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Cuando tienes tres años y tu padre te pasea en brazos por Hyde Park, eres feliz. Cuando tienes cinco y tu padre te compra uno de los mejores helados de Florencia, eres muy feliz. Cuando tienes siete años y dominas varios idiomas y tu padre te mira con orgullo, eres feliz. Pero cuando llegan los once, los doce, los trece... y ves que eres distinta, que tus compañeros tienen una familia y tú no, cuando en Navidad no hay nadie a quien visitar, cuando tus amigas te preguntan por qué no tienes relación con tu madre..., de repente, todo cambia. Te sientes feliz, pero extraña.

Mi padre conoció a Judith en Disney, una manera curiosa de conocer a tu futura pareja. Nos alojábamos en el mismo hotel y su hijo y yo conectamos al momento. Yo tenía catorce años y él dieciséis, y nos reímos al saber que era nuestra primera vez en el parque de atracciones, sobre todo porque ya éramos algo mayorcitos. En mi caso, no habíamos podido ir antes y yo siempre había querido visitarlo. Su caso era distinto. Eran españoles, concretamente de Logroño, y habían esperado a que trasladaran a su madre a París por temas laborales. En ese momento vivían allí, aunque era algo temporal; un par de años o tres como mucho.

Judith era viuda. Su marido había muerto al año de nacer su hijo a consecuencia de un accidente laboral en el mundo de la construcción y se quedó sola con un bebé. Yo la admiraba por eso; casi podría decir que la idolatraba. Una mujer sola, jodida por la muerte de su pareja, que luchó a muerte por sacar adelante a su pequeño. Antxon, su hijo, era un tipo con carácter, que tenía las cosas claras y que sabía qué quería. Creo que nos quisimos desde el segundo uno.

—¿Alexia o Álex? —me preguntó nada más conocernos.

—Alexia, odio que me llamen Álex, Al o algo parecido.

Nos sonreímos con simpatía.

—Te entiendo, a mí no me gusta nada que me llamen Antonio, aunque eso es lo que pone en mi DNI.

—Antxon suena mejor.

—Además como soy medio vasco... Mi padre era de Bermeo, un pueblecito de Bilbao. Murió cuando yo tenía poco más de un año, en un accidente.

—Vaya, lo siento. Menuda putada.

—Tengo a mi madre, que vale por dos —me dijo con una gran sonrisa.

Se le llenaba la boca cuando hablaba de ella, como a mí con mi padre.

—Yo también estoy sola con mi padre. Mi madre vive en Madrid, pero como si no existiera.

Antxon me miró unos segundos a los ojos y sonrió de nuevo.

—Joder, pues juntamos a tu padre y a mi madre. Me apetece tener una hermana que me dé consejitos sobre tías.

Nos reímos los dos sin saber que aquello iba a hacerse realidad.

 

 

—¿Alexia?

Mi madre interrumpió mis pensamientos mientras me tomaba un vaso de leche con cacao en la cocina.

—¿Qué? —le pregunté sin interés.

—Te acabo de ingresar dos mil euros en tu cuenta.

La miré abriendo muchos los ojos. ¿Qué coño decía?

—¿Por qué? —le pregunté escamada.

—Alexia, cuando alguien hace bien su trabajo, es lógico que reciba algún tipo de recompensa. Y esta noche te has comportado como una auténtica dama en casa de los Varela.

La miré flipada. ¿Estaba mal de la cabeza esta mujer? ¿Dos mil euros? Subió a su habitación sin esperar respuesta y yo pasé de la sorpresa a la decepción más absoluta.

«Sí, claro, gracias, mamá por tus palabras, por tu abrazo y por todo el cariño que me das.»

Mi madre acababa de comprarme y yo me sentí como una auténtica mierda. Al final, la batalla la había ganado ella, joder. Subí casi llorando a mi habitación y busqué con desespero el tabaco que tenía escondido en mi cajón. Me lie un cigarro a toda prisa, necesitaba fumar, desconectar y olvidar todo aquello durante un buen rato. Después me tumbé en la cama, me acaricié la cicatriz que se dibujaba en mi muslo izquierdo, cogí mi cuaderno para leerlo un poco y me dormí sabiendo que esa noche las pesadillas serían más intensas.

Y que al día siguiente mis ojeras llamarían la atención de Lea.

 

 

—Joder, petarda, ¿te fuiste de fiesta con las gemelas? —me preguntó Lea nada más verme en la parada del bus—. Suerte que la tita Lea está en todo y lo sabía, sabía que vendrías con esa cara de trol.

Me pasó un neceser rosa con una A grabada en el centro.

—Cógelo, estoy hasta al moño de dejarte mi antiojeras.

Lo abrí y sonreí al ver su interior: una máscara de pestañas, una sombra dúo de tonos nude, un lápiz de cejas, una BB crema y un antiojeras. Lea sabía que tenía de todo en mi tocador, por eso su gesto me encantó. La miré con los ojos brillantes, andaba un poco sensible por lo de mi madre.

—Ni se te ocurra llorar —me avisó dándome un abrazo.

—Palabrita —le dije pegada a su cuerpo.

Era de los pocos abrazos que recibía; de ella, de Natalia y los de Gorka, después de tener sexo con él. Y los necesitaba, todos y cada uno de ellos, porque echaba de menos los de mi padre, los de Judith, los de Antxon...

Una lágrima corrió por mi rostro y me obligué a retener las otras que estaban a punto de seguirla. Me la limpié con la mano y en ese momento llegó el autobús. Durante el recorrido le expliqué todo lo sucedido en casa de los Varela. No pudo evitar soltar un grito al saber quién era el hijo de aquel matrimonio y algunas personas nos miraron con mala cara. Era muy pronto para ir armando escándalo, pero a Lea eso no le importaba lo más mínimo. Me acribilló a preguntas y yo las fui respondiendo una a una hasta que llegamos al campus.

Parecía que nada había cambiado desde el día anterior, pero yo me sentía extraña. Haber cenado en casa de Thiago; saber que era el tío de la biblioteca; saber que también era el que le echó un guante a aquella chica, a Elisabet; saber que el ojazos era él; saber que su voz era la que me había puesto los pelos de punta; y saber que me consideraba una niñata... Todo aquello era demasiado, incluso para mí, que estaba acostumbrada a pasar de todo.

—¡Preciosas! —Adrián se colocó de repente a nuestro lado.

—Adri, ¿qué tal? —le saludó Lea, contenta de verlo.

Caminábamos los tres hacia el edificio.

—Os paso el folleto de la fiesta, ayer se me olvidó —nos dijo entregándonos un papel donde se indicaba el lugar y la hora de la famosa fiesta.

—Gracias, guapetón —le replicó Lea.

—¿Alexia? ¿Todo bien? —preguntó Adrián ante mi mutismo.

—¿Eh? Sí, sí, iba pensando en mis cosas —le dije viendo en sus ojos que sabía algo...—. ¿Te lo ha dicho?

—Sí, me lo comentó por WhatsApp —respondió en un tono precavido.

—Entonces te enteraste antes que yo; la petarda esta no me ha dicho nada hasta hace un rato —murmuró Lea fingiendo un cabreo inexistente.

La miré sonriendo.

—Quise preguntarte sobre el mensaje ese de Nacho y sus condones, pero me lie leyendo un libro de John Green y me dormí.

Más mentiras. Mentiras inevitables.

—¿Nacho y condones? ¡Qué combinación tan extraña! —dijo Adrián haciendo el tonto y nosotras nos reímos.

—¿Lo conoces? —le preguntó Lea.

—Sí, claro, vamos juntos y eso...

Al subir las escaleras nos cruzamos con Thiago y Luis. Nos miramos unos segundos, pero ninguno de los dos dijo esta boca es mía. Después de lo de la piscina, escapé de él y me senté junto a mi progenitora, esperando estoicamente a que terminara aquel paripé. Thiago y yo no nos dijimos nada más.

—Buenos días —oí que se saludaban entre ellos, y seguí mi camino, sin mirar atrás.

—¡Eh! Alexia, ¿dónde vas tan rápido? —preguntó Lea corriendo a mi lado.

No me había dado cuenta, pero había acelerado demasiado el paso.

—Es que no quiero ni ver al gilipollas ese... me dan ganas de vomitar, en serio.

—Lástima, tiene un buen polvo.

Puse los ojos en blanco y Lea, al ver que yo no reía, dejó de bromear.

—A ver, nena, es solo un tío más entre mil que hay aquí, ¿vale? Estamos en primero y él en cuarto, así que si no quieres verlo no tendrás mucho problema, porque dudo que coincidáis en ninguna clase. Por lo demás, es cosa tuya no echarle el ojillo.

Sonreí ante su explicación. Era verdad, no sabía por qué le daba tanta importancia, joder.

—Buenos días, chicas...

Estrella se nos unió y empezó a explicarnos que una de sus compañeras de piso se iba un par de semanas fuera porque sus padres eran de Suecia y querían visitar a la familia.

—Vaya, así tienes una habitación libre —le dijo Lea alzando ambas cejas.

—Si algún día queréis quedaros las dos a dormir, ya lo sabéis.

Lea me miró sonriendo.

—¿Dormir con Alexia? ¿Y ser la envidia de todos estos jamelgos?

Nos reímos las tres ante su tono de payasa.

—Por mí cuando digáis. Si queréis quedaros mañana..., porque llegaremos tarde de la fiesta, ¿no? —comentó nuestra nueva amiga.

Lea frunció el ceño.

—¿Qué hora es tarde para ti? —le pregunté yo.

—¿Las ocho de la mañana? —preguntó ella riendo.

—Bien, muñeca, nos vamos entendiendo —le dijo Lea abrazándola por la cintura.

Estrella soltó una risotada, de aquellas contagiosas, y nos fuimos las tres hacia el aula entre risas, planeando la juerga del día siguiente y pensando qué ponernos.

—Por cierto, señorita Martos. —Lea me miró sonriendo—. Me debes un vestido.

Su sonrisa desapareció.

—¿No te vale el neceser?

—¡No!

—¿De qué vestido habláis? —preguntó Estrella sin entendernos.

Sus bonitos ojos se clavaron en los míos durante unos segundos y supe que a partir de ese momento Estrella iba a ser una de las nuestras. Entre Lea y yo la pusimos al corriente, sin entrar en detalles, de lo sucedido con Thiago. Ella nos miraba sorprendida, pero con ganas de saber más.

—¡Madre mía, si todo esto da para escribir un libro! —exclamó Estrella.

—O dos —añadió Lea.

—O tres, si nos ponemos...

 

 

Al salir de la facultad nos cruzamos con Adrián, y Lea se detuvo para hablar con él con esa sonrisa pícara que Adri no dejaba de mirar con deseo.

—Hola, preciosa...

Apareció Nacho a mi lado como por arte de magia. Lo miré sonriendo.

—¿Qué tal, ligón?

—Qué mala fama tengo... Podrías darme tu teléfono, ¿no te parece?

Qué morro le echaba el tío.

—Podría, pero entonces sería de las facilonas y le quitaríamos toda la emoción a esto, ¿no te parece?

Mi respuesta fue rápida y Nacho soltó una sonora carcajada.

—Si haces de esto un juego, quizá te quemes, Alexia.

Estaba serio, pero sonreía con los ojos. Tenía una mirada de esas que te podían subir la temperatura unos grados en pocos segundos. No era el primer donjuán con el que me topaba.

—O quizá te quemes tú, Nacho —le repliqué aleteando mis pestañas.

—Qué peligro tienes —dijo sonriendo y acercándose a mí.

—Estás avisado...

—¿Nacho? —Una voz aguda y femenina nos interrumpió, y él dio un pequeño salto que me hizo sonreír.

¿Quién era aquella chica rubia y de ojos azules que lo miraba con mala cara?

—Gala, ¿qué tal? —preguntó él arrugando el ceño.

—No tan bien como tú. —La chica habló mirándome a mí, ladeando la cabeza, y su mirada asesina me indicó que entre ellos había algo—. Aunque alucino con tus compañías. —Su tono era muy despectivo y no pude callarme.

—¿Gala no es una marca de sanitarios? —le pregunté a Lea muy seria.

Ella me miró asombrada, sin entenderme porque estaba parloteando con Adri.

—¿Perdonaaa? —A la amiguita de Nacho, por lo visto, no le gustó mi piropo.

Lea rio sin saber de qué iba aquello.

—No sé de qué te ríes, lo pregunto en serio —le dije a Lea ignorando a la tal Gala.

—Esta tía es imbécil. —Oí que le decía a Nacho—. ¿Podemos hablar un momento?

Por dentro me partía de la risa, claro. Cuando quería, podía ser muy teatrera. De pequeña mi padre y yo siempre andábamos disfrazándonos, imitando a actores varios y representando escenas de películas que nos habían gustado a los dos.

Nacho se fue con aquella chica y Adrián me miró sonriendo.

—¿Quién es esa? —le preguntó Lea.

—Eh... Están liados —escupió como si le quemara la lengua.

—Vaya, vaya, así que está liado con Gala W. C. —les dije yo riendo.

—¿Y cuántos cuernos lleva? —preguntó Lea sin cortarse un pelo.

Era algo que segurísimo habíamos pensado las dos.

—¿Gala? Eh... Eso deberíais hablarlo con él, ¿no? —contestó Adri sin querer mojarse.

—Eso significa que le pone los cuernos —concluí yo observando a Nacho mientras hablaba con Gala.

—Está clarísimo —añadió Lea—. Pero a ti eso te da igual.

La miré con una media sonrisa.

—¿Igual? No, igual no. Joder a esa pija va a ser un buen entretenimiento.

Nos reímos las dos y Adri negó con la cabeza.

¿Parecíamos dos brujas? ¿Con poca empatía? Quizá.

No había sufrido por amor, nadie me había dejado, ni había salido más de dos o tres meses con alguien, y las razones eran varias: la primera era porque con mi padre cambiaba de ciudad tan a menudo que no me daba tiempo a salir en serio con ningún chico, aunque tampoco lo necesitaba. Un rollete por aquí, un polvo por allá y listos.

Durante el último año y medio en Madrid podría haber establecido algún vínculo más fuerte, pero no se había dado el caso también por varias razones. La principal fue aquel accidente que me convirtió en una persona bastante intratable durante los primeros seis meses. Después de aquello no me apetecía demasiado relacionarme en serio con el sexo opuesto. Era más bien un desahogo hasta que me crucé con Gorka y me ofreció cierta estabilidad a nivel sexual, porque salir juntos lo habíamos hecho muy pocas veces. La mayoría de nuestros encuentros tenían lugar en su piso, más concretamente en su cama.

Así pues, fastidiar a alguien como Gala no me quitaría el sueño. A joderse, que la vida es muy dura.