1

Fantasía romántica vs. realidad

Cuando te deseo, una parte de mí desaparece...

ANNE CARSON,
Eros: Poética del deseo

Mi beso con Ben fue el primer beso de mi vida. Tenía catorce años y no estaba segura de nada: de qué música me gustaba, qué marca de zapatos usar o qué clase de persona quería llegar a ser. Solo estaba segura de una cosa: lo deseaba. En aquel momento, en el que todas las decisiones del mundo se presentaban ante mí y fácilmente podía elegir las equivocadas, era un alivio experimentar algo en lo que tenía tan poco control. Era como si el sentimiento me hubiese elegido a mí, y no al revés.

Lo conocí un año antes de nuestro primer beso en un cine. Tenía trece años y él doce (era seis meses menor que yo). Iba a la misma escuela que mi hermano y un día vino a casa a jugar con él. Cuando lo vi por primera vez, estaba fuera de mi habitación, parado frente a la escalera y jugando con un yoyó de color amarillo pollo. «Hola», me dijo. «Hola», respondí. Flechazo instantáneo. Fue el comienzo de un enamoramiento que duraría quince años. Después me dediqué a recolectar datos de su existencia como si fuesen parte de una investigación forense: la posición exacta de esa peca en su brazo, la forma en la que untaba la mantequilla en el pan, cómo entrecerraba los ojos al sonreír, todas las veces que reía, etc. Durante ese tiempo, mientras anhelaba que se fijara en mí, aprendí que el amor era algo que te pasaba o no. Un regalo que podías recibir o que te podían negar.

Nuestro romance a lo largo de aquellos años fue inconsistente: él me puso los cuernos cuando teníamos catorce; volvimos cuando teníamos dieciséis, la única ocasión en la que ambos nos dijimos un nervioso «te quiero»; luego, otra vez a los dieciocho. Durante estos periodos, nunca pasamos juntos una cantidad significativa de tiempo, solo una colección de días y noches en que nos besábamos, veíamos las películas de Star Wars en VHS y, a veces, conducíamos de noche por caminos rurales desiertos. El hecho de que no tuviéramos una relación verdadera no importaba. Nuestra historia existía en la ambigüedad y en todas las cosas que jamás diríamos.

Los capítulos más largos y emocionantes estaban escritos dentro de mi mente, no en la realidad. Mi narrativa imaginaria se encargó de crear un romance nostálgico y telenovelesco, al estilo del de Dawson y Joey en Dawson’s Creek, el cual siempre estaba a punto de ocurrir, pero nunca sucedía. Siempre había malentendidos por parte de ambos (como un mensaje de texto malinterpretado) o giros del destino (la desaprobación de mis padres; otra chica) que arruinaban nuestra más reciente reconciliación. ¿Por qué estaba tan empeñada en que funcionara? Cuando besó a esa otra chica en la escuela, tuve mi primera experiencia de rechazo, la cual impactó de manera negativa en mi autoestima en esa edad formativa. Desde aquel momento concebí su afecto como una especie de premio que debía recuperar para demostrar que era digna de ser amada. Otra parte de mí, la que buscaba recrear la relación de mis padres, también se encargaba de mantener a Ben en órbita. Mis padres se conocieron en la escuela cuando tenían quince años, y su modelo de amor, que era más romántico que el de cualquiera de las novelas de mi estantería, fue el primero que tuve en la vida. Si ya de por sí tenía a Ben en un pedestal, la idea de un amor adolescente que dura para siempre se encontraba en otro incluso más alto.

¿Cuántos de nosotros idealizamos estas historias de amor adolescente, en las que anhelar es más importante que saber y la fantasía supera a la realidad? Esta clase de amor joven siempre se caracteriza por una hermosa intensidad; se entiende cuando eres adolescente, ya que tienes mucho tiempo libre y las hormonas te dominan. Podríamos incluso decir que esas obsesiones son una especie de creatividad: la manera en la que la imaginación juvenil puede usar los vagos detalles de una conexión ordinaria y crear un mundo nuevo a su alrededor. Así que no, no me arrepiento de mi primera fantasía romántica, pero sí me arrepiento del modelo de amor que obtuve de ella y de todos los años sucesivos en los que traté de moldearme para encajar en dicho ideal.

Durante mis años universitarios, Ben y yo seguimos jugando al tira y afloja con nuestro afecto. Él me mandaba CD caseros y notas ambiguas que yo guardaba en cajas de zapatos bajo mi cama. Me enviaba correos nostálgicos que mi novio de entonces descubrió y se molestó. En mi memoria, aquella era la primera vez en la que él me deseaba más a mí que yo a él, pero, si le preguntaran a él, es posible que su historia sea otra (siempre hay dos versiones de todo). Aun así, cuando me sentía nostálgica, dormía con su camiseta negra desgastada de H&M, pues él se había convertido en un recuerdo que asociaba con el hogar, algo que me ataba a una versión anterior de mí misma. Una a la que era reconfortante regresar cuando el presente se volvía confuso.

Lo irónico es que estaba confundida precisamente porque seguía llevando a cuestas las inútiles lecciones que había aprendido de aquel enamoramiento adolescente, y las estaba aplicando a las relaciones que tenía en la veintena. Mi patrón de comportamiento era casi siempre el mismo: empezaba a salir con alguien nuevo, lo idealizaba, ocultaba partes de mi personalidad e interpretaba el papel de una mujer más agradable de lo que creía ser. Esa mujer nunca pedía nada. Por lo general, salía con estas parejas durante meses, a veces hasta más de un año, sin llegar a ser «novios» y sin alcanzar un verdadero nivel de intimidad. Y, al igual que con Ben, todos estos hombres me lanzaban indirectas sobre sus sentimientos sin hablar de ellos en realidad. Como responde Marianne a Elinor en Sentido y sensibilidad, cuando esta le pregunta si Willoughby alguna vez le ha dicho «te quiero»: «Estaba implícito siempre, pero nunca declarado abiertamente. A veces creía que lo había hecho... pero nunca ocurrió».

Cuando no eres honesto en una relación, ya sea con la otra parte o contigo mismo, es como tratar de cerrar un frasco de mermelada cuando la rosca de la tapa no encaja: los demás quizá crean que la estás poniendo bien, pero tú puedes sentir cómo no encaja y, por más que lo intentes, el frasco nunca quedará bien sellado. Esto es lo que pasaba en todas mis relaciones: sentía que algo no encajaba desde el principio, por lo que vivía en un estado de ansiedad constante; trataba de lograr cualquier nivel de intimidad con esa preocupación enterrada en mi mente, sospechando todo el tiempo que la otra persona no me deseaba, pero demasiado asustada como para preguntar. Debido a ello, me volví tan buena fingiendo que no necesitaba nada que olvidé cómo ser yo misma. También confundía inestabilidad con atracción, porque las migajas de afecto que los hombres me arrojaban me resultaban más emocionantes debido a su inconsistencia: un mensaje de texto sorpresa a la 1:30 de la madrugada que decía «¿estás fuera?» o la promesa de un «te quiero» borracho que no volvía a mencionarse cuando estábamos sobrios. Los hombres con los que salía nunca me dejaban, pero tampoco se comprometían del todo. Siempre tenían un pie dentro y otro fuera, como el novio de mi amiga, que se mudó con ella, pero dejó casi todas sus pertenencias en la casa de sus padres.

Lo que era más consistente que cualquier clase de afecto era una crueldad negligente, tal vez involuntaria, que fui aceptando en silencio y que sirvió como una prueba más de que no merecía recibir amor. Como cuando un hombre me dijo que mis labios siempre estaban secos mientras me besaba en la cama, o cuando otro me acusó de usar demasiado maquillaje, o cuando otro más me espetó que «la inseguridad en una mujer no es nada atractiva» después de haberme atrevido a preguntarle por qué tardaba tanto en responder a mis mensajes. Descubrí que el lugar más solitario del mundo es la cama, acostada al lado de alguien que te hace sentir pequeña y te da la espalda mientras tú esperas que se dé la vuelta y te abrace.

En aquel momento identificaba esta supresión del yo como una vergüenza privada y fuera de lugar. Sin embargo, ahora entiendo que es un problema bastante común. He hablado con innumerables personas que, a pesar de estar seguras de sí mismas en aspectos laborales, familiares y con sus amistades, se pierden en las relaciones. Moldean su personalidad para ajustarse a lo que los demás buscan y olvidan sus propias necesidades y deseos para tratar de anticiparse a lo que sus parejas puedan querer. Este encogimiento del yo empieza con detalles sutiles: fingir que quieres acompañarlo a ver una película de terror en el cine; crear listas de reproducción en Spotify con canciones para impresionarlo, en vez de con las que de verdad quieres escuchar; comprar un vestido que se sale de tu presupuesto solo porque crees que podría gustarle. Y, de pronto, rechazas los planes con tus amigos solo para poder estar disponible en caso de que esa persona especial te diga de quedar en el último minuto. Actúas como si no fuese grave que no llegue a tu fiesta de cumpleaños hasta las once de la noche. Finges que no necesitas poner etiquetas a la relación o mantener una comunicación constante o recibir esos pequeños detalles de amabilidad que te hacen sentir querida. Finges que no necesitas nada.

Cuando le pregunté a la psiquiatra Megan Poe por qué la gente pierde su sentido de identidad cuando está en una relación, me respondió que, a veces, esto se debe a que tratamos de «ecolocalizar al otro y no revelar el yo» para fundirnos con ellos. Según la doctora Poe, quien impartía un curso sobre el amor en la Universidad de Nueva York, «la gente piensa que, si se adapta al otro, significa que son compatibles, pero eso solo los vuelve más inseguros porque dejan de ser ellos mismos». Este comportamiento también confunde a tu pareja, porque ya no reconoce a la persona en la que te has convertido. «Cuando surgen muchas personalidades falsas, la situación se puede tornar incierta —afirma la doctora Poe—, e, inevitablemente, el otro piensa: “¿Dónde está? Ya no reconozco a la persona de la que me enamoré”.»

En 1977, durante un discurso de graduación en el Douglass College, Adrienne Rich dijo que la responsabilidad que tenemos con nosotros mismos «significa insistir en que aquellos a quienes otorgamos nuestra amistad y nuestro amor sean capaces de respetar nuestra mente. Significa ser capaces de decir, como en Jane Eyre, de Charlotte Brontë: “Poseo un escondido e innato tesoro que me bastará para vivir si he de prescindir de todo placer ajeno a mí misma, en el caso de que hubiese que pagar por la dicha un precio demasiado caro”». Mientras buscaba la cita original de Jane Eyre, encontré otra que viene antes de la de Rich: «Puedo vivir sola, si el respeto por mí misma y las circunstancias me obligaran a ello». Al leer ambas líneas juntas, me percaté de que había hecho todo lo contrario que Jane. Perdí de vista mi tesoro interior (y, con él, mi capacidad para abandonar una relación). Como resultado, perdí el respeto por mí misma. ¿Y por qué? No por amor, sino por una corazonada que me decía que todos los hombres con los que salía eran seres humanos extraordinarios, más inteligentes e interesantes que yo (no es casualidad que siempre saliera con periodistas, creativos publicitarios y escritores; todas eran carreras a las que aspiraba, pero que no me había atrevido a seguir). No fue hasta que años después entrevisté al psicólogo clínico Frank Tallis cuando entendí lo engañosa que podía ser esa corazonada. Porque, como el doctor Tallis me explicó, solemos «agrandar nuestra propia confusión o falta de percepción» cuando no tenemos evidencia de una verdadera intimidad. Usamos palabras como química o corazonada porque no tenemos nada tangible en lo que basar nuestros sentimientos, ninguna muestra de gentileza, cuidado o conexión, solo atracción. Tallis argumenta que esta falta de evidencia «se convierte en el impulsor del misticismo romántico. Uno piensa: “Ya que no puedo explicarlo, debe ser el destino. Debe ser algo muy profundo”. Pero esa es solo una falsa inferencia que alimenta a otra, y cada inferencia te va alejando más de la realidad». Mientras escuchaba su explicación me sentí muy identificada; recordé todas aquellas ocasiones en las que me sentí místicamente atraída por alguien sin saber quién era de verdad. Pero no entendía esto en aquel entonces, así que seguí borrando partes de mi personalidad para mantener relaciones que no estaban arraigadas en la realidad.

Incluso durante todos esos años en los que Ben y yo tuvimos otras relaciones, seguíamos en contacto. Nuestros padres eran, y siguen siendo, muy cercanos; así que, al crecer, fuimos juntos a muchas vacaciones familiares, así como siempre regresábamos a nuestros pueblos natales, que estaban a cinco minutos de distancia. De vez en cuando tonteábamos, nos besábamos o hablábamos durante horas por teléfono por las noches. A veces lo llamaba cuando me sentía sola. Otras veces, él me llamaba cuando, creo, se sentía perdido. En términos generales, éramos amigos y nos usábamos el uno al otro cuando necesitábamos atención. Pero hubo una ocasión, cuando teníamos casi treinta años, en la que retomamos nuestro romance brevemente, durante un mes o dos. Parecíamos adultos fingiendo tener trece años de nuevo; eso me entristeció. Y mientras trazaba las diferencias entre nuestros cuerpos adultos y adolescentes en la cama (su abdomen más suave y lleno, mis muslos más grandes y con celulitis), no supe si estaba tratando de encontrar a la persona que conocía o a alguien que nunca llegué a conocer del todo. Creo que ambos buscábamos en el otro las respuestas a nuestros problemas de adultos y de intimidad; un lugar donde nunca las encontraríamos.

Un año después salimos a tomar la que sería nuestra última copa juntos. Más tarde, aquella noche, de pie en la acera en el exterior de un bar en Soho, me percaté de que entre nosotros flotaba una decisión que no tenía nada que ver con la persona que estaba frente a mí. Una decisión entre la inmadurez y el crecimiento, entre la fantasía y la realidad. ¿De verdad quería seguir evadiendo cualquier tipo de intimidad y apoyarme en la seguridad de un amor nostálgico que no me impulsaba a intentar nada diferente? No. Quería una relación real que existiera en el mundo real. Y eso requeriría valor, autocomprensión, tal vez un poquito de soledad y mucha responsabilidad. Parte de esa responsabilidad implicaba no llamar a Ben cada vez que me sintiera sola. Significaba reflexionar sobre el papel que asumía al idealizar a los hombres en vez de verlos como en realidad eran, y encontrar ese tesoro interior que había perdido en el proceso. Implicaba, como bell hooks escribió en Todo sobre el amor, querer descubrir «el significado del amor más allá del mundo de la fantasía, más allá de lo que imaginamos que puede ocurrir». Aún sentía que mostrarme tal y como era ante una nueva persona era un riesgo, pero en alguna parte de mí había surgido un nuevo entendimiento: que el riesgo de no hacerlo, de nunca ser visto, de nunca expresar tus necesidades, de nunca dar ni recibir amor verdadero, era mucho mayor. Después de años desempeñando un papel pasivo en las relaciones, entendí que sí tenemos alternativas, incluso si es difícil verlas al principio. Y mis opciones eran o quedarme en la fantasía de mi mente o salir de ella y empezar a vivir.

 

*

 

Pensar en la persona que eras en tus relaciones pasadas provoca una sensación extraña: es una mezcla de tristeza y comicidad, de mortificación y frustración. Pero, así como uno aprende a reírse con los amigos de los momentos vergonzosos (una de las pocas ventajas de cometer errores en tus relaciones), mi vergüenza había sido reemplazada por compasión hacia la versión más joven de mí misma, esa que ansiaba desesperadamente encontrar el amor y lo buscaba en los lugares equivocados.

En parte, aún me arrepiento de todos los años que desperdicié preocupándome de haber «fracasado» en el amor o de que nunca lo encontraría. Por otra parte, me aterra pensar que estaba tan obsesionada con una fantasía que, cuando me di de bruces con la oportunidad de encontrar el amor verdadero, cuando conocí al hombre con el que algún día me casaría, casi lo dejo pasar. Sin embargo, también sé que estos «fracasos» son los que me han traído hasta aquí. Como afirmó Hilary Mantel cuando la entrevisté: «Es necesario cometer algunos errores; son errores creativos». Tenía razón; fue justo gracias a esos errores torpes y a aquellos años de anhelo que encontré la raíz del primer planteamiento de este libro: ¿cómo encontrar el amor?

Creo que, antes de tratar de responder esa pregunta, sería útil analizarla un poco más a fondo. Porque ¿cómo podemos descifrar cómo encontrar el amor sin cuestionarnos lo que esa palabra significa en realidad? De eso tratan las siguientes entrevistas: ¿de qué manera nuestra definición del amor puede tener un impacto en la forma y el lugar donde lo encontramos? ¿Qué clichés son de utilidad y cuáles deberíamos descartar? ¿Cuánto control tenemos realmente sobre cómo encontramos el amor? Las respuestas a estas preguntas no incluyen trucos para usar aplicaciones de citas ni estudios basados en porcentajes sobre los lugares más probables para encontrar pareja. Pero espero que sean un aliciente para ampliar nuestra comprensión del amor y para aprender a ver señales que tal vez estemos pasando por alto.

 

*

 

Cuando buscaba el amor a los veintitantos, parecía haber dos tipos de personas: aquellas que encontraban pareja con facilidad y que se mostraban satisfechas cuando estaban (brevemente) solteras; y aquellas para las que encontrar el amor parecía una tarea imposible, que se consideraban incapaces de hallar la felicidad por sí solas, pero que tampoco conseguían ir más allá de las etapas iniciales de una relación. Yo siempre pertenecí a la segunda categoría. Así que cuando un colega me dijo que «si alguien está soltero durante mucho tiempo sin quererlo, suele haber alguna razón», a pesar de que en realidad el comentario no era útil, me aferré a sus palabras como si fuesen la evidencia de que había un motivo concreto para mi soltería. ¿Era demasiado exigente? ¿Demasiado intensa? En aquel entonces no sospechaba que parte del problema no tenía que ver con quién era yo, sino con el contexto en el cual solía buscar el amor.

Cuando empecé a entrevistar a personas acerca de sus relaciones, me di cuenta de que gran parte de ellas también caían en la trampa de centrarse demasiado en el amor romántico. Muchas culpaban de su obsesión por el romance a la narrativa de los cuentos de hadas, tan común en la cultura popular. En mi caso, es obvio que estos relatos desempeñaron un papel importante, pero también había una dañina visión sobre la soledad que, de algún modo, se había filtrado en mi perspectiva sobre el amor. ¿Por qué creía que estar sola era una tragedia? ¿Y qué efecto tenía ese miedo en mi búsqueda del amor? Esperaba que Alain de Botton, filósofo y fundador de The School of Life (la «Escuela de Vida»), tuviera las respuestas.

Alain fue una de las primeras personas a las que entrevisté sobre el tema, porque fue uno de los primeros en alentarme a ver su complejidad. De su novela El placer del amor, aprendí sobre el encaprichamiento: las fantasías, los puntos de partida equivocados, las obsesiones y las historias que proyectamos en los demás. Y más adelante, con su libro La fatiga del amor, aprendí sobre los desafíos que conlleva la intimidad mucho después de que el brillo del deseo haya desaparecido. Pocos saben cómo analizar el amor con un rigor tan meticuloso y pragmático como Alain. Así que no me sorprendió que fuese directo al meollo del motivo por el cual, para algunos de nosotros, la búsqueda del amor resulta una experiencia tan vulnerable.

LA PSICOLOGÍA DE ESTAR SOLO
Conversación con Alain de Botton

NL: Las personas suelen caer en la trampa de concebir el amor romántico como la solución a todos sus problemas. ¿Cómo dificulta este malentendido la búsqueda de una relación?

 

AdB: Esa idea da a entender que, si la búsqueda de pareja no funcionó, es una tragedia y, básicamente, has desperdiciado tu vida. Sienta un precedente frenético e inútil para la búsqueda del amor. Lo mejor es, y esto puede aplicarse para todo lo que uno desea obtener, mentalizarte de que tienes la capacidad de alejarte si aquello que buscas no llega a funcionar. De otro modo, quedas a merced de la suerte y la gente abusa de tu desesperación. Así que, curiosamente, la capacidad de decir «puedo estar solo» es una de las mayores garantías de que algún día podrás ser feliz con alguien.

La psicología de estar solo es interesante, porque cada uno la experimenta de un modo distinto: más o menos humillante, dependiendo de la historia que nos contamos. Por ejemplo, si estás solo un lunes por la noche, no sueles sentirte mal al respecto. Piensas: «He tenido un largo día de trabajo y me queda toda una semana por delante, así que me viene bien estar algo de tiempo a solas». Por otro lado, si estás solo un sábado por la noche, podrías pensar: «Pero ¿qué es lo que me pasa? Todo el mundo está fuera disfrutando de sus maravillosas vidas con alguien».

Por lo general, pensamos en la existencia de los demás de forma muy simplificada, lo que agrava nuestra desesperación ante la soledad. Cuando estamos a solas, tendemos a imaginar que todos, salvo nosotros, tienen relaciones felices. Es muy fácil dar por hecho que somos «la única persona relativamente decente a la que esto le pasa». Y no es así: hay muchos seres humanos dignos y competentes que se encuentran solos, por el motivo que sea. No tiene por qué ser una tragedia.

 

Pero, a veces, uno sí se siente solo cuando sus amigos con pareja, que por lo general están disponibles entre semana, desaparecen durante el finde. ¿Cómo crees que podemos cambiar la manera en la que percibimos esos fines de semana?

 

Para empezar, hay que identificar el origen del problema. El problema no es estar solos, sino estar solos cuando, en nuestra mente, hemos creado todo un relato sobre los seres humanos y cómo la compañía encaja en él. En vez de salir a aprender a bailar simplemente para evitar la agonía de la noche del sábado, podrías cambiar la historia mental que tienes sobre lo que significa estar solo. Porque si estar solo un lunes está bien, pero es una tragedia un sábado, el problema no es el hecho objetivo de estar solo, sino la historia que nos estamos contando.

 

Alguna vez me dijiste que cuando usamos la palabra amor, en realidad pensamos en conexión. Eso me hizo pensar en todas las ocasiones en las que creía que no había amor en mi vida, cuando no era el caso. ¿Resulta útil reevaluar lo que significa la palabra amor?

 

Sí, o reevaluar lo que en verdad buscamos del amor. Hay quien afirma sentir que su vida está incompleta si no tiene una relación, pero al preguntarle qué aspecto de la soltería le provoca esta desesperación, por lo general las respuestas son pequeñas áreas de incomodidad que pueden resolverse de otro modo. Algunas personas aseguran querer amor, pero, cuando las obligas a pensar en los motivos, descubres que en realidad lo que buscan es una conexión. ¿Es imprescindible tener una relación para eso? No necesariamente, porque uno puede establecer conexiones fuera de una relación. Hay gente que dice: «Busco estimulación intelectual». Bueno, ¿es imprescindible tener una relación para eso? De nuevo, no necesariamente. Muchas de las cosas que asociamos con el amor de pareja están a nuestra disposición en otros lugares. Por ejemplo, la jerarquía entre las amistades y las relaciones románticas está mal alineada, lo cual es una tragedia. A mí me resulta extraño ver cómo hemos relegado a las amistades al final de nuestra fila de prioridades. No siempre fue así: a principios del siglo XIX, en Alemania, tener un buen amigo se consideraba más importante que tener un amante, y estaba muy ligado al origen de la felicidad.

 

Un tema sobre el cual siempre recibo distintas opiniones es el cliché de que tienes que amarte a ti mismo antes de poder amar a alguien, y me lleva a preguntarme si, en vez de amor propio, el conocimiento propio sería un objetivo más útil. ¿Qué opinas al respecto?

 

Yo también me centraría primero en el conocimiento propio y en la capacidad de comunicarlo. Si alguien me confesara «no me gusta todo de mí, pero estoy interesado en conocerme y puedo comunicar la realidad sobre mí mismo a los demás», me parecería más reconfortante que alguien que me dijera «soy perfecto». Reconocer tus heridas, tu dolor y tus insuficiencias es, en realidad, algo muy romántico. De hecho, si te centras demasiado en la admiración propia, puedes terminar distanciándote de los demás, mientras que comprometerte con tu propia vulnerabilidad es clave para crear un vínculo. Cuando hablamos de amor propio, lo más importante no es amarte a ti mismo, sino aceptar que todos los seres humanos tenemos un lado menos admirable, de modo que este no tiene por qué acabar con tus posibilidades de tener una buena relación; no significa que seas alguien terrible que no merece amor, sino que eres parte de la familia humana.

 

Si no te valoras o no te entiendes a ti mismo, ¿corres mayor riesgo de perderte en una relación?

 

Suena extraño que podamos perder el contacto con nosotros mismos. ¿Cómo es eso posible? Somos quienes somos, ¿cómo podemos llegar a perder parte de nuestro ser por estar con otra persona? Sin embargo, a veces la información que recibimos de nuestros sentidos y de nuestra parte emocional es anulada por la información que recibimos de otros. Un ejemplo clásico de esto es cuando decimos «estoy un poco triste» y alguien nos responde: «No, claro que no. Estás bien. Te está yendo muy bien». Dicha afirmación puede hacerte pensar que tu punto de vista no es legítimo y que ellos tienen razón: estás bien. Cuando, en realidad, tal vez sea importante que pongas todo en perspectiva y reconozcas que sí estás atravesando dificultades.

Una forma de no perder de vista el riesgo de perderte en una relación es a través del prisma del amor y el odio hacia ti mismo, pero otra es preguntarte: ¿cuánta fidelidad voy a exigirme para estar seguro de mis propios sentimientos? Y ¿cuántos de mis sentimientos voy a dejar que sean anulados por historias que vienen del exterior? Porque, por lo general, cuando estás en una relación, la otra persona suele tener una idea de lo que es bueno para ti o de lo que está bien y mal en el mundo. Y la capacidad de afirmar «lo que dices es interesante, pero yo tengo mi propia realidad y no estoy seguro de que encaje con la tuya» depende de cuánto la hemos practicado desde la niñez, como un músculo que se ejercita. Normalmente no es el caso, ya que muchos aspectos de la realidad de un niño son anulados por los padres. Si un niño dice: «Quiero matar a mi abuela. Es muy tonta», el padre suele responder: «No, no es así. Tú quieres mucho a tu abuela». En realidad, una respuesta más sabia indagaría en el asunto: «Supongo que todos nos enfadamos un poco con los demás de vez en cuando, ¿no? ¿Te ha decepcionado la abuela? ¿Por qué crees que estás enfadado con ella?». Así, el niño puede analizar sus sentimientos para entender el motivo y puede hablar al respecto. Pero la gente suele ignorar los pensamientos perturbadores de sus hijos, y los alientan a hacer lo mismo. Entonces, al crecer, creen que esos sentimientos no son válidos.

 

Al inicio de mis veinte, lo que me traía disgustos en las relaciones era seguir esa especie de «misteriosa corazonada». ¿Por qué crees que hacer eso puede llevar a situaciones problemáticas cuando se trata de amor?

 

Nuestras emociones no son del todo fiables: cuando tienen un objetivo en la mira, tienden a apuntar demasiado lejos o demasiado cerca. Por ejemplo, piensa en el miedo. Solemos temerles a cosas a las que no deberíamos, en vez de a las cosas dignas de temer. Les tenemos miedo a los fantasmas, pero no nos asusta lo cortas que son nuestras vidas o la posibilidad de desperdiciar nuestros verdaderos talentos. No se nos da muy bien saber a qué debemos temer o a quién debemos amar (ni en qué medida). Si aparece un candidato sumamente encantador, corremos el riesgo de perder la cabeza. Empezamos a imaginarnos quién es, cómo sería vivir juntos para siempre, y vemos a esa persona como la fuente de la felicidad absoluta. En casos como este, sería útil reconocer que se trata de un enamoramiento. Siempre debería de haber una parte de nuestra mente que sea consciente de lo que está pasando y comprenda el entusiasmo sin perder de vista la realidad. Así tendríamos presente que, a fin de cuentas, se trata de un desconocido; que una buena tarde o un buen fin de semana juntos no lo es todo; que estos sentimientos no pueden usarse para predecir el futuro de manera fiable. Creo que esas dos perspectivas son compatibles: se puede disfrutar del enamoramiento y, por otro lado, razonar. Es como cuando vemos una película de terror: parte de nuestra mente está muerta de miedo («oh, por Dios, ¡ahí viene el monstruo!»), mientras que la otra piensa: «No, es una película. No es real». Podemos adoptar roles similares (ser el que observa y el que siente) en las primeras etapas del amor.

 

Cuando uno está en medio de un enamoramiento intenso, puede ser difícil darse cuenta de que es una fantasía. ¿Existe alguna señal?

 

La escala de idealización. Si se te olvida que acabas de conocer a otro ser humano, y no a una divinidad, al final será muy frustrante cuando te des cuenta de que también tiene sus defectos. Así que resulta útil ser algo pesimista respecto a las personas, pero creo que eso puede ser compatible con la amabilidad y el entusiasmo. Uno de los mejores modelos de amor es el de los padres hacia sus hijos. Los padres los quieren mucho, pero, al mismo tiempo, hay veces en las que no les agradan tanto: les aburren, creen que se portan mal o quieren descansar de ellos. Todo eso también ocurre en las relaciones amorosas entre adultos: a veces nos hartamos o nos damos cuenta de los evidentes defectos del otro, pero seguimos estando a su lado. Nos molestan, pero seguimos amándolos.

 

Eso me hace pensar que idealizar a alguien es de hecho lo opuesto a amarlo, porque significa que rehúsas verlo en su totalidad, ¿cierto?

 

Así es, no lo estás viendo de forma adecuada. En realidad, nadie quiere ser idealizado: todos queremos ser vistos, aceptados, perdonados, y saber que podemos ser nosotros mismos, incluso en nuestros momentos menos edificantes. Por lo tanto, ser el receptor de los sentimientos de idealización de una persona puede resultar alienante. En apariencia, nos ven y admiran como nunca antes, pero, en realidad, se olvidan de muchas partes importantes de nuestro ser.

 

En el tema del amor, una de las cuestiones que más se me atraviesan es el control. Porque, en cierto modo, creo que tenemos más poder sobre el amor de lo que nos han hecho pensar, y es importante saber que no jugamos un papel pasivo. Por otro lado, me pregunto si es necesario reinstaurar la importancia de la suerte, porque, aunque una tenga la mente abierta, sea consciente y esté dispuesta a conocer a alguien, a veces las cosas no salen como esperamos.

 

No hace falta ser religioso para pensar que la suerte desempeña un papel importante y que la vida de las personas es un gran misterio. La influencia que tenemos sobre ciertas cosas es en realidad muy limitada. Podemos creer que si tomamos las decisiones correctas o si leemos todos los libros sobre el tema, reducimos las posibilidades de fracasar y adquirimos un mayor control, pero eso es solo parcialmente cierto. No tenemos forma de saber cómo se sienten los demás en algún momento determinado de sus vidas. Tal vez simplemente no les gustes y, aunque es algo muy desafortunado, no debemos luchar contra ello, sino aceptarlo, como hacemos con el mal tiempo. No podemos controlar el clima, como tampoco podemos controlar el hecho de que otros nos encuentren atractivos o no. Así que, en efecto, resulta útil hacernos a la idea de que, incluso si estuviéramos solos, eso está bien. Para llegar a esa aceptación es necesario hablar con más gente: personas divorciadas que seguro que tratarán de disuadirte de tener relaciones a largo plazo; personas mayores que han pasado toda su vida solos y satisfechos; sacerdotes, monjas y monjes. Tenemos que alejarnos de esta estrecha y punitiva visión de la vida que nos dice que es necesario tener citas a los veintitantos, encontrar a nuestra pareja ideal a los veintiocho y tener a nuestro primer hijo antes de los treinta y uno o, de otro modo, nuestra vida será miserable. Si al final se cumple esta narrativa, será genial en algunos aspectos y terrible en otros. Es importante tener más imaginación respecto a nuestra percepción de una buena vida.

 

¿Qué desearías haber sabido antes sobre el amor y cómo encontrarlo?

 

Que está bien tomarse el asunto con más calma. Que las cosas pueden resultar o no, pero que, incluso en ese caso, no todo está perdido. El actual modelo en blanco y negro que nos dice «tiene que ser así para ser perfecto» simplemente no funciona. No importa a quién conozcas ni cuándo; siempre hay dolor y alegría en ambos lados de la balanza. Así que no te apegues con tanta rigidez a una sola versión de tu existencia y su significado, porque es muy probable que te equivoques. De hecho, existen muchas maneras diferentes de vivir la vida.

 

*

 

De haber tenido esta conversación diez años atrás, mi soledad hubiera sido mucho más llevadera. Alain me hizo comprender la situación de otro modo: en vez de recordar la soltería como un reflejo de los aspectos «menos admirables» de mi personalidad, me he dado cuenta de que me estaba contando a mí misma un relato poco imaginativo sobre los vínculos.

Ahora soy capaz de ver que todas aquellas ocasiones en las que me rechazaron en realidad eran futuras bendiciones o hechos que tenía que aceptar en vez de resistir. Gasté mucha energía en vano tratando de mantener estas relaciones a flote; no había necesidad de desperdiciar más preguntándome por qué alguien no me amaba o qué podría haber hecho distinto para cambiar el resultado. El único resultado posible era el que ya había ocurrido. Y, como señaló Alain, «siempre hay dolor y alegría en ambos lados de la balanza». Si hubiera seguido con alguien que conocí a los veinte, nos hubiéramos mudado a la costa, hubiéramos adoptado un perro y tenido un bebé a los treinta; esa historia habría tenido capítulos maravillosos, pero también otros más mundanos, al igual que los ha habido en la vida que he tenido finalmente. Por cada cita deprimente, surgió una maravillosa amistad; por cada sábado solitario, descubrí una nueva ambición. En mis primeros esfuerzos por encontrar el amor, la imaginación jugaba el papel de una ladrona que me robaba la verdad, la perspectiva y el tiempo. Era una distracción que no me permitía ver la realidad, que me mostraba amor donde no existía. Pero las declaraciones de Alain me hicieron preguntarme si existe una manera de usar la imaginación para ampliar nuestro concepto del amor en vez de nublarlo. ¿Podemos esbozar los distintos caminos que pueden tomar nuestras vidas? ¿Podemos imaginar los sufrimientos y alegrías potenciales de todos esos senderos? Tal vez, de ser capaces de hacerlo, nos daríamos cuenta de que después de todo no existen historias «correctas» o «incorrectas», solo una vida frente a nosotros, repleta de posibilidades.

 

*

 

Alain me convenció de que encontrar el amor partiendo del miedo no era la forma adecuada de iniciar una historia, ya que eso implica motivaciones egoístas, como evitar la soledad o depender de alguien para ser feliz, que te llevan en la dirección equivocada. Como escribió el psiquiatra M. Scott Peck: «Si ser amado es tu meta, no la alcanzarás». Fue esta frase la que me inspiró a hablar con alguien que sí había logrado tener una vida plena sin necesidad de una relación romántica, que había conseguido separarse del deseo individual de ser amado y había accedido, así, a todas las formas de conexión disponibles. Porque una cosa es saber que debes evitar que tu vida gire en torno a la búsqueda del amor romántico, y otra cumplirlo. En mi opinión, la autora Ayisha Malik lo ha logrado.

En su novela debut, Sofia Khan is Not Obliged [Sofía Khan no está obligada], y su secuela, The Other Half of Happiness [La otra mitad de la felicidad], Ayisha no solo explora cómo son las relaciones románticas para una mujer musulmana, sino que también captura el humor, el desamor y el autoconocimiento necesarios para cualquiera que busque el amor. Así que, cuando hablamos por primera vez, esperaba que nuestra conversación se centrara en el tema de las citas románticas. En vez de eso, descubrí que Ayisha tiene una visión muy amplia del amor. Lo encuentra en todas partes: en su trabajo, su fe, su familia, sus amistades, en su búsqueda constante del autoconocimiento y en el estudio de la filosofía. Le planteé la pregunta que desearía haberme hecho a mí misma hace dos décadas: ¿cómo se liberó del poderoso mito del amor romántico y aprendió a encontrar conexiones en tantos lugares?

NINGUNA PERSONA PUEDE VERTE EN TU TOTALIDAD
Conversación con Ayisha Malik

NL: ¿Cómo era tu visión del amor cuando eras más joven?

 

AM: Tenía una versión reducida e idealizada de cómo debe ser una historia de amor, y esta siempre involucraba la búsqueda de una pareja romántica. Conforme fui creciendo, aprendí que la expectativa de que alguien te salve de ser quien eres, o de lo que has o no has hecho, es una falacia. Es demasiado esperar que alguien se encargue de llenar un vacío en tu interior. Eso no le corresponde a un amigo o a tu pareja, sino a ti.

 

¿Puedes identificar en qué momento se amplió tu entendimiento del amor?

 

Aprendí parte de esa lección a los veinte, al descubrir la historia de amor que tenía con mis amigos; me di cuenta de lo profundas, sinceras, generosas y consistentes que podían ser esas relaciones. Lloviera o relampagueara, aunque fueran las dos de la madrugada, siempre estábamos disponibles para hablar y ayudarnos con todo, sin importar lo que fuera. Mis amistades me alentaron a cuestionarme quién era como persona: en qué creía y por qué lo creía.

La otra parte vino del entendimiento gradual de que nada es consistente y nadie es perfecto. Todos pueden decepcionarte, incluso tus padres. Una vez que acepté esto, dejé de esperar a alguien que me salvara o me facilitara la vida. Soy bastante sensata y equilibrada; no necesito un héroe. Si quedo con alguien, lo hago sabiendo que es un humano común y corriente tratando de encontrar su camino en el mundo, alguien con defectos que cometerá errores, al igual que yo.

 

¿La comprensión de que, además de en una relación, hay muchas formas de amar y ser amado tuvo que ver con esa aceptación?

 

Sí. Encontré amor en mis amistades, en mi trabajo y en mi fe. Antes mencioné que nada es consistente, pero eso no es del todo cierto. Incluso durante mis complicados años adolescentes y mi solitaria juventud, o cuando mis relaciones familiares y de amistad eran inciertas, Dios siempre ha sido la única presencia sólida y consistente en mi vida. Puede que la gente no lo entienda: «¿Cómo es posible que una persona racional crea en un solo Dios?». Tal vez les parezca una locura la idea de un ser omnipotente que controla todo el universo. Pero, para mí, la fe es amor. Es algo en lo que puedo confiar y que me aporta un sentido de pertenencia. Está ahí, la note o no, incluso en los momentos desesperados. Cuando una se siente completamente sola y a la deriva, una corta oración puede darte la fuerza necesaria para acceder a ese lugar interior donde se encuentra el amor.

 

¿Alguna vez te has sentido distanciada de tu fe?

 

Sí, durante un tiempo. Hubo un periodo en mi vida en el que mi único objetivo era convertirme en una escritora exitosa. Pero me di cuenta de que, con cada triunfo, mi espiritualidad se reducía. Recuerdo un día en el que estaba orando, hablando con Dios, y le confesé que, si el precio de mi éxito era perder mi espiritualidad, entonces no lo quería. Prefiero tener paz y autoconocimiento que estar luchando una y otra vez por alcanzar el éxito en un sistema que está diseñado para que siempre quieras más y más. Al vivir en una sociedad tan individualista, siempre nos centramos en lo que queremos y en lo que merecemos, y nos olvidamos de que el mundo no nos debe nada. Existen miles de millones de personas en el planeta; en el gran esquema de las cosas, no somos sino una parte diminuta del todo. Mi fe es una brújula que de manera constante me recuerda esto y me ayuda a ser humilde.

 

La fe ha sido una de las formas que ha tomado el amor en tu vida. ¿De qué otra manera ha moldeado tu percepción del amor en un sentido más general?

 

Me ayudó a dejar de querer controlar cómo se desarrollan las relaciones o mi vida a largo plazo. Renunciar a ese control implica tener fe en que las cosas ocurrirán como tengan que ocurrir, y si algún plan no sale de acuerdo con lo contemplado es porque hay algo más esperándote, solo que aún no lo sabes. Hace poco escuché un pódcast sobre estoicismo y encontré una conexión con el islam. En ambas filosofías existe la idea de que lo único que podemos controlar es cómo reaccionamos ante las situaciones y cómo tratamos a los demás. Por lo tanto, la fe ha cambiado la forma en la que veo el amor porque, en lugar de centrarme en mí misma, pienso en las personas de mi alrededor. Me ha demostrado que el significado de la vida proviene de la bondad y de la compasión que mostramos a los demás, así como de una aceptación profunda y pacífica que nos permite afrontar los problemas y las alegrías con la misma sensatez.

 

Me da la impresión de que mi falta de control en el amor es una de las cosas con las que más he lidiado, ya que por lo general creemos tener cierto poder y eso puede resultar muy confuso.

 

Sí, así es. Caemos en el engaño de creer que tenemos el control. Por ejemplo, pensemos en las citas: es un proceso muy tenso. Uno se esfuerza muchísimo en encontrar a alguien para construir cierto estilo de vida; entonces conoces a alguien y piensas: «Anda, es agradable, me gusta y le gusto». Pero, antes siquiera de llegar al siguiente nivel, ya estás imaginando todo lo que podrías perder si desaparece esa persona; estás perdiendo la idea que tenías del futuro. Estás tan concentrado en esto que ignoras las señales que te dicen que tal vez no se trate de la persona apropiada para ti. Pero, cuando renuncias a querer controlar cómo suceden las cosas, reduces el miedo a perder algo. Esto es importante, ya que el miedo a la pérdida nos lleva a tomar malas decisiones cuando se trata de amor.

 

Mencionaste que, junto a los amigos y a tu fe, el trabajo también es para ti un tipo de amor. ¿En qué sentido?

 

Un amigo me preguntó una vez: «Si tuvieras que elegir entre casarte con el amor de tu vida y escribir, ¿qué elegirías?». Respondí que escribir. Creo que la escritura es el amor de mi vida, porque puedes entender mejor la condición humana a través de ella. Todos buscamos la verdad, y yo la encuentro en las palabras. Como escritora, les muestro a los lectores una parte de mí. Solo en retrospectiva soy capaz de darme cuenta de que el propósito que he encontrado en el trabajo puede ser el amor que estaba buscando. Todos queremos pertenecer a algo, y aunque puedes encontrar esa ancla en tu familia, todos tenéis vuestras propias vidas. No pueden ser absolutamente todo para ti. Supongo que eso es lo que la gente busca en una pareja: necesitan sentirse ancladas a otra persona de manera inextricable. Yo obtengo esa sensación por medio de la escritura, porque, sin importar lo que ocurra en mi vida, me siento arraigada y ligada a mi trabajo. Sigo estando abierta a enamorarme, pero quiero que la relación de pareja sea solo una parte del rompecabezas, no la imagen completa.

 

Ese es el punto al que todos queremos llegar, pero las expectativas de los demás dificultan el viaje. ¿Alguna vez te has sentido presionada por la sociedad a tener una relación? Y, de ser así, ¿cómo lograste librarte de eso?

 

Incluso si una está a gusto estando soltera, en cuanto alguien siente lástima por ti es inevitable pensar: «¿Acaso no estoy llevando la vida que debería?». Nos pasamos todo el tiempo tratando de alcanzar metas impuestas por los demás. Perdemos de vista quiénes somos, porque estamos demasiado ocupados persiguiendo cosas externas. En lo que se refiere al amor, eso significa que la gente busca lo que está fuera de ellos (una pareja) y se olvidan de lo que está dentro de ellos (el potencial de desarrollarse y entenderse).

Vivimos en un sistema rígido en el que debemos haber hecho ciertas cosas al cumplir cierta edad. Esa idea estaba tan enraizada en mi subconsciente que ni siquiera la cuestionaba. Empecé a tener citas a los veinte porque era lo que se suponía que debía estar haciendo, no porque quisiera. Soñaba con desearlo. Veía películas sobre desearlo. Pero, en realidad, no estaba lista para una relación. También había visto cómo le presentaban «pretendientes» a mi hermana y sabía que no quería pasar por eso, porque la mayor parte de los matrimonios de conveniencia que conocía eran un total desastre. Mi padre falleció cuando éramos muy jóvenes, así que mi madre, que estaba criando a dos hijas ella sola, se sentía obligada a asegurarse de que la mayor se casara. Ella sabía que yo no lo haría, pero sigo teniendo esa presión. De hecho, hace poco mi cuñado me dijo: «Ayisha, ya es hora de que te cases». Y, cuando voy a una boda o a una celebración familiar, la gente suele señalar que sigo soltera. Parte de descubrir lo que realmente quieres hacer con tu vida implica ser selectivo con las personas que te rodean, así que ahora evito en la medida de lo posible ir a lugares donde sé que me preguntarán por qué no estoy casada. No lo hacen por amor ni por una preocupación genuina, sino solo por cotillear.

En cuanto a tener citas, he encontrado la manera de hacerlo bajo mis propios términos. Nunca he sentido un gran interés por tener hijos y, ya sin la carga de querer ser madre, puedo centrarme en buscar a una persona con la que de verdad quiera estar, lo cual me permite tomarme el proceso con más calma.

 

¿Qué consejo le darías a alguien a quien le cuesta trabajo encontrarle significado a su vida más allá de una relación?

 

Descifra qué es aquello que estás buscando fuera y que no has podido encontrar dentro de ti. ¿Quieres tener una relación porque de verdad lo deseas o porque no te quieres lo suficiente y crees que estar con alguien que te ame te validará de alguna forma? A veces la gente entabla relaciones para compensar aquello que sienten que les falta. Mucho de esto tiene que ver con el autocuestionamiento. Por otro lado, sentirse satisfecho con estar soltero es una gran bendición, pero también hay que asegurarse de no tomar decisiones basadas en la apatía, el conformismo o el temor. Podemos ser tan cínicos cuando se trata de amor que suelo preguntarme si no terminamos perjudicándonos. La idea de, por así decirlo, «ser una mujer fuerte e independiente que no necesita un hombre» puede ser peligrosa, porque ser fuerte no significa que no necesites a otras personas. No nacemos para estar solos; necesitamos vivir en comunidad, independientemente de dónde busquemos esa compañía: en una pareja, en tus amigos, en tu familia. Creo que es peligroso alejarse del amor para reivindicar el feminismo ya que, en realidad, aprendemos a conocernos en relación a aquellos que nos rodean. También es posible encontrar independencia en tus conexiones con los demás.

 

¿Qué desearías haber sabido antes sobre el amor y cómo encontrarlo?

 

Me pasé mucho tiempo pensando que el amor consistía en volcar mis expectativas en alguien que me viera por lo que soy y que me amara a pesar de todo. Pero, en realidad, se trata de algo insostenible para cualquiera, ya sea tu pareja, tu hermano o tu mejor amigo. Cada persona te ve de una forma distinta, y nadie, ni siquiera tus padres, puede verte en tu totalidad. Así que lo importante es rodearte de todas las personas diferentes a las que puedes querer y apreciar lo que cada una de ellas te aporta.

 

*

 

Me he preguntado en varias ocasiones por qué me aferraba a relaciones miserables hasta que la otra persona se decidía a terminarlas. ¿Por qué elegimos hacernos más daño en el futuro negando una verdad dolorosa en el presente? Muchos de nosotros lo hacemos. Casi todas mis amistades lo han hecho alguna vez. Una amiga mía salió con un hombre que se comprometía a acompañarla a celebraciones familiares, como bodas o bautizos, y siempre la dejaba tirada en el último momento. Otra se aferró a un tío que se olvidaba de todos los acontecimientos importantes de su vida (entrevistas de trabajo, exámenes de conducir, la cirugía cardiovascular de su madre), a pesar de que ella había ido a todos los eventos o partidos de fútbol que eran importantes para él. Otra amiga mía estuvo con alguien que le regalaba objetos absurdos, como una cuchara extraña o una sola maraca, y una salió con un sujeto que la invitaba a quedar sin acordar la hora ni el lugar, así que ella se pasaba todo el día esperando ansiosa hasta que se veía obligada a escribirle para preguntarle si la cita seguía en pie.

Cuando tuve experiencias similares, me hubiera gustado saber que es más aterrador tener una relación que te empequeñece que estar soltera. Y que la forma de enfrentarte a ese miedo es buscar distintas maneras de sentirte menos sola. Después de hablar con Ayisha, me di cuenta de que, cuando nuestra felicidad deja de depender de una sola persona, no solo encontramos la confianza necesaria para cuestionar una relación que no está funcionando, sino que podemos tener una vida más rica e interesante. Como ella misma me explicó, nadie es capaz de vernos por completo.

También aprendí que, para construir una relación romántica sólida, es necesario ser autosuficientes y autocomprendernos: dos cosas que había olvidado en mis relaciones anteriores. Antes de poder encontrarlas, como afirmó Ayisha, tuve que descifrar qué es lo que estaba buscando en el exterior que no podía encontrar dentro de mí; entender quién era en el presente y en relación con mi pasado.

 

*

 

Después de cuatro años preguntándole a la gente sobre el amor, me di cuenta de que muchos de nosotros tenemos en común un temor secreto: no ser lo suficientemente buenos. Me sorprendió descubrir que la psicoterapeuta Philippa Perry también se sentía así. La autora del exitoso título El libro que ojalá tus padres hubieran leído (y que a tus hijos les encantará que leas) es alguien a quien yo y miles de personas en todo el mundo recurrimos para tratar de entender cómo la infancia influye en nuestras relaciones adultas. Así que, después de enterarme de que ella también pensaba que no era digna de recibir amor, me di cuenta de que estos problemas no son casos aislados de fracasos individuales, sino experiencias humanas ordinarias que todos compartimos.

Yo quería descubrir cómo encontrar algún sentido en todo este desastre de malentendidos, tanto con nosotros mismos como con los demás, para poder construir un amor real en vez de una fantasía. Ya había experimentado los tumultuosos primeros meses de una relación infeliz, así que me preguntaba: ¿cómo sería el inicio de una buena relación?

NADIE ES LA «PERSONA INDICADA» PARA ALGUIEN
Conversación con Philippa Perry

NL: ¿Cuáles son los beneficios de enamorarse lentamente?

 

PP: Lo que hace que una relación de pareja sea satisfactoria es no pensar desde el principio que el otro es «el indicado o la indicada para mí». No existen las «personas indicadas». De hecho, lo que las convierte en las indicadas es el compromiso. Cuando estás comprometido con alguien y existe un verdadero diálogo entre los dos, eso quiere decir que has permitido que la otra persona tenga impacto en ti y viceversa. No sois rígidos e inflexibles, sino que os adaptáis el uno al otro. Es como frotar dos piedras hasta que encajan. Primero vienen los años de atracción sexual hasta que se desarrolla algo más profundo que os une. En vez de estar con tu idea de esa persona, empiezas a tener una relación con el ser humano real; habéis tenido el suficiente impacto mutuo como para llegar a conoceros de verdad, y conocer a alguien es amarlo. De esta forma, os transformáis el uno al otro en la persona indicada. No existe nadie que encaje a la perfección con nadie, sino que esa conexión debe ir creándose a lo largo de la relación. Es por eso por lo que las relaciones mejoran con el tiempo: porque permitimos ese impacto mutuo.

 

Cuando conociste a tu esposo Grayson, ¿sentiste una atracción instantánea o fue algo gradual?

 

Asistíamos a las mismas clases vespertinas y yo pensaba: «Oh, qué chico tan maleducado». De hecho, salí a tomar algo con otros compañeros de clase antes de quedar con él. Al principio no hubo atracción alguna, pero al cabo de seis meses congeniamos de tal manera que los encuentros casuales se convirtieron en amor. En realidad, me parece más satisfactorio comenzar así una relación. La única forma de que conozcas a una persona y en una sola cita pienses que quieres volver a verla es porque tenéis «química», lo cual es genial para un encuentro casual, pero no es un indicador de amor a largo plazo. Normalmente, quedar con alguien significa acostumbrarse a estar cerca de esa persona. Cuando te gusta alguien, o cuando lo amas, es porque te gusta la versión de ti mismo que surge al estar a su lado, y estar seguro de eso requiere tiempo. Tienes que dejarlo entrar.

 

¿Por qué tanta gente encuentra difíciles las etapas iniciales del amor?

 

A veces queremos convertirnos en la fantasía de la otra persona para no perderla. Pero entonces puede que perdamos un poco de nuestra forma de ser, lo que no permite que haya un impacto mutuo. Lo primero que tendemos a hacer es adaptarnos a la otra persona y eso es malo a la larga porque cambias de personalidad para complacerla; mientras que, cuando hay un impacto mutuo, no es necesario fingir para complacer a nadie. Permites dicho impacto porque lo requiere el flujo del diálogo y, con suerte, es recíproco.

 

Quisiera hablar sobre la transferencia erótica mutua. ¿Podrías explicar este concepto y cómo puede afectarnos cuando estamos conociendo a alguien?

 

Solemos conectar con aquello que nos resulta familiar porque nos hace sentir bien. Nuestro cuerpo tiene recuerdos inconscientes: la manera en la que el cabello de tu abuela te acariciaba la frente o los paseos a caballito en la espalda de tu padre. No nos acordamos de esos sentimientos porque nunca se expresaron en palabras: son recuerdos preverbales. Sin embargo, eso no quiere decir que no resuenen profundamente en nosotros cuando los vemos o sentimos de nuevo. Por ejemplo, supongamos que un chico y una chica se conocen y, aunque él no lo sepa, los tobillos de ella le recuerdan a los de su madre. Tendrá una sensación familiar, como si volviera a casa. A pesar de que estos son recuerdos preverbales, te sientes bien, así que es normal que pienses: «En cuanto lo conocí, supe que era para mí». El cuerpo puede conectar con muchas cosas: el sonido de la risa o la entonación de una persona al hablar. Son como ecos de un recuerdo, y cuando nos aferramos a ellos (en especial a los que tienen asociaciones positivas) nos sentimos de maravilla.

 

¿Puede ser que algunas relaciones corran el peligro de caer en un patrón en el que uno de los dos se vuelve la figura paterna y el otro el niño?

 

¡Sí, y no es nada bueno! En todas las relaciones existen roles distintos y es bueno compartirlos. Los más dominantes son aquellos que yo llamo «el soñador» y «el contable». Uno de los dos es el que tiene grandes sueños («¡Tenemos que mudarnos un año a Tailandia!», «¡Hay que montar un negocio!») y el otro es el que se encarga de la logística (pensar en las cuentas, pagar los impuestos, reservar los vuelos). En mi primera relación, yo era la soñadora y mi esposo se encargaba de las cuentas. En mi relación actual, me veo obligada con regularidad a asumir el papel de la contable mientras que Grayson se encarga de soñar. Yo me resisto a caer en el patrón. De otro modo, me pasaría toda la vida abriendo cartas y haciendo listas, sin dejar espacio para expresar mi creatividad. Lucho por mi turno para ser la soñadora.

 

Hay relaciones que atraviesan malos momentos y otras que simplemente son malas. ¿Cuáles crees que son las señales para saber que se está ante el segundo caso?

 

Cuando empiezas a sentirte solo. Si el otro te ve más o menos como tú te ves a ti mismo, o incluso si tu autoestima crece gracias a cómo la otra persona te ve, te sientes realizado dentro de la relación. Si, por el contrario, estás siendo infravalorado, entonces no estás bien. La soledad aparece cuando la otra persona no te ve en absoluto y lo que tiene es una relación con su idea de ti en vez de contigo. ¿Y si esa idea parte de una imagen negativa? Se convierte en una relación tóxica.

 

¿Alguna vez has estado en una relación en la que sentías que no te veían?

 

Cuando conocí a mi primer esposo, empecé a creer que no era nada sin él, porque no pensaba que fuese lo suficientemente buena. Él tenía unos pómulos preciosos, pero no me respetaba mucho. Mis amigos del trabajo me avisaron: «Creo que no te conviene».

También pensaba que nadie quería ser realmente mi amigo, sino que solo querían estar con él porque era muy ingenioso. Mis amistades me repetían una y otra vez: «¡No! Somos tus amigos. No salimos contigo por él», pero no servía de nada.

Un fin de semana en el que él estaba de viaje, invité a unos amigos a comer. Mientras estaba montando una mesa plegable, me pillé la mano y empecé a sangrar mucho. Les llamé para avisarles: «Lo siento, pero se cancela la quedada; tengo que ir a urgencias». No podía creerme lo que ocurrió: fueron a verme al hospital y se portaron muy bien conmigo todo el día. Después, cuando mi marido volvió a casa y vio mi mano vendada, se lamentó: «Ay, Dios, siempre te tiene que pasar algo». En vez de aceptarlo como un comentario normal, me di cuenta de que era una actitud muy distinta a la amabilidad que me habían mostrado mis amigos. «Hmm, esto no me gusta. Tengo que ponerle fin.» En cuanto me di cuenta de ello, fue sencillo. Fue como despertar.

Si la persona con quien pasas la mayoría del tiempo te hace ver que no vales mucho, eso empieza a afectar tu confianza. Así que cuando mis compañeros me dijeron «eh, no, yo soy amigo tuyo, no de tu marido», aquello supuso una gran ayuda para mí. Estaba a punto de cumplir treinta años; tenía un trabajo que me gustaba y compañeros agradables. Empecé a mirarme con otros ojos y me di cuenta de que no me gustaba cómo era cuando estaba con mi primer marido. Porque, cuando te agradas a ti misma estando con alguien, te das cuenta de lo importante que es rodearte de personas que te hagan sentir así. Ellas reflejan tus mejores cualidades y así te das cuenta de que las tienes.

 

Creo que una de las razones por las que nos quedamos en ese tipo de relaciones es porque sentimos que no merecemos amor. ¿De dónde crees que proviene este sentimiento?

 

Creo que puede ser porque, cuando somos niños en constante aprendizaje, a veces nos hacemos a la idea de que tenemos que ser de cierta manera para que nos quieran, sea cierto o no. Hay gente que tiende a pensar «si me conocieras de verdad, no me querrías», porque su «verdadero yo» no se sintió amado en el pasado. Si creciste con padres que siempre tenían prisa o estaban estresados, tal vez solo se fijaban en ti cuando tratabas de llamar su atención siendo una persona distinta. Lo que ocurre con esto es que creas una coraza brillante a tu alrededor para agradar a los demás, lo cual te hace sentir bien, pero esa coraza es una mentira, una especie de identidad forzada y no tu verdadero ser.

Cuando las personas vienen a terapia por primera vez, suelen repetir la misma frase de maneras distintas: «Si me conocieras de verdad, no te caería bien». Así que yo les respondo: «Muéstrame lo peor». Incitar a las personas a decir sus pensamientos negativos en voz alta les demuestra que no son malas. En muchos casos, se sienten así no por haber hecho algo malo, sino debido a una vergüenza que flota a su alrededor porque llevan desde pequeños creyendo que son malos.

 

Además de yendo a terapia, ¿cómo podemos ser más amables con nosotros mismos a pesar de tener esos pensamientos negativos?

 

Todos tenemos una voz interna crítica o ansiosa. Escribir las cosas ayuda a transformar todos los «¿y si...?» en «sí, ¿y qué?». Tus amigos o tu pareja pueden también retarte cuando estás neurótico, pues escuchar las ideas de los demás, siempre y cuando sean bienintencionadas, es terapéutico. Se trata de encontrar a alguien con quien puedas ser tú mismo sin tener que actuar, sin tener que fingir que eres el alma de la fiesta o una persona exitosa que tiene todo bajo control. Alguien con quien puedas ser vulnerable y que te acepte. Eso puede hacerte sentir como un «nuevo tú». Y arriesgarse a ser vulnerable con otros, y que ellos te acepten tal y como eres, es una experiencia increíble.

 

¿Por qué es difícil para algunas personas pedir que se satisfagan sus necesidades en una relación?

 

Durante los últimos cien años más o menos, hemos educado a los niños para que no pidan nada, porque resulta molesto. Los niños aprenden que «si pides, no recibes». Y por ende, cuando son adultos, creen que es egoísta decir: «Me gusta que me envíes un mensaje deseándome buenas noches antes de dormir». No es pedir mucho, ¿o sí? Pero, de alguna forma, parece un favor enorme, debido a pequeños comentarios escuchados en la infancia, como: «Ya te he dicho varias veces que no me llames después de que me acueste». Los padres no actúan con mala intención; piensan que es lo que tienen que hacer para que no te conviertas en un caprichoso. Sin embargo, ocurre lo contrario, porque si no pides que satisfagan tus necesidades, no lo harán, y eso te puede volver demandante.

 

¿Dirías que encontrar el amor en tus amistades o en tu comunidad, así como en una relación, es importante para mejorar tu autoestima?

 

La idea de que una conexión debe provenir completamente de una sola persona es ridícula. Es obvio que me gusta estar casada; de otro modo, no llevaría treinta años con el mismo hombre. Él es alguien con una curiosidad insaciable, lo quiero y me encanta estar con él, pero colocar el amor de pareja por encima del agápē (amor caritativo por los desconocidos o por Dios), de la philia (un vínculo de amistad) y del storgē (amor entre padres e hijos) no ayuda. Necesitamos más que el amor de una pareja, ya que este puede ser demasiado introspectivo si no existen otras formas de conexión. Por eso es importante preguntarse: ¿de qué forma puedo demostrarles mi amor a mis amigos o a mi comunidad? ¿Cómo puedo derribar las barreras para sentirme aceptado en esas relaciones?

 

Entonces, tal vez la clave está en esforzarnos por encontrar distintos tipos de amor en vez de pensar: «Tengo que estar bien por mi cuenta».

 

Pensemos en las tribus cazadoras y recolectoras; sus miembros rara vez estaban solos. Somos animales que viven en manadas. Así pues, la idea de irnos de vacaciones solos o de hacer un esfuerzo sobrehumano para abrirnos camino por nuestra cuenta es una tontería. Si no te gusta estar solo, no te gusta, y no pasa nada. Obligarte a hacer algo cuando cada célula de tu cuerpo grita «no» solo produce pánico. Es cierto que es difícil distinguir entre cuándo te estás obligando a hacer algo que no es bueno para ti y cuándo tienes miedo a hacer algo que sí que lo es. Si el temor te supone una fuente de motivación, no lo evites; siéntelo y hazlo a pesar de todo. Pero eso es distinto a que la fuerza de voluntad nazca solo de la presión social.

 

¿Qué desearías haber sabido antes sobre el amor?

 

Que no es necesario preocuparme por no ser suficientemente buena. Y que el amor consiste en encontrar un hogar. Nuestros padres no vivirán para siempre, así que creo que debemos encontrar una tribu, una familia, una comunidad o un grupo con el que nos sintamos como en casa. Un lugar en el que nos vean y podamos ver a los demás.

 

*

 

A los veintitantos me dejaba llevar por las relaciones románticas. Así que, a los treinta, estaba decidida a no cambiar por nadie. Sin embargo, Philippa me mostró que parte de enamorarse es permitir que la otra persona tenga un impacto en ti. Tal y como me dijo, no somos rígidos e inflexibles, sino que nos ajustamos el uno al otro, «como frotar dos piedras hasta que encajan». ¿Cuál es la distinción clave que debemos hacer aquí? Cambiar para conservar el interés de una pareja se llama «adaptación», lo cual es malo porque estás moldeando tu identidad para complacer a los demás. Mientras que cambiar juntos es tener un «impacto mutuo», porque no estás fingiendo para gustarle a nadie; más bien, existe un crecimiento tanto individual como en conjunto.

 

*

 

En mi opinión, la verdad es la base del amor. Como me dijo una vez una mujer llamada Gill Hammond: «Cuando llegáis a la verdad, incluso si no habéis logrado resolver el problema, conseguís conectar de cierta forma». Y cuando no decimos la verdad, cuando actuamos o fingimos o probamos distintas versiones de nosotros mismos para obtener la aprobación de alguien, le estamos abriendo la puerta a la soledad. Aunque lo hacemos tratando de atraer el amor, en realidad estamos bloqueándolo. En vez de tender puentes para que nos conozcan y nos vean, nos ocultamos y reprimimos.

La solución obvia es no fingir ser alguien que no eres y, a la vez, permitir que la persona con la que sales llegue a conocerte (y viceversa). Casi todos sabemos esto. Y, aun así, solemos ignorarlo. Porque ser tú mismo en una relación implica un riesgo. Significa mostrarle a alguien aquellas partes que te conforman (las manchas debajo del maquillaje; la inseguridad tras el cinismo) y armarte de valor para decirle: «Este soy yo. Tómalo o déjalo». Y decirlo en serio.

La autora Juno Dawson es un ejemplo de alguien que se arriesgó, dispuesta a alejarse con tal de poder ser ella misma por completo. Fue una decisión que tomó después de estar mucho tiempo haciendo lo contrario. Durante sus primeros veintinueve años, Juno se presentaba ante el mundo como un hombre. No fue sino hasta su transición que pudo vivir siendo ella misma, como una mujer, y dejar de fingir en sus relaciones y en su día a día. Así que me interesaba saber cómo cambió su experiencia en la búsqueda del amor después de atreverse a ser ella misma. ¿Le facilitó dicha honestidad dejar entrar al amor verdadero en su vida?

LA BRECHA ENTRE QUIÉNES SOMOS
Y QUIÉNES FINGIMOS SER
Conversación con Juno Dawson

NL: Antes de tu transición, ¿sentías que esa sensación de no terminar de entenderte a ti misma dificultaba que el amor entrara en tu vida?

 

JD: Era como si siempre tuviera algo en la punta de la lengua, algo que no acababa de entender. Ahora me parece obvio, porque cuando te presentan como «mi novio» o te proponen matrimonio refiriéndose a ti como «futuro esposo», utilizan palabras que se refieren a un rol de género muy específico, y yo no lograba identificarme con eso. Tampoco entendía qué era lo que los demás veían en mí, ya que se estaban enamorando de un hombre que en realidad se sentía una mujer; todo era una farsa. Para la mayoría de nosotros, es difícil no actuar un poco cuando tenemos una cita, y yo, en mi actuación, trataba de ser alguien que no era: un hombre. Así que, cuando empecé mi transición, pensé: «Tal vez nunca vuelva a tener novio, pero al menos seré yo misma. Puede que muera sola, pero moriré siendo una mujer». Sabía que, incluso si ningún hombre volvía a desearme, estaba haciendo lo correcto. Tenía a mis amigos, a mi perro y una vida bastante buena. Para mí, era más importante ser yo misma y estar soltera que continuar fingiendo (tal vez esa sea una lección que todos debamos aplicar). Así que, por suerte, tomé esa decisión, y resultó que existía un mundo enorme lleno de amor esperándome tras la transición.

 

¿Crees que, independientemente de a quien hubieses conocido, habría sido posible que una relación funcionara antes de ese punto?

 

Viéndolo en retrospectiva, antes de mi transición el amor siempre iba a ser algo imposible. No porque fuera demasiado selectiva ni porque eligiera a los hombres equivocados, sino porque tenía mucho trabajo que hacer en mí misma antes de poder encontrar el amor. En particular, salí con dos chicos encantadores que tenían todo lo que estaba buscando, pero sentía que me faltaba algo. Y ese hueco no tenía nada que ver con los demás, sino conmigo y con el hecho de que me estaba alejando de mí misma.

Incluso cuando decidí dejar de ocultar mi verdadero yo, la transición fue un proceso lento, difícil y frustrante, repleto de listas de espera, procedimientos médicos, píldoras, doctores y dieciocho meses de terapia. La leyenda de que vas al médico de cabecera, pasas por un túnel y sales convertida en una mujer es un mito de las revistas. Tuve que trabajar mucho con mi terapeuta para descubrir el origen de la intensa insatisfacción que sentía. Llegó un momento en el que le dije: «Mira, tengo que intentarlo; llevamos un año hablando sobre ello. Tengo que empezar a vivir como Juno y ver qué pasa». Y si esa decisión también me hubiera hecho infeliz, tal vez las cosas hubieran sido distintas. Pero, poco a poco, fui estando mejor y mejor, y no he vuelto a mirar hacia atrás desde entonces.

 

¿Cómo te sentiste al salir con alguien después de tu transición?

 

Es como cuando al fin logras resolver una adivinanza. Me pasé los primeros veintinueve años de vida luchando contra un gran enigma. Una vez que logré descifrarlo, se liberó espacio en mi cabeza para otras cosas, incluyendo el amor. Cuando cumplí los treinta y empecé a salir con otras personas, pude por primera vez dejar de fingir en una cita. Me sentaba y decía: «Hola, ¿qué tal? Mi cuerpo está experimentando una gran transformación y mi vida es algo complicada. Esta soy yo». Un tío me respondió: «Muy bien, te agradezco la honestidad. Veamos qué tal». Y seguimos quedando. Me quedé impactada, porque pensaba que nadie estaría interesado en mí, sobre todo teniendo en cuenta que acababa de comenzar la transición. Resultó ser un chico encantador, pero era demasiado pronto; en aquel momento, la prioridad tenía que ser yo. Sin embargo, cuatro años después, cuando conocí a Max [el prometido de Juno], ya me había descubierto a mí misma y mi vida era más tranquila. Además, tenía treintaitantos y buscaba algo más serio. Tal vez la madurez fue otro factor que ayudó.

 

Cuando conociste a Max, ¿fue diferente a tus relaciones anteriores?

 

Cuando nos conocimos, yo estaba mal por una relación terrible recién terminada con alguien que me hizo perder el tiempo. Me había convertido en alguien paranoico e insoportable que no podía dormir debido a la incertidumbre de que él tardara hasta tres días en responder a mis mensajes. Esa es una lección importante en el amor: ¡nadie está demasiado ocupado como para responder un jodido mensaje!

Después de aquello, me había vuelto a descargar Tinder; Max le había dado like a mi perfil, obviamente en el periodo en el que no tenía la aplicación en el móvil. Acepté tomarme una copa con él, aunque seguía estando de mal humor. En ese momento le deseaba lo peor a toda la humanidad y asumí que la incipiente relación seguramente se terminaría cuando Max volviera de un viaje de trabajo. Pero tuvimos una segunda cita: fuimos a comer pizza y lo pasamos bien. Me di cuenta de lo ingenioso y amable que era. Me descubrí pensando: «Esta no es una conversación que podría tener con cualquier persona». Unos meses después atravesó una crisis de salud y casi se queda ciego tras una cirugía de desprendimiento de retina que salió mal. Entonces comprendí lo mucho que me importaba.

Diría que, en sí, esta relación no es distinta, sino que yo lo soy. Estar con alguien requiere mucha preparación emocional: ahora, en vez de dramas, hay acuerdos. En lugar de berrinches y peleas furiosas, intentamos aprender a leer las señales, a saber cuándo callar, cuándo ceder y cuándo no. Y es difícil navegar a través de todo esto si no te entiendes a ti mismo. En mi opinión, es algo que deberían enseñar en las escuelas.

 

¿Qué desearías haber sabido antes sobre el amor y cómo encontrarlo?

 

Que es como mezclar pintura: a veces, cuando combinas a dos personas, el resultado es un color horrible. Hay quienes sacan los peores tonos de ti y, si ese es el caso, el problema es la relación, no tú. No hay que dejar de dormir ni pasarse el día llorando por amor. No deberías tener que pelear por él. Si te sientes atrapado en una lucha continua, no pierdas el tiempo.

 

*

 

Juno me recordó la importancia de esforzarnos en tratar de entender nuestros verdaderos sentimientos, el motivo real por el que una pequeña crítica nos ha molestado o por qué nos enfurruñamos cuando nos sentimos inseguros. Siempre tendremos la tentación de ocultar nuestro verdadero yo; lo importante es darse cuenta y encontrar la manera de que la honestidad prevalezca en nuestras relaciones. Ah, y también hay que recordar una lección que podría ahorrarnos muchos años de sufrimiento innecesario: nadie está demasiado ocupado como para responder a un mensaje.