CAPÍTULO X

 

Cómo Teresa fue vestida por el ermitaño y llegó a Córdoba, y cómo allí se acomodó a usar de su antigua labor, con otras cosas.

 

Luego que la aurora comunicó su luz a los mortales, el ermitaño me despertó, que con el desvelo de la noche pasada me había dormido. Púseme en pie y, dejando cerrada la ermita, tomamos el camino de Adamuz, que distaba este lugar de la ermita tres cuartos de legua. Fuímonos poco a poco a nuestro placer, ocupando el tiempo que tardamos en contarme el ermitaño devotos ejemplos; en unos me exageraba la gran misericordia de Dios, y en otros su tremendo castigo. Con tan gustosa conversación llegamos al pueblo, donde a la entrada del estaba la casa de un labrador que aposentaba al ermitaño cuando allí iba. Fuimos recibidos del con mucho agrado, que la sincera santidad del anciano varón merecía tal agasajo. Él le dio cuenta de mi desgracia, de la cual ya él tenía noticia, por haber acudido allí los dos sacerdotes que venían en mi compañía, desnudos como los dejaron atados aquellos ladrones. Dellos supieron mi desgracia, habiendo dado en el lugar no poca compasión, por la cual salió la justicia con más de treinta hombres de cuadrilla, en busca de aquella facinorosa gente. Mas como no tenía lugar seguro, cuando ellos llegaron a la sierra y a la parte que los sacerdotes dijeron, ya se habían ido de allí.

El ermitaño, en compañía de su huésped, salió por el lugar a buscar con qué socorrerme; y como el venerable viejo era allí tan bien recebido, entre la gente devota y compasiva halló con qué me vestir de cosas desechas della. Al fin tuve con qué cubrir mi desnudez, y asimismo cabalgadura en que llegar a Córdoba. Comí allí y luego me puse en camino, agradeciendo al ermitaño la caridad que conmigo había usado, y rogándole que me encomendase a Dios. Él se ofreció a hacerlo, pidiéndome que siempre me inclinase a la virtud, que procediendo así nunca me faltaría Nuestro Señor.

Con esto me partí, y esa noche llegamos a Córdoba, yéndome a apear al parador de los carros, donde acudía [a] dejar sus cargas el ordinario que me había traído mi ropa. Hállele allí, cuidadoso de partir esotro día a Madrid, no sabiendo a quién había de entregar aquella hacienda. Holgóse con mi llegada y sintió mi desgracia, de la cual le hice relación, aunque ya se la había hecho Hernando, mi criado, con no pocas lágrimas, dos noches había. Holgueme mucho que hubiese llegado a Córdoba, por tener quien me sirviese, que era mozo fiel y de verdad.

Hízome el carretero entrega de mi ropa, aunque fue menester para vestirme descerrajar los cofres y hacerles otras llaves, por haber perdido en la refriega las que traía. Aquella noche l[a] pasé más quietamente que las pasadas, pareciéndome estar ya en puerto de salvación y libre de trabajos. A la mañana escribí con el carretero a Madrid, así a mis viejas como a los Fúcares, para que me enviasen nuevas letras, diciendo la desgracia que me había sucedido; sin esto escribí también a los mismos por la estafeta, que se partía aquella noche. Descansé en aquella posada dos días, en los cuales me vino a buscar mi criado, p[ero] contar las cosas de regocijo que conmigo hacía fuera alargarme mucho.

Buscamos casa cerca de la plaza, y hallárnosla a propósito para mi ejercicio. Comencé a manifestar mi habilidad, yéndome a las iglesias a verme con las más bizarras damas que allí vía, con quien me introducía y les decía lo que habían menester para andar bien tocadas, ofreciéndome a servirlas. Conque, en menos de un mes, ya tenía grandes conocidas, que fueron las que bastaron para hacer mi mercaduría muy vendible; y fuéralo más, si no fuere por estos mantos de anascote y sombrerete que se usan allí, cosa que estorbaba mi buen despacho. Con todo, me iba bien de ganancia y se me gastaba la mercaduría, con la buena ayuda que hallé en una criada que recibí, que parece que había nacido para aquello. ¡No vi tan curiosas manos en mi vida!