MAMÁ
Alexia, con sus dieciocho años, pensaba que podía fastidiarme de alguna manera, pero cuando ella llegaba, yo había dado ya cinco vueltas y me había tomado un café.
De acuerdo, me sorprendió que hubiera averiguado que Joaquín y yo éramos amantes. Lo supe en el momento en que lo medio insinuó. Pero en parte casi era mejor, porque así no tenía que esconderme en el dúplex. Estaba harta de hoteles de lujo, me apetecía tenerlo en mi cama. Y hacerla callar iba a ser muy fácil, tanto que a veces no podía creer que esa chica fuera mi hija.
Realmente no teníamos una relación de madre e hija. Mi exmarido la prefirió a ella desde el primer día, así que opté por no seguir con aquella farsa. Nuestra relación no era idílica, pero en la cama funcionábamos bastante bien. Emilio era un hombre fogoso y sabía satisfacer a una mujer. Pero cuando me quedé embarazada todo se fue al garete.
Desde el primer mes de embarazo odié a ese ser que gestaba en mi interior. No podía dormir, tenía siempre náuseas, me disgustaban demasiados olores y lo peor de todo: mi cuerpo se convirtió en una masa deforme que no reconocía delante del espejo. Jamás quise que el tiempo pasara más rápido que durante aquellas cuarenta semanas. Qué agonía.
Para más inri, mi marido se empeñó en que se llamara Alexia, como yo. Según él, era un nombre con fuerza y carácter, y estaba seguro de que aquella criatura sería valiente y tenaz. A mí me dio igual porque la mayoría de la gente me llamaba Álex.
Por suerte para mí, el parto fue natural y no hubo ningún contratiempo. Cuando me colocaron a la niña encima, no sentí nada. ¿Emoción? Ninguna. Ella abrió de repente sus ojos y me miró. Yo solo pensé que me quitaran a esa criatura ensangrentada de encima. Necesitaba descansar, necesitaba una buena ducha y necesitaba recuperar mi vida.
¿Mi vida? Si lo llego a saber antes...
Estuve un mes con unas ojeras de campeonato porque allí no había quien durmiera. Alexia tomaba cada tres horas el biberón y, aunque mi exmarido se encargaba de las noches, la niña lloraba cuando tenía hambre, con lo cual me despertaba y me costaba un año coger el sueño. Otra agonía sumada a los pañales, los malos olores, los montones de ropa, las visitas al pediatra y el no poder volver a nuestra vida normal.
No lo soporté. Los últimos días ni quise cogerla. Emilio estaba muy enfadado conmigo, pero no bajé del burro, aquello no estaba hecho para mí.
Yo tenía una carrera prometedora por delante como abogada. Era la mejor de mi promoción y sabía que podía llegar a crear un imperio si quería. Pero no con un bebé maloliente y llorón de por medio.
Y ahora que la tengo en casa y ya es mayorcita cree que me va a incordiar de nuevo.
—¿Hola? —Cogí el teléfono en horas de trabajo sabiendo quién era.
—Regreso mañana.
—Perfecto.
—¿Alguna novedad?
—Ninguna, todo marcha bien.
—¿Y el sobre ese?
—No te preocupes por nada. Tú haz lo que debes. Yo te avisaré de sus movimientos.
—Está bien.
Colgué con una sonrisa en los labios. Me encantaba cuando las cosas salían como yo esperaba.
La venganza se sirve en un plato frío, el de mi querida hija iba a estar helado.