La falta de amor en mi vida no era una realidad, sino el resultado de una imaginación pobre y del uso descuidado y limitado de un término imprescindible.
KRISTA TIPPETT,
Becoming Wise
El año pasado, mi madre me llamó un día mientras me estaba preparando para ir al trabajo. Ya se me había hecho tarde y, conforme ella me contaba de sus planes para esa semana (las clases de pilates, las amistades que iba a invitar a cenar, las recetas que estaba pensando en preparar), yo le hacía preguntas sin prestar mucha atención, con el teléfono en una mano y revisando un cajón con la otra para encontrar el par de un calcetín. Primero me vi envuelta en un sentimiento familiar: una combinación de distracción, frustración y estrés; una advertencia de que no tenía tiempo para hablar. Pero luego tuve otro: la conciencia repentina de la belleza efímera de aquella llamada. Este sentimiento solo apareció porque, unos cuantos días antes, había entrevistado a una mujer que perdió a su madre. Me contó que lo que más extrañaba eran esos pequeños y aparentemente insignificantes detalles que compartían en el día a día, como quién era su concursante favorito de tal reality show o qué plantas habían florecido esa semana en su jardín o qué cantante de pop le parecía más guapo. Fue esa conversación la que me hizo detenerme, sentarme en el borde de la cama y escuchar con atención la voz de mi madre: me percaté de cómo decía «lates» en vez de «pilates»; de cómo repetía la frase «te doy un tip...» cada vez que me explicaba una receta. En vez de esperar el momento oportuno para interrumpirla, quería registrar cada detalle de la conversación en mi memoria. «¿Y qué vas a preparar de postre?», le pregunté, consciente de que ya iba a llegar tarde igualmente y de que cinco minutos más no supondrían una gran diferencia. Quería que mi madre siguiera hablando, que siempre estuviera al otro lado del teléfono, hablándome sobre el matrimonio de Karl y Susan de la serie Neighbours o preguntándome a quién deberíamos invitar a la próxima cena de Navidad, a pesar de que estábamos en febrero.
¿Nos damos cuenta de estas sutiles demostraciones de amor entrelazadas en nuestro día a día? Creo que, por lo general, las pasamos por alto, como yo estuve a punto de hacer. No debería ser necesario haber escuchado una historia ajena sobre la pérdida para apreciar una llamada telefónica de mi madre un martes por la mañana, pero he notado que pocas epifanías en la vida nos conducen a un cambio de hábitos tan inmediato. Incluso justo después de aprender una lección, es común que la olvidemos y tengamos que aprenderla otra vez, y, aun tras reconocer un error, tendemos a volver a cometerlo un par de veces más antes de salir por completo de ese patrón. Así es como yo he aprendido, y sigo aprendiendo, que una vida valiosa se compone de distintos tipos de amor. No se trata de alcanzar un punto de inflexión radical, sino de recopilar una colección de pequeños recordatorios que nos van acercando poco a poco a la verdad, como un barco a la deriva que el viento guía de repente en la dirección correcta.
Antes pensaba que el amor era un sentimiento que surgía en un determinado momento, como durante esa llamada de mi madre: una mezcla de lo que yo sentía por ella y de lo que ella sentía por mí. Pero ahora entiendo que el amor nació del acto de cambiar mi respuesta ante la situación, tanto de la intención como de la elección de centrarme conscientemente en ella. Cuando uno entiende el amor de esta manera, como una acción y no como un sentimiento, es más fácil darse cuenta de que no es justo considerar la ausencia de una relación concreta como una falta total de amor en nuestras vidas. La mejor descripción de este error que he encontrado es la del psicoanalista y filósofo Erich Fromm, quien compara esta actitud con «la de una persona que quiere ser artista, pero que, en lugar de aprender a pintar, sostiene que debe esperar a que aparezca el objeto adecuado, y que pintará maravillosamente bien cuando lo encuentre». De acuerdo con su definición, el amor es «la capcidad de crear amor». No se trata del objeto elegido, sino del proceso de aprender a pintar. No se trata de admirar flores desde la distancia, sino de cuidarlas para que no se marchiten. Es una «actitud», un «poder del alma» o «una orientación del carácter que determina el tipo de relación de una persona con el mundo en su totalidad».
Pero ¿cómo podemos comprometernos a amar de manera activa a la gente y al mundo, sin permitir que la falta del amor anhelado nos distraiga? Creo que es necesario sumergirse en las profundidades de nuestro ser hasta encontrar un propósito que nos emocione. Hay que recuperar toda la energía que hemos dedicado a ese anhelo y usarla para poder ver el amor que ya está ahí, en nuestras narices, y para poder cultivarlo. Esto no significa que tengamos que fingir que no queremos encontrar pareja o tener un hijo o hacer amigos o encontrar el tipo de amor que, sea cual sea, estemos buscando; significa tener el suficiente valor para anhelar aquello que deseamos, pero tener la inteligencia necesaria como para saber que la vida no se limita a una sola historia de amor. Significa tratar de cultivar el amor con una pareja, si es que quieres tenerla, pero también hacerlo conscientemente en solitario, creando algo con lo que los demás puedan conectar, sea donde sea: en las palabras amables de un desconocido, en la amistad, en la familia o en ese cielo, a veces azul, a veces gris, que ha estado siempre ahí, toda tu vida. También significa entender que todas estas demostraciones de amor no se dan ni se adquieren, sino que se aprenden y se ganan.
Recibí otra advertencia de esto cuando cumplí treinta años, edad que en aquel entonces me parecía un hito significativo. Siempre había creído que tendría un novio para invitarlo a mi cumpleaños o, al menos, alguien con quien tener una cita. Sin embargo, al acercarse la fecha, entendí que el amor romántico no era algo que se me aparecería de la nada después de tantos años esperándolo pacientemente. Debía crear las oportunidades para que llegara y tener esperanza. Así que, al final, decidí descargarme una aplicación de citas, llené mi agenda con quedadas los miércoles por la noche y asumí que mi honesto entusiasmo daría frutos. Dejé un espacio en blanco en la lista de invitados, por si acaso.
Cuando llegó la fecha de mi fiesta, aún no tenía ni cita ni novio. (Así es a veces el amor: puedes esforzarte mucho y mantener la esperanza y que ni incluso así aparezca. Por lo que resulta útil entender que esto no es un reflejo tuyo, como si le pusieran mala nota a tu personalidad. A pesar de lo mucho que te esfuerces, a veces también necesitas un poco de suerte.)
Sin embargo, inesperadamente, aquel cumpleaños resultó estar lleno de amor. Mi familia y mis amigos cantaron, rieron y bailaron, y también me escribieron mensajes en un enorme cartel con una foto mía de bebé que mis padres habían mandado hacer. Mientras los observaba, pude ver amor en el gran corazón de mi madre, en la gentileza de mi padre y en la comprensión de mi hermano. También en la sensibilidad de un amigo, en la fe de otro. El amor se encontraba en las experiencias que había compartido con mis compañeros de la carrera de periodismo, mientras estudiaba algo que, por primera vez, significaba mucho para mí, y también en las viejas historias que compartía con mis compañeros de piso, cuyos abrazos me hacían sentir como en casa. Al ver ahí sentadas a estas personas, quienes conocían cada una de las versiones de mí y yo las de ellos, recordé que, en parte, todos éramos responsables del corazón y de la felicidad de los demás. Esa noche no solo me di cuenta de que la vida está formada por distintos tipos de amor, sino que la capacidad de amar existe en cada uno de nosotros, y es nuestro deber encontrarla. En vez de esperar a que el amor apareciera, podía elegir verlo. Podía decidir fijarme en el que ya tenía, escuchando y prestando más atención a las personas que componían mi vida. Me percaté de que mi búsqueda del amor no me permitía darme cuenta de que ya lo tenía. En vez de preguntarme: «¿encontraré alguna vez el amor?», debía reflexionar sobre cómo podía amar mejor. Esta primera parte de encontrar el amor había consistido en mirar en mi interior. La segunda radicaba en mirar hacia fuera.
El viaje hacia mi interior también había sido importante, porque si uno no se entiende o no se valora, es más difícil demostrarle amor a los demás. También me había ayudado a darme cuenta de que nunca había querido de verdad a los hombres con los que había salido ni a los que había idealizado en mis veintitantos. No me había involucrado en su crecimiento personal ni los había visto tal y como eran, porque estaba más interesada en la percepción que ellos tenían de mí. Era amor a medias, centrado en el ego. Y opté por renunciar a él.
Ahora creo que buscar cualquier clase de amor es un proceso continuo de mirar hacia dentro y hacia fuera. Hay que mirar hacia dentro para poder entendernos, para sentir curiosidad por nuestras necesidades, deseos, dones y defectos, para desarrollar la generosidad y la autocompasión. Y, después, hay que mirar hacia fuera para usar esa fuerza que todo lo anterior te ha dado y así amar a otros y también amar tu vida. Lo que he aprendido es que uno no encuentra el amor, sino que lo crea cuando comprende que forma parte de algo más grande. Cuando entiende que es una pequeña mancha de color que resulta imprescindible en la imagen de la vida.