CAPÍTULO 5

Shipshewana

Stuart murmuró mientras conducía su camioneta todoterreno en la entrada para autos cubierta de grava que llevaba hacia una granja importante en las afueras del pueblo:

—Todavía pienso que esta es una idea tonta y, a pesar de que acordé venir contigo, si esta clase es aburrida, no esperes que haga otra cosa más que sentarme y escuchar.

Pam frunció la nariz.

—Eso no es justo. No necesito recordarte que yo fui a pescar contigo no una, sino dos veces.

—Eso es diferente —refunfuñó él—. Pescar es fácil y algo que hacen tanto hombres como mujeres.

—Algunos hombres cosen y algunos hombres cocinan. Ya lo discutimos, Stuart.

—Yo cocino cada vez que quieres algo asado.

—No es lo mismo, y lo sabes.

—Para mí sí.

—Ya que estamos, ¿te has mirado en el espejo últimamente?

—Sí, esta mañana mientras me cepillaba los dientes. ¿Por qué?

—Bueno, no te miraste muy en detalle, porque obviamente se te olvidó rasurarte.

Stuart se frotó el mentón sin afeitar.

—Supongo.

—Tampoco estoy de acuerdo con tu elección de vestuario. Podrías haberte puesto algo un poco más lindo que esa estúpida gorra de béisbol roja, unos jeans desteñidos y una camisa de franela a cuadros rojos y negros. Ah, y espero que hoy no cuentes bromas trilladas. Estamos acá para aprender a confeccionar acolchados, no para montar un espectáculo ni tratar de hacer reír a las personas.

Cuando Stuart y Pam habían comenzado a salir él solía hacer bromas y ella había pensado que era divertido, pero ya no. Ahora le molestaban, sin mencionar que cuando las hacía en público ella se sentía avergonzada.

—¡Ya está bien! ¿Podrías dejar de provocarme? —gritó Stuart.

Pam frunció el ceño. Era seguro que no estaban comenzando con el pie derecho. Esperaba que Stuart no la humillase durante la clase. Ya que él no quería ir, no se sabía qué podía llegar a decir o hacer.

—Parece que no eres el único hombre aquí —dijo ella, señalando a un hombre hispano de aspecto atractivo con una bebé de cabello oscuro y mejillas rosadas mientras bajaban de una camioneta plateada, estacionada junto a la todoterreno de Stuart. A pesar de que vestía unos jeans informales, su camisa azul pálido se veía bien planchada. Eso era más de lo que podía decir de Stuart.

Stuart gruñó:

—Es obvio que el tipo no está con su mujer. Me pregunto qué ocurre allí.

—Quizás ella no pudo venir hoy. Quizás él se preocupa tanto por ella que desea tomar la clase en su lugar.

—¿Eso crees?

—Supongo que lo sabremos pronto. —Pam abrió la puerta del acompañante y puso un pie afuera, cuidando de que sus pantalones color beige no rozaran el costado del vehículo polvoriento. Realmente necesitaba un buen lavado.

Justo había cerrado la puerta cuando llegó un auto azul mediano. Unos minutos después, una mujer afroamericana salió del vehículo.

—¿Estás aquí para la clase de confección de acolchados? —preguntó, sonriéndole a Pam.

—Sí, así es —respondió Pam, admirando el hermoso vestido color turquesa que llevaba la señora—. Estoy deseosa de aprender a confeccionar un acolchado, y que me enseñe una mujer amish es buena garantía de que me enseñará bien. Por lo que sé, la mayoría de las mujeres amish son expertas confeccionadoras de acolchados.

La mujer asintió.

—Eso es lo que yo escuché también.

Pam miró a Stuart, pensando que podría estar hablando con el hombre hispano, pero no, estaba parado frente a su vehículo, con los brazos cruzados y mirando al suelo. “Quizá fue un error forzarlo a venir aquí —pensó—. Quizá podría haber elegido alguna otra cosa que yo quisiese hacer y que él también disfrutase. Bueno, demasiado tarde para eso. Acá estamos, así que entremos”.

Pam dio la vuelta hasta el frente del auto y tomó a Stuart del brazo.

—¿Estás listo para entrar?

—Más listo que nunca —dijo entre dientes.

—Bueno, mantente así —murmuró ella, deseando otra vez que no la avergonzara durante la clase.

Comenzaron a caminar hacia la casa y, cuando llegaron al porche, estacionó un pequeño auto rojo con extrema necesidad de pintura. Cuando una delgada joven vestida con un par de botas de gamuza negra, jeans negros y una sudadera negra con la capucha cubriéndole la cabeza se bajó del auto y se dirigió hacia ellos, Pam no pudo evitar quedarse mirando. La muchacha no parecía ser la clase de persona que querría aprender a confeccionar acolchados, pero tampoco el hombre hispano aparentaba eso. Pensó que todos los que habían venido tendrían sus propias razones y esperó que Stuart se diera cuenta ahora de que los acolchados no eran solo una cuestión de mujeres.

Pam estaba a punto de golpear la puerta cuando Stuart la codeó.

—Mira quién viene ahora. —Señaló a un hombre alto y corpulento con barba color café y que montaba una bicicleta, ¡para completarla! Vestía jeans azules, una camiseta blanca ajustada y un chaleco de cuero negro. Tenía un pañuelo negro de motociclista atado en la cabeza y por detrás de este colgaba una cola de caballo color café. El hombre tenía tatuada una pantera negra de aspecto feroz en el brazo izquierdo y el nombre Bunny en el brazo derecho. Llevaba botas de cuero negras —de las que usan los motociclistas— y daba la sensación de que pertenecía más a una Harley que a una bicicleta plateada destartalada.

“Cuando me inscribí en esta clase —pensó Pam— realmente nunca esperé que un grupo tan curioso tomara el curso”.

La joven que vestía la sudadera con capucha apenas miró a Pam mientras se acercaba a la puerta y tocaba antes de que Pam tuviera la oportunidad de levantar la mano. Unos segundos después, una mujer amish de alrededor de treintaipico abrió la puerta. Tenía un vestido muy sencillo color azul con una cofia blanca rígida posada sobre la parte trasera de su cabello color café, que estaba dividido con raya al medio y sostenido en un rodete detrás de la cabeza. La mujer se quedó mirándolos con una expresión extraña. Después de varios momentos incómodos, dijo que era Mary, la hija de Emma Yoder, y luego los condujo hasta una sala inesperadamente amplia, donde les dijo que era el lugar en el que se dictarían las clases.

Pam trató de absorber todo con una sola mirada. La habitación tenía una mesa larga, varias sillas plegables, algunos estantes de madera con coloridos acolchados plegados encima de estos y tres máquinas de coser. Una era a pedal y parecía ser una antigüedad. Las cuatro lámparas de gas que parpadeaban por encima de ellos completaban la imagen de un modo de vivir simple y sencillo.

—Si desean tomar asiento, voy a buscar a mi madre —dijo Mary mientras se retiraba de la habitación. La pobre mujer sonrojada parecía tan incómoda como se sentía Pam en ese momento.

Pam y Stuart encontraron asientos rápidamente y todos los demás hicieron lo mismo. Stuart giró hacia Pam y la miró con furia.

—¿Por qué no me dijiste que sería así?

—No lo sabía. —Le devolvió la misma mirada, mientras tomaba la gorra de Stuart y la dejaba caer de golpe sobre su regazo. ¿No tenía modales? Entre el aspecto furioso de Stuart y la expresión inmutable del motociclista, junto con la joven vestida de negro, la sala parecía impregnada de ondas negativas.

Pam miró hacia la mujer de piel oscura y se sintió aliviada cuando le sonrió. Al menos alguien en la sala parecía amigable. No podía decir mucho acerca de la conducta del hombre hispano porque estaba ocupado con su bebé.

Todos se quedaron sentados y en silencio durante varios minutos hasta que entró en la sala una mujer amish algo regordeta, con mejillas rosadas, el cabello gris asomándose por debajo de su rígida cofia blanca, un vestido sencillo color rosado y un par de anteojos con armazón de metal. Parecía abrumada cuando se quedó parada junto a la máquina de coser antigua, sosteniéndose del borde hasta que los nudillos se pusieron blancos. Quizá ella, tampoco, había esperado a un grupo tan curioso.

Emma soltó la máquina de coser e inspiró profundamente, con la esperanza de poder encontrar su voz. Cuando colocó los anuncios y letreros acerca de las clases de confección de acolchados, no había imaginado que los que viniesen podrían tener estilos de vida tan dispares. ¡Y realmente jamás había imaginado que un hombre pudiese asistir a sus clases! Con razón Mary se veía tan preocupada cuando la había venido a buscar.

Recordando las llamadas telefónicas que había recibido, hubo una de un hombre, pero había dicho que quería hacer una reservación para Jan. Emma había asumido que era para la esposa del hombre o una amiga. Y ahora que lo pensaba, otra mujer que había llamado había dicho que quería reservar un lugar para alguien de la familia, y Emma había asumido que se trataba de la madre o la hermana.

—Hola —dijo sonriendo, a pesar de la mezcla de dudas y del revuelo que sentía en el estómago debido a los nervios—. Me llamo Emma Yoder. Ahora, por favor, ¿podrían presentarse cada uno de ustedes, contarnos de dónde son y la razón por la que se inscribieron en esta clase? Quizá las presentaciones los relaje.

La mujer inglesa de cabello rubio dorado que apenas le pasaba los hombros fue la primera en hablar.

—Mi nombre es Pam Johnston. Es Johnston con una t. Disfruto la costura y siempre he querido aprender a confeccionar acolchados. —Giró en su silla y señaló al hombre con abundante cabello color café que estaba sentado junto a ella—. Este es mi esposo, Stuart, y vivimos en Mishawaka. Stuart es gerente en una tienda de artículos deportivos, y yo soy ama de casa y mamá de nuestros hijos: Devin, de ocho, y Sherry, de seis.

Pam tenía un aire de seguridad, pero Emma presentía que podía ser simplemente una fachada para ocultar la falta de confianza en sí misma.

Stuart le hizo un gesto con la cabeza a Emma y luego miró a su esposa como si buscase su aprobación.

—Ella es la que realmente quería venir acá. Yo solo vine para traerla.

—Eso no es cierto. —Pam sacudió la cabeza—. Mi esposo también quiere aprender a confeccionar acolchados.

—Sí, claro —murmuró Stuart. Su tono era entrecortado, y la mirada que le dio a su esposa podría haber detenido el tictac de cualquiera de los relojes que tenía Emma.

Rápidamente, Emma giró hacia la mujer afroamericana que tenía un vestido turquesa largo hasta los pies con un amplio suéter tejido color café.

—¿Cómo es tu nombre y qué te trae a mi clase?

—Soy Ruby Lee Williams y vivo en Goshen, donde mi esposo sirve de pastor en una iglesia. Tenemos hijos mellizos que tienen veinte años y que van a un instituto bíblico en Nampa, Idaho. Por supuesto que en unas semanas tendrán vacaciones de verano en la escuela, pero ambos han encontrado trabajo allí, así que no vendrán a casa hasta Navidad. — Sonrió, algo avergonzada—. Supongo que eso es mucho más de lo que me pidió que contara.

—No, está bien —dijo Emma. Después de todo, Ruby Lee no había contado mucho más que Pam—. ¿Te importaría contarnos por qué tomas esta clase?

—Vine a aprender cómo confeccionar acolchados porque pensé que quizás…

—¿En qué iglesia sirve de pastor tu esposo? —interrumpió Pam.

—Es una iglesia comunitaria —respondió Ruby Lee.

Pam hizo un leve movimiento con la cabeza.

—Ah, entiendo.

—Entonces, ¿qué te trajo a mi clase? —Emma le preguntó a Ruby Lee.

—Bueno, pensé que podría ser divertido y quizá podría hacer algo para nuestra nueva casa o tal vez un acolchado para algún conocido.

Emma sonrió y dirigió su atención hacia la joven vestida con jeans negros y una sudadera negra con capucha, la que seguía manteniendo sobre la cabeza. Realmente hacía bastante calor como para vestir una sudadera, especialmente adentro de la casa.

—¿Por qué no sigues tú?

—Mi nombre es Star y también vivo en Goshen. Mi abuela solía confeccionar acolchados y, antes de morir, pagó estas clases para mí porque quería que yo también aprendiera a confeccionar acolchados.

—Tienes un nombre muy bello. —Ruby Lee sonrió a la joven—. ¿Cómo es tu apellido, Star?

Star levantó la mirada, como si estudiase las grietas del cielorraso.

—Simplemente dime Star.

—¿Ese es tu nombre verdadero? —le preguntó Pam antes de que Emma pudiera hacerlo—. Nunca había conocido a alguien llamado Star.

Además de las prendas oscuras que vestía, los ojos color café estaban resaltados con un delineador negro intenso.

—Es verdadero para mí. —Star bajó la vista y, al asentir con la cabeza, el arete dorado brillante al costado de la nariz captó la luz que ingresaba por la ventana.

—Pensé que quizá era un apodo —dijo Pam.

Star levantó la barbilla y miró hacia adelante. No se necesitaba ser un genio para ver que la joven tenía algunos asuntos que necesitaba resolver.

Aún más incómoda, Emma giró hacia el hombre alto y musculoso con barba corta y tatuajes en los brazos.

—¿Y tú quién eres?

—Jan Sweet. ¿No es dulce? —Palmeó el costado de la pierna y rió, un sonido rico y cálido—. Vivo aquí en Shipshewana y tengo mi propio negocio como techador. Fui detenido hace tres meses por conducir bajo la influencia del alcohol cuando iba demasiado rápido en mi Harley; me suspendieron la licencia por seis meses; estuve en prisión treinta días y pagué una multa considerable. Estaré bajo libertad condicional por tres meses más, momento en el cual recuperaré mi licencia de conducir. — Jan hizo una pausa para tomar aire—. Mi agente de libertad condicional sugirió que hiciera algo creativo, así que cuando vi su nota en un tablón de anuncios, me inscribí.

—¿Jan Sweet? ¿Qué clase de nombre es ese para un hombre? —rió Stuart, que había estado mirando al hombre tatuado todo el tiempo—. A mí me parece más un nombre de niña mimada.

Los ojos de Jan se encogieron mientras lo miraba de arriba a abajo.

—Mejor que cuides tus palabras, amigo, o podría tener que mostrarte qué tan hombre puedo ser. —Su tono se había vuelto frío y los músculos de los brazos se marcaron levemente.

—Eh, e–estoy segura de que me mi esposo solo estaba bromeando —dijo Pam rápidamente. Le dio un codazo a Stuart en el brazo—.Creo que le debes una disculpa al Sr. Sweet, ¿no es así?

—Disculpa —dijo Stuart entre dientes sin mirar a Jan.

—Sí, bueno, algunos deberían guardarse las opiniones —gruñó Jan—. ¿Escuchaste?

Emma podía adivinar que, por la sonrisa de superioridad que conservaba Stuart, él aún pensaba que su comentario acerca del nombre de Jan era gracioso. Y Jan parecía completamente molesto. ¿Cómo haría para llevar las cosas adelante si se mantenía la animosidad entre estos dos hombres? ¿Tendría el valor de pedirle a uno o a los dos que se retiren? ¿Sería eso lo correcto? ¿Le habría enviado Dios a este grupo tan dispar a su casa por otra razón aparte de enseñarles a confeccionar acolchados?

Emma dirigió su atención al hombre hispano que sostenía a la bebé.

—¿Cómo te llamas y quién es esa linda niñita en tu regazo?

—Soy Paul Ramirez, de Elkhart. Enseño en segundo grado y esta es mi hija, Sophia. Tiene nueve meses. —Paul se inclinó y besó la parte superior de la cabeza de la bebé—. Mi esposa, Lorinda, comenzó un acolchado para Sophia, pero murió en un accidente de autos hace seis meses, así que el acolchado nunca quedó terminado. Vine aquí con la esperanza de que alguien pudiese terminarlo para mí. —Tomó el pequeño acolchado rosado de la bolsa de papel que había traído con él.

—Oh, creo que tú deberías ser quien lo termine —dijo Emma, entendiendo el dolor que veía en el rostro del hombre. Quizá, el hecho de completar el acolchado que inició su esposa le brinde algo de paz.

—N–no sé nada de costura, pero creo que con su ayuda puedo intentarlo. —Paul señaló a la bebé—. No traeré a Sophia cuando vuelva la semana próxima, pero no pude encontrar una niñera hoy. Como no pensaba quedarme toda la clase, la traje conmigo. Una mirada y Emma pudo ver todo lo que esa pequeña adorable significaba para Paul.

—Es una chiquilla preciosa —dijo Jan en voz alta. Para ser un hombre tan grande y de aspecto duro, realmente tenía una expresión de ternura cuando le sonrió a la bebé de Paul.

Emma aún no podía creer que terminara con un grupo tan curioso de personas, pero Dios mediante, les enseñaría a confeccionar acolchados y, tal vez, algo más también.