A Luis Enrique
—Me perdona, pero a estas horas todavía no he almorzado —dijo el urólogo, y le sonrió de manera beatífica alzando las cejas rojizas, casi borradas en su ancha cara de vikingo tropical.
Buscaba resolver la grave dificultad de llevarse a la boca un sándwich de baguete al estilo cubano, la mostaza y la salsa de tomate ya metidas entre uña y carne en sus dedos regordetes, y las hojas de lechuga, las rodajas de tomate y la lonja de lechón pugnando por salirse de su precario acomodo. Una lata de Coca-Cola Zero, decorada con motivos del Mundial de Brasil, completaba su almuerzo.
—¿Entonces el citrato de sildenafilo no ha dado ningún resultado? —preguntó, y tras observar con mirada atenta el sándwich le dio un mordisco cuidadoso.
El paciente negó con la cabeza. Se hallaba en la consulta externa de uno de los tantos hospitales privados que prestaban servicios bajo contrato al Instituto de Seguridad Social, los exiguos cubículos separados por divisiones de plycem. Hacía un calor infernal.
Desde la sala de espera llegaban los pregones de los vendedores ambulantes que ofrecían bolsas plásticas con agua helada y gaseosas, cocos provistos de pajillas, paquetes de nachos y meneítos, billetes de lotería y tarjetas de recarga de celulares. Los pacientes se apretujaban en las filas de sillas plásticas rojo encendido, atornilladas a un soporte metálico común.
Como la sala de espera también servía de acceso a emergencias, por allí circulaban en desorden sillas de ruedas y camillas llevando heridos en accidentes de tráfico, quemados en explosiones de fábricas pirotécnicas o por estallidos de gas butano en las cocinas, infartados y parturientas; e iban y venían enfermeras, y visitantes cargando termos y contenedores de poroplast con alimentos, porque asimismo era el paso hacia las salas de pacientes encamados.
—Como le expliqué la otra vez, la causa de semejantes trastornos viene a ser incierta —dijo el doctor y dio otro mordisco, ahora con más confianza.
Podía deberse al estrés, podía tener que ver con la herencia genética, influía la educación que uno recibe desde niño, el temor al sexo que nos inculcan, y, en fin, la potencia viril tendía a disminuir o a entorpecerse con el avance de la edad, por el uso continuado de ciertos medicamentos o a causa de una variedad de anomalías fisiológicas que holgaba enumerar.
Era decepcionante escucharle hablar en esos términos porque él había puesto tantas esperanzas en el famoso diamante azul, como la propaganda llamaba a la pastilla de sildenafilo. Había leído que en un pueblo de Irlanda, donde se encuentra una de las plantas en que se fabrica, bastan las emanaciones del humo que sale de las chimeneas para que los hombres de cualquier edad, y hasta los perros callejeros, se mantengan en permanente estado de erección.
A esas alturas, tras las largas y detalladas explicaciones, el médico había dado ya cuenta del sándwich cubano y se miraba con preocupación los dedos embadurnados, sin servilleta a mano con que limpiárselos.
Abrió el expediente, y sobre la tapa quedó una huella amarilla de mostaza y otra roja de salsa de tomate.
—En su caso contamos con elementos de juicio concretos que nos libran de especulaciones —dijo—. Según me ha explicado, la imagen de su difunta esposa se interpone de manera infranqueable entre usted y su pareja cada vez que quieren tener un momento íntimo. Por eso es por lo que ha fracasado el sildenafilo, y seguirá fracasando.
Apoyó los codos sobre el vidrio que cubría el escritorio y entrelazó los dedos como lo haría alguien que se dispone a orar.
—Pero su asunto tiene arreglo, por supuesto. —Volvió a sonreír alzando otra vez las cejas, que ahora parecían borradas por completo—. Para eso estamos aquí.
Tal si practicara un acto de prestidigitación, sacó de una de las gavetas del escritorio un pene de vinilo que podía abrirse en dos mitades, como un estuche, cortesía de la Pfizer, y le fue mostrando la manera en que estaba compuesto: gorro del glande, corona y frenillo del prepucio, fuste esponjoso atravesado por el canal de la uretra, cuerpos cavernosos pares surcados por las arterias helicinas y recubiertos por la túnica albugínea, más la red de nervios pudendos; y, abajo, el escroto, que encierra como un delicado capullo los testículos.
Auxiliándose del artefacto, que manipulaba con toda habilidad, le explicó que la solución definitiva era el implante de una prótesis, la cual le permitiría erecciones a voluntad, eyaculación sin trastornos, y aun la capacidad de engendrar. La misma constaba de tres piezas: un sistema de cilindros inflables que se instalaban dentro de los cuerpos cavernosos; un depósito reciclable de suero salino estéril insertado en la base del fuste; y una bomba de operación manual acomodada dentro del escroto para inyectar el líquido en los cuerpos cavernosos.
Se trataba de presionar la bomba repetidamente con los dedos índice y pulgar cada vez que se deseara tener relaciones sexuales, y una vez concluido el acto hacer que el líquido regresara al depósito doblando el pene hacia abajo por unos diez segundos, para que recuperara así su estado normal de flaccidez.
El paciente, que rondaba los sesenta años, era corredor de seguros a punto de jubilarse; había enviudado a los cincuenta y tenía dos hijas mujeres ya casadas. Vamos a llamarlo Richard para no comprometer su identidad real. Y llamaremos Belinda a quien era su amante desde hacía cinco años, esforzada propietaria de un salón de belleza, bastante más joven, quien se hallaba a punto de dejarlo debido, precisamente, a la dificultad que lo aquejaba.
Vivían aparte, a pesar de lo prolongado de la relación, ella en un pequeño apartamento en la parte trasera del local que rentaba para su salón de belleza, en uno de los barrios elegantes en alza. Él había alquilado la casa familiar al morir la esposa, y se amparaba bajo el techo de la mayor de sus hijas, divorciada, quien le había arreglado un par de piezas al fondo del patio, dormitorio y sala de estar, donde gozaba de la condición de reo de confianza. De aquel naufragio de su vida solo se había salvado el lecho matrimonial, mientras todo lo demás la hija lo había entregado al asilo de ancianos de las hermanas de San Vicente de Paúl.
Sus encuentros con Belinda seguían teniendo lugar en el motel Éxtasis, convertido en una especie de hogar sustituto, porque tampoco ella admitía que Richard la visitara en su apartamento, muy celosa de su fama de mujer honesta que madura en soledad; cuidados inútiles, pues sus selectas clientas de cosmética general, lavado, secado, corte y peinado de cabello, manicura y pedicura sabían al detalle de aquella relación, como también estaban enteradas las hijas de Richard, quienes, por supuesto, la reprobaban enérgicamente.
La esposa difunta, interpuesta ahora de manera pertinaz entre ambos, digamos que había tenido por nombre Ethel. Desde hacía meses se instalaba en la cama del motel, en medio de los dos, vestida con su camisón de dormir estampado de azucenas celestes, la cara adusta embadurnada de crema Pond’s, y sus sempiternos rulos en la cabeza. Belinda la había atendido en sus tiempos de manicurista a domicilio, y solía recibir de ella buenas propinas, satisfecha de su pulcritud y de la forma paciente en que trabajaba sus manos con parafina caliente y sábila fresca. Fue gracias a esas visitas profesionales que Richard la conoció.
—¿Es una operación peligrosa, doctor? —preguntó Richard, a medio camino entre el susto y la intriga.
El urólogo cerró el pene de vinilo y lo devolvió a la gaveta.
—Algunas incisiones sencillas, nada más.
Las incisiones con el escalpelo eran necesarias para permitir la instalación de las diversas piezas de la prótesis, bomba manual, depósito de líquido salino. Luego practicaría las correspondientes suturas, rápidas y sencillas también. Y el mismo día se iba para su casa.
Lo siguiente que quiso saber fue si la seguridad social cubría la prótesis.
El urólogo se rio, y de nuevo sus cejas se borraron en su cara rubicunda.
—¿Cómo se le ocurre? ¿No se acuerda acaso que el sildenafilo lo ha tenido que comprar usted? Si a alguien le duele el escroto, lo único que puedo recetar por cuenta del seguro es acetaminofén. Igual si le duele el hígado.
Debía preguntar entonces por el costo, y lo hizo con suma timidez.
—Seis mil dólares —respondió el urólogo, y lo miró con un brillo de entusiasmo en los ojos—. Voy a instalarle lo mejor de lo mejor, una Ambicor Plus. Hay que importarla de Miami. Otra cosa no vale la pena.
Bajó la cabeza, agobiado por el peso de aquella suma tan crecida.
—¿Y la cirugía? ¿Eso es aparte?
—Tampoco la cubre el seguro. —El urólogo volvió a mirarlo con entusiasmo—. Está catalogada como cirugía estética, fuera de lista.
Iba a preguntarle cuál sería el monto de sus honorarios, pero el urólogo se le adelantó, alzando la mano en señal de alto.
—Si me paga en efectivo, quedemos en mil quinientos dólares, y yo me entiendo con el anestesiólogo. Faltará agregar los gastos de quirófano.
—Sumando todo, tendría que hipotecar mi casa —dijo Richard con un hilo de voz.
—El sacrificio vale la pena —respondió el urólogo, muy paternal—. Piense no solo en la satisfacción que usted va a recibir, sino en la que será capaz de dar. La felicidad verdadera es eso, dar y recibir.
Hipotecar la casa tenía sus bemoles; el primero de ellos, sortear que sus hijas se enteraran. Ellas ignoraban el asunto de la impotencia, y debía mantenerlas a la sombra respecto a la cirugía. Ya las veía espantadas, acusándolo de libidinoso. Lo más rápido era un préstamo de la compañía de seguros, a cuenta de su propia póliza de vida.
—Está bien, vamos a hacerlo —dijo, y aquello de hablar en plural lo hizo sentirse reconfortado.
—Perfecto —dijo el urólogo—. Quítese los pantalones y los calzoncillos, y acuéstese en la camilla.
La prótesis venía en diferentes tamaños: small, medium, large y king size, de acuerdo con las dimensiones del miembro respectivo, y debía realizar la correspondiente medición.
Obedeció, no sin pudor. Esperó sentado en la estrecha camilla, las piernas flacas colgando descoloridas, los huesos de la rótula protuberantes, los pies deformados por los juanetes.
El urólogo, las manos rollizas calzadas con guantes de látex, se acercó trayendo un aparato metálico dotado de una pieza ajustable con un tornillo, parecido a los que usan en las tiendas de zapatos para medir el pie de los clientes. Richard se acostó, y sus pies desbordaban la camilla.
—King size, caramba —dijo secamente el médico tras efectuar la medida.
Dar y recibir. En eso pensó Richard durante el obligado período de abstinencia de dos semanas que siguió a la operación, realizada de manera rápida y eficiente, tal como le había sido prometido, y sin secuela de dolores que no pudieran ser controlados con analgésicos corrientes.
La promesa de felicidad compartida estaba ligada al término de aquel plazo. Pero toda espera trae desazones e incertidumbres, y no había otro recurso que la paciencia.
Cuando abandonó el hospital el urólogo había puesto en sus manos una hoja fotocopiada donde se explicaban algunos aspectos fisiológicos frente a los cuales el paciente no debía alarmarse:
Tómese en cuenta que en la erección natural el fluir de la sangre que llena los cuerpos cavernosos hace alcanzar al pene una temperatura promedio de treinta y ocho grados. En la de carácter artificial, dado que se trata de un proceso mecánico de carácter hidráulico, donde la solución salina estéril sustituye a la sangre, el pene permanece frío.
Tómese en cuenta también el denominado «efecto Concorde». En la erección natural, tanto el cuerpo del pene como el glande, o cabeza del pene, aumentan de tamaño debido al acopio de flujo sanguíneo. En la erección artificial, dado que la solución salina solo llena los compartimentos cavernosos, el glande no aumenta de tamaño, de tal manera que el pene se asemeja al desaparecido avión supersónico Concorde, que tenía la nariz levemente hacia abajo. Es un asunto nada más estético, pues desde el punto de vista funcional el desempeño sexual no se ve afectado.
A medida que el final del plazo de dos semanas de abstinencia se acercaba, también se acercaba el momento de derrotar al fantasma de Ethel. Por mucho que ella se colocara en medio de la cama ya no sería capaz de frustrar su desempeño, pues ahora todo dependía del simple artilugio de una bomba hidráulica instalada en su escroto.
El urólogo le había dicho que, si no se lo contaba a su pareja, ella nunca notaría que utilizaba un implante; bastaba inflar y desinflar con discreción dentro del cuarto de baño. Pero desde el primer momento resolvió que no podía dejar de compartirlo con Belinda. Y ella lo acompañó hasta las puertas del quirófano, lo llevó al volante de su Corolla de vuelta a su casa tras la operación, dejándolo a prudente distancia, y luego vigiló solícitamente lo que podía llamarse su período de convalecencia.
—Es como cuidar a un niño hasta que pueda dar los primeros pasos por sí mismo —le comentó ella en la primera entrevista que tuvieron en el motel después de la cirugía.
Porque para conversar a gusto, y examinar las perspectivas de futuro, iban de todas maneras al Éxtasis. La más importante de esas perspectivas de futuro era legalizar su relación, y ya que todo obstáculo quedaría salvado, Richard le prometió matrimonio. Qué dirían sus dos hijas era algo que no dejaba de sobresaltarlo. Casarse con la manicurista de mamá, una don nadie, vaya afrenta sin nombre. Pero la felicidad entre dos no se construye permitiendo la intrusión de terceros, reflexionaba Richard para darse ánimos.
Un sábado, dos días antes de vencer el plazo, Richard propuso distraerse de la tensión de la espera yendo a bailar salsa al Tana Catana, una discoteca de gente madura a la cual los jóvenes, insolentes por naturaleza, llamaban «La Geriateca».
Belinda fue de la opinión que primero debían consultar por teléfono al médico, no fueran a soltarse las suturas. Risueño como siempre, respondió que podían ir a bailar cuanto quisieran; de acuerdo con la última revisión practicada, las incisiones estaban sanas, no había puntadas que quitar porque el hilo utilizado era absorbible, las piezas de la prótesis se hallaban acomodadas sin ningún problema en sus lugares correspondientes, y solo la prudencia aconsejaba respetar el plazo para activar el mecanismo.
Richard seguía siendo un as en el baile y puede decirse que llevaba la música por dentro. Aun sentado empezaba a moverse cuando sonaba la orquesta. Y, ya en la pista, sus pies se sincronizaban rápidamente con los instrumentos de percusión, el ritmo se transmitía de inmediato mediante una especie de corriente eléctrica a su cintura y sus hombros, las manos revoloteando en alto, y entonces todo su cuerpo se meneaba con envidiable gracia, tanta que no pocas veces despertaba aplausos entre los demás bailarines, que terminaban haciéndole rueda.
Belinda, por el contrario, bailaba de manera parca y medida, como si sus pasos fueran marcados, más que por la música, por el uno-dos-tres de un instructor invisible, y, peor, su rostro azorado permanecía serio, sin apartar la vista del frente, como si se tratara de sacar una tarea, intentando no despegarse de Richard, a quien el salón de baile se le hacía pequeño.
El Yaris color aceituna, que tenía ya sus años de combate llevando a Richard por la ciudad en procura de corretajes de seguros, recibió un auténtico tratamiento de belleza temprano en la tarde en el Auto Lavado Speed. Pasó puntual recogiendo a Belinda, y a las diez de la noche estaban en las puertas de la discoteca.
El DJ saludó a Richard desde su cabina al divisarlos, levantando el pulgar, y en su homenaje, porque sabía que le encantaba, puso Yo no sé mañana de Luis Enrique el salsero; entonces, ya bailando, Richard arrastró a Belinda a la pista bajo los deslumbres de los focos estroboscópicos, mientras ella, alzada sobre los tacones de estilete, la minifalda de lamé ajustada, procuraba no tropezar, de un café pasamos al sofá, de un botón a todo lo demás, y él, ya desbordado de entusiasmo, buscaba apoderarse del salón entero yendo y viniendo de aquí para allá, de allá para acá, de ida y de vuelta, de frente y hacia atrás y hacia los costados, los brazos al aire pidiendo cancha, no importaba la apretada multitud de bailarines.
Belinda trataba de no despegarse de la figura de Richard, que se repetía frente a ella bajo los focos en una sucesión de instantáneas, pero de pronto él desapareció, perdido en el torbellino, y tardó en descubrirlo bailando frente a una desconocida de alta estatura, cabellera suelta y anchas caderas, metida en una especie de piel de escamas doradas con el escote abierto hasta el ombligo que mostraba las medias lunas tensas de sus pechos. Richard hizo un pase lateral y la desconocida se le apareó con simpatía, no pusimos reglas ni reloj, aquí estamos solos tú y yo, la mujer se giró de espaldas y cuando él se le acercó por detrás para emparejar el vaivén de su cintura tomándola ligeramente de las caderas, sintió ella que algo, surgido de la nada, empujaba con dureza entre la juntura de sus nalgas exuberantes.
No supo Richard en qué momento sintió en la cara el ardor de una cachetada vigorosa, y entre los destellos blancos vio a retazos a la mujer aún con la mano alzada que lo desafiaba, iracunda, mientras un calvo de tirantes floridos, que aparentemente era su pareja, lo increpaba sacudiéndolo con energía por el cuello de la camisa.
Las luces normales de la sala se encendieron violentas, el DJ paró la música, y en la claridad sin intermitencias se mostraba el aparejo, rígido como si lo hubieran fabricado de fierro. ¿Había sido despertado de su letargo por algún pensamiento lascivo provocado por la vista de los senos turgentes, o bajo el estímulo de la cercanía de las nalgas rotundas de la mujer que de manera tan injusta lo abofeteara? No podía ser ese el caso. La hoja explicativa lo consignaba claramente: «Una vez instalada la prótesis inflable, las erecciones conseguidas son de carácter mecánico y no producto del deseo sexual». ¿Pero quién la había inflado? Nadie.
Le hicieron rueda como cuando atraía todas las miradas por sus dotes de danzarín. El calvo de los tirantes, colérico, se llevó a la del escote atrevido y nalgas generosas, mientras él seguía allí, paralizado, mirando como un idiota hacia aquel estorbo que permanecía incólume, en ridículo desafío, y que él no hallaba cómo cubrir. Algunas mujeres volteaban la cara con indignación, otras se escabullían con pena, y otras, sin apartar los ojos, sofocaban la risa. En medio de su aturdimiento buscó a Belinda y la divisó cuando trasponía la puerta. Armándose de valor, se abrió paso entre los espectadores y le dio alcance en el estacionamiento. Entonces aquel engendro indómito perdió todo su vigor, y así como se había erguido, se desinfló.
Regresaron en silencio. Belinda era quien conducía ahora el Yaris, aplicando con decisión las suelas de sus zapatos de estilete a los pedales. Las lámparas del alumbrado público centelleaban esporádicas entre el follaje de los eucaliptos de las veredas. Una que otra ventana brillaba mortecina en los bloques de apartamentos. Los pocos vehículos en circulación aguardaban con impaciencia al cambio de luces en los semáforos. Una Cherokee llena de adolescentes los adelantó, rauda, y se alejó con su ventarrón estridente de música electrónica. Alguien dio una patada a un tarro de basura que rodó derramando su contenido.
¿Aquel aparato actuaría en adelante de propia voluntad? ¿Despertaría cuando le diera la gana y volvería a su letargo también cuando le diera la gana? ¿De dónde sacaba su poder, ajeno a la manipulación de la bomba oculta en el escroto? ¿Los cilindros iban a llenarse con la solución salina por su cuenta, en cualquier circunstancia y lugar? Si era así, estaba condenado a no salir nunca más de su casa, y la ruina se cernía sobre su cabeza. Necesitaba andar en la calle, a la vista pública, visitando hogares, oficinas, fábricas, para vender pólizas y ganar su sustento.
—Hay que llamar al médico mañana —fue todo lo que dijo Belinda cuando se bajó frente al salón de belleza y él ocupó el asiento del conductor.
Su indiferencia lo llenó de preocupación. La conocía bien, su parquedad significaba que se sentía molesta. ¿Molesta contra él? Él no tenía ninguna culpa. ¿Molesta por la vergüenza sufrida? Más la había sufrido él. Quiso bajarse del vehículo para conversarlo de una vez, pero ella ya había entrado, ya estaba del otro lado de la pared de cristal, ya había encendido las luces que daban al salón de belleza el aspecto de una pecera mortecina, y sin más remedio la vio alejarse entre los sillones alineados bajo los cascos espaciales de las secadoras de pelo, antes de que todo se sumiera otra vez en la oscuridad.
Muy temprano del día siguiente marcó el celular del urólogo, precavido de no ser escuchado por la hija, que vivía siempre pendiente de sus llamadas; pero, como era domingo, no lo consiguió sino al atardecer; el médico venía regresando con su familia de su quinta de recreo en la sierra y había mantenido apagado el teléfono, o no había querido responder. Al escuchar el relato se mostró despreocupado. La prótesis era de altísima calidad. Debía tratarse de un accidente transitorio, nada de que alarmarse.
—¿Cómo me puede decir que no me alarme? —protestó, y él mismo se extrañó de su tono fiero—. He hecho el ridículo en público, una dama me ha abofeteado.
—Le repito que es un implante de altísima precisión, lo mejor que se fabrica en el mundo. —La voz del urólogo sonaba risueña como siempre—. ¿Sabe qué le recomiendo? Olvídese del plazo y pruebe a estrenarlo de inmediato. Eso va a darle confianza. Accione de una vez la bomba que activa el sistema, y disfrute de la experiencia.
Entró en su dormitorio, cerró la puerta con llave y se sentó en la cama en actitud pensativa. Haría la prueba, pero solo. De esta manera se presentaría seguro y libre de preocupación al próximo encuentro con Belinda en el Éxtasis, y todo habría quedado atrás; un accidente, aunque la bofetada siguiera ardiéndole en la mejilla por un buen tiempo. ¿Qué importaba una pequeña mancha de aceite en un mar de felicidad?
Entró al baño, se bajó los pantalones y los calzoncillos, y presionó repetidamente con los dedos en el lugar indicado. Pero el caballero aquel, que tan inoportunamente se había insolentado en media pista de baile a su propio antojo, permanecía sumido en la más absoluta indiferencia. Probó varias veces, ya con desesperación, y nada.
Lleno de pánico corrió hasta el teléfono, tropezando con los pantalones sueltos. El urólogo, sacado del sueño, respondió con un gruñido.
—No funciona —rabió—. Esta mierda no funciona. O funciona solo cuando le da la gana.
El urólogo tenía espíritu didáctico. Volvió a explicarle con toda paciencia el papel de las distintas piezas de que constaba el mecanismo, acomodadas dentro del escroto y las cavidades del pene, como si tuviera el simulacro de plástico en la mano. ¿Había procedido a inflarlo de manera correcta? Era necesario bombear enérgicamente, sin ninguna timidez.
—Doctor, no soy un niño. —Se llenó él de rencorosa impaciencia.
—¿Ni siquiera un resultado parcial, es decir, una erección a medias? —bostezó el urólogo.
La respiración fragorosa de su paciente al otro lado de la línea, una especie de hervor volcánico, lo asustó:
—Venga a verme mañana al consultorio, pero a mitad de la tarde, digamos a las cuatro. Más temprano no puedo porque me tocan tres cirugías complicadas.
—Deme su opinión sincera, doctor. —Al borde ya del colapso, sus palabras se atropellaban—. Si no me dice algo concreto, no voy a pegar los ojos en toda la noche.
—Algo está fallando —reconoció el urólogo.
—Eso ya lo sé —se encrespó él, porque creyó que el otro se burlaba.
—No puedo adelantarle nada mientras no hagamos una revisión. —El urólogo sonaba ahora acobardado—. Lléguese mañana a la hora indicada, y mientras tanto busque relajarse.
¿Qué clase de revisión? ¿Iba el urólogo a tratar de inflar el dispositivo con sus propias manos? Cólera, desilusión, desánimo era lo que se mezclaba en su cabeza aturdida, y lo peor de todo, la lástima de sí mismo.
Durmió mal, tal como había previsto. Antes de las seis, cuando apenas amanecía, estaba en pie. Tenía una lista de clientes que visitar esa mañana y debía salir temprano a su ronda de entrevistas, la más importante con el gerente de una maquiladora taiwanesa de textiles, a quien estaba a punto de vender una póliza contra toda clase de actos de Dios: huracanes, tornados, incendios, inundaciones, terremotos y guerras civiles, y que cubriría naves industriales, maquinaria y bodegas de materias primas, insumos y productos terminados.
Abrió el minirrefrigerador y no había más que un tarro a medias de mermelada de fresa, de modo que, aún sin ducharse, y calzado con los Crocs que usaba para estar en casa, fue al mercadito de los coreanos de la esquina, que abría temprano, en busca de un cartón de leche, huevos, margarina para freírlos, café soluble y una barra de pan. Su hija no se ocupaba de sus alimentos. Almuerzo y cena los hacía en la calle, y para los desayunos disponía de una cocineta de dos quemadores y de un horno de microondas.
Se hallaba frente a la caja poniendo sobre la banda los artículos de la compra cuando notó la cara encendida de la coreanita, hija del propietario, que apartaba, nerviosa, la vista de él y se equivocaba al hacer la suma. Luego la oyó llamar en coreano al papá, que acomodaba cajas de detergente al fondo del local, y por su tono suplicante pudo darse cuenta, por fin, de lo que estaba ocurriendo. Miró de reojo hacia abajo, y allí estaba aquel lingote frío e insensible, apuntando hacia la pobre muchacha acongojada.
Dejó todo sobre la banda y huyó con las manos por delante, tratando de ocultar su desgracia de los ojos de los demás. ¿Había adquirido vida propia aquel energúmeno? ¿Viviría en adelante a merced de sus caprichos diabólicos? Nunca podría llegar a saber cuándo ni en qué momento decidiría, por sí y ante sí, desperezarse y alzarse en rebeldía, sin importarle delante de quién.
Perdió a los clientes de ese día. Ni siquiera trató de excusarse con el taiwanés. Sin haber probado bocado se levantó de la cama, donde había pasado todo el día mirando al techo, solo para dirigirse al consultorio cuando se acercaba la hora de la cita. Había apagado el móvil, y el timbre constante del teléfono convencional, instalado en la salita, le parecía llegar de otro mundo. Era Belinda, sin duda.
Cuando encendió el móvil, ya saliendo hacia la consulta, los whatsapps de Belinda eran innumerables, pero los dejó estar. Fue hasta la esquina donde la calle era más traficada en busca de un taxi, el cartapacio en la mano para usarlo de parapeto en caso de necesidad. Manejar hasta la consulta le pareció temerario, porque, sonámbulo como se sentía, no confiaba en sus reflejos.
Entró deprisa al vestíbulo embullado, y estuvo a punto de derribar a un anciano en camisón que se paseaba entre las filas de sillas sosteniendo el soporte metálico del que colgaba la botella de suero conectada a su brazo; todo porque llevaba la vista fija hacia abajo, atento a cualquier movimiento traicionero del enemigo.
Y de pronto allí estaba, otra vez, aquella diabla inoportuna que se alzaba despierta, amenazante. Escuchó un insulto, y otro, un silbido, y otro, una risotada, y otra, se olvidó del auxilio del cartapacio y lo que hizo fue correr hacia la puerta del consultorio y golpear con el puño, como un fugitivo en busca de asilo.
Cuando el urólogo abrió la puerta, las mismas cejas casi borradas en su ancha cara rubia que, como siempre, le ofrecía una sonrisa, la torva animala había vuelto a su estado de sosiego, y por eso entendió poco su estado de pánico; tampoco Richard se preocupó de explicarle lo que acababa de ocurrir. Todo salía sobrando.
No le practicó ningún examen físico. Recurrió al modelo de vinilo que guardaba en la gaveta, lo abrió en dos mitades, lo manipuló a conciencia, y concluyó que el problema con el implante tenía que deberse a un defecto de fábrica. Tratar de obtener un reembolso o una reposición sería un asunto largo y complejo, y mejor recomendaba sustituir la prótesis inflable por una rígida, que tenía un costo mucho más barato y no se prestaba a ninguna clase de accidentes imprevistos.
El implante rígido no precisaba de ningún sistema de bombeo. Se introducía en el fuste una pieza de material duro, una varilla de plata plegable a la mitad, revestida de silicona. Se extendía con un simple movimiento manual al momento de usarse, y al concluir se doblaba con otro simple movimiento manual, como un metro de carpintero, y así doblado era asunto de saber esconderlo bajo la ropa. Lo mismo para el acto de orinar.
Había perdido todo ánimo de enojarse. En otras circunstancias le habría apeado la sonrisa de una trompada, pero ahora aquello no le iba ni le venía. Además, todavía necesitaba de él. Necesitaba que lo librara de aquel aparato inflable perverso. Otra vez un par de incisiones, las suturas, unos cuantos analgésicos, y santas paces.
Una vez despojado de la prótesis, que fue a parar al crematorio donde se incineraban los desechos del hospital, trató de regresar de la mejor manera posible a su vida de todos los días. Belinda no volvió a buscarlo, ni él a ella. ¿Para qué? Eso era también parte de la normalidad a la que debía acostumbrarse. Cuando su hija mayor supo de la ruptura, entró a buscarlo al apartamento en el fondo de la casa donde le daba posada, una de sus raras visitas.
—Qué bien hiciste, papi, esa mujer no te convenía —lo abrazó—; debes buscarte una de tu propia clase.
La otra hija lo llamó para mostrar también su alborozo, y le repitió lo mismo: una mujer de su propia clase. ¿Cuál era su propia clase? Vaya pregunta que hacerle al viento. Pertenecía ahora a la clase de los solitarios, los solitarios a la fuerza. Y Ethel volvió a su lado, no para interponerse entre él y su amante en una cama de motel, sino para acompañarlo en su viejo lecho matrimonial.
Vestía el mismo camisón de dormir, estampado de azucenas celestes, la cara embadurnada de crema Pond’s y sus sempiternos rulos en la cabeza. Se colocaba los lentes bifocales, colgados al cuello de una cadena, tomaba el comando y cambiaba el canal sin preguntarle si le gustaba o no lo que estaba viendo. Se quedaba en el de dibujos animados, Pluto, Daisy, Rico McPato, Tom y Jerry, o en el de documentales de animales salvajes, mientras llegaba el reprís de la telenovela estelar a las diez de la noche.
Él no podía hacer otra cosa que seguir en la pantalla aquel intríngulis constante de intrigas, traiciones y reproches entre galanes de sienes plateadas y mujeres que desde la hora de levantarse de la cama estaban ya maquilladas y peinadas como para una fiesta. Ethel alzaba sus lentes de vez en cuando, acercaba una caja de Kleenex y se enjugaba una lágrima.
Pero a veces, antes de la telenovela, mientras un chimpancé hembra saltaba de árbol en árbol llevando consigo a su cría, o un guepardo corría desbocado por la sabana perseguido por un tigre, ella pulsaba de pronto el botón de apagado del telecomando, tornaba a ver a Richard y lo examinaba, burlona, de pies a cabeza. Se llevaba entonces la mano a la boca llena de risa como para evitar un vómito, y huía del dormitorio a la carrera, sus carcajadas ya incontenibles.
2015-2019