pareció enloquecer y disparar a diestro y siniestro, aunque ahí ya todos se habían agachado, entre gritos, intentando evitar las balas. En cualquier caso, la matanza, que dejó el suelo cubierto de sangre y de pánico, no duró más de cinco minutos.
Luego llegaron los análisis, las preguntas y las respuestas, los expertos y los aprovechados, que llenaron las tertulias de suposiciones contundentes. Había varios hechos ciertos: el agresor había sido alumno del colegio, lo habían detenido como sospechoso del ataque a una de las niñas si bien luego lo pusieron en libertad, algo que suscitó de nuevo la controversia sobre los métodos policiales y terminó quedando en agua de borrajas cuando Alena Kieverski hizo una declaración formal acusando a Christian Ruiz y a un tipo desconocido, que resultó ser José Villa, un compañero de gimnasio, de la agresión sufrida. Christian no estaba ese día en clase, así que se libró del horror de presenciar la tragedia pero no de una condena porque, con dieciséis años cumplidos, tenía la mayoría de edad penal. Tampoco estaba Iago, por suerte y porque en el último momento decidió ir a ver a Alena al hospital, algo que Miriam nunca ha agradecido lo suficiente a pesar de esos momentos de puro terror, cuando los supervivientes iban saliendo y su hijo no estaba entre ellos. Alguna vez, en esos meses, cuando lo ve en casa siente la necesidad de tocarlo, de palparlo con ambas manos y asegurarse de que está allí, sano y salvo gracias a un mensaje de móvil y a una decisión rápida.
Poco a poco las víctimas dejaron de importar en los medios, y estos se centraron en la figura del psicópata, en el asesino, en el suicida, cuya biografía fue desmenuzada y sacada a la luz pública. Delincuente juvenil, víctima de acoso y de violencia familiar, asesino de nuevo y luego involucrado en asuntos turbios con ese tal Conrado Baños, no parecía haber ni un ápice de bondad en Juan Pedro Zamora. Para todos, incluida Miriam, era un monstruo abyecto, un error del sistema, que debería haber previsto que alguien así nunca podría reinsertarse. Por eso se sorprendió cuando, hace un par de meses, Víctor surgió de la nada a través del teléfono y le pidió una cita. «Hay cosas que debes saber —le dijo—. Cosas sobre Juanpe.»
Miriam no puede decir que le apeteciera verlo, incluso pensó en la posibilidad de cancelar la cita, pero sabía que había estado muy grave, ingresado en el hospital durante semanas, víctima de una paliza de los hombres de Baños. En cuanto se recuperó lo bastante para comunicarse, le envió un mensaje lleno de consternación por lo sucedido en el instituto: según Víctor, sólo deseaba asegurarse de que Iago estaba bien. A ese lo siguieron otros, que Miriam apenas respondió porque en su cabeza Víctor y Juanpe formaban una unidad de culpas repartidas. Víctor debió de entenderlo ya que dejó de escribir… Hasta octubre, cuando le propuso una cena, para «dejar zanjado el tema». Quizá sí, pensó, quizá Víctor merecía la oportunidad de explicarse. También él había sufrido con todo eso.
Por fin quedaron para cenar hace apenas un mes, medio año después de la última vez que se vieron y, mientras empujaba la puerta del restaurante, Miriam respiró hondo intentando tragarse esas ganas de verlo que chocaban de manera insolente con sus más firmes resoluciones. Víctor ya estaba allí, esperándola, y la recibió con una mirada de agradecimiento y una alegría espontánea e insegura. Estaba totalmente recuperado de la paliza, aunque algo en sus rasgos había cambiado. «Dicen que esta nariz me da un aire más peligroso», le dijo sonriente. Y quizá fuera verdad: tenía el aspecto de un boxeador retirado, un poco más canalla que el Víctor que Miriam había conocido. Cenaron solos en un reservado que de entrada se le antojó demasiado íntimo, aunque luego, poco a poco, a medida que avanzaba la conversación y el vino caldeaba la atmósfera, resultó ser el escenario idóneo. Hablaron de Juan Pedro Zamora, claro, de su locura y de la matanza, de las víctimas; hablaron de todo, eludiendo los aspectos más personales.
—¿Y cómo estás? —le dijo Víctor al llegar al postre.
—Creo que agradecida —respondió Miriam—. Más que cualquier otra cosa. No hay momento del día, al menos hasta ahora, en que no sea consciente de que Iago podría haber estado allí. Él lo lleva mejor, creo; supongo que los jóvenes se lo toman todo de otra manera. Y está enamorado.
—Eso siempre ayuda.
—Sí. Sobre todo la primera vez. Luego una ya carga con demasiadas historias para lanzarse a la aventura con los ojos cerrados. Y tú, ¿qué es de tu vida?
Lo preguntó en un tono falsamente casual mientras daba otro sorbo a un vino que empezaba a subírsele a la cabeza.
—Bien, supongo. O no… No lo sé. Todo esto ha sido duro, me ha hecho pensar.
Y entonces le habló de Conrado Baños, de ese tipo en la sombra cuyos actos, en cierto modo, también habían marcado el devenir de los acontecimientos.
—No lo digo para disculpar a Juanpe, créeme, pero a veces, en las tragedias, existe más de un culpable. Ese tipo puso a Juanpe en una situación de máxima tensión y me he asegurado de que pague por ello. Esta nariz, que puede que resulte interesante, dolió mucho, te lo juro. Y aún tuve suerte de que no terminaran la faena… Al menos habrá servido para meter en la cárcel a ese indeseable, pero él no es el único. El país está lleno de Conrados Baños.
Lo dijo en un tono inflexible, que revelaba algo parecido a la obsesión vengativa.
—Mercedes tampoco termina de entenderlo, me insiste en que pase página, que me olvide. Soy consciente de que es una vía para canalizar mi culpa, ya lo sé, y aun así no puedo evitarlo. He vuelto al Derecho Penal, ¿sabes?
—¿Así que no más hoteles? Creía que habías venido a Barcelona para echar un vistazo al de aquí.
—No. He venido a verte.
La miró a los ojos, y no había vino suficiente en la mesa para resistirlo.
—Víctor…
—Espera. Ya dijiste todo lo que querías decir esa noche en mi casa. Y tenías razón, aunque, como siempre: hay otra versión de esos mismos hechos en la que se me puede acusar de inconsciente, pero no de perverso.
—Es igual, Víctor. Ya da lo mismo.
—Yo te escuché. Al menos, haz lo mismo por mí. La primera vez que me acerqué a la peluquería fue por pura nostalgia, sí, y porque esos días mi cabeza intentaba recomponer un puzle en el que ese local era una de las piezas. Y sí, quería conocer a la hermana de Joaquín Vázquez, quería verla, no sé muy bien por qué. Pero…
—No lo digas. No me digas ahora que luego te enamoraste mientras me recordabas que lo nuestro ya comenzaba con fecha de caducidad. No me lo merezco.
—Fue así.
—Fue mentira, Víctor. Avanzaste con las espaldas cubiertas, sin contarme la verdad, amparado en esa falta de futuro. Eso no es querer a nadie… No para mí.
—Quizá tenga que aprender a hacerlo.
—Yo diría que sí.
Llegaron a una pausa eterna, al final de una conversación en la que todo estaba dicho, al desenlace de una historia que no iba a tener un final feliz.
—Quiero que sepas algo más —añadió Víctor—. Durante años viví como si lo que pasó cuando era un crío no hubiera sucedido. Ahora ya no puedo. Creo que debo… no sé, que me corresponde compensar ese hecho, ese crimen. Juanpe lo ha pagado con creces y yo… bueno, digamos que también pagué por ello, de otra forma, aunque no lo suficiente. Y hay algo que quiero darte. No es una confesión, aunque podría serlo. Me gustaría que lo leyeras algún día.
Le entregó un sobre abultado que Miriam miró con algo parecido a la indiferencia.
—Llévatelo, por favor. Alguien lo escribió para sí mismo, tal vez también para mí y para Juanpe. Sólo nosotros tres lo hemos leído, y creo que mereces hacerlo tú también si así lo quieres. No es una disculpa… es sólo, no sé, una crónica, un relato fidedigno de esos años y de ese día.
—¿No entiendes que ese relato no cambiará nada? ¿Aún no has comprendido que ese chico al que matasteis era mi hermano, que fue mi madre la que se hundió, que todos lo sufrimos de una u otra forma?
Miriam se levantó para irse y apoyó una mano en el hombro de Víctor antes de salir. Sabía que él la acariciaría y en el fondo deseaba ese último roce.
—Gracias por venir —dijo Víctor—. ¿De verdad no vas a llevártelo? Aunque no lo leas ahora. Me gustaría que lo tuvieras.
Miriam se encogió de hombros y aceptó el sobre.
—Adiós.
Hay muchas cosas por las que dar gracias, piensa ahora Miriam mientras entra en casa. Demasiadas para sentir añoranza por una historia condenada al fracaso, aunque le duela, aunque les duela a los dos.
Ha dejado a Evelyn sola en la peluquería, pero el trabajo es escaso, en eso sí que hay poco que agradecer, y se echa en el sofá. Como de costumbre a esa hora, su padre tiene la tele puesta y parece haberse dormido. Por eso le extraña que unos minutos después, cuando se halla en ese punto dulce que precede al sueño, se ponga a gritar llamando a Salud, aunque es a ella a quien sacude, alterado y con la mirada de un demente.
—¡Háblame, mujer! Dime lo que quieras, llámame asesino, monstruo o salvaje, pero dime algo, por el amor de Dios. Tu silencio está matándome.
—Papá…
—No me mires así. No fue culpa mía.
—¿Qué? Papá, por favor, tranquilízate.
Él la ha cogido por los hombros y la zarandea con una fuerza inusitada.
—¿Cómo iba a saber que le habían pegado esos críos? Estaba oscuro, apenas se veía nada…
—¿De qué hablas?
Lo pregunta aunque lo sabe. Ella es plenamente consciente de qué está hablando, y la sorpresa la sobresalta más que esas sacudidas.
—Lo encontré allí, cubierto de polvo, después de haber estado un buen rato buscándolo. Tú misma me habías dicho que al niño había que meterlo en cintura, que ya estaba bien. Porque nos robaba, ¿te acuerdas? ¡A nosotros, a sus propios padres! Nos cogía dinero y se lo gastaba en Dios sabe qué. En drogas, pensábamos. Por eso fui allí, a la obra, donde decían que se reunían los drogadictos.
Miriam siente un frío poderoso y paralizante, el aliento de su padre huele ligeramente a viejo y ahora que lo tiene tan cerca no puede evitar una mueca de asco.
—¡No pongas esa cara! Yo no quería hacerle daño, sólo darle ese bofetón que tanta falta le hacía. Y él cayó hacia atrás, cayó en ese hoyo, y le dije que se levantara, que viniera conmigo, que en casa íbamos a ajustar cuentas. «En casa te espero», le solté, y di media vuelta. Pero él ya no vino. No vino nunca…
El llanto le quiebra la voz y le debilita las manos, y Miriam aprovecha el momento para zafarse de él. Lo sienta en el mismo sofá donde antes descansaba ella, lo cubre con la manta y escucha su llanto, muy débil, lágrimas que parecen fluir hacia dentro hasta que, poco a poco, los espasmos cesan y los párpados bajan, y Miriam se deja caer a su lado, agotada, exhausta como si fuera ella a quien acaban de lanzar a un foso.
Su padre se ha dormido, y Miriam, sentada a su lado, duda por unos instantes si eso ha sido una pesadilla, un sueño malévolo o una confesión real. La verdad después de tanto tiempo, de tantas cosas.
Tarda unos segundos en moverse y cuando lo hace sólo tiene en mente una cosa. Busca el relato que Víctor le dio, que había guardado en un cajón el mismo día que él se lo entregó, y lo lee despacio, absorbiendo cada palabra, desde el inicio hasta ese desenlace anunciado en que los chicos, Víctor y Juanpe, atacan a su hermano. Lo relee varias veces mientras en cada línea ve la imagen de la cara de su madre. ¿Cuánto sabías, mamá? ¿Por qué callaste?
Allí, en su habitación que va cubriéndose de la penumbra invernal, repasa una vez más los detalles de esas páginas que recogen la historia de Juanpe, la de Víctor, la de sus padres y su hermano, la memoria del barrio. Y al hacerlo a la luz de lo que acaba de oír comprende que el relato toma una dimensión más trágica, porque si lo que su padre le ha confesado es cierto, las vidas de todos pudieron haber sido muy distintas. La de Víctor y la del Moco, y quizá, piensa, también la suya propia, y las de los chicos que murieron en el instituto. En definitiva, todo, absolutamente todo, habría sido diferente si ese hombre a quien ella quiere hubiera tenido el valor de dar la cara.
Siente en sus hombros el peso de esa verdad que nadie más conoce, ni siquiera el autor que ha creído dejar constancia de ella en un relato sincero: el mismo peso con el que su madre cargó el resto de sus días. Nota que la incertidumbre llena el cuarto de sombras: la de su hermano, que no murió exactamente como todos creen; la de los dos niños que pagaron por él, en distinta medida; las de Anabel y Emilio; la de la pobre Rosi y la de Salud; incluso la figura amenazante y odiosa de Juan Zamora. Siluetas que forman un círculo alrededor de Miriam; expectantes, más que acusadoras, parecen aguardar en silencio que ella tome una decisión, que les dé una respuesta.
Callasteis, les dice. Sobre todo vosotras: ellos decidieron y vosotras aceptasteis, más o menos mansamente. Calló Anabel por su hijo y puede que por respeto a un marido que impuso su opinión. Callaste, mamá, y dejaste que el dolor te matara desde dentro; guardaste este secreto, tal vez por mí. Quizá yo debería devolverte el favor ahora: sepultar esta verdad en un sótano oscuro, cerrarlo y tirar la llave.
Oye voces en el exterior. Son Iago y Alena, que llegan a casa como todas las tardes. Desde ese refugio, desde esa habitación convertida en una especie de capilla oscura, Miriam oye el ruido, ve el brillo fugaz de la lámpara del pasillo, distingue, sin quererlo, el rumor contenido de un beso. Ese es el futuro, se dice: dos jóvenes enamorados, felices, desbordantes de ilusión, heridos ya pero capaces de avanzar.
También yo tengo un futuro, mamá, y lo quiero tan luminoso como el de los chicos, despejado y libre de sombras. Esas que ahora, en la pared de su cuarto, se han reducido sólo a una que parece rogarle que no la borre, que la deje estar allí un poco más, que conserve la verdad a buen recaudo. Por su hijo, por su padre, por su familia. Por ella. Por el valor de tantos años de silencio.
Lo siento, mamá. Te prometo que cuidaré de papá igualmente, hasta el final, pero hay una persona que merece saberlo. Espero que lo entiendas, estés donde estés.
Y tiene que cerrar los ojos para no ceder ante esa silueta mientras su mano se desliza, muy despacio, hacia el interruptor de la luz.