¡Cuántos han caído allí!
Tropiezan toda la noche con los huesos de los muertos,
Y sienten que ignoran todo menos la inquietud…
WILLIAM BLAKE, «La voz del viejo bardo»
«Y aunque el olvido, que todo destruye…»
Los hechos ocurridos el sábado 17 de julio de 1982 en San Francisco Nentón aparecieron referidos en la sección de ciencias de la edición dominical del New York Times como un asunto de interés arqueológico, entre otros artículos sobre terapia de los genes y vacunas contra la hepatitis.
San Francisco Nentón fue una aldea de Guatemala habitada por familias mayas de la etnia chuj, en el departamento de Huehuetenango, en las vecindades de la frontera con México, al noroeste del país. El artículo, firmado por Malcolm W. Browne, se publicó el 23 de febrero de 1999 bajo el título «Pistas del terror sepultadas en la ladera de una colina: científicos desentierran evidencias de una masacre».
Un equipo de arqueólogos, etnólogos, antropólogos y especialistas forenses de Estados Unidos, Argentina y Guatemala, organizado por la Fundación de Antropología Forense, llegó hasta aquellas lejanías rurales con el fin de establecer campamento, delimitar un área de excavaciones y, de acuerdo con el plan de su bitácora, iniciar el trabajo de campo que duraría varias semanas.
Guatemala es un país rico en tesoros arqueológicos de la civilización maya, muchos de ellos aún por explorar. Por ejemplo, gracias a una nueva tecnología láser llamada Lidar, no hace mucho se ha descubierto en las selvas del Petén una muralla de catorce kilómetros —conectada a un complejo sistema de torres y calzadas— alrededor de Tikal, una de las ciudades de la era preclásica, lo que revela la existencia de toda una megalópolis, cuatro veces más grande que el área hasta ahora conocida.
En las cercanías de la extinta aldea de San Francisco Nentón existe una pequeña pirámide del período clásico, pero esta vez no se trataba de la búsqueda de los restos de un centro ceremonial, o de la tumba de algún rey de una dinastía ignorada. El propósito era dar con los restos óseos de cerca de trescientas cincuenta personas, la casi totalidad de los habitantes de la aldea, asesinados por el Ejército Nacional bajo las órdenes del presidente de la República, el general Efraín Ríos Montt, quien el 23 de marzo de ese mismo año de 1982 había tomado el poder tras un golpe de Estado.
El equipo científico llegado a aquel lugar remoto en la geografía, y remoto a sus afanes académicos habituales, se entregó a su tarea con pasión y perseverancia, tratando de encontrar las pistas de un crimen masivo que habían permanecido ocultas por casi dos décadas. Cráneos limpiados pacientemente con brochas, vértebras y cavidades oculares frotadas con cepillos de dientes; huesos enteros o fracturados, o en astillas, cuidadosamente librados de sus sudarios de tierra y agrupados en busca de conseguir la armazón completa de los esqueletos, o lo que se pudiera reconstruir de ellos.
Una vez concluida esa tarea, los restos fueron fotografiados in situ y metidos en bolsas de plástico y cajas de cartón para ser trasladados a la ciudad de Guatemala, donde el siguiente paso sería someterlos a exámenes de rayos X en el laboratorio que el doctor Fredy Peccerelli, presidente de la fundación, había dispuesto en su propia casa.
El doctor Clyde Collins Snow era un antropólogo forense llegado desde Norman, Oklahoma, para integrarse al equipo. Tenía setenta y un años para el tiempo de la expedición; ahora ya ha muerto. Una pequeña quijada fue sacada de un pozo, y él, examinándola cuidadosamente tras sus lentes, explicó: «Este es el pozo de una casa que se dice perteneció a Felipe Silvestre. Tenemos aquí un cráneo infantil que presenta varias fracturas, probablemente causadas post mortem. Dos de los dientes son de leche, pero un molar ya había brotado. Esta criatura tenía entre seis y siete años. Sexo indeterminado, que podrá establecerse a partir de mediciones de laboratorio, y mediante un programa informático estadístico llamado Análisis de Función Discriminante».
La doctora Claudia Rivera, otra antropóloga forense, luce muy joven, igual que el doctor Peccerelli, según puedo ver en una foto que se tomaron con el doctor Snow y en la que aparece un miembro más del equipo, el doctor Leonel Paiz, arqueólogo, joven también. Los tres son guatemaltecos. El doctor Snow los abraza desde atrás, una pipa entre los dientes; lleva un traje claro, un sombrero de lona y una corbata floreada, como un personaje de Indiana Jones.
«Es muy parecido a excavar un sitio arqueológico», le explica al periodista la doctora Rivera. «A medida que pasan los años todo decae en un lugar como este y se vuelve cada vez más difícil de interpretar. Pero para nosotros esto no es arqueología académica. Este lugar, ¿cómo podría expresarlo?, es como si estuviera lleno de voces que quieren decirnos algo».
Y es entonces, desde la bruma del trabajo científico de campo, de las excavaciones, clasificaciones, mediciones antropológicas y pruebas forenses, que surge la historia de lo que pasó en San Francisco Nentón aquel 17 de julio de 1982.
Pongan atención, señores, lo que les voy a contar:
Tres semanas atrás del día en que se dieron los hechos, el 22 de junio, un contingente formado por cincuenta soldados entró a San Francisco Nentón por el camino que viene de la frontera con México, y el jefe ordenó a uno de los pobladores sonar el cuerno que sirve para llamar a cabildo, según la costumbre ancestral. Entonces, ya reunida la asamblea, hizo la advertencia de que nadie se metiera con las guerrillas, que no se dejaran tentar por su prédica porque eran falsos y mentirosos, «o iban a morir por el delito de ellos». Antes de marcharse, la tropa repartió confites a los niños y sardinas enlatadas a los adultos.
A partir de comienzos de ese año el Ejército Guerrillero de los Pobres (EGP), una de las cuatro fuerzas insurgentes que operaban en el país, se había venido haciendo fuerte en el departamento de Huehuetenango, en un área que iba de las tierras bajas a la sierra de los Cuchumatanes, desde donde tenía un corredor abierto hacia México. Sus columnas controlaban algunas carreteras troncales, dinamitaban puentes, habían incendiado las alcaldías en varios municipios y reclutaban combatientes entre los habitantes indígenas de las aldeas.
Hay una foto donde se ve a un grupo de guerrilleros subidos en los escalones de la pirámide maya cercana a San Francisco Nentón, enarbolando en triunfo sus fusiles.
Esa foto sirve de portada al libro Huehuetenango: historia de una guerra, de Paul Kobrak, publicado en 2003 por el Centro de Estudios y Documentación de la Frontera Occidental de Guatemala, donde se relata la masacre de San Francisco Nentón; igual que se relata en el libro Negreaba de zopilotes… Masacre y sobrevivencia en la finca San Francisco Nentón, escrito por el padre jesuita Ricardo Falla, publicado en 2011 por la Asociación para el Avance de las Ciencias Sociales en Guatemala.
Los mandos del EGP sabían que tras el golpe de Estado se avecinaba una ofensiva militar, y advirtieron en las aldeas, en muchas de las cuales tenían redes de colaboradores, que era mejor buscar los campamentos de refugiados al otro lado de la frontera para no exponerse a las represalias del ejército.
En San Francisco Nentón la decisión de los habitantes fue quedarse y someterse a las autoridades. Al día siguiente de la visita del contingente del ejército una comisión de vecinos viajó hasta la ciudad de Huehuetenango, cabecera del departamento del mismo nombre, para manifestar al comando militar su adhesión al ejército y al general Ríos Montt.
Y el mismo 17 de julio en que se dan los hechos habían enviado otra comisión a Nentón, la cabecera municipal, para solicitar una bandera de Guatemala que izar, otra manera de mostrar lealtad; el EGP tenía su propia bandera roja y negra con la efigie del Che Guevara. Esa misma comisión llevaba mandato de transmitir el consentimiento para formar en la aldea una patrulla de autodefensa. Las Patrullas de Autodefensa Civil (PAC) eran fuerzas paramilitares a las que el ejército proveía de armas y entrenamiento básico.
La comisión aún no había regresado de Nentón cuando una tropa, ahora mucho más numerosa, unos cuatrocientos soldados, entró en la aldea al mando de un coronel de infantería. Nadie buscó cómo ocultarse, ni correrse. Al poco rato aterrizaron en el potrero tres helicópteros, espantando al ganado. Traían más soldados, y bastantes cajas de abastecimiento. Los pobladores se ofrecieron para ayudar a transportar la carga.
El coronel mandó tocar el cuerno, tomó un megáfono y anunció, entre los chirridos del aparato, que iba a celebrarse una fiesta a lo grande, que les iba a quedar en el recuerdo. «Una fiesta bien chula, para que todos gocemos y nos divirtamos». Y acto seguido ordenó que fueran a lazar dos novillos para carnearlos y cocinarlos. «Dos animales gordos, de buen peso, que sobre la carne», dijo. Era alto y fortachón, vestía de camuflaje, con bolsas en las perneras de los pantalones, y llevaba una gorra de trapo, también de camuflaje. Habrá tenido unos treinta y tantos años, aunque al quitarse la gorra se notaba que ya en la coronilla le raleaba una tonsura.
Los jefes de la comunidad estuvieron de acuerdo en que valía la pena sacrificar algo de su ganado para seguir en paz con los militares, y le comunicaron al coronel que estaba bien, así celebraban como se merecía la subida al mando supremo del general Ríos Montt. Comería la tropa a costillas de ellos, y ellos también comerían. No era la primera vez que ocurría desde que había llegado la guerra a Nentón. «Vamos a darles su buena comida, nos conformamos con el gasto, y no nos va a pasar nada», se dijeron.
Fue una ilusión volandera. Estaban ya destazando las reses cuando se oyó llegar desde varios rumbos el clamor de las mujeres. Estaban siendo arreadas a la fuerza para encerrarlas junto con los niños en la capilla, que solo se abría algunos domingos cuando aparecía el cura itinerante. Y, al parecer, habían dado mano libre a los soldados, porque a otras las retenían dentro de las casas antes de llevárselas y les hacían mancilla de sus cuerpos, sin importarles que fueran ancianas, madres, viudas, doncellas o niñas a las que apenas les despuntaban los pechitos.
Enseguida empezaron a hacer mortandad con los niños. Los amarraban de los piececitos y de las manitos, no importaba que fueran niños de pecho o que aún gatearan, igual que se hace con las gallinas cuando las llevan al mercado, y así amarrados les daban contra los horcones de las casas y contra el tronco de un ciprés que estaba sembrado frente a la puerta de la capilla, o los partían con los machetes cercenando brazos y cabecitas.
Uno de los habitantes, que logró huir porque lo creyeron muerto y cruzó la frontera, entrevistado por el padre Falla en uno de los campamentos en Chiapas, lo cuenta así: «Lo sacaron y lo cuchillaron, pues, lo atriparon, pues. El pobre patojito está gritando. Y porque no muere, más bien ahí lo prendió al pobre patojito ese señor y le dio su golpazo. Quebró la cabeza y lo tiró, pues, adentro. Entonces yo lo miré al muchachito. Yo creo que de tres años. Apenas están andando a los tres años. Cómo lo agarra de la patita, lo veo…, con un palo duro, macizo, allá le da, le bota la cabeza. Se acaba de morir, tira el cuerpito a la mierda. Eso lo vi yo, pues, con mis ojos. No con los ojos de nadie más. Con los propios míos».
Y les llegó el turno a los hombres. Los fueron acorralando para que se pusieran todos juntos. Les hicieron vaciar los bolsillos, les quitaron el dinero, los obligaron a entregar sus relojes y los empujaron hacia el juzgado, donde los encerraron. Después los fueron sacando en partidas de diez.
Primero pasaron los más viejitos. Los acababan «clavándoles el cuchillo en la garganta igual que se degüella una res», declaró otro de los pocos que pudo escaparse a Chiapas. «Luego ya sacaron a los hombres de trabajo, les amarraban trapos en la cara para taparles los ojos y no vieran el daño que les venía, los forzaron a acostarse boca arriba y les fueron dando los tiros muy de cerca en la cabeza. Indios cerotes, hijos de puta, repetían los que así los mataban».
Venía llegando la noche, y todavía les faltaba gente que matar. Y ya estaban cansados los soldados de hacer tanta matanza porque a los últimos que quedaban vivos les tiraron granadas de mano dentro del juzgado para reventarlos de una vez por todas. Pero algunos, dados por muertos entre ese montón de cadáveres, aprovecharon que venían las sombras y buscaron escaparse. Se enteraron los militares de la fuga y a unos los sorprendieron cuando corrían y los fusilaron, pero otros, como los que ya hemos escuchado dando su testimonio, amparados por un aguacero que empezó a caer, y que no paró en horas, lograron alejarse y buscar los pasos de frontera.
Conforme la memoria de los sobrevivientes, el padre Falla logró ir concertando la lista de los muertos. Unos que recordaban nombres, otros que recordaban caras, y juntando nombres con caras fue saliendo la nómina, ordenada por familias, por casas, por calles. La señora tullida, la otra que era algo gorda, la regañona de mal carácter. El marido que los sábados se embolaba y lloraba de desconsuelo. El que tenía el caballito barcino de paso llano. Los patojos insolentes de una casa, los sumisos de otra, que no daban querella a sus padres, los que jugaban chamuscas en el solar frente a la capilla. La niña a la que la abuela peinaba las trenzas poniéndole aceite de zapuyul en el pelo. Algo parecido a lo que los arqueólogos hacían con los fémures, las tibias, los cráneos; armar, componer, reconstruir. Esa lista vino a ser de trescientas dos víctimas, pero la cifra real llega muy probable a los trescientos cincuenta muertos.
«La única de las mujeres en librarse de la matancina fue una señorita impedida de sus piernas que tenía por gracia María Ramos. La columbraron los soldados en el solar de su casa sentada bajo un hormigo en su silla de madera, una que ocupaba para rasurar un tío barbero de ella ya difunto, la sacaban en el día a la señorita sentada en la silla y la metían a la casa ya cuando venía atardeciendo; entonces se la llevaron cargada los chafas para meterla con las demás en la capilla, pero a saber por qué decidieron dejarla tirada sin más en el camino, tal vez por la molestia del acarreo, y allí la olvidaron, y luego pudo ella bajarse de la silla y arrastrarse hasta una casa que por milagro no fue quemada. Se estuvo quieta adentro, recluida en un rincón haciéndose un ovillo, los dientes apretados y los ojos cerrados esperando que en cualquier momento la descubrieran, pero la amparó la Divina Providencia porque nadie apareció a buscarla y así de esta manera no salió perjudicada».
El testimonio de María Ramos quedó recogido en el libro de Paul Kobrak. No vio nada de lo que les hicieron a los demás, solo oyó desde lejos la tirazón, las ráfagas repetidas y los estallidos de las granadas. Y en esa casa solitaria hasta la que se había arrastrado, se le apareció una noche en espíritu su cuñada. «Ya moraba ella entre los muertos, pero desde aquella lejanía hizo viaje para venir a dejarme un cántaro de agua y que al menos así consolara la sed, y me dijo que bebiera de a poquito para que me durara».
A los días pasaron unos guerrilleros que hacían un reconocimiento del terreno y la hallaron en su escondite, ovillada en el piso, muy desfallecida de necesidad. La pudieron sacar a México en parihuela, fue llevada a uno de los campamentos de refugiados, y allí contó su sucedido. A los tres años murió.
Pues esa es más o menos la historia. El ejército volvió una vez más, con palas mecánicas y bulldozers. La aldea fue arrasada hasta sus cimientos, y la tierra aplanada, como para que quedara en el olvido San Francisco Nentón. Después, con las lluvias, empezó a crecer la maleza. Cuando la misión científica llegó con sus maletas y cajones de instrumentos de trabajo hubo que hacer primero una limpia a machete.
«Hay cementerios solos, tumbas llenas de huesos sin sonido…»
«Después de la masacre hubo la gran fiesta, tal como el coronel lo proclamó en el megáfono, solo que los únicos convidados eran ellos», afirma otro de los sobrevivientes de San Francisco Nentón, uno de los que se hizo el muerto entre la pila de cadáveres.
Comen con voracidad los pedazos de carne de las reses mandadas a traer a los potreros para la fiesta anunciada a los moradores que ya estaban muertos. Los lomos, las entrañas, los costillares asándose al aire libre. Los cocineros de campamento no escatiman las raciones que sacan de las brasas con la punta de los yataganes para colocarlas sobre las tortillas. En uno de los helicópteros venía una buena provisión de latas de cerveza Gallo, lástima que deban beberlas tibias porque el hielo se deshizo desde hace horas en las hieleras. También trajeron unos parlantes tan grandes que parecen roperos y en las bocinas suena música de marimba. Esa música la oyó de lejos la señorita María Ramos. «Escuché que ponían varias veces la misma pieza, una que se llama Bailando con la llorona», dice en su testimonio.
Los soldados bailan entre ellos, las pesadas botas asentándose con torpeza sobre el lodo ensangrentado. Uno, flaco y rapado, quiere pasarse de gracioso y mueve los pies agarrándose por las botamangas los pantalones de camuflaje, que le quedan flojos, como si fueran los vuelos de una falda.
Se marcharon ya llegada la noche y no dejaron ninguna vigilancia en el sitio. Los últimos fueron los helicópteros. Al elevarse, la ventolera movía en olas el zacatal donde se habían posado, y sus faros alumbraban los techos de las casas, todo en silencio abajo, como si la gente estuviera durmiendo tan profundamente que su sueño no pudiera ser inquietado por el ruido de las aspas. «Pasaron volando todavía bajito sobre la casa donde yo me hallaba, y esos focos que llevan en la barriga son tan fuertes que la luz se filtraba por las tejas y me alumbró a mí, tanto que pude verme bien las manos, y los pies, hasta que me quedé de nuevo en la oscuridad», diría la señorita María Ramos.
«No dejaron centinelas apostados porque para ellos San Francisco Nentón había dejado de existir como objetivo militar. Era asunto del pasado, y nadie vigila el pasado», dice otro sobreviviente. De ahora en adelante el trabajo sería de los zopilotes, que llegaron apenas amaneció. Zopilotes de plumas resecas que bajaban con vuelo pesado, se posaban sobre las piedras, vigilaban, se acercaban con cautela, los picos filudos inclinados hacia el suelo. De pronto eran decenas, y seguían llegando. Era como si entre ellos se avisaran de que no tuvieran pena, había suficiente para regalarse a sus anchas.
No se sabe cuántos días después regresaron los soldados para abrir zanjas y mal enterrar a los muertos, zanjas que no eran tan profundas, y fue poca la tierra que les echaron encima, con desgano. Terminaron por desistir de esa tarea, y mejor decidieron prender fuego a todo. Antes de levantar campo, regaron gasolina y quemaron los cuerpos y quemaron las casas, que, como estaban hechas la mayoría de caña brava, de pajón y varas, no fue mucho lo que tardaron en arder.
Hay otro testigo, que entró en la aldea pocos días después, y dice: «No quedaba nadie, salvo los perros y algún ganado suelto. Se veía un reguero de cuerpos quemados. Algunos tenían sus cabezas cortadas con machete o con hacha. Había cuerpos amontonados en el juzgado y en la capilla, y otros estaban dentro de las casas incendiadas. Los perros habían comenzado a comerse los cuerpos que no estaban quemados. Había multitud de zopilotes. Olía muy mal. Yo nunca había visto nada así. ¡Tantos muertos! Estaba yo abrumado, quería llorar. Solo pude quedarme un ratito. Las personas tenían ya días de estar muertas».
Por último fue que llegaron con la maquinaria pesada, para aplanarlo todo. Después vinieron las lluvias. Después empezó a crecer a sus anchas el monte.
«Serán ceniza, mas tendrá sentido»
«Lo extraño de todo esto», dice el doctor Snow mientras lleva adelante su trabajo de campo en el sitio, sentado en una sillita plegable de lona, «es que hemos encontrado numerosos fragmentos de cráneos, pelvis, vértebras y costillas, pero no hemos hallado fémures». Y los fémures son esenciales en la antropometría para estimar la estatura de una persona.
Lo que pasó es que después de haber mal enterrado los cadáveres, y después de quemarlos, y aun después de haber aplanado el terreno, los fémures sobresalían a flor de tierra, deslavados por las lluvias. «El fémur es el hueso más largo, más fuerte y voluminoso del cuerpo humano», explica el doctor Snow. Entonces, en una nueva visita de inspección, los militares los dispersaron lejos, para no dejar ningún rastro. Y costó mucho trabajo al equipo de campo localizarlos, tantos años después.
Una vez recuperados los fémures, y reconstruidos los esqueletos, se pasó a la fase de agruparlos por familias. Abuelos, padres, hijos, las madres con sus niños. Para encontrar los lazos familiares, según el doctor Peccerelli, fue necesario guiarse por elementos como el ancho del puente de la nariz, las características del hueso frontal, el diámetro de las cuencas donde una vez estuvieron los ojos; y para calcular las edades se determinó el grado de fusión de los huesos pélvicos. Asimismo se usó, para la identificación familiar, el ADN de la pulpa de los dientes, protegida de la decadencia por la dentina, la capa de marfil que la recubre. Tras meses de trabajo, las familias volvieron a estar juntas.
También se logró determinar las formas en que las víctimas fueron asesinadas, tipo de arma cortante con que cercenaron los huesos, clase y calibre de las balas que les destrozaron el cráneo o penetraron el tórax.
Un pastor de ovejas insumisas
La desaparición de San Francisco Nentón fue parte de un plan militar iniciado bajo el nombre en código «Sofía» en julio de 1982, tres meses después de que el general Ríos Montt hubiera consumado el golpe de Estado que lo llevó al poder. El propósito era «conducir operaciones contrainsurgentes de seguridad y de guerra ideológica con el objetivo de localizar, capturar o destruir grupos y elementos subversivos, para garantizar la paz y seguridad de la nación», según puede leerse en los informes militares.
Fue articulado contando con la participación del Primer Batallón de Paracaidistas de la Base Militar General Felipe Cruz, «el cual se desplazó por tierra desde su sede en Puerto San José, Escuintla, hasta la Zona Militar de Huehuetenango, donde inició sus operaciones ofensivas y psicológicas, con la finalidad de darle mayor ímpetu a las operaciones de la Fuerza de Tarea Gumarkaj, la que proporcionó el apoyo logístico requerido», de acuerdo con los mismos informes.
Gumarkaj significa «casa grande», y corresponde al nombre de la capital del reino maya quiché en el período posclásico, cuyos vestigios se localizan en las cercanías de la ciudad de Santa Cruz del Quiché.
Al general Ríos Montt le gustaba repetir en sus discursos la leyenda milagrosa, inventada por él mismo, de que, retirado para entonces del ejército, se encontraba, biblia en mano, explicando el mensaje milenarista de los misioneros de la Iglesia del Verbo a un grupo de recientes conversos, cuando una patrulla de soldados apareció para anunciarle que el general Fernando Romeo Lucas García acababa de ser derrocado, y los cabecillas del golpe le rogaban encarecidamente aceptar la presidencia de la República.
Era la providencia misma la que lo buscaba «para confiarle la misión de salvar a Guatemala de la subversión del comunismo ateo, y guiar al país hacia los brazos de Cristo», en un tiempo en que los generales se arrebataban el poder unos a otros.
La Iglesia del Verbo pertenece a la denominación neopentecostal de la Gospel Outreach, que ese mismo año del golpe cumplía cien años de haber sido fundada en Eureka, California. Empezó a crecer en Guatemala a partir del año 1976, cuando la capital fue golpeada por un terremoto, y su arraigo entre las clases medias y en las barriadas ha llegado desde entonces a ser inmenso, junto con el de otras iglesias pentecostales, al punto de que el voto de sus miles de fieles se vuelve decisivo hoy para llevar a la presidencia a los candidatos de la extrema derecha.
Ríos Montt, tras pedir su baja en el ejército, se había presentado como candidato a las elecciones en 1974 en nombre de una alianza encabezada por la Democracia Cristiana. Ganó aparentemente entonces, pero la cúpula militar decidió adjudicar el triunfo al candidato de su confianza, el general Kjell Laugerud, y mandó al derrotado como agregado militar en España. A su regreso de aquel exilio, en 1978, se convirtió en feligrés neopentecostal.
Cuando fue llamado por la providencia aquel 23 de marzo, era miembro del consejo de ancianos de la Iglesia del Verbo, una suerte de sínodo episcopal. Y a las once de la mañana de ese día comparecía en uniforme de campaña, rodeado de sus cómplices, para anunciar el golpe y hacer una serie de advertencias, la primera de ellas que quien fuera encontrado con armas en la mano sería fusilado. «Fusilado y no asesinado, ¿estamos?», dijo frente a las cámaras, sin un solo parpadeo.
La guerra santa había empezado, y cada semana habría de aparecer en la televisión para dar sermones, la biblia siempre en la mano, en los que predicaba el alcance purificador de su régimen. El buen cristiano, sentenciaba, es «aquel que se desenvuelve con la biblia y la metralleta». Su misión era acabar con «los cuatro jinetes del moderno Apocalipsis»: el hambre, la miseria, la ignorancia… y la subversión.
El pastor de ovejas insumisas, que anunciaba la llegada de la era del amor divino y la conquista del país para Cristo, montó desde el mismo día de su ascensión al poder un programa de represión sistemática que involucraba al ejército, a los cuerpos de seguridad y a las recién creadas Patrullas de Autodefensa Civil, verdaderas escuadras de ejecución.
Según el Informe de Recuperación de la Memoria Histórica Nunca más, presentado el 24 de abril de 1998 por el obispo Juan Gerardi, a consecuencia del cual dos días después fue muerto a golpes de adoquín en la casa cural de la parroquia de San Sebastián de la ciudad de Guatemala, en los escasos dieciocho meses que duró la dictadura de Ríos Montt se cometieron al menos diez mil asesinatos en las áreas rurales habitadas por etnias indígenas, y cien mil personas debieron huir de sus aldeas, de las que casi quinientas fueron exterminadas del mapa. Y abundaron los juicios secretos sumarios, las desapariciones, los cementerios clandestinos.
La política de «tierra arrasada» de Ríos Montt no había tenido precedentes en su magnitud, lo que ya es bastante decir en un país marcado por la más oscura y desenfrenada represión desde el derrocamiento en 1954 del presidente Jacobo Árbenz, después del cual siguió por más de tres décadas una sucesión de implacables gobiernos militares.
Herodes y los chocolates
A partir del año 1986 hubo gobiernos civiles en Guatemala. Pero Ríos Montt siguió en la política y en posiciones de poder. Fundó un partido, fue electo diputado, fue presidente del Congreso Nacional, y, en 2003, de nuevo candidato a la presidencia. Quedó en tercer lugar, con el veinte por ciento de los votos. Medio millón de votos.
Para entonces pesaban sobre su cabeza diversos juicios, uno de ellos promovido desde España por genocidio contra el pueblo ixil, que habita en el departamento de El Quiché. Pero él seguía subiendo a las tribunas para hablar delante de grandes masas de partidarios, y se hacía fotografiar sosteniendo niños, y abrazando indígenas de las etnias que había mandado a exterminar.
Por fin, el 19 de marzo de 2013, a los ochenta y siete años, fue llevado a comparecer delante de un tribunal de justicia civil. Más de cien testigos, aún con el temblor del miedo en la voz, prestaron testimonio, muchos en sus propias lenguas, traducidos simultáneamente desde las cabinas instaladas al fondo de la sala de audiencia.
En aquellos años de la ejecución del plan Sofía no pocos de esos testigos eran niños que lograron escapar de la sentencia de muerte indiscriminada que pesaba sobre sus cabezas. Ríos Montt sabía muy bien de historia sagrada, y sus planes contrainsurgentes se parecían mucho a los del rey Herodes, solo que más sofisticados. Los niños indígenas tenían un nombre cifrado en esos planes: «chocolates».
En un reporte de operaciones, develado en el curso del juicio, el jefe de la Cuarta Patrulla de un contingente militar informa que en una quebrada se encontraba escondida una mujer. Al advertir «presencia extraña» el soldado punta de la patrulla abrió el fuego contra el enemigo —ENO, en el argot militar—, y como resultado de la acción fue eliminada la mujer, dos «chocolates», «y también un elemento vestido de civil y sin documentación que intentó huir al ver a la patrulla, y otro elemento de aproximadamente diecisiete años de edad que huía también de la patrulla en compañía de otros hombres NI —no identificados en el argot militar—, lo mismo que una persona indocumentada del sexo masculino que salió de atrás de unas peñas con los brazos en alto…».
El número de bajas enemigas, incluyendo a los dos «chocolates» y a la mujer, probablemente su madre, suma seis. No se menciona en el parte si alguno de los elementos vestidos de civil portaba alguna clase de arma.
Los testigos relatan en las vistas del juicio escenas de soldados que se comían los sesos de los niños después que sus cabezas hubieran sido abiertas a golpes contra las rocas. Niños lanzados al aire y ensartados en bayonetas. Niños rociados con kerosín y quemados vivos. Como en San Francisco Nentón.
Francisco Velasco declara que mataron a once familiares suyos, entre ellos a su madre, y a su hija de doce años a la que encontró tirada en el piso de su vivienda con el pecho abierto y sin corazón. «Los soldados le sacaron el corazón, no sé si con cuchillo o machete. ¿Mi niña qué delito tenía? ¿Mi mamá qué delito tenía?».
Nicolás Toma, de San Juan Cotzal, declara que una patrulla de soldados llegó a su aldea, Villa Hortensia Antigua, y mataron a todos los niños: «Les metieron bala en el pecho, y la bala salió por la espalda».
«No hubo perdón para ancianos, ni niños, ni mujeres embarazadas», declara otro testigo, «en ocasiones los niños se iban vivos a las fosas en los rebozos de las madres. Cuando una fosa estaba llena de víctimas, le echaban tierra. Ellos los agarraban del pelo y los puyaban en el pecho, y después los empujaban a la fosa».
Otro testigo declara que cuando fueron a buscar a su hijo Pedro, de cinco años, en medio de la balacera de los soldados, «ahí estaba tirado, mi chiquito muerto». Tuvieron que dejar el cuerpecito en la huida, y «ahora por fin está enterrado en el cementerio de Cunén», después que los antropólogos forenses identificaron sus restos.
Y declara otro: «Los soldados primero quemaron las casas y a los niños que estaban allí les cortaron el pescuezo con cuchillo, la cabeza la usaban como pelota, nunca se me ha olvidado y nunca se me va a olvidar».
Los lomos, las entrañas, los costillares asándose al aire libre en San Francisco Nentón. Huele a chamusquina. Las latas de cerveza que los pobladores acarrearon solícitos van quedando vacías, regadas en el suelo, aplastadas por las botas de los que bailan. Las marimbas que atruenan desde los parlantes siguen tocando corridos, cumbias, guarachas. Los soldados de cabezas rapadas siguen bailando entre ellos, las pesadas botas asentándose con torpeza sobre el lodo ensangrentado. El que quiere pasarse de gracioso y se agarra las botamangas de los pantalones de camuflaje como si fueran los vuelos de una falda tropieza y cae. Un sargento le ordena, sin mucha energía, que ya no beba más.
El acusado, igual que los magistrados, los fiscales, los abogados, tiene los auriculares puestos para escuchar la traducción de los testimonios. No se inmuta. Siguen, sesión tras sesión, las historias contadas en un idioma que no entiende. Vientres de mujeres abiertos a cuchillo para sacarles a los hijos en gestación. Los soldados hacían fila para violar a las mujeres, fueran ancianas o fueran jóvenes, y luego las degollaban. Una niña de trece años terminó muerta después de que tantos pasaran por ella. A un padre lo obligaron a ver cómo torturaban a su esposa y a sus hijos.
El 10 de mayo de 2013, dos meses después de comenzado el juicio, el tribunal dictó sentencia condenando al acusado a la pena de ochenta años de prisión inconmutable: cincuenta años por genocidio y treinta años por delitos contra los deberes de humanidad. Ese mismo día fue trasladado al cuartel de Matamoros en calidad de prisionero.
La sentencia fue recurrida ante la Corte de Constitucionalidad, y, en el entretanto, la Asociación de Veteranos Militares de Guatemala hizo publicar en los diarios pronunciamientos en contra de la sentencia, en los que amenazaba con sacar a las calles a cincuenta mil paramilitares de las Patrullas de Autodefensa Civil. El Comité Coordinador de Asociaciones Comerciales, Industriales y Financieras (CACIF) demandó también la nulidad de la sentencia.
El 20 de mayo de 2013, en una votación de tres contra dos, la Corte de Constitucionalidad anuló todo lo actuado por el tribunal y ordenó que el juicio volviera a comenzar. El acusado fue liberado de la prisión militar y puesto bajo arresto domiciliario.
Se programó un nuevo juicio para el mes de enero de 2015, pero no comenzó sino en marzo de 2016 debido a dilatorias procesales. Para ese entonces, un dictamen forense solicitado por la defensa había establecido que el acusado padecía de «demencia vascular mixta cortical y subcortical de naturaleza senil».
El tribunal dio por bueno el dictamen y resolvió que, en base a la condición del reo, no se demandaría su presencia en las vistas, las cuales deberían realizarse a puerta cerrada; y que, de ser hallado culpable, no cumpliría ninguna pena de prisión. Tras nuevos retrasos, el juicio no comenzó sino en octubre de 2017, con una sola audiencia semanal, los viernes por la mañana.
A pesar de que estaba eximido de presentarse en el juicio, los familiares decidieron llevar al acusado en camilla a la sala de audiencias, asistido por una enfermera. En una foto se le ve cobijado hasta el cuello, con lentes oscuros y una cánula de oxígeno en la nariz, acostado en la camilla que ha sido depositada en el piso. Su hija, heredera política suya, aparece en primer plano, envuelta en un chal rojo, en actitud de cuidarlo, mientras al fondo abogados y jueces escuchan los alegatos; al pie del estrado hay media docena de contenedores plásticos con documentos del proceso.
Murió a los noventa y un años, sin que el juicio tuviera visos de terminar nunca, el 1 de abril de 2018, Domingo de Resurrección. Su abogado informó de manera escueta que había sufrido un paro respiratorio, consecuencia de su avanzada edad.
Fue sepultado ese mismo domingo en el cementerio de La Villa de Guadalupe de la ciudad de Guatemala. Hubo vivas al fallecido y mueras al comunismo, y encendidos discursos de sus partidarios. Su hija dijo frente a la tumba: «Mi padre murió libre, recuérdenlo todos, ¡libre!».
Se le rindieron honores militares. Miembros del Estado Mayor del ejército, en uniforme de gala, condujeron el féretro, cubierto con la bandera nacional, y una escuadra de fusilería disparó tres salvas mientras el ataúd descendía a la fosa.
En 2019 su hija se presentó como candidata a la presidencia de la República. El Tribunal Supremo Electoral anuló su participación, porque la Constitución prohíbe la postulación de los responsables de un golpe de Estado y sus parientes inmediatos; pero la Corte Suprema de Justicia anuló el fallo, que por fin fue revalidado por la Corte de Constitucionalidad.
Para entonces aparecía en las encuestas como segunda en intención de voto.
Mayo de 2017-octubre de 2020