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La fase de luna de miel

Somos el tesoro mismo, a brazas de profundidad, en el mundo que hemos creado y vuelto a crear.

DANI SHAPIRO,
Hourglass: Time, Memory, Marriage

 

 

Existen pocas veladas verdaderamente perfectas en la vida; la noche en la que Dan y yo nos besamos por primera vez fue una de ellas. Estábamos comiendo patatas y bebiendo Negronis bajo un fresco cielo de verano; había lucecitas en los árboles. Después, nos detuvimos en medio de la acera, en el exterior de un restaurante de Canonbury, y él me dijo: «Voy a besarte ahora» (sé que suena un poco incómodo, pero, por alguna razón, no lo fue). Durante años me había hecho a la idea de que las citas por internet no eran más que entrevistas aburridas que dejaban un sabor a decepción en la boca. Sin embargo, ahí estábamos, dos casi desconocidos besándose en plena calle.

Lo que no sabíamos en ese momento era que cuatro años después estaríamos en ese mismo lugar, juntos en el asiento trasero de un Uber. Estaríamos casados. Estaríamos cansados. Estaríamos cogidos de la mano en el asiento trasero de un Toyota Prius que acababa de recogernos del hospital universitario de Londres (UCLH, por sus siglas en inglés), donde un médico acababa de sacar de mi útero a un feto de diez semanas al que ya le habíamos puesto nombre. Dolorida por la cirugía, esgrimía una mueca de dolor cada vez que el conductor pasaba por un bache o daba la vuelta a una esquina. Dan apretaba mi mano pero no decía nada, porque no había nada que decir. Cuando el coche se detuvo en el semáforo, junto al punto exacto de la acera donde nos besamos por primera vez, me asomé por la ventana. En la radio sonaba «I Want to Know What Love Is», de Foreigner. Recordé a las personas animadas y risueñas que éramos aquella noche, tratando de desnudar nuestras almas a través de las conversaciones y deseando que la cita nunca llegara a su fin. Ahora estábamos deprimidos y callados, deseando que el trayecto en coche terminara. Teníamos planeado volar a la República insular de Mauricio el día siguiente para celebrar nuestra luna de miel, pero el médico nos dijo que no podíamos viajar. Primero tenía que pasar por la cirugía para sacar al bebé.

Cuando planeamos el viaje de luna de miel a la isla de Mauricio, pensé que era una buena excusa para celebrar el compromiso, así como un pretexto estupendo para permitirnos unas costosas vacaciones. No fue hasta pasado un tiempo que descubrí la etimología de la palabra, y que esta podía tener un significado más cínico. La palabra honeymoon («luna de miel» en inglés) viene del anglosajón hony moone; hony quiere decir «periodo indefinido de cariño y placer entre una pareja de recién casados», mientras que moone se refiere al inevitable declive de dicha etapa, como si se tratara de una fase de la luna. Tras vernos obligados a cancelar nuestra luna de miel, me pareció que estábamos adelantando el inicio de una época mucho más oscura y complicada. ¿Acaso ese fácil y cariñoso periodo ya se nos había escapado de las manos, había la luna cambiado de fase?

Debo admitir que aún soy una principiante en lo que se refiere al amor a largo plazo, y sé que habrá retos más difíciles que volver a quedarse embarazada después de haber sufrido un aborto espontáneo. Sin embargo, el año que vino a continuación de ese viaje en taxi, volviendo del hospital, me hizo reflexionar sobre qué había aprendido acerca de tratar de mantener el amor cuando la vida no sale de acuerdo con lo planeado. Porque una relación no es un curso que puedas estudiar y luego aprobar. Más bien se trata de una elección que tomamos todos los días para construir algo significativo junto a alguien. Para eso hace falta conciencia y comprensión, de ti mismo y de tu pareja; ambos necesitáis esforzaros y creer que seréis capaces de sobrevivir sin importar lo que la vida os quite, y de encontrar la manera de reencontraros cuando el destino amenace con separaros. Yo creía tener esto claro. Pero en cuanto la vida me quitó algo, en cuanto nos quitó algo a los dos, me olvidé de todo durante un tiempo. Estaba demasiado ocupada mirando hacia atrás, pensando en lo que había perdido, y hacia delante, centrada en aquello que no lograba hacer: quedarme embarazada. Sentía que mi vida era un lienzo y mi pérdida era el marco: cualquier cosa que hacía estaba limitada por el contexto de lo que no tenía.

Pasaron seis meses, seis menstruaciones y seis desilusiones más (porque, cuando una está tratando de quedarse embarazada sin conseguirlo, en eso se convierte tu periodo, en un mensaje mensual que te rompe el corazón como si fuera un huevo estrellado en el suelo).

De pronto, todas las cosas que solíamos disfrutar juntos también estaban enmarcadas por esa pérdida. Nos despertábamos los domingos por la mañana con el sonido del bebé del vecino llorando en el piso de arriba. Caminábamos por Clissold Park hasta que atardecía y lo único en lo que podía fijarme era en todas esas parejas empujando sus carritos o en una niña pequeña montada en una bicicleta azul con una cesta, gritando: «¡Mira, papi, mira!». Incluso una vez que fuimos a cenar a casa de unos amigos, alguien puso aquella canción de Foreigner. Me pregunté si, tal y como me ocurría a mí, a Dan también le transportaba de inmediato a ese Toyota Prius. No se lo pregunté, ya que, si no era el caso, no quería recordarle aquel momento. Y fue así como, por primera vez en nuestra relación, empezaron a aparecer cosas que no nos decíamos.

Pasaron otros tres meses. Durante ese periodo, seis de nuestros amigos nos avisaron de que estaban esperando. Nacieron tres bebés: dos niñas y un niño. Mientras tanto, yo aún tenía apuntados en las notas de mi móvil todos los nombres que no había podido usar. No podía explicarle a Dan cómo la tristeza de no concebir cada mes se entrelazaba con el recuerdo del aborto, porque ni yo misma lo entendía. Tampoco podía explicarle a nadie cómo era posible que un lapso de tiempo tan corto, en particular hablando de fertilidad, nos estuviera pareciendo tan agónicamente largo. Era como si la tristeza se reprodujera de manera constante dentro de mí, como una canción que no podía detener.

Cada mes, cuando tenía que decir en voz alta «no, no estoy embarazada», pensaba en la alegría reflejada en los ojos de Dan la primera vez que vio el corazón de nuestro bebé latir dentro de mi vientre a través del monitor; era una mirada que nunca antes había visto, tan pura y llena de vida. Odiaba tener que ser la mensajera de nuestra mutua decepción.

Después de tantos años compartiendo las minucias de nuestro día a día, me parecía extraño que solo yo conociera ciertas partes de nuestro viaje para concebir. Quería que Dan supiera de todas las veces que revisaba ansiosa mi ropa interior en el baño del trabajo, asustada por encontrar una gota de sangre que les pusiera fin a nuestras esperanzas. Quería que supiera la historia de la mujer con la que compartí habitación en el hospital. La vi en cuanto desperté de la anestesia; estaba llorando en silencio y tenía la expresión más triste que he visto en mi vida. Todavía pienso en ella algunas noches. Quería que supiera las pistas que buscaba meticulosamente en mi cuerpo cuando me duchaba (¿pezones oscurecidos?, ¿pechos hinchados?, ¿estómago inflado?) y cómo los valoraba mil veces para tomar una decisión imposible: si arriesgarme o no a decirle que tenía esperanzas. Quería que lo supiera todo, pero no quería tener que decírselo.

Alrededor de esta época me encontré con una cita de Susan Quilliam, la célebre psicóloga experta en parejas: «Las relaciones románticas suelen malograrse por la falta de autorreflexión y comprensión». Para ser una buena pareja, sugiere ella, hay que entender cuáles son tus necesidades y tus miedos, así como descubrir las inseguridades que se disfrazan de otras emociones. Y, para hacer eso, primero tuve que enfrentarme a algo que no me atrevía a admitir. Yo creía que estaba frustrada por la inequidad biológica de nuestra situación, por el hecho de que mi cuerpo tuviera que someterse a ciertos procedimientos mientras que el de Dan no. Pero debajo de esta indignación se escondía un sentimiento de vergüenza: la sensación de que el aborto y los problemas para concebir eran culpa mía. Los resultados de nuestras pruebas habían mostrado que el esperma de Dan estaba sano, pero una de mis trompas de Falopio se había quedado bloqueada a causa de complicaciones derivadas de la cirugía, así que el médico me recomendó someterme a otra operación antes de empezar con la fecundación in vitro. Cuando nos enteramos de esto, sentí que mi cuerpo nos estaba decepcionando a ambos.

Esta sensación de culpa se agudizaba cada vez que veía a Dan cogiendo a un bebé o haciendo reír a un niño. Una de las cosas que la gente siempre nota de Dan es que los niños se sienten muy a gusto con él. Además de ser maestro de primaria, es la clase de persona que les enseña a los hijos de sus amigos cómo hacer el moonwalk mientras los adultos se quedan hablando en la mesa. O que llega a casa con una nota enmarcada escrita con ceras y letras de diferentes colores que reza: «Dan, eres mi profe favorito. Te voy a echar de menos. Con cariño, Alice». Cada vez que lo veía con niños, cuando presenciaba la felicidad que le aportaban y que él también les transmitía a ellos, me dolía pensar que yo podía ser la culpable de negarle la paternidad. Su personalidad, su esencia, solo hacía que mi sentimiento de fracaso se hiciera más profundo. A veces incluso era capaz de ver nuestra pérdida reflejada en su rostro, por lo que prefería no mirarlo a los ojos.

Hubiera sido más fácil dejar que este sentimiento se acumulara junto con los demás, pero una noche, mientras cenábamos pizza, se lo conté todo, incluyendo lo preocupada que estaba por cómo podría afectarnos esto como pareja, en especial si llegábamos al peor de los destinos en el viaje de la fertilidad. ¿Seríamos capaces de sobrevivir a las traicioneras incógnitas? ¿A las fertilizaciones in vitro que pudieran fallar, a las partes de nosotros a las que tuviéramos que renunciar en el camino? Como respuesta, me cogió de la mano y me dijo: «Lo lograremos incluso si no lo logramos».

A pesar de que identificar y compartir mi vulnerabilidad fue un momento clave, me di cuenta de que Dan no podía cargar con mi anhelo en mi lugar. Lo hubiera hecho si se lo hubiera pedido, pero esa no era la solución. Hasta cierto punto, cada uno de nosotros debía cargar con su propia tristeza, y yo era la única que podía perdonar a mi cuerpo y aprender a estar en paz con él. Empecé a responsabilizarme de mis sentimientos. Y decidimos seguir recorriendo juntos nuestros caminos individuales.

Si dijera que después de eso supe cómo minimizar mi tristeza, estaría mintiendo. Seguía conmigo cada día: la silenciosa balada de una vida que nunca tuvimos la oportunidad de vivir, y que aún no estábamos seguros de si algún día podríamos. La escuchaba cada mañana al pasar junto a la sección de niños perdidos en el metro de Leicester Square y cada noche al encender Netflix y ver tres iconos en la pantalla. Dan. Natasha. Niños. La melodía subía de volumen a veces, como cuando un hombre que vendía pulseras de cuentas se nos acercó durante nuestras vacaciones y nos preguntó con inocencia: «¿Están casados?». «Sí», respondimos. «¿Hijos?» Sacudimos la cabeza y pensé en la forma tan casual en la que la gente hace esa pregunta. Una pequeña palabra que puede contener todo un abismo.

Lo que sí aprendí fue a tratar de no silenciar la tristeza y a centrarme más en vivir. Porque el amor rara vez es una historia perfecta. Habrá maravillosos besos en medio de una acera y viajes en taxi dolorosamente lentos. Habrá orgasmos y diarrea, ascensos y deudas, familiares difíciles, desconocidos atractivos y días mundanos y claustrofóbicos. Y tenemos que encontrar la manera de seguir conectando con la persona amada y de entendernos a nosotros mismos, en las buenas y en las malas. Tenemos que reconstruir una y otra vez las relaciones que valoramos, incluso cuando nuestro corazón o nuestro ego estén heridos (aún más, incluso, en esos casos).

Me llevó un año darme cuenta de que nuestra luna de miel no consistió en unas vacaciones canceladas en un lujoso hotel de la isla de Mauricio, sino en doce meses de luchar y esperar juntos. Aquel siempre sería el año en el que perdimos una vida y en el que no logramos crear otra. Pero, en el fondo del pozo, logramos encontrar algo más. No fue la luz brillante de un nuevo comienzo. No. Lo que hallamos fue intimidad, una profunda intimidad que conseguimos con esfuerzo. Un amor tierno que nació de una experiencia compartida, en el espacio vacío que nuestro bebé no pudo ocupar. Es cierto que, por supuesto, ya no éramos las mismas personas alegres y despreocupadas que fuimos la noche de nuestro primer beso, pero esa versión de nosotros sigue habitando en nuestro interior junto con otras. Hay muchas versiones de nosotros que descubrir y reconocer. Es todo un desafío, todo un regalo.

El verano siguiente, para celebrar nuestro primer aniversario de bodas, viajamos a Apulia. Durante estas vacaciones empecé a preguntarme si, al igual que sucede con las estrellas en el cielo nocturno, podía ver las partes hermosas de nuestras vidas con más claridad en contraste con aquel último año, tan oscuro y difícil. Algunos días me imaginaba cómo habrían sido esas mismas vacaciones si el embarazo hubiera salido bien y ahora tuviéramos un bebé de seis meses. Pero en otros entendía que la delicada dicha que tenía delante no existiría si nuestra vida hubiese sido distinta. Prestaba mucha atención a esos momentos y los guardaba como fotografías mentales; por ejemplo, la mañana en la que Dan estaba nadando en el mar y yo le grité «¡Ola!» mientras una estaba a punto de derribarlo por detrás. Él solo saludó y yo me reí porque fue una bobería. Esa tarde bebimos demasiado en el almuerzo y fuimos a echarnos una siesta bajo el aire acondicionado de nuestra habitación, donde dormimos a ratos, cogidos de la mano; nuestros cuerpos estaban pegajosos por la crema solar, y sentía su gran corazón latiendo contra mi espalda. Me di cuenta entonces de que quienquiera que ideara la definición de «luna de miel» se equivocó por completo. La ternura del amor no disminuye con el tiempo, sino que se hace más profunda. Las partes fugaces son pequeños lapsos de tiempo como estos, y debemos hacer todo lo posible por prestarles atención.

Un día antes de sentarme a escribir este libro, mi amiga Helena me envió una postal de una pintura llamada Ad Astra (Hacia las estrellas). Cuando la busqué en internet, descubrí que el nombre podía ser parte de una frase más larga que significa «hacia las estrellas a través de las dificultades» y que se cree que pudo originarse a partir de un enunciado que dice: «No hay un camino fácil de la Tierra a las estrellas». Dan entró mientras pegaba la postal en la pared con masilla azul, sobre mi escritorio. Hablamos durante unos minutos y, de repente, me soltó: «He estado pensando que, si algún día tenemos una niña, su segundo nombre podría ser...». Y dijo el nombre que habíamos elegido para el bebé que perdimos, el cual no escribiré aquí porque esa pieza de la historia es solo para nosotros dos. En ese momento, lo supe con total claridad: a pesar de que en ese año me había sentido sola algunas veces, en realidad nunca lo había estado.

 

*

 

Después de celebrar ese primer año de matrimonio, tenía otra perspectiva sobre el amor. El sentimiento cálido en mi pecho se había expandido y se había vuelto más profundo, más oscuro y sin fondo. Nuestra relación también se había convertido en algo nuevo: en un ente vivo, separado de nosotros, y ambos habíamos hecho el pacto de mantenerlo con vida. Ahora era como una planta: no podíamos volcar en ella un cubo de agua y esperar que sobreviviera. No. Teníamos que turnarnos para regarla con frecuencia y nutrir sus raíces. Cambiaría de forma mientras iba creciendo. Y si la descuidábamos durante mucho tiempo, se marchitaría y moriría.

La siguiente pregunta, pues, es: ¿qué hay que hacer para mantener el amor? Durante ese año aprendí un poco sobre cómo encontrar el camino de vuelta hacia tu pareja en medio de una experiencia dolorosa, pero ¿qué pasa con los días aburridos y ocupados que existen en medio de todas las idas y venidas? ¿Cómo podemos seguir queriendo lo mejor que podamos a nuestros amigos, hijos y parejas, y a nosotros mismos, cuando las otras áreas de nuestras vidas (el trabajo, la salud, el dinero) nos exigen más atención? Porque para construir una buena relación se requieren docenas de personas, no solo dos. Y, como ya me había explicado Ayisha Malik, necesitamos tener a varias personas en nuestra vida para poder ver las diferentes partes que nos conforman. Así como hemos hablado del esfuerzo que tenemos que hacer con nuestras parejas románticas, hay que hablar del esfuerzo y las inevitables complejidades que pueden surgir cuando tratamos de amar a todos aquellos que están en nuestra vida.

Uso la palabra mantener (sustain, en inglés) porque significa nutrir, fortalecer y apoyar, pero también soportar o sufrir. Al principio pensaba que se trataba de una palabra demasiado negativa como para describir una relación de amor. Pero conforme hablaba con más personas sobre los desafíos del amor a largo plazo (como los cambios, las suposiciones, la autocomplacencia, el tiempo, el miedo a la pérdida), me percaté de que muy pocas relaciones, o prácticamente ninguna, pueden evitar tener dificultades. Atravesar estas situaciones juntos, perdonarnos cuando nos equivocamos y volverlo a intentar, una y otra vez... así es como evoluciona el amor. Y también nosotros evolucionamos dentro de él. En esta sección del libro exploraré este proceso, por lo que quería empezar echándole un vistazo a la realidad que se esconde detrás de un romance.

 

*

 

Envidiaba a aquellas personas que se enamoran a primera vista, porque no fue así para Dan y para mí. Nos llevó, por lo menos, un par de meses empezar a conocernos y un par más comprometernos a tener una relación. Los dos éramos precavidos, ambos nos conteníamos, y tal vez también estábamos un poco asustados. Por todos esos motivos, los primeros meses fueron como tratar de inflar un globo sin lograrlo; nuestra historia de amor no se parece casi en nada a aquellas que idealizaba al crecer, en las que la atracción es instantánea y avasalladora. Sin embargo, resultó ser mi relación más romántica: una historia de amor a fuego lento, pero no por ello menos conmovedora, a pesar de haber comenzado en una aplicación de citas. Me enseñó la belleza de conocer la versión completa de otra persona en vez de quedarte con la fantasía que tú mismo creas. También me enseñó que la tranquila solidez del amor real, como ocurre con todo lo significativo en la vida, requiere esfuerzo. Pero ¿cómo es ese esfuerzo? ¿Y cómo podemos encontrar verdadero romanticismo en una relación a largo plazo? Acudí a la autora Roxane Gay para obtener las respuestas, con la esperanza de que, al redefinir lo que significa «romanticismo», podamos asegurarnos de no descuidarlo nunca.

Roxane es ensayista, profesora, columnista y la autora de los célebres libros Mala feminista, Hambre: Memorias de mi cuerpo y Mujeres difíciles, entre otros. También es una romántica empedernida que estuvo enamorada durante muchos años de la idea del amor. Decidí entrevistarla después de leer un artículo sobre el día de San Valentín que publicó en The Guardian, en el que escribió: «Solía crear complejas ficciones sobre mis relaciones, fantasías que me permitían creer que lo que cualquier amante y yo compartíamos se parecía mucho al amor. Decía “te quiero” como si las palabras fueran dinero, como si pudieran obligar a los objetos de mi afecto a corresponder de forma genuina a esos sentimientos». Fue reconfortante darme cuenta de que incluso una de las intelectuales y escritoras más sabias de nuestros tiempos podía caer en la trampa de idealizar una noción irreal del amor, como yo misma había hecho, y leer que, gracias a los años y a la experiencia, Roxane había aprendido a reconocer la diferencia entre la idea del amor y la realidad. Me interesaba descubrir cómo había descubierto esa lección y cómo era su relación con la autora y creadora de pódcast Debbie Millman, con quien estaba comprometida cuando llevamos a cabo esta entrevista y con quien se casó en 2020.

REDEFINIENDO EL ROMANTICISMO
Conversación con Roxane Gay

NL: ¿Cuál dirías que es la diferencia esencial entre la idea que tenías del amor cuando eras más joven y lo que entiendes por amor verdadero ahora?

 

RG: La principal diferencia es que ahora entiendo que mucha de la mitología que rodea al amor es solo eso, mitología. Al crecer, leía y veía muchas comedias y dramas románticos, los cuales pueden enseñarte una idea preciosa sobre lo que es el amor y el romanticismo, pero no necesariamente una realista. Ahora, en vez de en el flechazo que solemos ver en este tipo de historias, estoy más interesada en la clase de amor que se vuelve más profundo con el tiempo.

Todos tenemos puntos de vista distintos sobre el amor. A veces son buenos y a veces no. Una nueva relación siempre es emocionante, pero lo que ocurre después de que dicha novedad comience a desvanecerse es, para mí, lo más bonito. Es algo que crece, un lugar donde existe la paciencia y el humor, donde puedes estar enfadada con alguien y aun así quererle. Ahora aprecio eso, en especial porque soy mayor y tengo una relación funcional. Sin duda, me ha demostrado que puedes mantener la chispa, la emoción y el romanticismo con alguien que seguirá estando ahí a la mañana siguiente, cuando no te has cepillado los dientes.

Soy muy feliz queriendo a mi pareja, así como por sentirme querida por ella. Creo que, en la sociedad, no hablamos lo suficiente sobre lo que de verdad significa ser amado y ser capaz de corresponder ese sentimiento.

 

¿Y qué significa ser amada para ti?

 

Significa sentir que alguien cuida de ti todo el tiempo, que te ve de verdad, que te acepta por quién eres, tanto en lo bueno como en lo malo, y que espera grandes cosas de ti. Me encanta que mi pareja tenga puestas unas expectativas altas en mí y siempre intento estar a la altura. También se trata de confiar en tu pareja cuando te dice cómo se encuentra emocionalmente, en vez de intentar convencerla de lo contrario. Tienes que aceptar sus sentimientos como son, incluso si ve las cosas de manera diferente a ti.

Para mí, lo más bonito del amor a largo plazo es aceptar que una persona se ha vuelto necesaria en tu día a día. Mi vida no tiene sentido sin mi pareja y yo me siento tan imprescindible en la suya como ella lo es en la mía. Además, puede sonar obvio pero es importante: nos hacemos reír mutuamente todos los días. Disfrutar de la compañía del otro es una parte importante del amor. Yo tengo a mis padres como modelo: llevan cuarenta y siete años casados y se siguen riendo juntos, siguen teniendo citas. Incluso cuando discuten, no dejan de ser amigos. Por supuesto que tienen altibajos, pero a fin de cuentas se gustan y se respetan. Eso es algo constante.

 

¿Hay algo que te haya sorprendido del amor real, comparado con la fantasía que tenías cuando eras más joven?

 

Lo más sorprendente es que, cuando encuentras a la persona indicada, no hay mucho trabajo que hacer. La gente suele decir: «Oh, el amor requiere mucho trabajo»; sin embargo, me he dado cuenta de que es un esfuerzo que no da la impresión de ser trabajo, sino mantenimiento. Lo que me encanta y me ha tomado por sorpresa es que, en una buena relación, amar a alguien puede ser sencillo. Claro, todos tenemos momentos en los que no nos agrada mucho nuestra pareja, pero en una buena relación ese es un sentimiento temporal y no afecta el amor que sientes por ella. Cuando mi pareja y yo tenemos algún desacuerdo nunca dura mucho, porque entendemos que la molestia de no hablarnos, de no llevarnos bien, es peor que tratar de resolver el problema juntas, sea cual sea.

 

¿Crees que ahora eres capaz de actuar así gracias a tus años de experiencia y a lo que has aprendido de tus relaciones pasadas? ¿O se debe a que esta relación, en particular, funciona?

 

Ambas estamos en el momento indicado de nuestras vidas para lograr que la relación funcione. Por fin somos lo suficientemente maduras. Las dos vamos a terapia, por separado, y cuando la conocí me sentí más preparada que nunca para tener una buena relación y ser una buena pareja. Sin embargo, también creo que tiene que ver con el hecho de que ella es la persona indicada. Es muy paciente, tiene un gran sentido del humor y ya me conocía un poco antes de estar juntas, pues se había leído mi autobiografía. En ese sentido, tenía una idea general de, al menos, una versión de mí. Eso nos ayudó bastante a conectar. Para ser franca, tiene que ver en gran parte con la suerte. Tuvimos suerte.

Yo no creía en las almas gemelas. Ahora estoy convencida de que mi prometida lo es. Me siento como si la conociera desde hace cientos de años y, aun así, cada día descubro nuevos aspectos de su persona. Me encanta ese potencial, la posibilidad de lo desconocido en lo familiar.

 

¿Por qué decidisteis casaros?

 

El compromiso es algo importante. ¿Necesitamos el pedazo de papel? En realidad, no. Pero creo que el matrimonio es más que eso, y me parece extraño tratar de minimizar el compromiso a solo «un pedazo de papel». Para mí, el matrimonio trata de decir: «Sí, ya estamos comprometidas, pero ahora queremos intercambiar los votos frente a nuestros amigos y familiares, y ellos se encargarán de hacernos responsables de dichas promesas. Nosotras también lo haremos. Trataremos de permanecer juntas sin importar lo que suceda. Vamos a soportarlo todo. No huiremos cuando las cosas se pongan difíciles o nos den miedo, y siempre nos esforzaremos por ver lo mejor en la otra: hoy, mañana y dentro de veinte años». El hecho de que estés dispuesto a hacer eso, a comprometerte para que la relación funcione, me parece algo muy sexi y muy bonito. A veces no funciona, y no tiene nada de malo. Pero casarte con alguien significa que piensas intentarlo de cualquier modo.

 

Creo que, cuando uno decide casarse, también mira hacia delante y entiende que habrá retos para mantener el amor. ¿Cuáles crees que son los mayores desafíos?

 

El mayor reto es reconocer que lo nuevo no siempre es mejor. La gente suele distraerse y pensar: «Oh, qué persona tan sexi; la deseo» o «esta persona me intriga intelectualmente». En vez de pensar que podría convertirse en un buen amigo, tendemos a considerar la posibilidad de tener una aventura con ella, porque la gente suele estar más interesada en lo nuevo que en lo estable. Pero yo he descubierto que, si estás abierto a ello, también es absolutamente posible encontrar novedad en una vieja relación. Y, siendo sincera, ese es uno de los aspectos más emocionantes de estar enamorado. En mi caso, te aseguro que no tengo ningún interés en conocer a alguien nuevo. Soy vieja y ya he tenido suficiente. No tengo interés en descubrir las peculiaridades de nadie más. ¡Quiero seguir explorando las peculiaridades que ya conozco!

 

Además de por tu pareja, tienes una vida satisfactoria gracias a tu trabajo, a tus amistades y a tu relación contigo misma. ¿Consideras que estas cosas fortalecen tu matrimonio?

 

Oh, sin duda alguna. Es la primera vez que puedo estar en una relación sin esperar que esta sea mi mundo entero o que satisfaga todas mis necesidades emocionales. Tengo una carrera razonablemente buena, unos amigos estupendos y una familia. Y adoro el hecho de que mi pareja complemente todo eso, y poder incluirla en todo. Pero, precisamente por tener una vida plena aparte de la relación, ella no tiene que soportarlo todo ni serlo todo para mí.

 

Así como podemos conocernos a nosotros mismos estando solos, también creo que podemos seguir haciéndolo en una relación. ¿Qué has aprendido sobre ti misma gracias a tu matrimonio?

 

He aprendido cuál es mi capacidad para amar; lo que me gusta y lo que no me gusta; y que está bien expresar mis límites, mis deseos y mis necesidades. Así que sí, esta relación sin duda ha sido un viaje de autocrecimiento, así como uno de crecimiento mutuo. Pero aún tengo que mejorar en algunos aspectos; todavía me cuesta expresar mis necesidades. Intelectualmente, sé que esta relación es un espacio seguro para ser abierta respecto a mi personalidad, mis deseos y mis necesidades, pero a menudo mi pareja tiene que sacarme esa información. Sé que no es algo que uno disfrute mucho, pero ella está dispuesta a hacerlo, y espero que pronto lleguemos al punto en el que ya no sea necesario. Darme cuenta de que me merezco el amor que recibo es un trabajo todavía en progreso para mí. Trato de creérmelo cada día y, en los días en los que no lo logro, intento no ser demasiado dura conmigo misma. Soy capaz de hacerlo porque sé que nuestro amor es constante. Sé que mi pareja me seguirá queriendo, independientemente de si yo creo o no merecerlo.

 

Te has descrito como una romántica empedernida. ¿Crees que eso te perjudica o te ayuda en una relación a largo plazo?

 

Ayuda siempre y cuando exista amor verdadero de fondo. No puedes ser romántico porque sí. Me encanta tener detalles con y para mi pareja, y ella me dedica gestos románticos cada dos por tres, como dejarme papelitos con mensajes y corazones por todas partes. Un día en mi maleta; otro día en un cajón o junto a mi cepillo de dientes. Siempre me sorprenden. Por lo general, creemos que el romanticismo tiene que ser una habitación llena de rosas, pero a veces es un mensajito en un pedazo de papel. Otras veces es recoger a tu pareja del trabajo y llevarla a un lugar especial para que se relaje, o sacar la basura antes de que llegue a casa. El romanticismo trata de encontrar la manera de demostrarle al otro que lo aprecias.

Tal vez soy romántica porque me gusta que me valoren y me gusta que mi pareja también sepa que la valoro. Es inevitable que, en algún momento de la relación, alguna de los dos subestime a la otra. Es normal que suceda. Pero quiero que ese hecho sea una excepción, no la norma.

 

¿Qué desearías haber sabido antes sobre el amor?

 

Que, si sientes un amor verdadero y sólido, puede soportar todas las dificultades. Aguantará el hecho de que somos humanos, tenemos defectos, nos sentimos tristes a veces y podemos tener problemas con nuestras parejas. Me gustaría haber sabido que el amor no desaparece cuando no eres callada ni perfecta.

 

*

 

Roxane no es la primera persona que entrevisto que se siente sorprendida por lo fácil que puede resultar el amor verdadero. La periodista Christina Patterson afirmó: «Desearía haber sabido que el amor no tiene por qué ser como escalar el Everest». Y Ariel Levy aseguró: «Siempre pensé que el amor debía ser tenso, doloroso y complicado, como una especie de batalla. Me gustaría haber sabido antes que puede ser verdaderamente fácil». Sus respuestas me recordaron el texto de los recordatorios que repartieron en el funeral de mi tío abuelo Ken sobre su matrimonio: «Ken y Annette tuvieron la gran fortuna de permanecer enamorados desde el momento en el que se conocieron. Ken solía decir que enamorarse de ella fue lo más fácil de su vida». Cuando leí esas líneas por primera vez, pensé que contradecían mucho de lo que había aprendido sobre el amor: que requiere trabajo y renovación constante. Ahora comprendo que lo que quieren decir estas respuestas es que, a pesar de que uno tiene que esforzarse para que una relación funcione, no debería ser necesario tener que convencer a nadie de que te quiera. O te quieren o no. Esa parte es sencilla.

Y, como Roxane señaló, hay veces en las que incluso lo que requiere esfuerzo en las relaciones no da la impresión de ser trabajo, sino mantenimiento: una serie de decisiones que tomamos a diario para no subestimar a las personas que amamos. Para Roxane puede ser recibir una notita. Para mi amiga Sarah es que su esposo le ponga pasta a su cepillo de dientes para que, en cuanto entre al baño, la esté esperando al lado del lavabo. Para ti podría ser que alguien te regale tu tableta de chocolate favorita sin que sea por ningún motivo en especial, o encontrarte doblada y guardada la ropa interior que dejaste tendida para que se secara. Ahora veo que estos pequeños gestos no son únicamente mantenimiento, sino también detalles llenos de romanticismo. Pequeños y discretos detalles con los que día a día decimos te quiero.

 

*

 

Hay dos lecciones a destacar de mi conversación con Roxane. La primera es que es necesario aceptar y confiar en los sentimientos de tu pareja, incluso si son distintos a los tuyos, en vez de tratar de convencerla de lo contrario. La segunda es que uno puede seguir encontrando novedad en una relación a largo plazo.

Me parecía importante entender los retos de seguir poniendo en práctica esas lecciones, no solo al principio de un matrimonio o de una relación, sino tras décadas juntos. ¿Es poco realista esperar seguir encontrando novedad después de tantos años juntos? ¿Qué ocurre cuando alguien que has conocido durante la mitad de tu vida cambia y expresa sentimientos que difieren mucho de los tuyos? Ya que yo solo llevo seis años de relación, no podía responder a estas preguntas sin ayuda. Así que decidí hablar con una de mis escritoras favoritas, Mira Jacob, la ilustradora y autora de la autobiografía gráfica Good Talk, para que me contara qué ha aprendido sobre mantener una relación tras dos décadas de matrimonio. Mira lleva más de veinte años casada, y ella y su esposo viven en Brooklyn junto a su hijo de doce años.

Por suerte, hablar con Mira me convenció de que llegar a conocer a alguien es una historia inacabable: tu pareja puede seguir siendo un misterio para ti incluso después de años conociéndola. Y, si aceptas eso en vez de resistirte, es posible volver a enamorarte de ella una y otra vez. Mira me ayudó a ver que un amor a largo plazo puede ofrecerte todo aquello que, según lo que yo tenía asumido, solo está reservado para los primeros años: misterio, erotismo y hasta romanticismo, si uno presta atención.

LOS RINCONES DESCONOCIDOS DE NUESTROS
SERES QUERIDOS
Conversación con Mira Jacob

NL: Escribiste en Vogue que, cuando te enamorase de tu marido, no pudiste «saltarte las partes vulnerables de enamorarse». ¿Por qué te resultó tan difícil ese periodo?

 

MJ: Los seres humanos tendemos a ocultar las partes imperfectas de nuestra personalidad por miedo a que no nos encuentren atractivos. Siempre había creído que existe un lado desastroso de tu personalidad que guardas para ti mismo, algo que nadie conocerá nunca. Darme cuenta de todas las veces que mi pareja ha sido capaz de atravesar esa barrera ha sido una experiencia aleccionadora. Puedo fingir que lo tengo todo bajo control, pero, cuando me siento peor, él siempre es la persona a la que recurro.

 

Después de tantos años juntos, ¿qué has aprendido acerca de cómo hacer que el amor dure?

 

Ningún matrimonio es perfecto, pero ayuda mucho que intentéis perdonaros el uno al otro por los baches ocasionales, ya que son normales cuando dos personas tratan de vivir juntas. En ocasiones cometemos errores cuando intentamos querer a alguien. No todas estas torpezas sientan bien y algunas pueden doler, pero, en nuestro matrimonio, estamos dispuestos a perdonarnos todas las tonterías que podamos cometer en el camino. Y créeme que son muchas. ¡Y seguirá habiendo más!

 

A veces la gente se refiere al amor a largo plazo como una compañía cómoda. Yo solo llevo seis años de relación, pero en este tiempo he notado lo contrario: de cierta manera, un amor profundo tiende a volverse más intenso. ¿Sientes lo mismo? ¿Dirías que el amor significa algo distinto para ti tras dos décadas juntos?

 

Creo que la gente prefiere ver el amor más viejo como algo seguro porque nos asusta pensar con franqueza en su fragilidad. Si admitiéramos lo frágil que es en realidad, nos sentiríamos aterrados, porque una gran parte de nuestra vida gira en torno a él. En una nueva relación eres consciente de todas las grietas y posibles problemas, pero el riesgo todavía no es tan alto. Lo que quiero decir con esto es que creo firmemente que la pasión sigue existiendo en el amor más viejo, porque esas fallas que menciono también continúan existiendo. Tratamos de reconfortarnos pensando que los peligros desaparecen, pero por supuesto que siguen ahí.

Lo que siempre me sorprende cuando hablo con amigos cuyas relaciones de quince o veinte años han terminado es lo rápido que pueden salir mal las cosas. Hay veces que me dicen: «Teníamos problemas desde hace diez años», pero, en realidad, solo los últimos meses habían sido difíciles. Cuando me cuentan ese tipo de historias, pienso: «Espera... Si has invertido diez años en algo, ¿no debería llevarte al menos otros diez años desmantelarlo? ¿O unos diez años de errores?». Pero las cosas no funcionan así. Por lo que siempre da miedo seguir adelante. Sé que suena negativo, pero creo que la fragilidad es, de hecho, una fortaleza del amor.

 

¿Cómo puede ser que aceptar la fragilidad de las relaciones a largo plazo las haga más apasionantes?

 

Cuando percibo dicha fragilidad, esta va acompañada de un sentimiento aterrador que me recuerda que no debo subestimar al amor. El otro día estaba en el tren y caí en la cuenta de que había conocido a mi pareja justo ese mismo día, veinte años atrás. De pronto pensé: «Por Dios, ¿y si no tenemos veinte años más?» (lo cual, francamente, es muy probable, porque la vida no es tan larga como nos gustaría que fuese). Seguí dándole vueltas al tema: «¿Y si el destino no quiere que sigamos juntos? ¿Y si uno de nosotros deja este mundo?». Tuve una urgente necesidad de estar a su lado. En ese momento supe que los veinte años que había pasado junto a él habían transcurrido más rápido de lo que lo hubieran hecho dos años con la persona equivocada. En parte porque, en cierto modo, siempre lo miro como si hubiera algo nuevo en él para mí. Justo cuando empiezo a pensar que lo conozco bien, emerge una parte suya desconocida que nunca había visto. Me parece muy interesante seguir descubriendo quién es ahora.

 

Entonces ¿permitirse cambiar puede ser una fuente de pasión, así como un desafío para una relación a largo plazo?

 

Sí, y desearía haber sabido antes que ese cambio ocurre de manera constante y consistente a lo largo de una relación. Ha habido momentos en nuestro matrimonio en los que he sentido que mi marido era un desconocido y hasta me he preguntado: «¿Quién es esta persona?». Esos momentos pueden ser solitarios, pero no significan que te hayas equivocado de pareja, sino que estáis atravesando un cambio. En cierto modo, me gustaría haber sabido eso cuando era más joven. Pero, por otro lado, me alegro de no haberlo hecho, porque ha sido maravilloso dejarme sorprender por los cambios de ambos. La verdad es que nunca eliges a alguien, porque las personas cambian y sus vidas también. Así que, cuando escoges pareja, en realidad lo haces en función de lo bien que soporta el cambio. Y también de cómo lidias tú el cambio a su lado.

Al igual que te pasa a ti, tu pareja es una obra en proceso. Y, ya que la amas, tu trabajo incluye seguir descubriéndola y teniendo curiosidad por ella. Algo que me enorgullece de mi matrimonio es la curiosidad que siento por mi pareja y la que él siente por mí. Cuando acaba el día, no hay nadie a quien quiera contarle todo tanto como a él.

 

Es normal que, al principio de una relación, los dos estéis interesados en hacer preguntas sobre el otro, porque os estáis conociendo. Pero, conforme pasa el tiempo, hay quienes dejan de esforzarse por conocer a su pareja y preguntarse si han cambiado. Creo que esto puede ser algo preocupante.

 

Estoy de acuerdo. Es aterrador cuando alguien con quien cuentas se transforma en otra persona. Te obliga a ponerte al día y eso es difícil para cualquiera. Te sientes tentado a juzgarlo, pero la verdad es que todos tenemos rincones desconocidos. La parte interesante de un matrimonio es que te comprometes con la idea de seguir conociendo esos rincones y de prestarles atención conforme se desarrollan y se convierten en algo más. Eso es un matrimonio para mí: estar dispuesto a hacer el esfuerzo de volver a conocer a alguien una y otra vez.

En mi caso, creo que mi pareja está comprometida con mi crecimiento. Cada vez que tengo un nuevo proyecto en puerta, o algo que me asusta intentar, él me asegura: «Puedes hacerlo. Puedes resolverlo». E inherente a su confianza en mí, existe el entendimiento de que hacer algo nuevo me cambiará.

 

Además del cambio, ¿cuáles son otros desafíos que habéis afrontado juntos?

 

Es difícil ser una pareja interracial en Estados Unidos. Mi pareja y yo somos de razas distintas, y tenemos distinto color de piel. También tenemos un hijo de raza mixta, así que estamos experimentando el mundo de dos maneras diferentes. Él creció en Nuevo México, al igual que yo, y, como yo soy india y él es judío, ambos sabemos lo que es pertenecer a una minoría. Pero ahora que estamos en Nueva York, creo que él no vive con el mismo grado de miedo lo que está pasando. En todo caso, teme por mí y por su hijo, pero no por él. Es como si uno de nosotros estuviese bajo una tormenta mientras que el otro está bajo un toldo, y nuestro amor tuviera que cerrar esa brecha.

 

¿Cómo logras superar los sentimientos de frustración que pueden surgir por vivir experiencias distintas y mantener la intimidad a pesar de ello?

 

Lo único que hemos podido hacer por el momento es seguir comunicándonos (es fácil dejar de hablar cuando se tienen experiencias muy distintas). También he tenido que aceptar que habrá momentos en los que me sentiré furiosa, porque hay muchos motivos para estarlo. Cuando era joven me sentía mal por el hecho de que mi raza nos complicara las cosas. Pero, para ser honesta, los problemas de mi raza no son los que están enloqueciendo al país en este momento ni los que nos han dañado más como pareja, sino los de la supremacía blanca. Y si él eligió estar conmigo, también eligió vivir estas situaciones a mi lado, sin cansarse de ello ni rendirse ni fingir que es algo que me corresponde a mí arreglar.

Además, algunas cosas son más fáciles de lo que la gente quiere hacernos creer: me sigo sintiendo atraída hacia él, sigo queriendo estar a su lado, aún quiero compartir mi vida con él. Lo difícil es localizar y exponer la vulnerabilidad que existe dentro de ti, aquella que sabes que la otra persona nunca tendrá que soportar, sin resentirte por ello. Pero para evitar que ese muro entre los dos se solidifique, hay que hablar y acortar distancias.

 

Convertirse en padres puede implicar una gran transformación en la vida de cualquier pareja a largo plazo. ¿En qué aspectos ha cambiado vuestra relación después de tener un hijo?

 

Para mí fue algo físico e instintivo al principio. Sabía que podíamos darle fórmula para bebés, que es lo que hacía cuando tenía que ir a trabajar, pero yo quería amamantarlo y sentir mi cuerpo junto al suyo. Debido a eso, yo era la que siempre se levantaba por la noche, por lo que mi sentido del tiempo y del espacio se vio completamente alterado. Después de que mi hijo naciera, yo veía el mundo a través de sus ojos y con sus necesidades siempre presentes. Al principio, eso me hizo resentirme con mi pareja. Pensaba: «¿Quién es esta persona adulta que tiene tanta libertad? ¿Cómo puedes salir por la puerta sin pensar en todo esto tanto como lo hago yo?». Seas padre biológico o no, creo que existe un padre primario, el que siempre piensa «esto depende de mí». Y, al hacer eso, te aíslas por completo. El enfoque de la relación pasa a ser tu hijo, por lo que tienes que encontrar la manera de volver a conectar con tu pareja. Tienes que reconocer la incomodidad y decirle: «Me molesta haber perdido mi sentido de identidad mientras que tú has podido conservar el tuyo». Debes atender el problema y seguir adelante. Ahora que nuestro hijo tiene doce años, los dos sentimos la misma presión. Ambos somos los encargados de cuidar de él como ninguna otra persona lo hará.

A pesar de que mi pareja y yo tuvimos que hacer cambios para incluir a alguien más en nuestra relación, es maravilloso ver a la persona de la que te enamoraste en otro. Identificar las partes que me cautivan de mi pareja en nuestro hijo, comprender la extraña química de la naturaleza y cómo eso ha funcionado para revelarme estas cosas, es algo increíble. Uno hace espacio para un nuevo ser, el cual, sin embargo, está compuesto de muchas de las cosas que amas de la persona que ya tienes a tu lado.

 

Hemos hablado mucho sobre cómo mantener la intimidad emocional, pero ¿cómo te has asegurado de que sigáis físicamente conectados después de tantos años juntos?

 

Pienso en el sexo como la vida de ensueño de un matrimonio; te dice cosas que no sabes o no puedes admitir en tus horas de vigilia. Creo de verdad que nuestros cuerpos intuyen muchas cosas antes de que nuestras mentes estén listas para procesarlas, por lo que, de este modo, el sexo puede convertirse en una especie de lenguaje subconsciente, en una forma de encontrarle sentido a una parte de ti que no se puede expresar en palabras, como sucede con el arte o la música. Lo que más me gusta de esto es que existe una especie de verdad de fondo, una esencia que no puede confundirse con nada más. En el momento, uno puede saber si estáis conectando o si solo estáis haciéndolo en automático, conteniéndoos.

 

Aunque es verdad que a veces ponemos la intimidad emocional en un pedestal, creo que es más fácil perder el hábito de tener sexo que el hábito de hablar, así que tal vez sea necesario poner el mismo esfuerzo, incluso más, en ese aspecto.

 

Absolutamente. Me preocupa no haber tenido sexo con mi pareja en mucho tiempo, así como me preocupa llevar mucho tiempo sin escribir. Me siento separada de una parte de mí misma. Y me asusta la idea de hacerlo otra vez, porque me pregunto: ¿y si no me gusta tanto como antes? Me empiezo a sentir nerviosa al respecto, hasta que se convierte en un gran peso para mí. El truco que utilizo para evitar este problema de la manera más fácil es seguir haciéndolo de manera regular. Porque, de ese modo, no le doy tanto peso a cada ocasión. Es más bien como: «Sí, lo estamos haciendo de nuevo. ¡Genial! ¿Qué te pareció esta vez?». En ocasiones es increíble y hasta precioso en cierto modo. Y en otras es algo tan rutinario como lavar una camiseta. Prefiero hacerme a la idea de que el sexo puede tener distintos resultados. No existe un solo tipo de sexo.

No obstante, es importante esforzarse, y no me refiero a esparcir pétalos de rosa por la casa. Lo que quiero decir es que hay que apagar el cerebro y dejarse llevar. Es necesario conversar de manera constante con la persona que amamos, y el sexo es otra forma de conversación. Por eso creo que es emocionante cuando llevas con alguien mucho tiempo y, de pronto, empezáis a tener una clase distinta de sexo. Piensas: «¿Qué está pasando? Pensaba que te conocía».

 

¿Qué desearías haber sabido antes sobre el amor?

 

Antes me preocupaba por mostrarme de cierta manera, porque no quería dejar de ser un misterio y que la otra parte perdiera el interés. No sabía que siempre hay cosas nuevas que descubrir sobre tu pareja y otras que siempre serán un misterio. Existen muchos mundos en su interior que son inaccesibles en ciertos aspectos, pero accesibles en otros. Y eso es ampliamente gratificante.

Tenemos muchas vidas plegadas dentro de nuestra vida principal. Tenemos innumerables secretos, anhelos, etapas y partes alternas de nuestra personalidad. En las relaciones se convive con todo eso. Puedo estar sentada con mi pareja cuando, de pronto, me cuenta un recuerdo o algo que estaba pensando que me resulta nuevo e interesante. No sabía que el amor funciona así. Pensaba que era como un libro que lees y que, al terminar, ya conoces toda la historia. Pero no es así, porque siempre hay un capítulo nuevo.

 

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Las dudas que tenía acerca de si es posible llegar a conocer a alguien por completo o no, o si pueden seguir apareciendo novedades en una relación a lo largo de las décadas, quedaron resueltas. Sin embargo, la conversación me guio a otra pista: al «lenguaje subconsciente del sexo»; o bien, aquello que nuestros cuerpos pueden saber antes que nuestras mentes. A pesar de que mi deseo por concebir ha complicado el asunto del sexo en mi relación, al escuchar a Mira describirlo como «la vida de ensueño» de un matrimonio, supe que no podía huir de él si realmente quería entender cómo mantener el amor.

 

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Pienso que el buen sexo, al igual que la intimidad emocional, requiere de mucha vulnerabilidad. Cada vez que acercamos nuestro cuerpo a una persona y nos dejamos llevar, exponemos un poco de nuestro ser. Mostramos nuestros deseos, incluso aquellos que podrían parecerles extraños o vergonzosos a los demás. Se trata de una conversación, de otra manera de ver y de ser visto, exceptuando el hecho de que hay menos palabras para ocultarse. No hay ninguna forma de saber con exactitud cómo se desarrollará la situación o cómo reaccionará tu cuerpo la próxima vez que lo toquen. Si te es físicamente posible y estás en una relación monógama, también es una de las pocas cosas que haces exclusivamente con tu pareja. Eso es el sexo para mí: un misterioso portal que me permite acceder a otra parte de Dan y, a través de este, le da a él acceso a otra parte de mí.

Por supuesto que, en el tiempo que hemos estado juntos, nuestra vida sexual ha atravesado distintas etapas: la ardiente urgencia de los primeros años; el sexo menos frecuente pero más atrevido que apareció al conocernos mejor, cuando teníamos menos miedo de explorar nuestros límites y más disposición a ser honestos sobre lo que queríamos exactamente. También hubo momentos más funcionales que cumplieron con su propósito: días torpes en los que no estábamos sincronizados, noches en las que teníamos la cabeza en otra parte. Hubo momentos en los que me preocupé de que mi libido estuviera disminuyendo, porque no sentía ese deseo de manera tan automática como antes. En aquella época equiparaba una buena vida sexual con el deseo espontáneo, por lo que recordaba con envidia el cuerpo que habitaba durante los primeros tres años de nuestra relación, el cual se encendía tan fácil como un interruptor.

No fue sino hasta que empezamos a tratar de concebir otra vez, después del aborto espontáneo, que pensé en replantearme por completo la idea que tenía sobre el deseo. No voy a mentir: cuando tienes sexo para tratar de quedarte embarazada, este se convierte en una actividad tan mundana como tender la ropa. Sabes que tiene que hacerse en un momento determinado, sin importar lo cansada que estés, o de otro modo la ropa empezará a oler a humedad... o se pasarán tus días fértiles. También se vuelve más duro. Lo que era un acto para conectar y disfrutar, de pronto se convierte en una situación muy compleja: un potencial billete a todo lo que deseas. El sexo podía darnos un bebé o decepcionarnos y, aunque ocurriera lo segundo, teníamos que volver a hacerlo una y otra y otra vez. No por placer, sino por necesidad. A esas alturas, los doctores nos recomendaban hacerlo cada dos días.

A veces, sobre todo en los meses después de la cirugía, me notaba tan desconectada de mi cuerpo que no tenía interés alguno en sentir placer. Mi único objetivo era llegar a la meta lo más rápido posible. De vez en cuando nos masturbábamos antes para acelerar el proceso y otras veces nos reíamos de lo funcional que se había vuelto todo. Aunque resulte sorprendente, encontrar el humor en esos momentos nos proporcionó un nuevo tipo de intimidad. No algo erótico ni misterioso, sino algo sumamente honesto. Si yo estaba ovulando, incluso un lunes lluvioso a las 5:45 de la mañana, antes de que Dan se fuera a trabajar, teníamos sexo. Lo hacíamos por ambos: éramos dos personas con un sueño en común, comprometidas a realizar un esfuerzo que ninguno de los dos tenía muchas ganas de hacer, tratando de ser amables y generosas mientras lo intentábamos a pesar de todo.

Lo más extraño fue que, aunque el sexo se había convertido en un deber, a veces, tras unos minutos haciéndolo, me sorprendía cambiando de opinión. Inesperadamente, de la nada, empezaba a desear el sexo que ya estaba teniendo. Y eso no ocurrió solo en una o dos ocasiones, sino en varias; era más frecuente cuanto más nos veíamos obligados a seguir haciéndolo. Fue la primera vez que comprendí que el deseo espontáneo no estaba relacionado de manera directa con la calidad de mi placer durante el sexo. Y esta revelación me llevó a explorar el trabajo de Emily Nagoski.

Emily, educadora sexual y autora del exitoso libro Tal como eres, usa la ciencia y la psicología para desmentir los mitos que existen alrededor del sexo. Nos desafía a repensar lo que significa tener una vida sexual «normal» (spoiler: eso no existe); cuestiona las conjeturas que existen sobre el cuerpo de las mujeres (en particular por parte de los hombres), y nos demuestra que, por lo general, el miedo al fracaso es lo que interfiere con la capacidad de la gente para disfrutar del sexo. La pieza del trabajo de Emily que transformó mi actitud respecto al tema analiza dos tipos de deseo sexual: el deseo espontáneo (un interés repentino por tener sexo) y el deseo responsivo (el cual surge en respuesta, más que en anticipación, a la estimulación erótica). Ella explica que, aunque el deseo responsivo es algo saludable y normal, por lo general cuando nos preguntamos qué es lo que define el buen sexo, nuestras mentes se plantean la pregunta equivocada: ¿cuánto sexo quiero y con qué frecuencia lo deseo instintivamente? De hecho, como Emily y yo discutimos más adelante, solo si nos olvidamos del mito de que el deseo espontáneo es la única medida de una buena vida sexual, podremos empezar a plantearnos una cuestión más interesante: ¿qué significa de verdad para ti tener sexo emocionante?

LA CIENCIA DEL SEXO
Conversación con Emily Nagoski

NL: ¿Existe alguna razón científica por la que, durante las primeras etapas de una relación, solamos buscar sexo con más urgencia y frecuencia?

 

EN: No es siempre el caso. Varía mucho. Pero sí, la experiencia común es que, en la etapa temprana y más ardiente de una relación, el mecanismo de apego impulsa en nuestro cerebro el proceso químico, lo que nos hace querer formar un vínculo con la otra persona para asegurar dicho apego, y una de las formas de hacerlo es a través del sexo. Cuando nos estamos enamorando y nos sentimos fácilmente motivados para mantener relaciones, es porque nuestro cerebro piensa: «¿Qué más puedo hacer para acercarme? Oh, ya sé: sexo».

 

¿Es por eso por lo que, conforme el apego a la pareja va creciendo, hay quienes no quieren tener sexo tan a menudo?

 

Sí, esa es la ironía: cuando la conexión está asegurada, tu cerebro no necesita reforzar el apego. Pero incluso cuando estás en una relación segura y a largo plazo, si el apego se ve amenazado, el impulso de establecer una conexión puede volver. Por ejemplo, el marido de mi hermana (que trabajaba como maestro de música en un instituto en aquel entonces) solía ir a Europa con su coro una vez al año durante diez días. Mi hermana se quedaba en casa y me decía que se sentía «melancólica»; cuando su esposo regresaba, ella se sentía muy motivada para tener sexo, porque el apego había sido puesto a prueba. Lo echaba de menos y el sexo reparaba dicha amenaza. A pesar de que llevaban veinte años juntos, este distanciamiento temporal fortalecía el deseo. Lo mismo ocurre en relaciones inestables: si siempre estás preocupado de que tu pareja pueda dejarte, esa conexión inestable suele motivarte sexualmente, porque tu cuerpo está tratando de usar el sexo como un medio para estabilizar la relación. Esta es la razón principal por la que el deseo es una tontería. Me encantaría que la gente dejara de darle tanta importancia cuando habla de bienestar sexual, porque sentir deseo solo significa que estás motivado para tener sexo, sin importar cuál sea la motivación, y muchas veces esta puede ser un poco retorcida o inadecuada para ti.

 

Por la forma en que nuestra cultura habla del placer (por ejemplo, al decir que deberíamos tener sexo cierto número de veces a la semana), hay quien puede verse como un fracasado por no cumplir estas expectativas. Por otro lado, ¿dices que tal vez, si uno no desea tener sexo constantemente, podría ser una señal de que se encuentra en una relación fuerte y segura?

 

¡Sí! Una de las investigaciones más emocionantes que he analizado en los últimos cinco años es la que llevó a cabo Peggy Kleinplatz en Canadá acerca de experiencias sexuales óptimas. Los investigadores entrevistaron a docenas de personas que aseguraban tener vidas sexuales extraordinarias, gente con diferentes tipos de relaciones, incluyendo a quienes llevaban décadas juntos. Les preguntaron: «¿Cómo es ese sexo que consideras tan genial?». Atendiendo a sus respuestas, los investigadores desarrollaron una lista de características necesarias para tener sexo que no solo fuese óptimo, sino extraordinario, y la publicaron en un libro titulado Magnificent Sex [Sexo magnífico]. ¿Sabes qué no aparecía en esta lista? El deseo espontáneo e inesperado por tener sexo. Tampoco mencionaban la frecuencia. Sin embargo, tenemos un montón de referentes culturales que les dan prioridad a esas cosas.

 

Entonces ¿a cuáles de las características que Kleinplatz descubrió deberíamos darles prioridad?

 

1) Estar completamente presentes en el momento, conscientes, centrados y absortos. 2) Establecer una conexión, un vínculo; estar en sincronía. 3) Crear una intimidad sexual y erótica profunda. 4) Tener una excelente comunicación y una empatía profunda. 5) Ser genuinos, auténticos y transparentes. 6) Ser vulnerables y dejarse llevar. 7) Explorar, tomar riesgos interpersonales y divertirse. 8) Permitir la trascendencia y la transformación.

 

Volviendo al ejemplo de tu hermana y de su marido, ¿crees que una forma de que las parejas con compromisos a largo plazo pueden incrementar el deseo es crear oportunidades seguras para poner algo de distancia en la relación?

 

Sí. En la investigación de Kleinplatz, la frase que salió a la luz fue «tan solo lo suficientemente seguro». Para algunos eso significa encender las luces o experimentar con una nueva posición. Para otros es ir a un club de swingers y tener sexo frente a otras personas. Pero esto no consiste en seguir consejos sexuales repetitivos; lo importante es el riesgo emocional. La vulnerabilidad, la autenticidad. Es atrevido aceptar a tu pareja completamente por quién es y por sus deseos, así como que tu pareja también te acepte por quién eres y por lo que deseas. Es mucho más difícil que comprar lencería o que ver pornografía, pero es más gratificante. El placer no tiene por qué ser una prioridad todo el tiempo, pero si hay un momento en el que dos personas deciden que sí es importante y logran encontrar el valor de explorar esos lugares mutuamente, entonces toda la relación se transforma. Pueden sentirse más conectados entre ellos e, incluso, con su propia humanidad.

 

Y ¿por qué estamos tan obsesionados con el deseo espontáneo como medida de una buena relación sexual?

 

He pensado mucho en ello y no tengo una respuesta científica. Creo que se debe en parte al hecho de que el deseo es una necesidad para que exista el capitalismo. Es imprescindible que desees tener más cosas para que sigas consumiendo y continúes estimulando la economía. Hemos creado un discurso básico que nos dice que vivir en ese estado de deseo constante es lo apropiado, lo cual me parece muy extraño, porque ¿acaso el deseo no indica que no estamos satisfechos con lo que tenemos en ese momento? ¿Por qué tiene que ser ese el objetivo?

 

Entonces, si alguien acudiera a ti y te dijera que no siente deseo espontáneo, pero que quiere esforzarse para satisfacer su deseo responsivo y el de su pareja, ¿qué consejo le darías?

 

Gran parte del proceso consiste en entender que el deseo responsivo es normal: no es un síntoma de nada malo. Una de las razones por la que las personas se resisten a olvidar el mito de que el deseo espontáneo es necesario es que a todos nos gusta sentirnos deseados. Al principio puede resultar decepcionante aceptar que hay que fechar el sexo en la agenda. Te pones tu ropa interior favorita, consigues una niñera (si puedes), guardas la ropa limpia y te metes en la cama a esperar a que llegue tu pareja. Dejas que tu piel roce su piel y tu cuerpo reacciona. «Ah, sí, me gusta esto. Es cierto que me gusta esta persona.» Pero esto es normal. Así funciona el sexo en una relación a largo plazo, en aquellas en las que se mantiene una fuerte conexión sexual durante décadas.

La gente quiere que el sexo sea tan ardiente como cuando se estaban enamorando y no podían esperar para ponerse las manos encima. Cuando alegan que el sexo programado suena aburrido, les recuerdo todo el esfuerzo que ponían al inicio de la relación, toda la anticipación que sentían en aquel entonces antes de tenerlo. Incluso en esa temprana etapa, uno no llega a tener sexo así, de la nada; piensa en ello todo el tiempo. Se arregla, decide qué ponerse y, durante el proceso, se siente emocionado. La gente hace cosas para cortejar a los demás; no ocurre sin más, como si nada. Y es necesario poner el mismo esfuerzo para crear experiencias sexuales e impresionarse mutuamente en una relación a largo plazo, incluso si la anticipación nace de un lugar distinto.

 

Tienes razón al decir que lo que, por lo general, recordamos como deseo espontáneo era en realidad una serie de decisiones y esfuerzos calculados.

 

Sí, y la diferencia es que, durante esa etapa temprana de la relación, es fácil darle prioridad al sexo y sentirse motivado. Pero ¿qué ocurre después de diez años juntos? Vuestros cuerpos han cambiado, tal vez tengáis hijos, estéis más cansados o existan emociones y problemas acumulados. Si ese es el contexto en el que os encontráis, tenéis que lidiar con todo esto primero y analizar cómo os sentís antes de poder reconectar sexualmente.

 

Para algunas personas puede ser difícil confesarle a su pareja «ya no me apetece tener sexo de manera espontánea, ¿por qué no empezamos a programarlo?». Estás reconociendo que ha habido un cambio en la relación (incluso si, como mencionabas, se trata de un cambio positivo). ¿Por qué esa conversación suele resultar tan dura?

 

La idea de empezar a planificar el sexo es bastante agobiante. Todos somos frágiles y tememos el rechazo; además, se requiere una gran vulnerabilidad para decir: «Si te apetece que tengamos sexo el sábado a las tres de la tarde, estaré allí encantada, lista sobre la cama». Te arriesgas a que te rechacen y nuestra identidad está atada a nuestro éxito como seres sexuales. Sobre todo para algunos hombres heterosexuales, quienes tienen la idea de que la única forma en la que pueden acceder al amor y ser aceptados por completo es poniendo su pene dentro de una vagina. Así que, si su pareja les dice que no, no solo están diciendo que no al sexo: están diciendo «no» a la persona. El sexo en sí no es una finalidad primordial, pero crear conexiones sí que lo es, y no les permitimos a los hombres acceder a otros canales para dar y recibir amor. Si un hombre en una relación heterosexual aprende a reconocer que existen otras maneras de interactuar con el amor, le quita presión al sexo. A la mujer ya no le parecería tanto una obligación, porque no sentiría que está rechazando toda la humanidad de su pareja solo por decirle «hoy estoy demasiado cansada». No tiene nada que ver con identidad; únicamente está cansada.

 

Hablando de quitarle presión al sexo, ¿crees que estamos demasiado centrados en el orgasmo y que, si nos enfocáramos más en el placer de las dos personas, nos sentiríamos liberados?

 

Para algunos el orgasmo es muy importante: no se sienten satisfechos a menos que tengan uno, y eso está bien. Pero hay gente que considera que no llegar al orgasmo es un fracaso, y eso es otra dinámica. A esas personas les recomendaría olvidarse por completo del orgasmo como meta. Porque, cuando quitamos el orgasmo de la mesa, el placer se vuelve tu objetivo principal, y no es posible fracasar mientras te lo pases bien. Por lo general, el miedo al fracaso es lo que dificulta el placer.

 

Antes de esta entrevista, les pregunté a mis amigas mujeres cuáles eran sus mayores problemas en relación al sexo. Las dos respuestas más comunes fueron: 1) creo que se me da mal porque me he desacostumbrado a hacerlo y no me excito con facilidad, y 2) no puedo vaciar mi mente lo suficiente como para liberarme y disfrutarlo. ¿Qué aconsejas en estos casos?

 

Lo más importante es aprender a identificar lo que es «normal». Si alguien asegura ser bueno en la cama porque lo hace conforme a los ideales sexuales aspiracionales construidos culturalmente, entonces no tiene por qué ser verdad. El problema es que los estándares son una tontería y no tienen nada que ver con la realidad de las personas. Tenemos que dejar de castigarnos por no estar a la altura de unos patrones arbitrarios y destructivos, y, en lugar de eso, evaluar nuestro bienestar sexual bajo nuestros propios términos. Pero es muy difícil. Es mucho más fácil limpiar tu mente de dudas y temores y dejarte llevar, lo cual puedes lograr a través de la atención plena.

 

Pero, desde un punto de vista científico, ¿por qué resulta más fácil excitarse cuando la mente se encuentra en un estado relajado y apacible?

 

La parte de tu cerebro que controla la respuesta sexual se conoce como el modelo de control dual. Este tiene un acelerador que percibe cualquier estímulo relacionado con el sexo (todo lo que ves, oyes, hueles, tocas, saboreas, piensas, crees o imaginas) y envía una señal a tu cuerpo para excitarte. De igual modo, ya que es un modelo de control dual, también tiene un freno. Si este freno detecta un motivo por el cual no deberías estar excitado, como una amenaza potencial, envía una señal para detener la excitación. Así que la pasión depende de un proceso dual que consiste en encender el interruptor y eliminar cualquier cosa que pudiera activar los frenos. Cuando estás dándole vueltas a algo en tu mente y preocupándote por tu sexualidad, por ejemplo, por tus pechos caídos o por la celulitis de tus muslos, estos pensamientos accionan el freno en vez del acelerador. No es sino hasta que te olvidas de todo lo que hay tanto a tu alrededor como dentro de tu mente que consigues soltar el freno para que el acelerador pueda hacer su trabajo.

 

La manera en la que hablamos del amor por lo general se centra en cómo excitarnos y pisar el acelerador, pero tal vez deberíamos preocuparnos por aprender a no pisar los frenos, ¿no crees?

 

Sí. Es cierto que la mayoría de los artículos sobre esposas y lubricantes y juegos de rol se centran solo en cómo excitarse. Pero, en general, cuando la gente tiene problemas no es por falta de estimulación para pisar el acelerador, sino porque el freno funciona demasiado bien. En particular, las mujeres jóvenes tienen más probabilidades de llegar al orgasmo después de seis meses de iniciar una relación que la primera vez que mantienen sexo con alguien. Como es obvio, la primera vez que estás con alguien esa persona no sabe cómo tocarte, pero, además, tu ideal interno está atento a las preocupaciones y expectativas del otro. Esto activa los frenos y te impide experimentar sensaciones placenteras. Mientras que, después de seis meses, tu cuerpo puede olvidarse de todo eso y confiar en tu pareja, quien a su vez ya habrá aprendido a tocarte de un modo que te haga sentir bien.

 

¿Es por eso por lo que el deseo sexual cambia a lo largo del tiempo? ¿Porque los frenos son más fuertes en distintos puntos de tu vida, dependiendo de lo que esté ocurriendo?

 

Exacto, tu cerebro responde a todos los cambios que ocurren a lo largo de tu vida. Es normal que el deseo disminuya poco después de que llegue un hijo a tu familia. Duermes mal, estás cansada y, si fuiste tú quien dio a luz, el significado de tu cuerpo ha cambiado por completo. ¡Es normal que no te entren ganas de tener sexo! El mismo cambio ocurre cuando estás cuidando a una madre o a un padre ancianos. Y, en cierto modo, la preocupación de no estar interesado en el sexo durante ese tiempo también puede activar los frenos; juzgar el sexo es una de las mejores maneras de frenarlo. Así que cuanto más puedas relajarte y reconocer que es normal que el deseo y la conexión sexual cambien durante una relación, más sencillo te será salir de esas etapas en las que el sexo disminuye y volver a aquellas en las que aumenta.

 

¿Qué desearías haber sabido antes sobre el sexo y el deseo?

 

La neurociencia del placer. La forma más sencilla de entenderla es esta: si tu estado de ánimo es sexual y tu pareja te hace cosquillas, puede que te gusten y os lleven a algo más. Sin embargo, si la misma persona te hace cosquillas cuando estás de mal humor, tal vez sientas ganas de darle un puñetazo en la cara. Es la misma sensación con la misma pareja, pero tu cerebro la interpreta de manera distinta porque el contexto es diferente. Así que para saber cómo darle placer a tu cuerpo, no basta con decir: «Tócame aquí. No me toques así». Se trata de crear un contexto que le permita a tu cerebro interpretar una sensación, sea cual sea, como placentera.

 

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Después de colgar con Emily, me puse a reflexionar sobre las relaciones inestables de mi pasado. Sus palabras tenían sentido, porque en muchas de las interacciones en las que me sentía insegura, o en las que tenía miedo de que pudieran dejarme en cualquier momento, siempre estaba motivada para tener sexo. Desearía haber sabido que ese deseo urgente no tiene por qué ser una señal de que exista una profunda conexión química con la otra persona, sino que tal vez se trata de un signo de que la relación no te ofrece la seguridad que necesitas. ¿No os parece inútil que la inseguridad pueda engañarnos y darnos ganas de hacer el amor con alguien que se preocupa tan poco por nosotros?

En cuanto al lado positivo, Emily me ayudó a darme cuenta de que el potencial de tener una conexión erótica no desaparece con el tiempo, sino que crece. Volví a leer las palabras que usó para describir el buen sexo: vulnerabilidad, rendición, exploración, toma de riesgos, transcendencia... Todas describen la forma en la que Dan y yo conectamos físicamente hoy en día, a diferencia de la que existía durante los primeros años de nuestra relación, cuando nos conteníamos más a menudo. Tal vez, además de significar que debemos trabajar más duro en el sexo, la confianza que nace de la seguridad es lo que puede darnos el valor para exponernos por completo.

Todavía hay ocasiones en las que me siento motivada para tener sexo de manera instintiva. Y ese sentimiento de deseo espontáneo es agradable; es un recordatorio de que mi mente puede guiar a mi cuerpo. Sin embargo, después de hablar con Emily, ahora sé que sentirse motivado de forma automática para tener sexo no es la única forma «normal» en la que se expresa el deseo. De hecho, casi todos tendremos que anticipar y planear el sexo en algún momento de nuestras vidas, para prepararnos y permitir que suceda. Habrá meses en los que, de nuevo, me sienta desconectada del resto de mi cuerpo; tal vez me encuentre demasiado cansada; tal vez incluso me pregunte si vale la pena tratar de llegar a Dan cuando él parece estar tan lejos, si es que nos hemos descuidado el uno al otro durante mucho tiempo. Pero en esos momentos trataré de recordar que, así como con cualquier otro aspecto importante al que le quieras dar prioridad, hay que esforzarse en el sexo y no siempre será fácil. Habrá ocasiones en las que desaparezca de nuestra vida por completo y tendremos que ser lo suficientemente valientes como para hablar del tema con nuestras parejas y devolverlo así a nuestro día a día. A veces perderá importancia durante algunas épocas, y eso también está bien. Sin duda, no será trascendental todo el tiempo. Pero cuando sí lo sea, cuando sintamos cómo se libera toda la energía acumulada en nuestro cuerpo con una mezcla de aceptación, ternura y lujuria, ese sentimiento indescriptible de conectar profundamente con otra persona de un modo incomprensible nos parecerá verdadera magia.

 

*

 

Emily me había enseñado cómo la distancia emocional puede desembocar en buen sexo, así que ahora esperaba descubrir cómo puede beneficiar a otros aspectos de la relación y por qué la intimidad, si no existe esta distancia emocional, se vuelve un desafío. Por ejemplo, ¿por qué cuando conocemos a alguien de manera más profunda lo subestimamos con mayor facilidad? ¿Y por qué, en muchas ocasiones, la cercanía nos hace volcar las frustraciones en nuestras parejas? ¿O por qué nos irritan más que nuestros amigos cuando dejan platos sucios acumulados en el fregadero o cuando nos piden prestado el cargador y lo pierden? Para analizar esto, con ayuda de la experta en relaciones Susan Quilliam, me adentré en uno de los mayores retos a los que nos enfrentamos en el amor: encontrar el equilibrio entre distancia y confianza.

Susan ha ayudado a muchas parejas durante más de treinta años; ha escrito veintidós libros (publicados en treinta y tres países y traducidos a veinticuatro idiomas); y ha creado e impartido cursos sobre el amor a través de School of Life. Después de tres décadas escuchando problemas de pareja, ha logrado entender cómo las partes más cómodas de una relación (como la confianza y la cercanía) muchas veces pueden ser la raíz de las más dolorosas (como la desatención y el resentimiento). Sus palabras fueron las que me guiaron a un punto de inflexión en mi propia relación, cuando me di cuenta de que tenía que responsabilizarme de mis sentimientos para lograr mantener el amor, tanto por mí como por Dan. Se trata de una lección simple y evidente, pero Susan se encarga de profundizar más en ella para demostrar por qué la cercanía, la cual empieza siendo la dicha de una relación, puede convertirse de pronto en una carga.

Durante nuestra conversación, recordé una frase del poeta Rainer Maria Rilke: «Una vez que se comprende y se acepta que incluso entre los seres humanos más cercanos continúan existiendo distancias infinitas, puede nacer una convivencia maravillosa, siempre que logren amar la distancia entre ellos que hace posible que cada cual vea al otro en su totalidad y contra un amplio cielo». Junto con Rilke, Susan me ayudó a entender que la distancia en una relación no tiene por qué ser una amenaza, sino que puede ser una puerta abierta a una conexión más satisfactoria.

LA IMPORTANCIA DE LA DISTANCIA EN EL AMOR
Conversación con Susan Quilliam

NL: ¿Cuál es el motivo más común por el cual el amor no funciona?

 

SQ: La falta de autorreflexión y de autocomprensión. Mucha gente piensa que lo único que necesitas para tener una relación romántica es encontrar pareja, cuando, de hecho, el primer paso no es ese, sino entender lo que necesitas y lo que quieres. Yo siempre trato de reenfocar la atención de las personas de definir lo que buscan en una pareja a definir lo que quieren en una relación, porque pueden ser cosas muy distintas.

 

Tú atiendes a clientes que tienen problemas para mantener el amor. ¿Cuáles son algunos de los errores más comunes que las parejas cometen?

 

Esto sonará algo trillado (aunque voy a explicarlo a fondo, porque es más complicado de lo que parece), pero lo que la gente pierde más a menudo en una relación a largo plazo es la amabilidad. Sucede por muchos motivos: una vez que te vuelves cercano a alguien, puede sacarte de quicio con mucha más facilidad que un desconocido. Es menos probable que tengas un berrinche si un amigo hace algo que te molesta. Sin embargo, con alguien a quien amas y que te ama, suele ser más fácil ponerse a gritar que retroceder un poco y pensar: «No, debería de tratar a mi pareja casi como si fuera un desconocido. Debería ser amable y guardar cierta distancia».

El término técnico para esto entre los terapeutas es que las parejas quedan «enredadas» (enmeshed, en inglés); es decir, se vuelven tan cercanas que empiezan a tratarse mal porque, cuando no piensan igual sobre algo, se sienten traicionadas. La etapa inicial del enamoramiento consiste en encontrar similitudes, pero conforme la relación avanza y comienzas a tratar de individualizarte, tu pareja podría pensar algo como: «Espera, ¿no está de acuerdo conmigo? Eso quiere decir que ya no me quiere, porque al principio siempre estaba de acuerdo conmigo». La gente reacciona a la amenaza de las diferencias de muchas maneras, ya sea molestándose todo el rato, cerrándose o rompiendo la conexión por completo y centrando toda la atención en el trabajo, en los hijos o en cualquier otra cosa. Uno de los retos más constantes que observo en las parejas es la búsqueda de un equilibrio entre mantener la conexión y guardar la distancia suficiente entre ellos para que puedan seguir siendo amables mutuamente. Otros aspectos de la relación pueden variar de pareja a pareja, pero este es el tema que he visto más a menudo en la raíz de los problemas.

 

Entonces ¿dices que la confianza en una relación también puede ser su propia enemiga? ¿Esto se debe a que la garantía de estar juntos te permite tratar a tu pareja con menos amabilidad, mientras que, al principio de la relación, cuando hay menos seguridad, te esfuerzas más por ser amable?

 

Exacto. Nos ciega el hecho de que, al principio, somos completamente amables e intentamos complacer a nuestra pareja. Por lo tanto, cuando eso falla, porque nos sentimos lo suficientemente seguros como para permitir que falle, no entendemos por qué.

Dos personas que se conocen son dos seres independientes que empiezan a formar parte de un dúo, lo cual es maravilloso. Sin embargo, aquí hay un doble peligro: por un lado, volverse demasiado dependiente; y, por otro, llevar la relación como dos seres completamente independientes. El psicólogo clínico David Schnarch describe este delicado equilibrio como «interdependencia»: un equilibrio en el que sus vidas estén entrelazadas, pero no en un grado en el que pierdan su propia identidad ni aquellos elementos que los acercaron en primer lugar. Hasta en la mejor de las relaciones, siempre habrá momentos en los que las personas se acercarán y conectarán, y otros en los que estarán más distanciadas. Uno tiene que ser maduro al respecto y reflexionar: «Bien, tenemos que esforzarnos por recuperar nuestra unión, pero sin entrar en pánico, porque confiamos el uno en el otro».

 

Cuando en una relación llegas al punto en el que te sientes confiado, ¿cómo puedes evitar sentirte irritado por tu pareja o tratarla mal?

 

El primer paso es tener la capacidad de la autorreflexión que a muchas relaciones les hace falta. Hay quienes son excelentes para analizar un proyecto laboral, pero si les pides que reflexionen sobre lo que ocurre en su relación, se espantan. Siempre se excusan: «No, prefiero que sea espontánea».

El segundo paso es el autocontrol. Cuando notes que estás de mal humor, cálmate antes de hablar con tu compañero. Una vez que las parejas o los individuos aprenden a hacer eso, el resto se acomoda solo. También les pido que cuestionen la frase «él o ella me hace sentir X o Y». Por ejemplo: «Ella me hace enfadar» o «Él me hace sentir fracasado». De hecho, tu pareja no puede hacerte enfadar, porque tú tienes la capacidad de controlar tus emociones. En cuanto dependes por completo de ella para ser feliz, empiezan los problemas. Y eso es porque el otro nunca podrá cumplir con tus expectativas por completo; no existe nadie que pueda satisfacer todas tus necesidades.

 

Después de que alguien aprenda a reflexionar y a tener autocontrol, ¿cuál es el siguiente paso?

 

Les enseño de nuevo cómo comunicarse (porque es probable que, a esas alturas, la comunicación se haya vuelto algo malintencionada) y cómo negociar, lo cual le permite a una pareja darse cuenta de que, en la mayoría de las situaciones, exceptuando en situaciones extremas (por ejemplo, que uno desee tener hijos y el otro no), ambos pueden obtener lo que desean. También es importante aprender a responsabilizarse de las emociones propias, a mantener la compostura, a ser maduro y equilibrado. Para no pensar: «Bueno, como pareja, te toca tener que soportar cada atisbo de emoción que yo tenga».

No digo que debamos ser capaces de hacer esto todo el tiempo; no somos robots. Se trata de acostumbrarse a reflexionar: «Me estoy enfadando. Es normal tener este sentimiento, y es importante, porque significa que algo pasa. Pero ¿qué voy a hacer al respecto? ¿Gritarle a mi pareja? ¿Salir de la habitación pegando un portazo? ¿Insultarla? Y, lo más crucial, ¿perder el sentido de “nosotros” en lugar de “yo”?». O, en vez de eso, dicha persona podría valorar la perspectiva de ambos y concluir: «Escucha, en este momento estoy enfadado. Necesito calmarme; luego te escucharé y reflexionaré sobre lo que sientes para poder responsabilizarme de mis acciones y que podamos tener una conversación que nos incluya a ambos, ¿de acuerdo?».

 

¿Por qué crees que algunas personas se inclinan tanto por la cercanía que terminan enredados y luego les cuesta trabajo permitir cierto espacio en la relación?

 

Si tuvimos suerte, nos sentimos seguros y apoyados en la infancia. Teníamos que adaptarnos a lo que ocurría a nuestro alrededor, pero nos cuidaban, nos protegían y nos mostraban atención. Cuando encontramos pareja, buscamos la misma intensidad de cariño que recibimos de niños: seguridad y validación total. A fin de cuentas, nadie puede darnos el amor tan único que recibimos de nuestros padres. Pero algunos lo intentan, así que se acercan más y más. Piden más y dan más, y se vuelven dependientes.

 

En esa relación entre padres e hijos existe una época en la que dependemos por completo de nuestros padres, pero cuando nos volvemos adolescentes o adultos tenemos que separarnos y verlos como individuos independientes. ¿Esto es similar a lo que tenemos que hacer en una relación romántica?

 

Es un buen paralelismo: desde un punto de vista emocional, todos los seres humanos necesitan ser capaces de sobrevivir por sí mismos. Por lo general, cuando nos independizamos definitivamente de nuestros padres y empezamos a vivir solos, comenzamos a encontrar huecos: nos percatamos de que ya no recibimos su validación y de que nadie va a cuidarnos por completo. Algunas personas transfieren esas necesidades exclusivamente a sus parejas. He trabajado con algunas en las que las dos partes dependen por completo de la otra y, por lo tanto, se vuelven vulnerables o la relación se torna tóxica. Enamorarse es algo maravilloso, pero es necesario alejarte de esa etapa inicial de enredo para llegar a un punto en el que permitas que tu pareja sea un ser humano independiente y en el que no termines cambiando drásticamente para complacer sus necesidades. Pero, de la misma forma, creo que puede ser tóxico que las partes de una relación se vuelvan demasiado independientes; si uno analiza a las parejas que se encuentran en esa situación, suelen tener muchos problemas de fondo: inseguridades o falta de confianza, evasión de intimidad. No son ellos mismos ni confían el uno en el otro.

 

¿Crees que solemos discutir menos al principio de una relación porque no tenemos la confianza suficiente como para decir lo que en realidad pensamos?

 

Tiene que ver con eso, pero, en principio, también tiene que ver con el enfoque. Tu atención está puesta en todas las formas en las que tu nueva pareja te entiende. Ese sentimiento tan poderoso puede distraerte o animarte a pasar por alto asuntos en los que no estás de acuerdo. Ambos os confabuláis en esto. Supongamos que estáis en vuestra cuarta o quinta cita y, al final, vas a su piso y descubres que está hecho un desastre. Lo más probable es que tu mente esté ocupada pensando en la posibilidad de ir juntos a la habitación. Sin embargo, con el tiempo no solo ganáis confianza, sino que empezáis a perder de vista las cosas que os unieron, lo que te puede llevar a pensar: «Bueno, si nos mudamos juntos, ¿podría vivir con este desorden?». Aunque es posible que los temas importantes, como los ideales políticos, salgan a colación al principio, estas pequeñas diferencias no se vuelven relevantes sino hasta después. Puede que, más adelante, sean asuntos predominantes y, si estás tratando de recuperar tu interdependencia, a menudo comenzarás a enfatizar las diferencias como una forma de reafirmarte: «Mira, soy un individuo. No soy tú. No me pidas que esté de acuerdo contigo en todo. Necesito algo de espacio personal; necesito mantener mi propia identidad».

 

Pero, viéndolo por el lado positivo, ¿el hecho de que podamos ser abiertos al expresar nuestras frustraciones podría tomarse como una señal de que estamos siento completamente auténticos en nuestra relación?

 

Las parejas más saludables son aquellas que pueden discutir sin sentirse amenazadas, reconciliarse rápido después de una discusión y ver la conversación en contexto. El problema en sí no es discutir, sino la actitud que se tiene al respecto. Por ejemplo, en un altercado sobre limpieza, una de las personas podría decir: «¿Sabes qué? Estás en tu derecho de ser desordenado, así como yo estoy en el mío de ser ordenado. ¿Cómo podemos encontrar una solución práctica? A mí no me importa que seas desordenado, siempre y cuando seas higiénico». Y la otra persona, que deja tazas de café por todas partes, podría responder: «Está bien, entiendo que puedo ser desordenado en mi despacho, pero prometo no ir dejando tazas por ahí durante tanto tiempo como para que empiecen a ponerse mohosas». La diferencia es que ambos están trabajando juntos y llegando a acuerdos; están preocupándose por el «nosotros» y no solo por el «yo». Pero cuando en una discusión lo único que se dice es «porque lo digo yo» o «como lo digo yo», la relación saldrá mal parada a largo plazo.

 

Por un lado, dices que es importante conservar un sentido del «yo» en vez del «nosotros», pero cuando se trata de discusiones, es necesario volver al «nosotros» para entender que tus necesidades no son las únicas que están en juego.

 

Ese es un punto importante, porque aquí hay una contradicción. Todas las relaciones, no solo las íntimas, son una negociación inconsciente para encontrar el equilibrio entre «yo» y «nosotros». A veces, uno de los dos necesita decir «yo»; y puede que en otras ocasiones ambos lo requieran. Pero si únicamente dices «yo», entonces no tienes una relación. Igualmente, si solo dices «nosotros», estás enredado o eres codependiente. Siempre estamos tratando de encontrar este equilibrio, y cuando aparece un gran cambio en tu vida (por ejemplo, tener hijos) hay que volver a negociarlo. Debéis sentiros cerca, pero no tanto como para empezar a trataros mal. Se trata de tener la capacidad de responsabilizarte por tus propios sentimientos, de retroceder y de tratar a tu pareja con respeto y amabilidad. Si puedes hacer eso, y si la otra persona consigue actuar de manera recíproca, podréis reencaminaros cuando la ocasión lo requiera.

 

¿Qué desearías haber sabido antes sobre el amor?

 

Que es infinitamente más fuerte e infinitamente más glorioso de lo que jamás hubiera imaginado.

 

*

 

Susan señala una contradicción importante en el amor: perder el sentido de tu identidad como individuo puede dañar una relación, pero no aceptar que tus necesidades y deseos no son los únicos te dificultará comprender el punto de vista de tu pareja. Por eso es útil pensar tanto en el «yo» como en el «nosotros», avanzar juntos y separados, confiar en la distancia que existe entre vosotros como individuos y aprender a compartir vuestras vidas.

Me parece que todo esto nos conduce a una palabra que no solía asociarse con el amor: responsabilidad. Creo que nunca antes la había considerado porque estaba demasiado concentrada en ser amada, en vez de en intentar amar a alguien con todo lo que ello implica. La responsabilidad es la base de muchas de las valiosas lecciones que Susan compartió conmigo: sé tan amable con tu pareja como lo serías con un desconocido; no dependas de ella para complacer todas tus necesidades (ni para ser feliz); mira las discusiones con perspectiva; no esperes que nadie aguante cada atisbo de emoción que sientas; encárgate de analizar tus propios sentimientos antes de compartirlos.

Mis primeros pasos en el amor habían sido una caída libre: un sentimiento acelerado, loco e intenso que se apoderaba de mí y opacaba todo lo demás. No era responsable de él ni podía responder por él; estaba perdida en su drama. Es por eso que, en un principio, no entendía a qué se refería el psicoanalista Erich Fromm al decir que el amor es un «estar en», no un «caer en». Pero es lo mismo que Susan describe: estar enamorado. Desarrollar la madurez emocional necesaria para que la relación se mantenga firme, para encontrar un equilibrio y para controlar tus actitudes. Para darle a la persona que amas el regalo de la distancia. Para no depender por completo de ella, sino para estar a su lado.

 

*

 

Cuando era adolescente creía que, si querías a alguien con la suficiente intensidad, el amor os mantendría juntos sin importar lo que deparara el destino. Era una idea romántica, pero no muy realista, y cuando entrevisté a Daniel Jones, el editor de la columna «Modern Love» de The New York Times, me resumió el motivo a la perfección: «Muchas relaciones y matrimonios se desmoronan porque una de las partes dice: “Ya no me siento enamorada de ti”. Qué locura que ese sea el único motivo para dejarlo con alguien, ¿no? Tiene que haber más que eso, porque los sentimientos no bastan para mantener una relación». Lo cierto es que habrá momentos en los que no te sientas «enamorado» de tu pareja o en los que te preguntes si otra persona podría hacerte más feliz. Es útil saber y aceptar esta realidad en vez de pensar que hay algo que no funciona.

Entonces, me pregunto, ¿cuándo empezamos a poner tantas expectativas en el amor? ¿Cuándo empezamos a pensar que podía conquistarlo todo, por ejemplo, o que una sola persona podía completarnos? ¿Por qué esperamos que el amor nos haga felices todo el tiempo? ¿Es la monogamia de por vida algo realista? Si vamos a hablar con sinceridad del amor, eso también significa confrontar sus facetas más incómodas: la infidelidad, las dudas y las diferentes maneras en las que podemos hacernos daño mutuamente. Para explorar estas preguntas, entrevisté a una de las más prominentes y respetadas pensadoras de las relaciones modernas: la autora, creadora de pódcast, ponente y terapeuta Esther Perel.

Cuando hablamos de cambiar el enfoque de la conversación sobre la intimidad, Esther es incomparable. A lo largo de tres décadas se ha encargado de explorar los matices de la intimidad a través de libros de éxito como Inteligencia Erótica: Claves para mantener la pasión en la pareja y El dilema de la pareja), así como a través de su pódcast, en el que ofrece sesiones de terapia a parejas anónimas (Where Should We Begin?), sus charlas TED (que han sido vistas por millones de personas en todo el mundo) y su consulta de Nueva York. Como descubrí en nuestra videollamada por Skype, Esther es dura pero compasiva. Una romántica pragmática que expone la ridiculez de los clichés y confronta el desastre resultante de dos seres humanos que tratan de establecer una conexión. Además, Esther nos recuerda el poder redentor del amor, siempre y cuando lo abordemos con honestidad.

NUESTRAS EXPECTATIVAS SOBRE EL AMOR
Conversación con Esther Perel

NL: ¿Crees que parte de la dependencia del amor y la intimidad que experimentamos en la actualidad se debe a que queremos sentirnos especiales? Porque creo que nos gusta pensar que somos la única persona que podría hacer feliz a nuestra pareja; así que, si alguien nos engaña o nos deja, es un golpe directo a nuestro ego.

 

EP: Tenemos la romántica idea de que algún día encontraremos a «la persona indicada»: nuestra alma gemela, nuestra pareja perfecta. Y, en dicha unión idílica, también creemos ser esa persona para nuestra pareja. Nos creemos únicos, irremplazables e indispensables. Cuando algo como una infidelidad destruye esta idea del amor realmente ambiciosa, es normal que el ego quede bastante dañado.

Además, cada vez estamos más aislados. Hay estudios que sugieren que en los últimos veinte años, en Estados Unidos, hemos perdido entre un 30 y un 60 % de nuestras conexiones sociales. Esto incluye a personas con las que antes compartíamos una parte significativa de nuestras vidas, como vecinos, amigos, hermanos, etc. Y la pérdida de todas estas categorías sociales ha sido reconducida hacia la relación marital. Ahora esperamos que nuestra pareja nos proporcione lo que solía proporcionarnos un pueblo entero. Les endosamos todas estas expectativas. Así que, claro, si nos traiciona, sentimos que lo hemos perdido todo.

Si viviéramos en una estructura más comunitaria, rodeados de varias personas importantes, personas que nos importen y a quienes les importemos, no nos dolerían menos las traiciones, pero tampoco sentiríamos que hemos perdido toda nuestra identidad. Esa es la diferencia. No creo que sea posible que una infidelidad no te duela. Duele mucho. Pero pensar «toda mi vida es una mentira, toda mi vida es un fraude, ya no sé quién soy», es otro nivel.

 

Entonces crees que, si antes de llegar al punto de tener una aventura, evitáramos depender enteramente de una persona, ¿tendríamos más posibilidades de prevenir una infidelidad?

 

No, no lo creo. Puede que exista una correlación entre ambas cosas, pero eso no significa que sean causa y efecto. Creo que, en general, es cierto que ponemos muchas expectativas en nuestras relaciones íntimas en la actualidad, pero los buenos matrimonios son mejores que nunca: lo único es que son menos. Hoy en día, un buen matrimonio es aquel que es igualitario, satisfactorio, completo, holístico... No hay comparación. Los buenos matrimonios de hoy en día son mejores que cualquier matrimonio del pasado. Pero son pocas las personas que llegan a tener un matrimonio así.

 

Mencionaste antes que, hoy en día, creemos merecernos ser felices todo el tiempo. ¿Piensas que la búsqueda de la felicidad ejerce aún más presión sobre las relaciones?

 

En la actualidad, la felicidad ya no es una búsqueda: es un mandato. Tienes que ser feliz. Y, en nombre de tu felicidad, tienes derecho a hacer toda clase de cosas. Así que la gente se pregunta todo el tiempo: «¿Es mi matrimonio lo suficientemente bueno? ¿Podría ser mejor? No tengo por qué lidiar con esto, puedo buscarme a otro». Es la mentalidad consumista de «puedo tener más». Ya sabes, «lo suficientemente bueno» ya no está de moda: tienes que ser o tener «lo mejor». Así que en realidad no rompes una relación porque te sientas infeliz, sino porque crees que podrías ser más feliz.

 

¿Cómo distingues entre las parejas que necesitan trabajar en su relación y las parejas para las que, tristemente, es demasiado tarde?

 

Llevo treinta y cuatro años haciendo terapia de pareja. Después de décadas de trabajo, una desarrolla cierta intuición. No significa que siempre lo sepa todo ni que siempre tenga razón. No obstante, si tengo el presentimiento de que una persona aún tiene interés, aún se siente atraída, aún le importa mucho su pareja y está dispuesta a pelear por su matrimonio, entonces hago hasta lo imposible por ayudarlos. Sin embargo, no creo que sea la mejor idea ayudarlos a luchar por su matrimonio cuando tengo la intuición de que una de las partes terminará marchándose. Me parece hasta un poco cruel.

 

¿Qué le recomiendas a una pareja que quiera luchar por su matrimonio?

 

Por ejemplo, ayer atendí a un hombre que le había hecho mucho daño a su pareja. Estaba ahí sentado aguantando la intensidad de su mujer, quien se sentía despechada. Se trataba de una mujer que él había deseado durante años, y ahora, en cierto modo, ella estaba luchando por él. Por supuesto, había mucha ira, pero era ira apasionada. Y, entonces, él afirmó: «Voy a arreglarlo. Voy a luchar por nosotros. Voy a luchar por salvar esta relación». Para empezar, eso significa que tiene la capacidad de reconocer que la hirió y que no se siente tan avergonzado como para no poder admitir su responsabilidad. Porque el primer instinto de muchas personas suele ser decir: «Tenemos que superar esto; hemos decidido seguir juntos, así que no hablemos más de este tema. Es el pasado. Hay que dejarlo atrás». Pero no es así en absoluto. Para ella se trataba del comienzo de la pesadilla; la de él había terminado, pero para ella solo acababa de empezar. Así que, de aquí en adelante, me centraré en que él consiga demostrarle que puede estar ahí para ella y que puede hacerla sentir especial, pues su sensación de valía ha disminuido. Entonces ¿qué puede hacer él para devolvérsela?

A otro hombre le dije que escribiera una carta de amor en la que confesaba muchas cosas que no se había atrevido nunca a decirle a su pareja. Muchas más de lo que ella jamás se hubiera imaginado. Le dije: «Quiero que te subas a un avión y que atravieses el país para entregarle la carta tú mismo; ella no espera verte hasta la semana que viene, así que hazte presente. ¡Hazte presente! Demuéstrale con hechos que esta relación te importa». No existe una guía definitiva para estos casos, pero la intención tiene que ser clara. Y eso significa demostrarle a la otra persona lo mucho que te importa.

 

¿Qué dirías que tienen en común las parejas que logran superar una infidelidad?

 

Hay muchos factores que les ayudan a tener éxito. Pero, por el contrario, puedo decirte el ingrediente principal que con certeza evitará que lo logren: la falta de empatía de la persona que traicionó, mintió y engañó. Ese detalle me dice de inmediato que estoy ante algo que difícilmente podrá arreglarse. Lo mismo puedo decir de la otra parte: la persona traicionada tiene que intentar tener curiosidad para comprender cuál fue el motivo de la traición. Cuando solo puede pensar en el dolor que la aventura le ha ocasionado, la dinámica es complicada. Esta curiosidad es secundaria, pero importante en igual medida. Básicamente, para que la pareja logre seguir unida, cada uno de sus integrantes debe tener cierto grado de empatía e interés, así como el profundo deseo de entender la experiencia del otro.

 

¿Qué pueden hacer las parejas para mantener esa profunda comprensión mutua?

 

Creo que deberían tener una pequeña reunión anual. Una revisión. A mí me gustan mucho los rituales. Si me dices «me importa mi pareja», mi siguiente pregunta es «¿cómo se lo demuestras?». Sentir no es suficiente. ¿Qué haces para que el otro sepa de tus sentimientos y para que tú también seas consciente de ellos? Si lo dejas pasar, estás siendo negligente. Para ciertas personas, una forma de demostrar el amor puede ser salir un fin de semana cada dos meses, recibir una carta de vez en cuando, aparecer de manera inesperada para sorprender al otro o hacer algo que no le gusta pero que es importante para su pareja. Todas estas cosas le dicen a la otra persona: «Me importas y pienso hacer todo lo posible para demostrártelo, para comunicártelo».

 

Después de treinta y cuatro años ofreciendo terapias de pareja, ¿crees que el matrimonio sigue teniendo valor como institución?

 

Sí, pero ya no es el único modelo. Cuando hablamos de matrimonio, seguimos teniendo la idea de un modelo algo monolítico que no siempre encaja con todo el mundo. La familia se ha reinventado. Tenemos familias tradicionales, familias numerosas, familias mixtas, familias monoparentales, las llamadas «familias acordeón», familias con padres homosexuales... Existe una amplia variedad de modelos, pero no hemos hecho lo mismo en lo que respecta a las relaciones.

Creo que la mayoría de las personas quieren tener pareja, en ese aspecto nada ha cambiado; pero es necesario que haya más de una opción en el tipo de unión, relación o contrato relacional. Es cierto que hoy en día tenemos oportunidades que no existían antes. Históricamente, hubiera sido inimaginable que alguien se casara por primera vez a los cincuenta y cinco años y formara una familia y tuviera hijos. Nuestra longevidad y nuestra flexibilidad nos ofrecen nuevas opciones, por lo que creo que veremos cada vez más modelos de relaciones en el futuro.

En Europa, hay muchas parejas que tienen contratos de relaciones a largo plazo sin estar casadas, como sucede con los pactos de solidaridad civil en Francia [PACS, por sus siglas en inglés] o con las uniones civiles en el Reino Unido. Las personas celebran compromisos que no son necesariamente una boda legal tradicional. En Estados Unidos, donde hay poca previsión social, el matrimonio también cumple un poco con esta función. En realidad, la sociedad aquí quiere que te cases porque así el Estado no tendrá que darte ayudas. No tiene nada que ver con preservar la monogamia.

 

Además, ahora la gente tarda más en casarse. ¿Crees que eso cambia las cosas?

 

La gente tarda más en casarse, el matrimonio ha cambiado y, como el resto de las instituciones, sobrevivirá porque puede adaptarse y ser flexible. Cualquier sistema que existe en la naturaleza, cualquier organismo vivo en nuestra historia evolutiva, tiene dos opciones: o se adapta o muere. Así que el matrimonio se ha ido adaptando a través del tiempo: el matrimonio de los agricultores no era el mismo que el matrimonio de la época industrial, que tampoco era igual al de los empresarios, el cual no se parece al matrimonio que caracteriza al 40 % de las parejas estadounidenses, donde las mujeres ganan más que los hombres. Es una gran transformación. Es un cambio en la estructura marital porque es un cambio en la estructura del poder, y el matrimonio es una estructura de poder como cualquier otra organización.

 

A menudo hablas del hecho de que no abordamos el tema de la infidelidad hasta que ocurre. Entonces ¿crees que es importante que, al principio de la relación, las parejas discutan sobre el tema y sus miembros sean sinceros sobre lo que significa para cada uno? Por ejemplo, ¿sobre lo que opinan del sexteo, de tener aventuras emocionales o de escribir mensajes insinuantes?

 

Claro. Me preguntabas antes si las personas tienen que compartirlo todo. Por ejemplo, compartir sus fantasías y todo eso. Y también me preguntabas si el matrimonio se está quedando obsoleto. Creo que muchas personas evitan tener ciertas conversaciones importantes, pero son necesarias. No quiero decir que tengan que firmar ningún contrato, solo que deben hablar de ello. La franqueza de una relación depende de la franqueza de sus conversaciones. Si nunca tocáis ciertos temas, básicamente os estáis incitando a ocultaros cosas, porque es como si dijerais: «No puedo hablar de esto porque te vas a molestar y tendremos problemas que crearán tensión». Y asumes que no es parte de vuestro espacio comunicativo.

Una relación adulta es aquella en la que las personas negocian cuestiones sobre confesiones, intimidad, sinceridad; sobre lo que hacen juntos y lo que hacen por separado. Algunas parejas viven en círculos completamente superpuestos donde todo se comparte y hay muy poco espacio individual. Ese es su modelo. Otras viven según un estilo mucho más diferenciado y con poca superposición; comparten algunas cosas muy importantes, pero cada uno tiene su propio mundo. Ambos modelos pueden ser funcionales en igual medida, pero lo que tengo claro es que, después de una aventura, una de las frases más comunes que escucho (aunque no aparece siempre) es: «Estamos teniendo conversaciones que no habíamos tenido en décadas». Y yo me pregunto: «¿De qué han estado entonces hablando durante todos estos años?». En cierto modo, la aventura rompe la presa que contenía todo eso. Ya no hay nada que perder, así que la gente se abre y, por primera vez, tiene conversaciones sobre la calidad de sus relaciones sexuales y sobre muchas otras cosas que nunca habían querido discutir para evitar conflictos.

 

Llevas más de tres décadas con tu esposo. ¿Cómo han cambiado tus estudios la forma en la que abordas tu propia relación?

 

Creo que por cómo hablamos. Obviamente no tenemos ningún tema tabú acerca de esto ni acerca del sinnúmero de cosas que pueden ocurrir en una relación a largo plazo. Somos conscientes de que la mitad de las parejas de nuestro entorno ya no están juntas; después de treinta y cinco años, ¡nuestra relación es prácticamente una reliquia! Cuando decimos que llevamos tantos años juntos, la mayoría de las personas casi nos aplauden. Pero la longevidad no es la única señal de una relación exitosa. Ya sabes, creo que hemos invertido mucho en nuestra relación y hemos tratado de aplicar lo que sabemos. Sabemos que las parejas necesitan renovarse, necesitan experiencias nuevas, necesitan aventura. Necesitas hacer cosas nuevas que te saquen de tu zona de confort. Claro que esto no es obligatorio, pero para nosotros ha sido una pieza importante que nos ha ayudado a que nuestra relación crezca y se mantenga fresca. Parte de lo que genera eso es la búsqueda de nuevas experiencias. Aplicamos lo que vemos y lo que aprendemos de nuestro trabajo con los demás, de la investigación y de las estadísticas. Nos decimos: «Tenemos que hacer esto, es importante», mientras que en otras ocasiones nos preguntamos: «¿De verdad tenemos que hacerlo?». Y, luego, reiteramos: «Sí, tenemos que hacerlo». Es como cuando una se pregunta: «¿De verdad tengo que ir al gimnasio?». Puedes dejar de ir durante una o dos semanas, pero después de un tiempo empezarás a sufrir las consecuencias. Y ¿alguna vez nos hemos arrepentido de ir a algún lado o de hacer algo que fue bueno para nosotros y que demostró que nos estábamos esforzando? No, nunca.

 

¿Qué desearías haber sabido antes sobre el amor?

 

¿Que qué le diría a mi yo del pasado? Le diría que tenga los pies bien plantados sobre el suelo. No se trata tan solo de a quién eliges, sino de quiénes vais a ser juntos. Amar no es un estado de ánimo. Es un verbo. Implica acción, demostración, rituales, prueba y error, comunicación, expresión. Es la capacidad de responsabilizarte de tu propio comportamiento. Y la responsabilidad es libertad.

A veces es increíble, esta cosa a la que llamamos amor. Puede que haya días en los que pienses: «Estoy harta, me largo, no aguanto más, no soporto ni un minuto más de esto». Pero, al despertarte a la mañana siguiente, abrazas a la persona que tienes al lado y le dices: «Me encanta despertarme contigo». Es algo extraño, que viene y va, y es muy complicado. Así que invierte en ello. Aprende sobre las relaciones en lugar de leer únicamente sobre otras cosas. Porque, en realidad, todos tenemos que aprender a estar en una relación: no es algo innato.