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NATALIA

 

 

Cuando Alexia despotricaba de su madre, la entendía perfectamente, porque ese odio lo sentía yo por mi padre.

Todo empezó años atrás. La crisis provocó que la tienda de mis padres no diera tantos beneficios como antes y la situación en casa empeoró notablemente. Mi madre no tiró nunca la toalla y fue ingeniándoselas para sacar la tienda adelante, pero mi padre siempre fue un inseguro y un perdedor. Era de aquellos hombres que sin una mujer a su lado no sabía hacer absolutamente nada.

Era machista de nacimiento porque mi abuela era una machista convencida: las mujeres sirven para lo que sirven. Eso a mi padre ya le estaba bien. En la tienda trabajaban los dos, pero en casa solo lo hacía mi madre mientras él se relajaba con una cerveza en la mano delante del televisor. Oí alguna vez a mi madre quejarse, pero con el tiempo optó por el silencio. Ese silencio angustioso que envolvía el piso cuando mi padre empezó a beber, a llegar tarde y a decir barbaridades a las tantas de la noche.

Cuando era pequeña, me escondía bajo las sábanas, pero no era sorda. Hasta ese momento nunca pegó a mi madre; no, no era violencia física, pero sí psicológica, que es igual de jodida que la otra: no sirves para nada, eres una mala madre, eres una inútil, no te quiero porque es imposible querer a alguien como tú, eres una ignorante, me das asco..., y un millón de comentarios parecidos a estos. Crecí en ese ambiente, intentando ignorar que las noches en mi casa no eran como las de mis compañeras. Y lo sabía porque cuando había dormido en casa de alguna de mis amigas las noches eran apacibles, sus padres se hablaban en susurros cariñosos y se dormía increíblemente bien.

Lea y Alexia no sabían nada. Ni ellas ni nadie. Había crecido con esto y no necesitaba que me mirasen con lástima ni que me juzgasen. Mi familia era así y no había más. Y mi madre siempre me había enseñado a callar.

 

—Calla, Natalia. Calla.

—Pero, mami, no me gusta que chille de ese modo.

Tenía nueve años y hasta ese momento estaba segura de que mi madre era mi tabla de salvación y yo la suya. Mi padre siempre le decía que si no fuera por los niños le hubiera dado una buena paliza.

—Lo sé, pero es mejor callar.

 

Pero a veces callar no es la solución y llegó el día en que le puso una mano encima. Lo vi todo escondida tras el marco de la puerta. Mis hermanos tenían veinte años y yo diez. Llegó muy bebido y la buscó a gritos por toda la casa. Mi madre salió de su habitación diciéndole que me iba a despertar y él, en un arrebato, le dio una bofetada que la hizo caer al suelo. Me tapé la boca con las manos, muy asustada. Lo siguiente que vi fue que mi padre la cogió del cabello y que ella intentó no gritar. Por mí. Lo sabía y cerré los ojos con fuerza esperando que aquello solo fuera una pesadilla más. Pero no, fue real.

Al día siguiente mi madre iba muy maquillada. Y ella no se maquillaba para ir a trabajar.

Aquello se repitió otras veces; no era algo diario, pero sí demasiado continuo. Cuando cumplí los dieciséis años, me metí en medio de una de aquellas disputas y mi padre me dio una sonora bofetada. Me dio igual, seguí metiéndome en medio porque no podía permitir que mi madre sufriera de aquel modo. A veces resultaba, otras no.

Mis hermanos estudiaban fuera y mi madre me prohibió rotundamente comentarles nada de todo aquello. Me decía que si ellos se enteraban podían hacerle algo a mi padre y quizá acabarían encerrados o a saber cómo...

A los dieciocho años pensé en irme de esa maldita casa, pero ¿cómo iba a dejar sola a mi madre con ese monstruo? Ella no quería ni hablar de separarse de su marido, cosa que no entendía. No me atreví nunca a decirle nada.

De momento sobrevivía, pero ¿hasta cuándo? Me daba la impresión de que Lea y Alexia sospechaban algo, sobre todo Alexia, cuyos ojos me traspasaban el alma. ¿Podía ella estar enterada de lo que se cocía en mi casa? Sabía que Alexia no soportaba esas actitudes machistas y que de saberlo hubiera insistido en que hiciera algo, pero es que no podía. Mi madre no iba a dejar a mi padre y no serviría de nada que yo lo denunciara. Mi madre acabaría pagando por mi rebeldía.

Qué sencillo era pensar que una podía escapar de esa situación.