— Mamá, necesito que te marches —susurró a la pared durante el desayuno—. Quiero vivir sola.
Después de la frase vino un silencio similar a la niebla que se instala en los dormitorios vacíos y barrió con el dedo las migas de la tostada para sentir ese roce incómodo de la yema humedecida con sudor, frotando la tela rugosa de un mantel a cuadros.
Pero la madre se puso a quitar todos los trastos de la estantería porque estaban mal colocados, porque tenían polvo, porque así nunca encontraría nada. Así trataba a sus emociones, como trastos viejos, como figuritas inútiles de porcelana; las amontonaba, dejaba que se cubriesen de ácaros y ni siquiera lloraba para sacarlas por los ojos en forma de río.
Pero la madre se quedó y ella, ya ni siquiera lloraba.
Su madre siempre estaba allí y conseguía que el círculo fuese cuadrado para que dejase de rodar. Podía afilar las aristas de cualquier habitáculo en el que jamás hubo esquinas y entonces la hija, sí podía llorar, sin ningun esfuerzo, cuando nadie la veía y por asfixia. El motivo de su llanto siempre era el mismo, se tragaba los recuerdos y una vez alcanzaban su garganta, se convertían en cemento.
Hace falta mucha magia para convertir el cemento en palabras.
La terapeuta le recomendó transformar todo ese dolor en un regalo. Quizá un ramo de flores que les permitiese sentarse, hablar y agradecerse algún gesto bello atrapado en la memoria, un recuerdo que sirvise como introducción antes de trazar con suaves pinceladas el problema mientras ambas apoyasen los codos en el mismo mantel, en el mismo mantel de cuadros con migas.
Aquel lunes, tras escuchar el sonido del despertador, la hija se abrazó a la almohada y suspiró.
Necesitaba energía suficiente para vivir unas cuantas horas. Jamás dividía la lectura de un libro. Comenzaba y no se detenía hasta llegar a la última página. Dependiendo del tamaño del ejemplar, así era su ingesta de cafeína, taurina, guaraná o incluso efedra. La terapeuta le recriminaba a menudo lo de “dejar todo a medias” y había comenzado a reparar esta mala costumbre con los libros.
Agarró firmemente Crónica del pájaro que da cuerda al mundo de Haruki Murakami, 688 páginas. Calculó que tendría que dedicarle unas trece horas.
Colocó un par de cojines en el sillón, y en el suelo junto a sus pies, una botella con dos litros de café frío y una lima de metal; no soportaba que sus uñas arañasen el papel.
Terminaría a tiempo para la cena. Lo mejor de la lectura es que le permitía entrar en una especie de habitación insonorizada y ninguna de las frases de su madre podía alcanzar sus oídos.
Ya rozando el borde del día siguiente, completó su tarea.
Antes de la cena, su madre colocó sobre la mesa una pequeña palangana con agua, mojó el peine y estiró los cabellos de la hija hasta recogerlos en dos coletas. Después apretó sus mofletes hasta enrojecerlos. La niña se calló y movió sus piernas por debajo de la mesa hasta dejar caer los zapatos de tacón.
La niña encogió y se quedó muda.
Acicalada, caminó hasta la cocina y abrió una barra de pan que rellenó con un par de latas de mejillones. También cogió el chocolate blanco y un tetrabrik de leche. Tras todo el día en ayunas, engulló todos los alimentos en un intento de frenar su ansiedad. Al terminar se arrancó las gomas del pelo con fuerza y de nuevo sintió el cemento en el cuello. Quiso explicarle a su madre que ya había crecido, que sabía peinarse y que había superado aquella etapa en que se empeñaba en llevarla de la mano. Quiso decirle que no quería llevar coletas.
Ahora iba una vez a la semana a terapia para aprender a olvidar pero insistían en que antes debían hurgar bien adentro, en la herida, porque algunos capítulos de todo lo anotado en el cuaderno estaban incompletos.
Quiso explicarle a su madre que ya había crecido pero miró sus pies descalzos, los tacones tirados bajo la mesa, algunos cabellos sueltos en su mano y aquella costra en la rodilla izquierda. Vio también un charco de leche en el que nadaban los restos del bocadillo.
Mordió el chocolate y la niña encogió y se quedó dormida bajo la mesa.
A la mañana siguiente se despertó y gateó hasta su cuarto sin hacer ningún ruido. No quiso despertar a la madre.
Le dolía la cabeza. Caminó hasta el aseo y llenó el lavabo con agua fría, mojó el peine y ella sola se peinó. Estiró bien la melena hasta recogerla en dos coletas, hasta casi achinar sus ojos.
Y allí estaba. La madre la observaba mientras limpiaba con movimientos lentos el espejo.
Después se puso los tacones más altos, llenó un vaso con hielo, añadió algo de café, añadió mucho ron y bebió sin pausa.
Sin despedirse, salió de casa dispuesta a comprar un ramo de flores para luego sentarse con su madre y hablar, hablar recurriendo a la memoria y todo eso que le aconsejaban.
Eligió una docena de rosas amarillas que no quiso combinar con ninguna otra planta. La dependienta insistió en un toque de verde pero no era el día adecuado para tal color.
Anduvo intentando enderezar su espalda al máximo, con el ramo en la mano y las comisuras de sus labios inclinadas hacia abajo.
Abrió la puerta de metal, llegó hasta la tumba de su madre y depositó sobre el cemento el ramo.
Después abrió el bolso y sacó un ejemplar de La puerta de Magda Szabo, 320 páginas.
Eran las doce de la mañana. Calculó que estaría allí leyendo aproximadamente seis horas y media.
Solamente leyendo, conseguía dejar de escuchar la voz de la madre.