Sibila Andrade era adicta a los comienzos, por ello el estudio realizado por la nueva computadora del departamento de futuros, la seleccionó de inmediato. Solamente debía llevar un minúsculo parche subcutáneo bajo la piel de su axila derecha y un reloj-calendario que le comunicaría a su cerebro la fecha de caducidad de todo lo que iniciase.
Era consciente de que tras cada final vendría uno de sus ansiados principios y se tomó el experimento como una celebración constante. Lo que Sibila no valoró fue el arsenal de efectos secundarios que conlleva saber demasiado o forzar conocimientos como cuando metemos a presión la tristeza en un bote sabiendo que nunca cerrará.
Poco tiempo después, durante una reunión de trabajo, su jefe le propuso un cambio: otras funciones, nuevo despacho... y ella aceptó imaginando el primer día con la sonrisa que le aportaba empezar cualquier cosa. Empaquetados todos sus enseres se realizó el traslado y nada más introducir la nueva contraseña para tener acceso a su buzón de correo, recibió un aviso.
A veces, se olvidaba por completo de aquel chisme. Su nuevo puesto duraría veintisiete años, nueve meses y tres días.
Sibila Andrade empezó a sudar y su corazón se aceleró tanto que tuvo que abrir la ventana, detenerse y respirar lo más lentamente posible. Pensó en su edad, le añadió veintisiete años y desde ese momento no consiguió disfrutar ni un solo minuto de lo que pretendiendo ser un principio, se convirtió en eternidad.
Dejó de entregar los proyectos de forma personalizada, de doblar los documentos con cuidado, incluso convirtió su firma en un vulgar garabato porque desde aquel día en que inició su nueva labor en la empresa, realizó sus funciones como si fuese una máquina.
Un viernes cualquiera tomando una copa, conoció a alguien y ambos se sintieron inmediatamente atraídos. Sintió que una dosis de novedad volvía a adornar su vida pero un nuevo aviso le comunicó que esa relación duraría exactamente cuatro horas y veintidós minutos. Sin perder el tiempo, le invitó a su casa pero tras fingir algo similar al amor, aquel señor sin nombre tuvo prisa, se vistió y se fue.
Sibila miró el reloj y sonrió. Al menos disfrutaba con la exactitud.
Entonces decidió jugar con el experimento y empezar todo aquello que supiera que podía durar muy poco, volver loco a aquel cacharro. Comenzar el máximo de cosas posibles que cupieran en un día y olvidarse de aquel bufete donde pasaría ocho horas diarias durante veintisiete años.
Desde entonces sus relaciones amorosas surgían en los aeropuertos, en ese tiempo en que los ejecutivos solitarios esperan la hora de embarque de su vuelo.
También comenzó a escribir; detestaba hacerlo. Se concentró en empezar todo aquello que no le gustaba y que sabía con certeza que abandonaría en breve. Escribió una primera frase y quemó el cuaderno antes de recibir el aviso: “dos minutos y siete segundos”
Dejó de cuidar su alimentación y optó por devorar comida envasada para dedicar menos minutos al almuerzo y así comenzar lo antes posible todo aquello que detestase.
¿Cuánto será lo mínimo que puede durar algo?
Se matriculaba por internet en cursos a los que no acudiría, elegía sus relaciones sexuales de acuerdo con el panel de salidas y así consiguió vivir un par de pasos por delante de la vida, imaginando finales, creyendo que este juego tendría vencedores.
Se obsesionó con lo breve y los constantes avisos vibraban en su cabeza: una hora, quince minutos y tres segundos, cuarenta y dos minutos y veinte segundos, diecinueve minutos con un segundo, cinco minutos y seis segundos, treinta dos segundos...
Por la noche estaba agotada, pues al mismo tiempo que reducía la duración de sus actividades, ampliaba la lista de tareas de su agenda.
Por las mañanas preparaba un café bien cargado y después se tomaba una cerveza.
Un lunes decidió no ir a trabajar ¿estarían veintisiete años sin despedirla? Esa sería la manera de ganar la batalla y mostrar que no siempre el reloj acertaba, que el destino no se medía con cifras.
Se dio cuenta de que perdía menos tiempo alimentándose si se decantaba solamente por alimentos líquidos. El café le daba energía, también los zumos, y por la tarde, sus ánimos se inclinaban hacia arriba si tomaba un poco de alcohol. Cenaba solo vino y si calculaba bien, la depresión llegaba un poco antes de dormir.
Perdió bastante peso. Se olvidó del aeropuerto y con ello del sexo. Transformó su vida en una larga secuencia de anotaciones perecederas.
Después de cinco días sin responder al teléfono, la policía acudió a su casa tras recibir llamadas de su familia y de sus compañeros de trabajo.
Al abrir la puerta vieron todas las paredes llenas de cuentas, números, suciedad... Vieron a Sibila Andrade estirando los dedos de su mano como si quisieran ser un ábaco, arrugando papeles y bebiendo.
Al poco tiempo llegó una ambulancia y consiguieron calmarla.
El reloj comenzó a avanzar hacia atrás y ella reía como si dentro de su boca explotara su delirio.
—¡Lo conseguí! —gritaba
Pero la locura no solo se había instalado en aquel aparato repleto de fechas de caducidad.
Los miembros del departamento de futuros empezaron a comprobar desde sus puestos los cambios en su cerebro. El experimento estaba por fin dando resultados interesantes.
Sibila había perdido todo el control al conocer la duración de cada una de sus actividades. Como era de esperar, el 90% de los elegidos tuvo ansiedad y centró todo su esfuerzo en engañar a la máquina, lo que sin duda provocaba una inagotable necesidad de comienzos y de finales que cada vez tenían lugar en periodos de tiempo más cortos. Sabían que el caso de una adicta a los comienzos era el culmen del estudio.
Un 40% desarrolló trastornos en la alimentación, casi siempre bulimia provocada por la constante prisa.
Solo un 20% se interesó en conseguir su fecha de muerte y sin embargo todos reflexionaban con cordura sobre el destino.
Disponer de las fechas de los finales a corto/medio plazo les llevaba a no prestar atención a lo que preferían considerar como “largo plazo”. El experimento provocaba prisa.
A las siete de la tarde, Sibila ingresó en un hospital psiquiátrico. Cruzó la puerta de la entrada y un par de segundos antes de que el reloj comenzase a echar humo, recibió un aviso: diecinueve años, seis meses y seis segundos.
¿Cómo engañar a la máquina ahora que se había destruido?