Por último, el muñeco se recogió a sus habitaciones. En cuanto al presidente, durmió en una caja de cartón.
VIRGILIO PIÑERA, «El muñeco»
El jardinero de palacio era un hombre de sesenta años, de pocos amigos y de pocas palabras. Además de aporcar, podar y abonar las plantas, se encargaba de alimentar a los patos canadienses del estanque. Había enviudado años atrás, un matrimonio sin hijos, y por toda parentela le quedaba una hermana que vivía al otro lado de la ciudad, a la que visitaba algunos sábados.
En sus ratos libres se quedaba fumando en la covacha que el intendente general le había asignado, y cuando se acercaban las cinco de la tarde dejaba atrás las rejas que rodeaban los jardines del palacio y se dirigía al cine Aladino, en la avenida de la Insurrección Victoriosa, un cine suntuoso ya viejo, con una Venus de Milo de yeso en el foyer iluminada desde abajo con focos azules, y donde la principal atracción seguía siendo un organista vestido de smoking tropical que tocaba entre funciones música de carrousel, y cuando terminaba desaparecía en la pared lateral del escenario montado sobre una plataforma corrediza. Veía dos tandas seguidas, y era una sensación extraña pero agradable, y algo melancólica, entrar al cine a la luz del día y salir a la calle ya en plena noche, la ropa impregnada del leve olor del popcorn que flotaba en el aire acondicionado.
Alguna vez había visto al presidente pasearse por los jardines, las manos a la espalda, seguido a prudente distancia por un edecán, quien le cargaba una silla de lona plegable, como las de los directores de cine, para cuando quisiera sentarse bajo la arboleda de las acacias, a un tiro de piedra del estanque, a despachar las carpetas de oficios y decretos que el secretario privado, unos pasos más atrás, llevaba bajo el brazo.
El presidente era un hombre alto, fornido, de tez algo rubicunda, y de andar siempre altivo, como si pasara revista a una invisible guardia de honor. Y si de pronto movía la cabeza, el marco dorado de sus lentes cogía una chispa de sol.
El jardinero también era alto, fornido, de tez algo rubicunda, aunque la costumbre de agacharse sobre las plantas le había quitado hacía tiempo el andar altivo; y a diferencia de las manos del presidente, a diario bajo el cuido esmerado de una manicurista, las suyas eran toscas. Manos de jardinero. Y como aún tenía una vista de lince, no usaba anteojos.
A veces llegaba hasta la covacha una criada de cofia a buscarlo porque la primera dama solicitaba su presencia en el palacio. Se quitaba entonces el delantal de cuero y las botas de hule, se lavaba las manos y la cara en el mismo grifo del que llenaba los baldes, se repasaba el pelo con los dedos y se dirigía a la puerta de servicio disimulada en la culata del edificio.
Entraba en un túnel por cuyo techo abovedado corrían desnudas las tuberías y los cables, y subía por una escalera de caracol hasta el Salón Azul, adonde entraba por una puerta disimulada. La primera dama era una mujer de color terroso, muy delgada, con las clavículas a flor de piel, la boca siempre fruncida, y que respiraba como si suspirara. Sus lentes, en forma de alas de mariposa, colgaban de su cuello de una cadena de plata. Y porque se teñía de oro viejo el cabello con un preparado de amoníaco, en su cercanía se percibía un cierto olor a orines.
Lo requería siempre para que divirtiera a los nietos, porque antes de jardinero había sido artista de circo de aptitudes muy variadas: bailarín de rumbas, trapecista de salto mortal, prestidigitador, virtuoso de la cuerda floja y domador de leones. Su mujer, ya fallecida, era la que metía la cabeza en la boca del león.
Divertía a los niños con juegos de manos, y a veces terminaba en cuatro patas haciendo de caballito; y con el jinete de turno montado en sus espaldas, clavándole los talones en las costillas, debía recorrer la extensa alfombra azul de arabescos dorados de la que tomaba su nombre el salón.
Recostado en el mullido espaldar del asiento forrado de pana roja que huele a polvo, va en la limusina presidencial camino a la gran concentración de masas del aniversario del triunfo de la Revolución Libertadora, mientras atruenan las motocicletas que abren paso a la caravana, y las luces giratorias de las radiopatrullas de la escolta se reflejan como manchas borrosas en los cristales ahumados de las ventanillas.
Viaja al centro de la formación, cuyo principio y fin le es imposible ver, en una de tres limusinas negras, exactamente iguales, que alternan posiciones durante la marcha, todos los vehículos de la caravana con los faros encendidos en pleno día. Detrás de las limusinas va una ambulancia, y en ella tres médicos del Hospital Militar: un cirujano de tórax, un cirujano de cabeza y cuello, y un traumatólogo, que pueden hacer frente a heridas provocadas por armas de fuego o esquirlas de artefactos explosivos. Arriba, lo acompaña el martilleo de las aspas de los dos helicópteros militares que sobrevuelan la caravana.
En el asiento delantero el jefe de escolta se mantiene alerta, vigilando ambos lados de la calle con movimientos de cabeza y atento al tráfico de voces que van y vienen en su audífono de serpentina.
Una de las reglas básicas del manual de seguridad personal establece que «el objetivo», que es él, debe sentarse a la derecha en el asiento trasero, porque al primero que disparan en un atentado, cuando la caravana está en movimiento, es al chofer, y «el objetivo» no debe hallarse nunca en ángulo propicio de tiro.
De todas maneras, la carrocería de la limusina, compuesta de acero, aluminio y titanio, tiene un blindaje de veinte centímetros de grosor, capaz de soportar el impacto del proyectil de una lanzacohetes RPG-29, y los vidrios de las puertas están reforzados con cinco capas de policarbonato.
Empotrado a mitad del asiento de la limusina hay un teléfono con múltiples teclas prefiguradas. Según la tecla que pulse, responderán:
El jefe de la Oficina de Seguridad del Estado.
El secretario privado.
El jefe de la guardia presidencial.
El jefe de seguridad personal.
El ministro de la presidencia.
El comisionado mayor de policía.
El comandante general del ejército.
La primera dama.
Tiene prohibido tocar las teclas de ese teléfono. También hay frente a él un bar compacto con una hielera de electroplata y vasos de cristal cortado. Frascos de whisky, coñac, vodka. Agua Perrier. Igualmente tiene prohibido tocar esas botellas.
La primera dama había seleccionado en un sitio de internet los patos canadienses que quería para el estanque del jardín, y fueron traídos al país desde Calgary en vuelo expreso, cada uno en su jaula de viaje, con su nombre científico, su peso y dimensiones, sus requerimientos veterinarios y las especificaciones de su menú diario. El embarque constaba de:
Una pareja de ánades reales.
Una pareja de ánsares índicos.
Una pareja de cercetas doradas.
Una pareja de patos mandarines.
Una pareja de canards pompon.
El menú de los patos tenía variantes según el peso y las características de cada ejemplar, pero básicamente se componía de:
Trigo remojado.
Granos de maíz triturado.
Gluten de sorgo.
Frijol de soya.
Arroz molido.
Harina de alfalfa.
Semillas de girasol tostadas.
El jardinero era el responsable de hacer la mezcla en sus debidas proporciones.
Ocurrió la desgracia de que el canard pompon macho amaneció muerto en el estanque, y el veterinario de palacio declaró que se trataba de una intoxicación alimenticia. Al tercer día la hembra murió a causa de melancolía, de acuerdo también al criterio del veterinario.
La primera dama convocó entonces al jardinero al Salón Azul, y a gritos que se oían por todo el jardín desde las ventanas abiertas lo llamó asesino, y ordenó que lo despidieran en el acto.
Los niños para los que solía hacer de caballito a cuatro patas lloraron inconsolables, con lo que por fin ella desistió. Dispuso entonces que, a cambio, le fuera descontado de su salario el precio de los patos muertos, pero el intendente general de palacio le hizo ver que pasaría mucho tiempo, y quizás tomaría toda la vida del jardinero, antes de que alcanzara a saldar la cuenta en abonos mensuales. Y como ella estaba por partir a los lugares santos a la cabeza de una comitiva oficial, el incidente pasó al olvido, y la siguiente vez que lo llamó a su regreso del viaje fue para que divirtiera como siempre a sus nietos.
Cuando la limusina se detiene, los gritos de la multitud se encabritan entre las banderas, mantas y pancartas. El jefe de escolta agarra desde fuera la manija de la puerta, listo para abrirla, pero debe esperar que le llegue a través del audífono el aviso de que el camino hasta la tribuna se halla asegurado.
Otra regla básica del manual de seguridad personal dice que, como el diablo siempre anda suelto, debe impedirse toda posibilidad de acceso directo al «objetivo» a cualquier asesino potencial, y más si se trata de un asesino solitario, alguien que no ha conspirado más que consigo mismo en la reclusión de su domicilio para llevar adelante el atentado. Un fanático, un desequilibrado mental, no tiene más guía que la ciega voluntad de ejecutar su designio, y no hay prevención que deba desperdiciarse.
Por esa razón hay una primera franja profiláctica de diez metros delante de la tribuna, donde solo se sitúan oficiales de policía de civil, en la primera fila, y en las de atrás colaboradores de la red territorial de inteligencia, y dirigentes y activistas de los barrios, de probada fidelidad al partido. Pero aun esa franja debe ser depurada una y otra vez.
Una tarde de enero se hallaba de rodillas podando las hojas muertas de un seto de bromelias, muy cerca del muro oriental del jardín, en el linde con los predios del Parque Zoológico Nacional, allí donde se escuchan de cerca los bramidos del tigre blanco que hacen chillar de pavor a los monos en sus jaulas, cuando sintió una presencia a su lado.
Alzó lentamente la vista y lo primero que vio fueron las brillantes punteras de los zapatos de charol negro, y luego las botamangas de los pantalones de lino blanco, el faldón de la chaqueta, los dedos de uñas bien pulidas, el reloj de oro macizo en la muñeca, el puño de la camisa, el cuello almidonado, la corbata negra de seda tornasol.
Se incorporó con apremio. Solo lo había visto antes de lejos, bajo la arboleda de las acacias. Ambos tenían la misma estatura, de modo que cuando se miraron a la cara ninguno de ellos tuvo que mover un milímetro la cabeza. El edecán permanecía a distancia, cargando la silla plegable, y más atrás el secretario privado con el legajo de documentos bajo el brazo.
El presidente se ajustó los lentes de aros dorados, que recogieron un reflejo de sol fugaz, y después de examinarlo detenidamente le ordenó que girara sobre sus talones. Quería verlo de espaldas. Luego, que se alejara unos pasos y regresara. Luego que se deshiciera de las tijeras de podar y caminara de nuevo de ida y vuelta, un trecho ahora más largo.
Cuando volvía del último de esos paseos, se dio cuenta de que el presidente ya no estaba. Había desaparecido junto con sus dos acompañantes.
En los altoparlantes distribuidos por toda la plaza resuena en ecos la voz del maestro de ceremonias que anuncia su presencia. Comunica que va a subir a la tribuna y pide que lo reciban con aclamaciones. Él ya está fuera de la limusina. El edecán le ajusta las borlas de la banda presidencial que sobresalen debajo del faldón de la guerrera del uniforme de gala, para que el escudo de armas de la República, bordado en hilos de oro, quede justo en medio del pecho.
Y entonces avanza a paso seguro, ni muy lento ni muy apresurado, tal a como ha sido instruido, entre la formación de guardaespaldas vestidos de trajes gris ratón y rasurados a ras del cráneo. A su derecha se halla la valla metálica detrás de la que llega el coro acompasado de consignas. A su izquierda se alza la tribuna dispuesta para los invitados de honor, quienes lo aplauden con entusiasmo comedido:
Los ministros del gabinete de gobierno.
El comité central del Partido del Pueblo.
El Estado Mayor del ejército de la República.
Los mandos superiores de la Policía Nacional.
La jerarquía eclesiástica.
El cuerpo diplomático en pleno.
Los combatientes históricos de la gesta de liberación.
Los jóvenes de la Juventud Revolucionaria, con sus pañoletas rojas al cuello.
Los héroes del trabajo con sus sombreros de palma.
Alza ambas manos, saluda mientras camina. No debe detenerse. De todo eso también ha sido instruido. Sube las gradas de la tribuna. Ocupa su sitial al centro, a pocos pasos del podio desde el que deberá dirigirse a la multitud, dentro de una caja de cristal a prueba de balas. Todo discurre sin contratiempos.
El protocolo indica que a los actos públicos la primera dama llega sola, con su propia caravana, pero también que ambos deben regresar juntos. Va seria, mirando al frente, y no le dice una sola palabra durante el trayecto hasta palacio. Mejor así, piensa. No deja de temer su mal carácter desde la rabieta por el incidente del canard pompon muerto de hartura, y su pareja muerta de melancolía.
Al día siguiente del encuentro con el presidente en el jardín, un jeep militar lo condujo a las dependencias de la Seguridad del Estado. Allí mismo pasó revisión médica. Lo desnudaron, lo midieron, lo pesaron. Lo auscultaron, le tomaron muestras de sangre y orina. Le hicieron escáneres y pruebas de resistencia cardíaca.
En un estudio de grabación le dieron a leer repetidas veces un discurso del presidente en voz alta. En un aula sin ventanas, equipada con un pupitre solitario, hizo una práctica de caligrafía usando lápiz de grafito, bolígrafo y pluma fuente.
En la peluquería, también sin ventanas, el peluquero le manoseó la cabeza, lo peinó, lo despeinó, y lo volvió a peinar. Tuvo también una sesión con los maquillistas y cosmetólogos; les preocupaban sobre todos las manos. Lo llevaron al estudio fotográfico donde debió posar por varias horas, de pie, caminando, saludando con los brazos en alto, sentado, y cada vez vestido de manera distinta:
Frac, con la banda presidencial terciada y las condecoraciones a la vista, reglamentario en las ceremonias solemnes.
Smoking tropical para las soirées informales.
Uniforme militar de gala, también con la banda presidencial terciada y las condecoraciones a la vista, para presidir los actos de masas.
Uniforme militar verde olivo de fatiga, para presidir las paradas militares, las insignias de Comandante Supremo a la vista.
Traje oscuro de alpaca o casimir para las audiencias oficiales, en la estación lluviosa; y traje de lino blanco en la estación seca.
Guayabera de hilo para las excursiones campestres.
Lo adiestraron en el manejo de los cubiertos y las copas en una mesa de banquete, y la prueba final fue que, con una venda en los ojos, debía reconocer por el tacto el tenedor de carne, el tenedor de pescado y el tenedor de ensalada, situados a su mano izquierda; el plato base, el plato seco, el plato de ensalada y la taza de consomé, al centro; el cuchillo de carne, el cuchillo de pescado, el cuchillo de ensalada, la cucharita del té, la cucharita demitasse, la cuchara de sopa y el tenedor de mariscos, situados a su mano derecha. El plato del pan, y el cuchillo de la mantequilla; el tenedor y la cucharita del postre; la taza de café o té y la taza demitasse, desplegados frente a él. Y la copa de agua, la copa de champán, la copa de vino blanco, la copa de vino tinto y la copa de licor pluscafé, un poco más lejos, a su derecha.
Fueron varios días de sesiones agotadoras. Al final lo condujeron al despacho del comandante en jefe de la Seguridad del Estado, quien, después de revisar el expediente acumulado a lo largo del entrenamiento, le indicó:
Que debía engordar cuatro kilos, para lo cual se entendería con un dietólogo de las mismas dependencias.
Que no sería necesario llamar al sastre para que le confeccionara un guardarropa. Los trajes que se había probado, de uso del presidente, le quedaban perfectamente bien.
Que, en cuanto a la voz, el parecido era asombroso, de modo que no necesitaban ajustes ni en la dicción ni en el tono.
Que el trazado de la letra y de la firma era satisfactorio, según las pruebas caligráficas.
Que en adelante debería abstenerse, bajo prohibición absoluta, de visitar a su hermana, a quien le sería notificado que había sido enviado a seguir un curso de jardinería avanzada en el extranjero.
Que su nombramiento de jardinero quedaba cancelado, y se brindaría al personal la misma explicación sobre su ausencia.
Que cambiaría de alojamiento, y en adelante viviría en una habitación del sótano del palacio.
Debe dar la bienvenida al presidente de Haití, en la plataforma de la terminal del aeropuerto internacional Comandante Lautaro Barrera, fundador del partido de la revolución. Todo ha sido ensayado muchas veces al filo de las madrugadas, en una cancha de baloncesto del cuartel de la guardia presidencial, de modo que actúa de manera impecable.
Cuando el avión se detiene y acercan la escalerilla, avanza por la alfombra roja, saluda al visitante cuando ha puesto pie en tierra, lo conduce al estrado bajo el palio para escuchar los himnos nacionales respectivos, la mano abierta sobre el pecho, el dedo índice señalando el corazón, según la hoja de protocolo, y luego lo acompaña a pasar revista a la guardia de honor. Tras el saludo al gabinete de gobierno y al cuerpo diplomático, lo deja en la puerta de la limusina que espera estacionada en la pista.
Allí termina su papel.
En su habitación del sótano tenía un catre de campaña y una mesa de material plástico donde un criado sordomudo le servía la comida. Al lado estaba el vestidor, con el amplio guardarropa del que hacía uso según el compromiso anotado en la agenda del día. El vestidor era cinco veces más grande que la habitación.
El caso es que podían necesitarlo en cualquier momento, según los avisos que le transmitía el secretario privado:
Atender a una delegación municipal que solicitaba la construcción de un puente, o de un rastro público.
Departir con un coro de escolares que llegaba para cantarle una canción folclórica desde una escuela rural lejana, ocasión en que debía entregar un regalo, vistosamente empacado, a cada uno de los niños.
Recibir en audiencia privada a ministros y altos funcionarios de gobierno.
Recibir en audiencia pública a solicitantes de favores, a quienes prometía respuesta en un futuro cercano: dispensas de impuestos, excarcelación de reos, atención médica, ayudas en metálico, todo lo cual era anotado puntualmente por un estenógrafo.
Recibir las cartas credenciales de los embajadores extraordinarios y plenipotenciarios.
En la sala de las banderas, donde se realizaban las audiencias, había un espejo falso. Al otro lado, en un gabinete íntimo, el presidente se sentaba a veces a observarlo, y se divertía viendo cómo aun sus amigos más cercanos, que ocupaban ministerios de Estado, resultaban engañados. Le rendían cuentas al jardinero, llenos de miedo. Le prometían obediencia, se reían de los malos chistes que había aprendido a contar imitándolo a él.
Una vez al año, ofrece el mensaje a la nación desde el recinto del Congreso Nacional, al abrirse el período de sesiones ordinarias. También habla en la cadena nacional de radio y televisión para Año Nuevo, el día del Trabajo, el día del Combatiente Heroico y otras fiestas nacionales. Inaugura ferias agropecuarias, campeonatos de beisbol, congresos médicos. Visita orfelinatos.
En una ocasión, cuando hace su entrada al patio del orfelinato de varones regentado por la congregación del Divino Verbo, al tiempo que una pareja de huérfanos se adelanta para entregarle un ramo de flores, un hombre vestido de corbatín y chaqueta de mesero, porque después el prior de la congregación ofrecería una recepción en su honor, saca un revólver y le dispara a cinco metros de distancia, según establece el peritaje posterior.
Alcanza a ver el breve fogonazo, siente el impacto de la bala en el chaleco protector, los guardaespaldas se le lanzan encima para protegerlo con sus cuerpos, y oye al hombre gritar cuando lo reducen: ¡muera el dictador asesino!
Conducido a la ambulancia, los médicos le practican una revisión concienzuda. El proyectil le produjo una quemadura en el chaleco antibalas, debajo de la clavícula izquierda. Pero nada más.
Esa noche el presidente llega a visitarlo a su habitación del sótano para darle las gracias, y asegurarle que el asesino ya no tendrá oportunidad de disparar de nuevo.
Él estuvo a punto de preguntarle: ¿por qué dictador? ¿Por qué asesino?
La solemne ceremonia en que fue juramentado para ejercer un nuevo período presidencial de seis años se celebró en el Palacio de los Poderes Populares. Unas niñas del colegio obrero Cristo Rey, regentado por las monjitas del Sagrado Sacramento, tuvieron a su cargo bordar, con los consabidos hilos de oro, el escudo de la banda presidencial confeccionada en seda. Cada vez que se cumplía un nuevo período, la banda anterior era depositada en una urna para ser exhibida en el Museo de la Revolución Libertadora.
Hubo cuatro fiestas para celebrar la toma de posesión, como era costumbre:
En el Club de Obreros y Artesanos, homenaje organizado por la Federación de Sindicatos Revolucionarios.
En el Club Minerva, donde se dieron cita los colegiados de las profesiones liberales y sus familias.
En el Casino Militar, con los oficiales de las distintas ramas de las Fuerzas Armadas y sus respectivas esposas.
En el Golf & Country Club, con la alta sociedad.
Las atendió todas, en todas bailó con la primera dama la pieza inicial, pues un impaciente profesor de mal genio también le había enseñado los diferentes ritmos de moda, con relativo éxito. En la última de ellas se despidió a las tres de la madrugada, con los pies adoloridos, y cuando subió a la limusina encontró a la primera dama recostada en el asiento, amodorrada, los zapatos plateados de tacón de aguja en la mano. Que regresaran juntos a palacio esa madrugada era algo que no estaba previsto en las reglas de protocolo.
Puede ser que la primera dama hubiera bebido más de la cuenta, lo cual no era extraño; habían pasado por cuatro fiestas, en todas había habido abundante champán, y era un día para celebrar. Saliendo de su sopor tiró los zapatos al piso, como si se tratara de animales repugnantes, y se adelantó, no sin gracia, para correr la cortinilla que los ocultaba del chofer y del jefe de escolta. Luego, tras despojarse de los panties con un movimiento elástico de las nalgas, se montó a horcajadas sobre él y, manipulando ágilmente los dedos, le abrió la hebilla del cinturón y luego la bragueta, no sin dificultad, porque el pantalón del frac era de factura clásica y tenía abotonadura de hueso.
Asustado, había permanecido impávido, mientras ella se pegaba a su cuerpo con violenta urgencia, sin importarle las lastimaduras que seguramente le causaban las numerosas medallas colgadas en la pechera del frac. El jardinero sentía como nunca, dentro de sus narices, el olor a amoníaco, y sin quitar la vista temerosa de la cortinilla desplegada solo deseaba que aquella prueba terminara lo más pronto posible.
Cuando aún tenía permitido visitar los sábados a su hermana, al otro lado de la ciudad, alguna vez se le ocurrió detenerse en algún prostíbulo, pero la sola idea terminaba por avergonzarlo. Y ahora, confinado a la habitación del sótano, y cuando para todos los efectos había dejado de existir, menos posibilidades tenía de ningún desfogue carnal; y de la misma manera que no podía tocar los licores del bar, ni marcar por su cuenta las teclas del teléfono, tampoco se sentía autorizado a pedir que le llevaran una mujer.
Esta experiencia tan apresurada e imprevista con la primera dama había estado lejos de darle la satisfacción que buscaba. Más bien lo había llenado de zozobra. Cuando la limusina entró en los jardines de palacio ella se había ya apartado, la cabeza recostada de nuevo en el espaldar del asiento, desvaída pero sonriente, como si hubiera hecho una travesura que no tenía remedio. Y él quedaría recordando por muchos días el olor a amoníaco.
Una tarde de agosto deja subrepticiamente su habitación del sótano, sale al descampado y camina hasta la puerta de servicio en la culata de los jardines del palacio. Nadie vigila esa puerta porque hace tiempo no se usa, pero él conserva una llave. Abre la pesada cancela y sale a la alameda de los malinches del parque de los Héroes y Mártires, donde a esa hora unas cuantas niñeras pasean bebés en cochecitos, y algunos ancianos leen el periódico en las bancas de fierro.
Una de las niñeras es la primera en reconocerlo, y se queda pasmada al verlo solo, sin ninguna escolta. Cuando desemboca en la avenida de la Insurrección Victoriosa, algunos transeúntes lo saludan con sorpresa, pero otros, al saberlo desprotegido, empiezan a tratarlo de manera hostil, y hasta agresiva.
Al llegar frente a la marquesina del cine Aladino, una cauda de curiosos va tras él, algunos no con las mejores intenciones, puesto que se escuchan amenazas, y un agente de policía, que también lo reconoce, se comunica de inmediato por el walkie talkie con su base operativa, de donde llaman a palacio, y los guardaespaldas no tardan en acudir en tropel y lo rodean en el foyer cuando se dispone a trasponer la cortina de la puerta que lleva a la platea, el tiquete en la mano, para ver a Yul Brynner y Deborah Kerr en El rey y yo. Es una película vieja, pero le encantan los musicales.
El presidente es informado esa misma noche del incidente, y lejos de reprenderlo, se ríe con ganas. Es algo que él siempre hubiera querido hacer.
Antes del amanecer de un día de junio recibí la visita del secretario privado en mi habitación del sótano. No tenía nada apuntado en mi agenda para ese día, de modo que su presencia fue sorpresiva para mí.
El presidente había muerto a la medianoche de un infarto cardíaco, en brazos de su amante, la esposa del embajador de Abjasia, en la residencia de recreo de Miramontes, me susurró. Hasta entonces yo ignoraba que tuviera una amante, o varias, como el secretario privado me explicó. Y nunca había estado yo en esa residencia de recreo.
Ya circulaban entre la servidumbre del palacio los rumores del infausto deceso, como el secretario privado se dio en calificarlo, y la única manera de evitar que se extendieran por plazas y calles era que me vistiera de inmediato y apareciera al lado de la primera dama en la glorieta de la terraza del ala sur del palacio, donde ella ya me aguardaba. Era un agradable lugar rodeado de jacarandas, cañas de la India, aves del paraíso, platanillos y orejas de elefante, que yo mismo había plantado, donde el presidente acostumbraba a desayunar en familia, y desde el que podía contemplarse el estanque de los patos canadienses.
Conocía, según el adiestramiento recibido, los gustos habituales del presidente en su desayuno:
Jugo de ciruelas, por el estreñimiento.
Dos rodajas de melón cantaloupe.
Huevos benedictinos.
Pan integral de centeno.
Café amargo.
La primera dama siguió ocupada en untar la mantequilla a su rebanada de pan cuando me senté a su lado y desplegué la servilleta. Ni siquiera me dio los buenos días, y en su mirada adiviné una chispa de despecho. Me estremecí, porque esa mirada, en ausencia del presidente, estaba dirigida a mí, como si fuera yo el culpable de sus infidelidades.
Más tarde fui llamado a una reunión en el despacho presidencial. Estaban presentes el comandante en jefe de la Seguridad del Estado, el secretario privado y la primera dama, las únicas personas que conocían de mi existencia; además, claro está, del presidente, cuyo cadáver, según entendí, iba a ser enterrado en secreto.
Se me instruyó a trasladarme a vivir en los aposentos de palacio a partir de esa fecha, y dormir en la recámara matrimonial. Ahora sí podría tocar las teclas del teléfono, y hacer libre uso del bar.
Entendí también que sería necesario buscarme un doble, y que de inmediato se pondrían a la tarea.
2019-2020