Lo primero que Víctor percibe distinto es el ascensor: aunque el hueco tiene que ser el mismo, el interior se le antoja más amplio, seguramente debido a la luz. En un truco extraño de la memoria, el espejo le devuelve la imagen de sí mismo, a los once o doce años, en las escasas ocasiones en que fue a ese piso. Recuerda su propia desazón infantil ante el desorden, los platos acumulados en la cocina y la ropa que rebosaba del barreño en medio del pequeño comedor; la incoherencia de una madre que dormía a media tarde o, a veces, si estaba despierta, se comía a su hijo a besos, presa de una felicidad exagerada. Recuerda también la tensión que cercaba el hogar a medida que anochecía, cómo Juanpe lo urgía a marcharse antes de que se produjera la llegada de su padre y la mirada de temor del niño al oír la amenaza de la llave en la puerta.
Víctor lo revive todo en unos segundos y toma aire antes de salir al rellano. El desasosiego que llevaba consigo se acentúa al atisbar el recibidor oscuro, del que emerge un penetrante olor a tabaco. Tose sin querer y permanece en el umbral, vacilante, hasta que alguien enciende la luz.
—Ya creía que no vendrías —le dice Juanpe desde el otro extremo del breve pasillo—. Me alegro mucho de verte.
Y, a pesar de los kilos de más, de las facciones flácidas que de nuevo le cuesta relacionar con las de aquel crío escuchimizado y nervioso, Víctor percibe en esa sonrisa de bienvenida un afecto genuino que ha perdurado, en contra de toda racionalidad, a lo largo de los años. Es esa falta de lógica la que lo intranquiliza, porque está casi seguro de que, si los papeles pudieran intercambiarse, él no sentiría ese cariño. O quizá sí: tal vez, tantos años después, la balanza se incline hacia el lado de los buenos momentos compartidos, de las risas, de los Tigres de Malasia y del verano que pasaron juntos en el pueblo. Se aferra a todo eso, él también, para borrar lo que llegó después.
Acepta una cerveza y ambos entran en el minúsculo comedor, casi vacío a excepción de una pantalla de televisión gigantesca, incongruente, y un sofá que va de pared a pared. Pegada a él hay una mesita que, a juzgar por las migas y los rodales de vasos, debe de usarse para comer.
Juanpe se deja caer en el sofá y lo invita a hacer lo mismo; por suerte, es lo bastante grande para acogerlos a ambos y mantener las distancias. Víctor va a sentarse, con la lata de cerveza en la mano, pero antes se afloja el nudo de la corbata. Hace demasiado calor allí dentro y el olor a colillas muertas se le incrusta en la garganta.
—¿Te importa si abro un poco el balcón? —pregunta, y no espera respuesta para hacerlo porque en verdad necesita aire: no había sabido hasta ahora lo que es la claustrofobia.
Se queda de pie, agradeciendo el manotazo frío que lo hace reaccionar, mientras Juanpe enciende un cigarrillo. No quiere sentarse. De hecho, siente la necesidad de controlar la situación y permanecer en pie le ofrece, al menos, esa ilusión. Iniciar la conversación es otro truco para dominar el ambiente, eso lo sabe bien, y por eso afirma:
—No habría reconocido el barrio. Me he retrasado un poco porque me he entretenido en dar una vuelta. Pasé por donde vivíamos nosotros… ¡Dios, los bloques son los mismos pero el entorno es completamente distinto!
No miente, o al menos no del todo. Mientras descendía por la avenida de San Ildefonso, repleta de carteles electorales y luces navideñas, tuvo la fuerte impresión de estar pisando esas calles por primera vez. Cierto es que habían transcurrido más de treinta años y que, sin haber pensado mucho en ello, estaba preparado para los cambios, para esa abrumadora sensación de novedad. A medida que caminaba, sin embargo, su ánimo fue variando. Abandonó la avenida principal y se internó por las calles adyacentes, mejor iluminadas de lo que las recordaba: esa luz daba a los inmuebles un aspecto más cuidado, más vistoso, menos obrero, aunque, si mirabas con atención, los edificios seguían allí, idénticos, meramente disfrazados por algún parterre que dotaba a la zona de un punto de verdor falso. No había niños jugando al fútbol en su antigua calle ni señoras en bata llamándolos desde las ventanas. Lo único que le resultó familiar fue la imagen de cuatro ancianos sentados en un banco, desafiando el frío y el aburrimiento, que podían haber estado en el mismo sitio desde que él abandonó el barrio. Fue entonces cuando se dio cuenta de que, en realidad, estaba asistiendo a una especie de remake de una película que ya había visto: el fondo, lo más sustancial de la historia, seguía incólume a pesar de los esfuerzos del nuevo director por actualizarlo, por aportarle otra tonalidad y, sobre todo, por asignarle un reparto distinto, más internacional. La inmigración latina y magrebí representaba ahora los papeles principales. Tardó un poco en localizar el antiguo piso de su familia y se preguntó quién viviría en él. Desde la calle se veía vacío: las macetas con geranios que su madre tenía en el minúsculo balcón (apenas una ventana alargada con alféizar) habían desaparecido. Recordó lo orgullosa que estaba de ellas, el mimo con el que las atendía, como si estuviera cuidando de un pequeño y exquisito jardín. Tengo que quedar con ella, se repitió por enésima vez desde su llegada a Barcelona, a pesar de que cualquier encuentro con su madre le dejaba siempre un regusto en la boca de reproches no pronunciados que luego le agriaban el estómago.
—Hace mucho que no venías por aquí —replica Juanpe con una débil sonrisa—. Nosotros hemos cambiado más que estas calles. Tú para bien, otros no tanto.
Víctor asume el reproche implícito sin responder. Espera que el encuentro no se convierta en una letanía de victimismo y lugares comunes, una escena de película de las cuatro de la tarde entre el triunfador y el desgraciado, pese a que pueda estar satisfecho del papel que el destino le ha otorgado en ese reparto.
—La vida da muchas vueltas. Uno nunca sabe cómo acabará. —Se arrepiente al momento de haber usado una frase hecha, un comentario tan falso como los parterres de las calles.
—Todos acabaremos igual. —La sonrisa de Juanpe se hace más amplia—. El final ya lo sabemos, lo que importa es lo que nos pase en medio.
—Bueno… —Víctor da un trago antes de continuar y busca mentalmente un terreno donde sentirse seguro—. No nos pongamos trascendentes. Perdona que no haya venido antes, pero no puedes imaginarte la cantidad de trabajo que tengo estos días.
—No. De hecho, no puedo.
—Ya. ¿Te han llamado para lo del aparcamiento? —Víctor sigue forzando un tono enérgico, eficaz y controlado—. Si no lo han hecho aún, dales unos días. Andamos desbordados con la contratación de personal.
—Claro, claro. No… no te preocupes por eso. No quería hablar contigo para pedirte trabajo.
—Entonces ¿qué es lo que quieres? —No puede evitarlo: una brusquedad indeseada se le cuela en la voz—. No tengo mucho más que ofrecerte.
Juanpe lo mira, y en sus ojos no brilla ya el menor atisbo de nostalgia sino algo más indefinible que alguien podría calificar de dolor contenido. Apaga el cigarrillo antes de hablar, como si necesitara tiempo para ordenar sus pensamientos. Víctor contempla el gesto, expectante, y repara en el aspecto de su amigo. El chándal manchado, esa mirada que no llega a enfocar del todo, las uñas sucias… Por primera vez se da cuenta de que hay algo raro en esas manos: a ambas les faltan los meñiques y en su lugar queda un pequeño muñón que deforma la curva natural. No puede dejar de mirarlas, la imagen le repele y atrae a la vez; por un instante piensa en el dolor de la amputación y se lo imagina en carne propia. Se pregunta qué extraño accidente pudo ocasionar esas pérdidas simétricas y la cerveza le provoca un vuelco en el estómago.
Juanpe murmura algo para sus adentros, y es ese murmullo lo que saca a Víctor de su ensoñación malsana. Desvía la mirada hacia la calle: una joven rubia se ha detenido bajo el gran foco de la farola.
—¿Sabes que siguen viviendo en el barrio?
La pregunta de su amigo coge a Víctor por sorpresa.
—¿Quién?
—Los Vázquez. ¿Quiénes van a ser? La antigua papelería es ahora una peluquería. La lleva la hija. Miriam se llama, creo recordar.
Víctor traga saliva, busca algo que decir mientras sigue observando a la chica, pero ya ha entrado en el portal.
—¿De verdad tenemos que hablar de eso?
—¿De verdad crees que tenemos algo más de lo que hablar?
No, por supuesto que no, piensa Víctor. Y de repente decide lanzarse contra el tema, destruirlo con la fuerza de su voluntad y sepultarlo para siempre.
—Muy bien. ¿Qué es lo que quieres? ¿Que te pida perdón por algo que pasó cuando éramos unos chavales?
Juanpe parece sorprendido. Su rostro abotargado demuestra un asombro genuino que pilla a Víctor desprevenido.
—¿Perdón? ¿Perdón por qué? Voy… voy a por otra birra. ¿Quieres una?
—Aún no me he terminado esta. Juanpe, a lo mejor no deberías beber más.
Oye el bufido del otro.
—Seguro que no —le responde de espaldas mientras se aleja—. Quizá tú sí deberías tomarte otra.
Son sólo unos segundos los que tarda en reaparecer, pero en ese brevísimo lapso de tiempo Víctor ha decidido zanjar el tema y no espera a que su interlocutor se siente para abordarlo.
—Si no buscas que te pida perdón, ¿qué diablos quieres, Juanpe? ¿Desenterrar eso que sucedió hace años? ¿Que nos flagelemos el uno al otro con reproches y sentimientos de culpa?
No hay peor sonido que la risa amarga de un posible demente. Juanpe se ríe haciendo muy poco ruido, como si fueran sus tripas las que se carcajearan.
—¿Culpa? Víctor, por Dios, estás hablando conmigo. ¡No me digas que te has sentido culpable alguna vez de lo que hicimos!
Es una frase tan dura que Víctor tarda un rato en comprenderla del todo. Su mano se dirige hacia la puerta del balcón y la cierra, aislando el interior de un mundo que, si hace unos minutos le parecía necesario para respirar, ahora se le antoja taimado e indiscreto. Porque no puede negar que lo que Juanpe acaba de decir es un hecho cierto: una verdad sobre sí mismo que debe permanecer a buen recaudo, en ese interior polvoriento y asfixiante.
—No. Supongo que no. Sé que no debimos hacerlo. Mi cabeza dice que estuvo mal. Pero…
—Pero no te sientes culpable. —Juanpe hace una pausa; aún no se ha sentado y asiente con la cabeza, mirando de reojo a un rincón oscuro y vacío—. Yo tampoco. De hecho, cuando pienso en él aún lo odio. Me acuerdo de las veces que ese cabrón me insultó, de sus hostias, del puto miedo que me agarraba de los huevos cada vez que me cruzaba con él.
Víctor también lo recuerda. Cierra los ojos y ve, como si estuviera sucediendo ahora, la cara entre irónica y enfurecida de Joaquín Vázquez. El Cromañón. Aquel chaval corpulento y cruel que convirtió la vida de Juanpe en un infierno.
—Hice… hice lo que pude para ayudarte —susurra—. No sirvió de mucho.
—Al final sí —afirma Juanpe con una sonrisa—. Le dimos su merecido. No, no te pongas estupendo conmigo. Ambos sabemos que es así.
—Nunca pretendimos matarlo.
—Es verdad. Ni tampoco lamentamos que muriera. También es así.
—Éramos unos críos. —Es una excusa débil, la misma que oyó cien mil veces antes de olvidarlo todo. Cosas de críos. Un accidente. El chaval se dejó llevar. Hay que pasar página.
—Bueno, si nos atenemos a la verdad, él también lo era. Tenía sólo dos años más que nosotros.
—En el fondo fue… fue un accidente.
—¡No! No me vengas con cuentos, Víctor. Aquí estamos solos tú y yo, como aquella tarde en la que planeamos darle una lección porque ya no podíamos aguantarlo más.
—No queríamos matarlo —repite Víctor en voz baja, y al hacerlo se da cuenta de lo débil que es esa excusa.
Juanpe se acerca a él y apoya en su hombro una de sus manos mutiladas.
—¿Sabes cuál es la diferencia entre nosotros, Víctor? ¿Aparte del traje que llevas, y tu empleo, tu familia y tu vida donde sea de Galicia? A ti te permitieron olvidar lo que habías hecho. A mí me lo recordaron todos los días durante años, así que he tenido tiempo de pensarlo bien.
Hace mucho que Víctor no siente verdadera tristeza. No ha sufrido grandes pérdidas en la vida: sus padres aún viven, su hija ha gozado siempre de buena salud, nadie cercano ha padecido nunca un daño irreparable. Ahora tiene que hacer un esfuerzo para contener el pesar, no ante el Juanpe actual sino ante aquel crío asustado que cargó con la culpa de ambos.
—Debí… debí haber dicho algo.
—No, Víctor, no. —Juanpe menea la cabeza, aunque su mano aferra el hombro del otro con más fuerza—. Los Tigres no se delatan. Yo callé por ti. Me comí el marrón entero por los dos.
—¿Por qué lo hiciste?
—¿Ya no te acuerdas? Eras mi amigo. El único que he tenido nunca. Por eso me he alegrado tanto de volver a verte. Por eso necesitaba hablar contigo. —Juanpe acelera la voz—. No quiero un empleo, aunque no me vendría nada mal. Ni dinero. Ni nada. Sólo quiero que nos veamos, que hablemos…
—No quiero hablar más de eso, ni contigo ni con nadie.
—¿Es que no lo entiendes? —grita—. Eres el único que estaba allí. Víctor, he tenido una vida de mierda. Mira a tu alrededor, mira dónde estoy. Hay muchos días en que lo único que me impide saltar por esa puta ventana es pensar en aquel cabrón y en lo que le hicimos.
—No. —Víctor se separa del otro, el torbellino de simpatía y compasión que lo arrastró hace apenas un minuto se rompe ahora, como si de repente hubiera aterrizado en tierra firme—. Puedo aceptar que no tengamos remordimientos, lo cual no nos hace mejores personas en absoluto, pero no vas a convencerme de que me sienta orgulloso. ¡Matamos a alguien, Juanpe! Lo único… lo único sensato es olvidarlo.
—En cambio yo sólo vivo para recordarlo. Pero no puedo.
—¿Qué quieres decir?
La expresión de Juanpe adopta un tono suplicante, casi desesperado. Le tiembla la mano y la cerveza se derrama sobre el suelo.
—Me acuerdo de cada una de sus palizas. Me acuerdo de esa vez en que se meó en el suelo y me hizo lamer su orina. Me acuerdo del pánico que tenía cada tarde, al salir del maldito colegio, porque sabía que él me esperaba. Me acuerdo de que intentaste defenderme en alguna ocasión y oigo el sonido de las hostias que te dio. Recuerdo todo eso. Todo. Al detalle.
Víctor asiente. Acaba de descubrir que el odio tiene mucha más memoria que el amor; en algún lugar de su cabeza o de su corazón seguía ardiendo una llama diminuta que el discurso de su viejo amigo ha logrado avivar. Por un instante se regodea en esa corriente agria que viene cargada de humillaciones, de golpes, de miedo. Sí, odió a Joaquín Vázquez. Y probablemente si ahora lo tuviera delante le partiría la cara de un puñetazo.
—¿Lo ves? Tú también lo recuerdas. —Juanpe jadea, y durante un momento Víctor teme que vaya a sufrir un infarto o algo parecido—. Tienes que acordarte también del final.
—¿Del final?
—Del día en que nos lo cargamos. En mi cabeza sólo hay imágenes sueltas. El terraplén. La obra. La huida.
Y entonces Víctor se da cuenta de que también a él le sucede algo parecido. Han transcurrido treinta y siete años de olvido voluntario y ahora, por mucho que lo intenta, sólo puede pensar en la tensión de la espera: se ve con Juanpe, apostados, listos para atacar, y luego huyendo a la carrera, cuando ya Joaquín Vázquez era un monigote derribado en un hoyo de tierra. En medio queda un barullo incoherente y un montón de ruidos sordos.
—¿Qué más da? Le dimos una paliza y murió. No hay mucho más que recordar.
—Sí lo hay. Al menos para mí. Fue el único momento de mi vida en que me sentí bien.
—No. No pienses así. Fue un error. Espera… —Víctor busca las palabras, revuelve en su conciencia para encontrar la manera de expresar lo que siente—. Deja que me explique. Ese chaval era un cabrón, los dos lo sabemos. Se merecía que alguien le parara los pies y eso hicimos. Tuvimos mala suerte, todos, y él… él murió. Eso cambió nuestras vidas. Pagaste por ello un precio mucho más alto que yo, y no sabes cuánto me gustaría poder compensártelo, pero no puedo.
—¡Entonces sé mi amigo, hazme este favor! ¿No entiendes que todo lo demás me da igual? Sólo quiero ser capaz de revivir qué pasó aquel día: recordar quién le dio el primer golpe, cómo cayó… No te imaginas lo horrible que es esforzarse por recordar algo que hiciste y no lograrlo.
—Estás enfermo, Juanpe. No voy a seguirte en esto. Si es lo único que quieres de mí, será mejor que me marche.
La conversación cesa en seco. Víctor ha sido lo bastante contundente para poner un punto final y definitivo que en realidad, sin embargo, es apenas una coma, un momento de silencio en el que ambos replantean sus posturas.
—¿Cómo te hiciste eso en las manos?
—¿Los meñiques? —Juanpe menea la cabeza—. Es una larga historia.
—Escucha… —Víctor piensa despacio lo que va a decir, porque teme que será uno de esos ofrecimientos de los que tendrá que arrepentirse—. ¿Por qué no empezamos por ahí? ¿Por qué no nos contamos lo que nos ha pasado en estos años?
—La mía no ha sido una vida bonita.
—Ninguna lo es. Los amigos están para todo, ¿no crees?
Juanpe asiente antes de volverse de repente hacia el sofá, como si hubiera oído algo allí. Hace un gesto despectivo con la mano y se rasca la nuca con fruición. Le queda poco cabello, y aun así su cabeza pide a gritos un corte decente y un lavado a fondo.
—Tienes razón. Creo que tendré que resumir mucho. Y hay cosas que no te van a gustar.
—¿Me traes otra cerveza? Ahora sí que me apetece.
—Claro.
Calla un par de segundos en los que esos ojos hundidos y apagados, devorados por unas bolsas inmensas, concentran una expresión de súplica que Víctor sólo recuerda haber visto años atrás, en una perrera, cuando él y Mercedes fueron a buscar un cachorro para su hija. Habían deambulado por el lugar, consternados ante las caras implorantes de los animales, y finalmente habían vuelto a casa deprimidos, porque escoger uno y dejar a los otros les resultaba aún más injusto. Terminaron comprando uno en una tienda de mascotas donde todos parecían felices. Se da cuenta de que Juanpe ha empezado a hablar.
—No he tenido otro amigo como tú. Nunca. En todo este tiempo, y…
—¿Sabes una cosa? —Víctor lo corta porque de repente es consciente de que ese hombre necesita unas palabras de apoyo, aunque no sean del todo ciertas—. Si te soy sincero, creo que yo tampoco. Ha habido colegas, compañeros, algún amigo íntimo, pero con nadie he compartido lo mismo que contigo.
Juanpe sonríe, agradecido, y Víctor decide aprovechar el momento para imponer su voluntad.
—Prométeme que dejaremos el otro tema aparcado. —Es casi una orden, algo que Víctor ha aprendido a hacer: mandar y rogar a la vez—. Al menos de momento.
—Sí. Sí, de verdad. Te lo juro. Como quieras. Sólo… sólo… ¿Me dejas que te haga una última pregunta? No, no es sobre aquel día, te lo prometo. Es otra cosa. Algo que me volvió loco un tiempo y que luego pensé que no importaba, y ahora… Bueno, ahora de vez en cuando me vuelve a la cabeza.
—Juanpe…
—Por favor. Es de después, de cuando ya todo había pasado. —Carraspea y coge aire, como si no se atreviera a pronunciar las palabras que tiene en la cabeza—. Cuando vinieron a por mí, aquí, a casa… Llegó la Guardia Civil. ¿Te imaginas? Con doce años, joder… Entonces me dijeron que alguien me había visto hacerlo. Tu nombre… tu nombre nunca surgió. Luego supe que te habían enviado al pueblo después de Navidad, y que te habías quedado a vivir con tu abuelo.
Víctor comprende de repente lo que el otro piensa y por primera vez, en toda la conversación, da un paso atrás y agarra a su amigo con firmeza por los hombros.
—Yo no abrí la boca. Mi padre entró en mi cuarto y me dijo que sabía lo que habíamos hecho y que lo mejor era que cambiara de colegio. Cuando pregunté por ti me respondieron que no me preocupara, que el tema estaba arreglado. Todo pasó muy deprisa, estábamos en plenas vacaciones de Navidad y recuerdo que ya pasé el día de Reyes en Montefrío.
—El juez me dijo que un compañero de colegio me había delatado. Quizá mentía… Vete a saber.
—No fui yo. En esto tienes que creerme. No supe qué te había pasado hasta meses después. Un día le pregunté a mi abuelo por qué no podía volver aquí, a casa… Él me explicó que si lo hacía acabaría en un correccional, como tú; que habían logrado salvarme con la condición de que me quedara en el pueblo y no regresara nunca. Pensé que era una especie de destierro, como el que nos explicaban en Sociales. Yo no te habría delatado nunca, eso lo sabes, ¿verdad? Ni a cambio de salvar el pellejo.
Juanpe lo mira y sonríe. No es un gesto agradable, es más bien una mueca que busca complicidad sin demostrar alegría.
—Si no fuiste tú, ¿quién lo hizo? ¿No sientes curiosidad? ¿No te gustaría saber quién diablos se fue de la lengua?
Y es el rencor acumulado durante casi cuarenta años que desprende esa frase lo que hace que Víctor sienta de nuevo la necesidad urgente de escapar; de respirar otro aire que no esté enrarecido por el humo y la rabia. No puede evitarlo: huye murmurando apenas una excusa y ni se molesta en esperar el ascensor. Baja corriendo los seis pisos hasta alcanzar la calle, que, a pesar de la soledad nocturna, se le antoja un refugio seguro. Un lugar por el que caminar dejando el pasado atrás.