Instantáneas desenfocadas

El 25 de septiembre del año 1984, a las once en punto de la mañana, fue el día elegido por Carlota Santana para corroborar que desde su nacimiento aparecía desenfocada en todas las instantáneas.

Buscó la caja de fotos en el baúl de su abuela ya fallecida, y entonces comprendió que jamás conseguiría vencer la incertidumbre.

Aunque pasase por lugares nítidos su presencia siempre sería a medias. Todo porque Carlota estaba aquí y allí al mismo tiempo, habitando lo que para su familia se llamaba realidad e inventando su realidad propia. Viajaba tan rápido de la panadería a sus sueños, de la escuela a los cuentos, que era imposible captarla en un solo golpe de cámara.

Fue ese día, cuando también supo que sus trabajos, sus relaciones y sus viajes habitarían un paisaje de niebla. Su vida, al igual que su imagen, estaría envuelta en dudas, sin definir, a medio trazo.

Carlota vivía solamente en el presente y contrariamente a lo que la lógica nos pudiera explicar, esta decisión descolocaba a todos los que la rodeaban. A veces, no coincidía con nadie en su escenario. Se negaba a firmar contratos, a recordar fechas y sentía una especie de soga en la garganta si le prometían cualquier cosa.

Pero aquel día cometió el error de viajar al pasado, de mirar aquellas fotos para buscar una explicación a lo que nunca antes se había cuestionado. Aquel día, inventó la necesidad de tirar del hilo para deshacer un poco la vida hacia el lado contrario, hacia atrás.

Cuando consultó con su familia, todos afirmaron que la veían en perfecto estado tanto en el espejo como en las fotografías. Su madre insistió en que se probase sus gafas porque quizá estuviese perdiendo vista a sus ya cuarenta y cinco años. Su padre nunca decía nada, pero miró hacia el suelo y luego intentó tapar los puños de su camisa con las mangas de un jersey de lana algo encogido.

Desde que retrocedió a la caja de fotografías de su abuela ya fallecida, no volvió a inventar historias. Se quedó con una sola realidad, con la realidad que más se parecía a la del resto y por supuesto, se compró unas de esas gafas que venden en las farmacias que sirven para todo el mundo, sin comprender demasiado, cómo todos los ojos podían ver de forma correcta a través de un idéntico cristal.

Por la tarde, con las gafas puestas, retrocedió una vez más hasta la caja de fotos, esta vez para robarla. Se observó y comprobó que su imagen aumentaba de tamaño pero seguía siendo una persona borrosa. Entonces arrojó el contenido de la caja a la chimenea. Muy despacio, vio como ardían sus ayeres y como desaparecían, uno a uno, sus recuerdos difusos.

Al día siguiente, tras desayunar dos cucharadas soperas de ansiedad, se subió a la báscula y pesaba nueve kilos menos. Le echó la culpa al pasado que se había quitado de encima y se engañó pensando que desde ahora el trazo que dibujaba su cuerpo se mantendría firme, confiando en que su figura sería capaz de contener una vida sin hueco para los por si acaso.

Visitó a su familia y lo único que ellos percibieron como nuevo, fueron esas gafas que aumentaban la realidad sin transformarla. Carlota Santana mantuvo los hombros elevados un par de centímetros durante toda la comida y dibujó en su entrecejo una ranura de confusión.

Regresó a su apartamento con la seguridad de que ya nunca habitaría en la misma foto que el resto de sus familiares. Se sentía incapaz de forzar una sonrisa ante quienes no se habían percatado de que había incinerado su pasado. Pero, ¿cómo se consigue aniquilar la memoria una vez prendida?

Carlota Santana necesitaba una cámara nueva para retener el presente. Caminó hacia el lavabo y se introdujo varias veces los dedos en la boca hasta provocarse el vómito. No quería ningún resto en su cuerpo de un almuerzo entre extraños.

Después se afeitó la cabeza deseando que sus cabellos fuesen pronto también nuevos. Estrenó por fin el vestido color púrpura y metió en su bolso dos rotuladores gruesos.

Recorrió varias calles idénticas hasta llegar al centro comercial. Un joven tímido que intentaba no dejarse distraer por ese nuevo look de Carlota, le recomendó una de las cámaras más modernas. Ella sacó sus rotuladores y le pidió que le dibujase un nuevo rostro.

Quería una línea ancha que ninguna fotografía pudiese esquivar. Deseaba solamente lo necesario, unos ojos circulares, osados, intensos y como boca una línea curvada hacia arriba.

El dependiente dudó, pero el miedo a la reacción de la mujer empujó su mano temblorosa hasta esa cara desconocida y trazó unos rasgos de dibujo similar a un cómic manga.

—Aprieta fuerte el rotulador —ordenó Carlota.

Después le pidió varias fotografías. Ella posó de pie, sentada en el suelo, de perfil, de frente... siempre con una doble sonrisa espantosa.

También quiso que le imprimiesen todas esas fotografías rápidamente, sin ni siquiera comprobar el resultado. Con ellas en la mano, se sentó en un bar cualquiera, pidió un chocolate caliente y con el rotulador marcó su silueta con ansia, foto a foto, hasta un total de veintisiete.

Estaba tan angustiada que no sentía la mirada del resto.

Horas después, algo cansada, al entrar en su cuarto, extendió todas las instantáneas en su cama deshecha, pidiéndoles la calma que quizá produzca una silueta capaz de encerrar eso que todos los demás, esperaban de ella.

Recordó su vómito asqueroso, recordó las estúpidas gafas y el recorrido a paso veloz hasta el centro comercial.

Carlota Santana continuaba almacenando pasado.

Miró las fotografías incapaces de contener el presente. Prendió fuego a la cama, tosió varias veces mientras permitía que un humo denso lo cubriese todo.

Y allí finalizó la historia; una historia que ya solo es un recuerdo desenfocado de una familia demasiado común para asimilarla al completo.

Carlota se marchó con su presente que ya es pasado, entre llamas.