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Las estaciones de la amistad

El amigo que te coge de la mano y te dice algo malo es más valioso que aquel que se mantiene alejado.

BARBARA KINGSOLVER,
High Tide in Tucson

Un mes después de que Dan y yo regresáramos de Apulia, recibí dos mensajes de WhatsApp de mis amigas. El primero era una foto de una amiga de la infancia con el bebé que acababa de tener. El segundo era una imagen de la ecografía de doce semanas de una amiga de la universidad. Ambos mensajes me hicieron retorcerme por dentro, en especial el segundo. Se parecía tanto a la foto borrosa y en blanco y negro de nuestro bebé que sentí que iba a vomitar. Sé que suena dramático. Créeme, en su momento también me pareció tonto e inesperado. Porque de verdad que estaba feliz por mis amigas y, además, sabía que no había escasez de bebés. El hecho de que otras personas se quedaran embarazadas no afectaba al hecho de que yo pudiera o fuera a hacerlo. Sin embargo, cada vez que abría la foto de un bebé o veía un anuncio sobre un embarazo en mi móvil, me sentía al borde de perder la compostura. No solo porque mis amigas estuvieran logrando concebir con gran facilidad —mientras que, en nuestro caso, ya había pasado un año desde el aborto— ni porque sus bebés tuvieran la misma edad que hubiera tenido el nuestro, sino porque me sentía culpable de no poder alegrarme del todo por sus noticias al anhelar yo lo mismo. Respondí al segundo mensaje: «¡Qué buena noticia! Besos». En la pantalla, el texto se percibía forzado y tenso. En cuanto al primero, tardé un par de días en contestar. Así que mi tristeza le robó autenticidad a nuestra amistad en unos momentos que no se repetirían.

Estos sentimientos me obligaron a plantearme algunas preguntas incómodas: ¿encontraría la manera de seguir conviviendo con amigas embarazadas o que tenían bebés? Y si nunca lograba tener hijos y las vidas de mis amistades giraban en torno a los suyos, ¿tendría que buscarme nuevos amigos? Mientras sufría intentando responder estas preguntas, le escribí a Philippa Perry para que me aconsejara. Primero, me admitió que los bebés cambian las amistades, al igual que no tener un hijo cuando lo quieres también las cambia. «Por triste que sea —me respondió—, es inevitable que algunas personas se alejen en esos momentos. A veces pueden reencontrarse después, y a veces la distancia permanece. Pero, ya que quieres a tus amigas y quieres conservar la cercanía que tenéis, creo que encontrarás la manera de superar todo esto, a través del caos de los malentendidos y las reconciliaciones. Seguiréis en contacto, y tal vez será doloroso a veces, pero si tus amigas comprenden tu situación, y tú también eres consciente de ella, podrás disfrutar más de la convivencia con sus hijos.» También me recordó que, a pesar de que en nuestra juventud solamos confiarle todo a una sola persona, conforme crecemos, una sola amistad no soporta todo lo que deseamos compartir. Así que, para sentirnos comprendidos, tenemos que contarles cosas distintas a distintos amigos. Ella lo explica así: «La gente con quien compartes una historia es realmente valiosa; sin embargo, los nuevos amigos también terminan convirtiéndose en viejos amigos». Saqué dos lecciones de esto. Uno: a la larga, puedes crear una historia propia con nuevos amigos. Y dos: a pesar de que las experiencias individuales puedan separar a los viejos amigos, existe la manera de reconectar con ellos, siempre y cuando estés dispuesto a intentarlo.

Recordé esta segunda lección al visitar a mi amiga de la universidad, Jen. Cuando teníamos dieciocho años y vivíamos a dos puertas de distancia en la residencia, nuestras vidas estaban entrelazadas. Me acuerdo de la marca de su delineador (Benefit Bad Gal), el sonido de su plancha del pelo, los tops que usaba, su actitud cálida y alegre. Cuando ambas conseguimos nuestros primeros trabajos en Londres, a dos calles de distancia, recuerdo sus camisas y gemelos, su BlackBerry, el sonido de sus tacones en la acera. Ya fuera en el camino a la oficina, almorzando juntas en Patisserie Valerie, enviándonos correos durante todo el día o sentadas alrededor de la mesa de la cocina después del trabajo, nuestras conversaciones diarias fueron el espacio en el que aprendí a ser yo misma con otra persona. Una vez, Jen me señaló que yo siempre necesitaba tener el control de las cosas. No volví a pensar en ello hasta el año pasado, en una sesión de terapia grupal, cuando me di cuenta de que, ya por aquel entonces, ella veía partes de mí que ni siquiera yo lograría entender hasta una década más tarde. Si me hubieran dicho entonces que en el futuro solo nos veríamos unas cuantas veces al año, seguramente hubiera dado por hecho que la amistad había fracasado. No fue sino hasta los veintitantos que entendí que a veces las viejas amistades evolucionan como plantas cuyas raíces crecen más que sus macetas: siguen estando vivas, siguen creciendo, pero necesitan más espacio para sobrevivir. Necesitan hacer más espacio para otras personas y otras experiencias.

El mismo año en el que recibí aquellos mensajes sobre embarazos por WhatsApp, Jen y yo pasamos una tarde encantadora en casa con su bebé. Sus otros dos hijos no tardaron en llegar del colegio. Fue entonces cuando sentí las profundidades agridulces de una amistad a largo plazo. Primero, pude verla en acción: era una madre maravillosa con tres hijos, y me pregunté si yo alguna vez me convertiría en madre. Después me giré para ver los rostros de sus hijos y me di cuenta de que no los conocía. Fue una sensación extraña, notar que esas tres personas que son el centro de su universo eran desconocidas para mí, al igual que yo para ellas; como un recordatorio de los huecos que existen en nuestro conocimiento mutuo actual. Todas aquellas ocasiones en las que olvidé enviar una tarjeta o un regalo. Pero lo más extraño e inesperado fue la oleada de amor que sentí por sus hijos. No los conozco, pero sé que quiero que sean felices, que se sientan amados, que estén a salvo, porque han nacido de una mujer con la que comparto una historia. En aquel momento, entendí que no es necesario que los viejos amigos continúen siendo el centro de tu universo para que los sigas queriendo, y viceversa.

Para mantener una amistad, tanto nueva como vieja, creo que debemos aprender cuándo hay que aceptar la distancia y cuándo hay que luchar por acortarla. Hasta la fecha, he tenido amigos que han perdido a sus padres, que se han divorciado, que han dado a luz, que han lidiado con traumas familiares, que han empezado y terminado relaciones, que han atravesado periodos de depresión... y apenas llevamos la mitad de nuestras vidas. El hecho de que estas no sean estáticas implica que las amistades que hoy en día forman parte de mi vida diaria podrían empezar a alejarse el día de mañana. Del mismo modo, aquellas amistades que se han alejado podrían volver a mi vida si las circunstancias fueran propicias. Aunque creamos que elegimos a nuestros amigos, ya sea en el colegio, en la universidad, en el trabajo o en cualquier otro sitio donde los conozcamos, algún día dejaremos atrás esos lugares que compartíamos. La ropa que solíamos prestarnos ya no nos quedará bien. Las conversaciones que teníamos sobre qué compañeros nos parecían más guapos serán reemplazadas por otras sobre la disminución del deseo sexual o sobre cómo cuidar de un familiar enfermo. ¿Qué pasaría si abandonáramos a nuestras amistades cada vez que nuestras vidas no estuvieran sincronizadas? Al final, lo más probable sería que no nos quedaran muchos amigos.

Hay algunas amistades que inevitablemente se pierden por completo. Y puede haber otras en las que uno de los dos necesite espacio y desaparezca durante meses o incluso años; y tal vez eso también sea uno de los aspectos del amor. Cuando entendí esto, aprendí a ser menos dura conmigo misma en aquellas semanas en las que no podía asistir a una fiesta de cumpleaños o visitar al bebé de una amiga sin sentirme triste. Hasta me permito excusarme e irme en ciertas ocasiones, cuando realmente lo necesito, con la certeza de que aquellos que me quieren entenderán que mi ausencia no significa que no los quiera yo también.

Ahora pienso en la amistad como un hilo que nos une a otra persona. Puede haber años en los que, si tiramos de él con demasiada fuerza, más de lo que el otro puede soportar en ese momento, el hilo se tense demasiado e incluso termine rompiéndose. Pero si podemos aflojar un poco nuestro agarre y liberar algo de tensión, nuestros amigos tendrán el espacio necesario para acercarse o alejarse según lo requieran. Tal vez no sintamos su presencia todos los días, pero el hilo seguirá estando ahí cuando necesitemos reencontrarnos.

Ninguna relación significativa será siempre fácil. Hasta los amigos más cercanos pueden descuidarse o malinterpretarse, decir algo indebido o sentirse rechazados cuando sus caminos se separan. Por lo tanto, la pregunta no es cómo evitar estos tropiezos difíciles, sino cómo hacer un esfuerzo por seguir siendo honestos a pesar de todo. Pues, como señala Susie Orbach en la próxima entrevista: «Parte de crecer implica aprender sobre las decepciones, sobre renunciar a la grandiosidad y sobre dejar de verte como el centro del universo, porque eres el centro de tu universo, pero no de el universo». Esto es algo que había olvidado mientras trataba de concebir. No fue sino hasta que miré el móvil a finales de año que me di cuenta de que me había perdido varios momentos difíciles en la vida de mis amigos: la soledad de la maternidad o el dolor de una relación que se desmorona. Estaba tan perdida en mi propia realidad que no había podido salir de ella lo suficiente como para percatarme de la realidad de los demás.

Por supuesto que es cierto que necesitamos a aquellos amigos que están más cerca de nosotros en el día a día, pero creo que también es importante mantener las amistades más distantes, incluso si nos recuerdan momentos de intimidad cotidianos que se han perdido. Porque la vida nos quita gente todo el tiempo. Nuestro marido o nuestra esposa podrían dejar este mundo antes que nosotros. Los amigos que vemos todos los días podrían mudarse a otra ciudad o a otro país. Nuestros compañeros pueden encontrar un nuevo trabajo. Los hijos se marchan de casa. Los padres fallecen. Cuando esto ocurre, puede que nos sintamos agradecidos por haber tolerado las quedadas y las rutinarias conversaciones de nuestros grupos de WhatsApp; todos los pequeños gestos que mantienen vivas las amistades cuando menos las necesitamos, para que puedan sobrevivir y apoyarnos cuando más falta nos hacen. Sé que esta no debería ser la única motivación para hacer el esfuerzo, ya que es algo egoísta, pero es bueno recordarlo de vez en cuando, en especial cuando estemos agotados o tengamos demasiado trabajo y pensemos que lo menos complicado es dejar que esas amistades se desvanezcan. Porque un día, caminando por un parque con algún amigo que conoce una versión más vieja de nosotros, quizá encontremos algo tonto sobre lo que reírnos juntos bajo la luz del sol de abril y esto nos salve, o les salve, de alguna manera.

Hoy en día, por mucho que aprecie a mis nuevas amistades, las cuales están presentes y activas en mi vida actual, también veo en la distancia con mis amistades más viejas un recordatorio de su fuerza. Porque cuando sientes la solidez de su cercanía a pesar de la distancia, cuando tenéis algún pequeño detalle que os recuerda que os seguís entendiendo, es como un rayo de luz que nace en ti y vuela hacia ellos. Me di cuenta de esto una mañana, después de llorar en la ducha porque me había venido la regla. Abrí el cajón y me puse unos calcetines que Marisa me había regalado, con las palabras «go, go, go» bordadas, y sentí como si ella me estuviera motivando para seguir con mi día. O cuando Jen me escribió de repente para decirme: «Solo quería decirte que sé que vas a ser madre. Ten fe en mi fe». O cuando le envié el primer boceto de la portada de este libro y me escribió: «Ese color me recuerda a un pintalabios que usabas antes». Es un pequeño eco de la historia compartida, de saberse reconocida.

En nuestras vidas siempre habrá momentos en los que la distancia nos separará de una amistad y quizá rendirse parezca la opción más fácil. Tal vez sea debido a que creemos que, si nos rendimos por completo, tenemos más control. Es mucho más difícil armarnos de valor, confiar en el amor que existe entre nosotros, aceptar que siempre habrá huecos en aquello que sabemos el uno del otro y, de todas formas, hacer un esfuerzo por conocernos mejor. Pero, cuando lo logramos, recibimos un obsequio inigualable: descubrimos que el amor que existe entre nosotros sigue ahí, brillando con intensidad a pesar de todo.

 

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En la primera sección de este libro exploramos el romance que existe en la amistad femenina con Candice Carty-Williams. Sin embargo, para tratar el tema del amor con todo el respeto que se merece, también tenía que hablar sobre las partes menos agradables de la amistad, lo cual nos lleva a profundizar en el tema de la envidia.

No sabía cuál era la mejor manera de mostrar mis sentimientos incómodos frente a mis amistades, o siquiera si debía hacerlo, pero sabía que Susie Orbach tendría las respuestas que buscaba. Susie, una psicoterapeuta con más de cuarenta años de experiencia buceando en el mundo interior de sus clientes (entre los que se incluye la famosa princesa Diana), ha sido descrita por The New York Times como «posiblemente la psicoterapeuta más famosa que ha trabajado en Gran Bretaña desde Sigmund Freud». En su labor como psicoanalista y en sus libros (desde Bodies hasta Fat Is a Feminist Issue e In Therapy), Susie llega a la raíz de nuestros miedos y deseos, nuestras inseguridades, nuestras esperanzas y aquellas verdades que tal vez ya estemos procesando sin siquiera ser conscientes de ello. Sus estudios sobre la envidia, en especial aquello que se discute en el libro Between Women: Love, Envy and Competition in Women’s Friendships (escrito junto a su amiga Luise Eichenbaum), fue lo que me convenció de llamarla para tener una discusión honesta sobre las complicaciones del amor entre amigas. Nuestra conversación evita por completo los sentimentalismos y explora la dualidad que existe en las amistades: su amargura y su dulzura.

ENTENDIENDO LA ENVIDIA DENTRO DE LA AMISTAD
Conversación con Susie Orbach

NL: En toda amistad, al atravesar distintas etapas de nuestras vidas, existe la posibilidad de sentirnos rechazados o abandonados conforme las relaciones cambian. ¿Cómo podemos seguir nutriendo nuestras amistades durante esos conflictos?

 

SO: Existen muchas diferencias que pueden ser difíciles de sobrellevar en una amistad: por ejemplo, si una de las dos personas es muy «exitosa» en su trabajo mientras que la otra no. O el asunto de los hijos, el cual puede causar un gran distanciamiento. A veces una atraviesa cambios muy dolorosos y la amistad se adapta; en otras ocasiones, esto no se consigue y conlleva un doloroso fracaso. Puedes ser muy cercano a alguien y, de pronto, sus nuevos amigos, su pareja o su trabajo te hacen sentirte excluido, por lo que decides rendirte. Quizá empieces a llamar o a escribirle menos a tu amistad y, antes de que te des cuenta, ya no formas parte de su vida. En esos casos, tienes que determinar si es alguien que te interesa conservar en tu vida, y si es así, tienes que encontrar la manera de recuperar la relación.

Es común que aparezcan desafíos, porque los cambios pueden parecernos amenazantes cuando conocemos muy bien a alguien, tal y como ocurre en una relación romántica. Pero, si vuestra amistad es fuerte, podéis otorgaros espacio para crecer y desarrollaros de maneras nuevas e inesperadas, en vez de aferraros a la antigua versión de quienes erais. A veces, hará falta decirle a nuestros amigos «en realidad, ya no me siento así respecto a esto o aquello», en vez de permitir que sigan haciendo conjeturas sobre tu personalidad según el pasado que alguna vez compartisteis. El amor, ya sea en una amistad o en una relación romántica, empieza a fallar cuando olvidamos decirles a los demás quiénes somos y olvidamos preguntarles quiénes son ellos. Ambas personas tienen la responsabilidad de seguir aprendiendo la una de la otra y aceptarse como son en el presente.

 

En ocasiones es posible tenerles envidia a nuestras amistades incluso si nos sentimos felices por ellas. ¿Cómo podemos aceptar y superar este sentimiento?

 

La envidia es solo el punto de partida; lo que en realidad sentimos es mucho más complejo. Existe un tipo específico de envidia según el cual deseamos tener lo que otro tiene (por ejemplo, me encantaría tener éxito o ser madre o irme de vacaciones); pero, en un nivel más profundo, creo que la envidia nos demuestra que las mujeres solemos sentirnos avergonzadas de nuestras propias necesidades emocionales y de nuestros deseos. Es algo que nos han enseñado durante cientos de años. Por ese motivo, la envidia se vuelve parte de nuestra autopercepción como mujeres: proyectamos en los demás las cosas que queremos porque activar nuestros propios anhelos nos parece inadmisible. Por ejemplo, actualmente se les dice a las mujeres jóvenes que deben tener ambiciones; sin embargo, eso no implica que exista dentro de ellas la arquitectura psicológica interna que necesitan para perseguir lo que quieren. Sigue habiendo una compleja serie de tabús internos que asocian el deseo con la vergüenza. Así que la envidia que proyectas en los demás es una señal de que quieres algo que piensas que no puedes obtener por ti misma. Es una muestra de tu anhelo y no envidia literal de la otra persona. Te está revelando lo que deseas.

 

Se trata de un tema interesante, en parte porque la envidia es una emoción incómoda. ¿Por qué nos resulta más sencillo sentir envidia que aceptar lo que queremos?

 

Nuestros deseos se han convertido en algo tan oculto y prohibido que ya ni siquiera somos conscientes de ellos. Una podría argumentar que si la gente quiere ser rica y famosa, sus anhelos son visibles. Sin embargo, los deseos materialistas a menudo se relacionan más con necesidades ordinarias como la conexión y la comprensión o la necesidad de ser vista, reconocida, apreciada o escuchada. En cierto modo, el deseo de ser famosa o de tener éxito es una máscara que oculta el hecho de que las personas en realidad no saben cómo aceptar o admitir deseos más fundamentales. A primera vista, puede parecer que anhelamos un mejor estatus o cierto coche, pero realmente lo que nos aterra es desear ser valorados por quienes somos. Debido a esto, optamos por medir nuestra valía en comparación con nuestros amigos o conocidos.

 

¿Por qué resulta de poca utilidad mantener nuestra envidia en secreto?

 

Porque se encona. No te permite entender que detrás de esa envidia hay algo que podría ser productivo. Digamos que somos amigas y yo envidio tu capacidad de hacer algo. Si en ese momento me pregunto «¿qué es lo que ella tiene que yo creo que no puedo conseguir?», en vez de sentirme abandonada y carcomida por la envidia, tal vez podría darme cuenta de que me siento incompetente en tal aspecto y buscar ayuda. Es algo difícil de hacer, pero también resulta útil, porque siempre habrá momentos en los que no estés sincronizado con tus amigos y eso podría resultarte doloroso si lleváis la mayor parte de la amistad en armonía. Una vez que logras expresarlo, lo más bonito de las amistades es que casi siempre quieren ayudarte. La gente quiere dar, no privar.

 

Si te encuentras en el otro lado y tú eres el objeto de envidia de otra persona, ¿cómo puedes lidiar con esa emoción? Porque también puede resultar incómodo.

 

Si la gente me dijera algo al respecto, yo respondería: «Sí, he tenido mucha suerte». Porque es la verdad, muchas cosas en la vida suceden gracias a la suerte; por ejemplo, la familia, la clase social o el país en el que te tocó nacer. Así que reconocer esto ayuda.

 

Cuando estaba tratando de volver a quedarme embarazada después del aborto espontáneo, me resultaba difícil permanecer cerca de amigas que estaban embarazadas o que no parecían entender por lo que estaba pasando, a pesar de que yo no esperaba que lo hicieran. ¿Crees que a veces es necesario alejarse un poco cuando nos sentimos así?

 

Para algunos, rodearse de amistades que tienen lo que ellos desean puede darles esperanza, mientras que, para otros, puede ser demasiado doloroso. Yo te entiendo bastante, pues también tuve un aborto espontáneo y me sentí devastada porque la gente a mi alrededor no supiera cómo apoyarme. No estoy hablando de mis amistades más cercanas, que se portaron maravillosamente, sino de aquellos a quienes consideraba buenos amigos y que ni siquiera me llamaron, que no sabían qué hacer. Es una forma de incompetencia, de no saber cómo decir «lo siento mucho». A mí no me sirvió evitarlos, pero entiendo por qué podría resultarle útil a otras personas. Y es absolutamente legítimo, siempre y cuando entiendas lo que estás haciendo y por qué.

 

¿Hay momentos en los que es recomendable poner algo de distancia con nuestras amistades? ¿O es necesario esforzarse más en dichos momentos para conservar la unión?

 

En algunos momentos es normal distanciarse durante cierto tiempo. Por ejemplo, si tu amiga acaba de convertirse en madre, en la mayoría de los casos estará muy ocupada con su bebé y tendrá que enfrentarse a muchos cambios en su vida (el número de horas que duerme, su peso, su alimentación); esto puede provocar que una amiga que no tiene hijos se sienta abandonada. También puede ocurrir al revés: conocí a una mujer que tuvo un bebé a los treinta y siete y su amiga le dijo: «No quiero verte con tu bebé ni tampoco quiero saber nada de él».

Es cierto que cuando estamos atravesando algún gran cambio no nos percatamos mucho de lo que sucede en la vida de los demás. Pero creo que esto mejora conforme vamos envejeciendo. Aprendes a entender que no se trata de una competición entre vuestros problemas, sino que las situaciones de ambas pueden coexistir. Es más fácil darse cuenta de esto cuando se es joven, porque experimentamos algunos cambios por primera vez; además, nos enfrentamos al enorme desafío de encontrar nuestra identidad en el mundo. Aunque, claro, también es posible que encuentres nuevas amistades que estén en una situación similar a la tuya. Por ejemplo, cuando tienes hijos sigues queriendo a tus viejas amistades, pero, ya que la maternidad puede resultar tediosa, a veces prefieres estar con personas que también tienen un bebé para lidiar juntas con las actividades mundanas. Eso no significa que vayáis a ser amigas para siempre; por ejemplo, yo ya casi no tengo contacto con las otras madres con las que hablaba en la entrada del colegio. Sin embargo, fueron encantadoras y muy importantes en ese momento. También están aquellos de quienes te alejas a medida que cambias y creces, tal vez porque vuestros intereses, ideales políticos o emociones no convergen lo suficiente cuando no estáis drogados o en apuros. Y creo que tampoco debemos avergonzarnos de ello.

 

A fin de dejar espacio para esas fases, ¿deberíamos tratar de introducir cierta distancia, dependencia y autosuficiencia en nuestras amistades, tal como lo haríamos en una relación romántica? ¿Y entender también que nuestros amigos no pueden satisfacer todas nuestras necesidades?

 

Exacto. Creo que nuestro objetivo debería ser formar «apegos separados»: como cuando dos amigas están lejos pero conectadas, de manera que cada una de ellas se siente completa por sí misma. Se trata de no caer en el anticuado mundo de la competencia y aprender a admitir cuáles son nuestros sentimientos como individuos, sin importar lo buenos o malos que puedan ser. Se trata de reconocer que nuestras experiencias no son las mismas que las de los demás, en vez de exclusivamente buscar similitudes. Muchos de los sentimientos negativos que hemos mencionado aparecen en una amistad porque la mujer busca espacio en el mundo para desarrollarse, para anhelar libremente, para encontrar su autonomía. Sin embargo, es posible conseguir todo eso sin dejar de quererse ni de apoyarse mutuamente, en vez de competir. Una persona puede aceptar las decisiones de la otra (por ejemplo, tener hijos o no; darle prioridad al trabajo o no) y empatizar con sus diferencias (por ejemplo, si están casadas o solteras). Cuando las amigas hacen por comprenderse, pueden verse a sí mismas como de verdad son y sentirse seguras de su relación.

 

Si eso es a lo que deberíamos aspirar, ¿cómo podemos lograr estar a la vez separados y conectados con nuestros amigos?

 

Nuestra cultura lo dificulta, porque se espera que seamos absolutamente felices todo el tiempo y esa no es la realidad; las personas tenemos muchas emociones distintas. Para mí, se trata de olvidarse de esa fantasía de que todo está bien todo el tiempo para que podamos encontrar una manera más auténtica y compleja de hablar de nuestros sentimientos. Tenemos que dejar de fingir que nuestra vida es perfecta. Si lo hiciéramos, nos sería más fácil decir: «Me alegro por ti, pero me cuesta trabajo porque estoy atravesando un momento difícil». Por ahora, creo que el modelo artificial que nos dice cómo debemos comportarnos dicta que, cuando se trata de amistades íntimas, es difícil que exista espacio suficiente como para compartir toda la variedad de emociones que existen. Y es necesario poder compartirlas para estar tanto separadas como unidas. Es importante entender que una amistad puede incluir esperanza, dolor, amor, decepción, conflicto, placer y mucho más.

 

¿Crees que el hecho de que nuestras vidas sean más visibles ahora a causa de las redes sociales ha empeorado el problema de la rivalidad entre amistades?

 

Es inevitable, porque el anonimato lo hace menos real. Un encuentro físico con alguien puede desarmar tus proyecciones, porque te das cuenta de que esa persona es en realidad generosa o considerada, o descubres que tiene sus propios miedos y vulnerabilidades. Pero no puedes darte cuenta de esto por medio de una publicación de Instagram, porque no es más que una invención.

 

¿Qué desearías haber sabido antes sobre el amor?

 

Que existen muchas clases distintas de amor. Amor por tus amigos, por tus hijos, intergeneracional; amor romántico, por tu trabajo, por la cocina. Me gustaría haber sabido lo mucho que puede abarcar esa palabra, lo amplia que es, las múltiples expresiones que puede tener y los numerosos actos de amabilidad cotidianos que las personas pueden hacer las unas por las otras.

 

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Susie me enseñó que un pasado compartido puede ser algo hermoso y frustrante a la vez. Significa que los viejos amigos tienen un lenguaje nostálgico al cual recurrir, recuerdos que les permiten acceder a diferentes versiones de ellos mismos, algo que alguien nuevo quizá no pueda hacer. Pero también significa que, conforme cambiamos, puede ser difícil para nuestros amigos entender que no somos la misma persona que éramos el mes, el año o la década pasada. Y no podemos esperar que lo hagan sin ayuda. Depende de nosotros decirles a nuestros amigos quiénes somos, y mostrar interés por descubrir quiénes son ellos hoy en día.

Puede haber ocasiones en las que esas conversaciones impliquen compartir sentimientos dolorosos. Por ejemplo, decir: «Me siento muy orgulloso de tus logros profesionales, aunque a veces me recuerdan que yo estoy teniendo problemas para avanzar en mi carrera». O bien: «Me alegra saber que estás feliz en tu relación, aunque a veces siento que ya no hay lugar en tu vida para mí». O, en mi caso: «Me encanta ver fotos de tu bebé, aunque también me recuerdan lo triste que me siento por no lograr quedarme embarazada». Porque Susie me ayudó a darme cuenta de que la raíz de mi envidia no nacía de desear lo que otros tenían, sino que provenía del miedo de quedarme atrás, del miedo a la soledad.

Esta honestidad también implica reconocer cuándo somos increíblemente afortunados y acercarnos a aquellos amigos que se encuentren en una etapa más difícil. Esto no ocurre por sí solo; nosotros tenemos que hacerlo, con paciencia, con esfuerzo y sin permitir que nuestro ego interfiera. Si lo logramos, tal vez podamos presenciar el milagro de la amistad: la capacidad que tiene esta para recordarnos que no estamos solos, incluso si parece que el rumbo de nuestras vidas intenta separarnos.

 

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Después de cumplir treinta años empecé a percatarme de los huecos que existían en el conocimiento que tenía de mis amigos, tal como me ocurrió en casa de Jen. Apenas quince años atrás sabía lo que había en sus cajones, la marca de desodorante que usaba, cuáles de los cd que guardaba en el coche estaban demasiado rayados como para escucharlos. Ahora tenía hijos que no conocía o cuyas edades olvidaba a veces, canciones en su iPhone que no reconocía o compañeros con los que yo solo tenía una relación de cortesía, superficial. Toda esta información se me había ido escapando de manera tan gradual y sutil que apenas me había dado cuenta hasta que ya no estaban ahí.

Sin embargo, como Susie me explicó, la separación es una parte del crecimiento. Por ende, quería saber cómo podemos mantener esa intimidad cuando ya no vivimos en el mismo apartamento o en la misma ciudad o cuando no tenemos las mismas prioridades que nuestros amigos. Y por qué, si se supone que nos conocen muy a fondo, nos sentimos tan vulnerables cuando somos honestos con ellos. Para encontrar estas respuestas, tuve una charla con la autora, periodista y creadora de pódcast Dolly Alderton.

En su autobiografía Todo lo que sé sobre el amor, éxito de ventas en el Sunday Times, Dolly transformó la amistad con sus amigas en una historia de amor con las que muchas de nosotras nos podemos sentir identificadas. En ella, logra capturar algo en lo que pocos libros se centran: la intensa intimidad que existe entre dos amigas comprometidas a quererse. Dolly también se dedica a explorar la profundidad de la amistad no solo en su trabajo, sino también en su vida, ya sea escribiendo una columna para el periódico o sentada frente a ti en un restaurante. Sin duda, era la mejor opción para tener una discusión sincera sobre los desafíos y las recompensas de retener y mantener el amor en nuestras amistades.

LA BELLEZA DE LA VULNERABILIDAD EN LA AMISTAD
Conversación con Dolly Alderton

NL: Después de leer tu autobiografía, una parte de mí se puso triste, porque recordé los momentos mágicos que uno vive a los veintitantos, cuando las amistades son románticas e intensas, pero ya no me encuentro en esa etapa de mi vida. A los treintaipico, las amistades han cambiado: algunas de mis amigas tienen hijos, otras tienen padres enfermos y otras se han mudado. Me preguntaba si has notado algún cambio en tus amistades desde que escribiste el libro.

 

DA: Sin duda. Tenía veintiocho años cuando escribí ese libro, y en muchos eventos a los que asistí después, varias mujeres en sus treintaitantos, cuarentaitantos, cincuentaitantos y sesentaitantos solían levantar las manos y decirme: «Entendemos que te creas lo que dices sobre el voto de devoción absoluta que has hecho con las mujeres en tu vida, pero cuando tienes veintiocho años, no eres madre y vives como mucho a tres autobuses de distancia de tus amigas, es fácil hacer esa promesa». Cuando dejas atrás los veintitantos, los obstáculos que se interponen entre tus amistades surgen casi de inmediato, por lo que mantener ese vínculo y esa vulnerabilidad mutua se vuelve más complicado. Phoebe Waller-Bridge dice, al respecto, que los veintitantos son la etapa en la que uno descubre quién es, por lo que, cuando por fin has logrado tallar tu identidad, terminas teniendo menos en común con otras personas, porque hay más en juego. Estoy de acuerdo con ella; es verdad que pasas esa etapa decidiendo qué trabajo quieres tener, cuáles son tus ideales políticos, en qué parte del mundo quieres vivir... y pasas por todo eso en compañía de tu grupo de hermanos y hermanas del alma. Juntos creáis un tapiz de identidades al mismo tiempo que cada uno va creando la suya propia. Luego, al llegar a los treinta, tienes que declarar quién eres de manera permanente. Ya sea afirmando «soy alguien que quiere vivir en los suburbios» o diciendo «quiero ser ama de casa y tener hijos» o incluso «quiero volver a estudiar y empezar otra carrera». Tu identidad se vuelve más sólida. Y tienes que defender esa estructura de personalidad que has creado, porque es demasiado tarde como para cambiarla. Una vez que has declarado quién eres, parece más grave decir cosas como «no sé si hice lo correcto casándome con ese hombre» o «no sé si soy feliz en mi trabajo». Cuando sientes una conexión auténtica y vulnerable con alguien, es aterrador admitir eso; en comparación, cuando tienes veintitantos todo es un cambio constante. Por ello resulta más difícil abrirte a las personas y permitirte mostrar inseguridad o vulnerabilidad. Hay un riesgo más latente.

 

¿Crees que también se vuelve más difícil por no estar tan presente como antes en la vida de las personas? Porque a los veintipico no tienes que esforzarte en contarles las cosas a tus amigos, ya que ellos presencian casi todo lo que te pasa. Mientras que cuando eres mayor es más difícil mantenerlos al tanto de todos los eventos de tu vida. Por ejemplo, hace poco me di cuenta de que, a pesar de que mis amigos de la universidad y yo éramos muy cercanos, no conozco a sus hijos ni ellos conocen a Dan como yo conozco a sus parejas, pues se lo presenté cuando éramos más jóvenes. Nos hemos perdido varias piezas importantes de nuestras vidas.

 

Exacto. Pasas de una etapa en la que vuestras vidas están tan entrelazadas que hasta sabes qué comida les produce gases a una época en la que solo os veis unas cuantas veces al año. Lo que mencionas de los hijos es interesante, porque existe una narrativa cultural que divide a las mujeres treintañeras entre las que tienen hijos y las que no. Y, en mi caso, las relaciones que han sufrido cambios más drásticos son aquellas con las amigas que tienen hijos. Incluso si cultural y conscientemente ya no pensamos que criar una familia sea lo más importante que una mujer puede hacer con su vida, la idea todavía está muy arraigada en nosotros. Durante mucho tiempo, ese era el logro más grande al que una mujer podía aspirar en su vida. Y justo por lo difícil que es combatir esa idea, muchas mujeres que conozco que están solteras o que no tienen hijos han llegado a decirme: «Tengo la sensación de que ella piensa que mi vida no es tan relevante como la suya». Lo que complica las cosas es que, por el hecho de que la maternidad es algo tan santificado e implica cambios físicos, psicológicos, domésticos y profesionales de dimensiones extraordinarias en la vida de una mujer, se suelen decir cosas como: «La gente sin hijos no puede ni imaginar lo que es». Si mi amiga acaba de pasar por esa experiencia, es mi deber como alguien que la quiere esforzarme por ser más empática y usar toda mi imaginación para ponerme en su lugar, porque eso es lo que toda mujer se merece cuando está atravesando la experiencia más intensa de su vida. El problema es que, por lo general, no extendemos la misma cortesía a las mujeres que no tienen hijos.

Creo que esa puede ser la raíz del desequilibrio y la frustración, porque parece que aceptamos la metamorfosis que viven las mujeres con hijos, pero nos cuesta más entender a las personas sin hijos y los enormes cambios, conciliaciones y frustraciones que son parte de su vida diaria. Esa diferencia es la que dificulta una relación entre amigas que buscan aceptar los cambios en la vida de ambas, pero una tiene hijos y la otra no: las mujeres sin hijos tienen que dedicar mucho tiempo y respeto y sensibilidad a comprender los cambios que las madres atraviesan y, por lo general, no se les paga con la misma moneda.

 

Es cierto que ha habido ocasiones, mientras estábamos tratando de concebir, en las que tuve que alejarme de ciertas amistades que tenían hijos. Pero más adelante, cuando por fin hablé con esas amigas, me di cuenta de que, a pesar de que sus vidas parecían tener todo lo que yo deseaba, también tenían sus propios problemas, y yo no estuve ahí para escucharlas.

 

Y no debes culparte por eso, ya que la historia arquetípica que se nos enseña sobre ser una mujer heterosexual es que te casas, tienes hijos y listo, esto soluciona todos tus problemas. Es un mito que perjudica a muchas personas. Hace poco estuve hablando con una mujer casada con dos hijos que, a primera vista, tiene todo lo que yo podría desear; creo que, en cierto modo, se percató de la ansiedad y el pánico que yo sentía ante la incertidumbre de no saber si algún día conocería a alguien y formaría una familia, así que me dijo: «Vive y disfruta la hermosa vida que tienes en este momento; es algo muy valioso. No tienes ni idea de lo mucho que añoro la época en la que podía levantarme y escribir durante cinco horas sin que me interrumpieran». Por trillado que parezca, creo que la realidad es que, cuando las mujeres empiezan a tener hijos, puede ser una experiencia muy dolorosa, estresante, claustrofóbica, aburrida y solitaria. Y lo que también es una verdad fundamental es que puede ser increíblemente doloroso, estresante, claustrofóbico, aburrido y solitario no tener una familia cuando la quieres. Ninguna de las dos experiencias es más dolorosa o difícil que la otra. Una vez que dejemos de comparar, de pensar quién nos da más lástima o quién ha tomado las mejores decisiones, y permitamos que esas penas coexistan, habremos descubierto la clave de la intimidad en nuestras amistades.

 

Empiezo a pensar que uno pasa por «estaciones» o etapas en la vida donde las amistades se traslapan y otras donde no. Así que quizá, además de ser más vulnerables con nuestros viejos amigos, deberíamos acercarnos a las personas nuevas que aparecen en nuestras vidas.

 

Así es, y la diferencia principal entre el momento en el que estoy ahora y la época en que escribí mi autobiografía es que antes tenía mucho miedo al abandono o a estar perdida y sola y sin amor. Creo que, debido a que los veintitantos son una época difícil, te pasas la década adaptándote al hecho de vivir sin tus padres. En mi caso, me pasé aquellos años creando una familia sustituta en mis amistades, y esto me daba la oportunidad de alocarme, correr riesgos y experimentar aventuras emocionantes, tanto desde el punto de vista creativo como del romántico, porque siempre tenía una unidad a la cual volver. Y esa no es la función de tus amigos.

Ahora me siento más relajada respecto a la frecuencia con que hablo con mis amistades o las veo, o a la cantidad de tiempo que pasan con sus parejas en comparación al que pasan conmigo. Me he acomodado en la solidez estable y preciosa de su amor por mí, y sé que, aunque requerirá esfuerzo, también es un amor que estará ahí para siempre. La verdadera amistad trata sobre tomarse las cosas con calma, sobre ser conscientes de que la vida tiene altibajos que pueden llevaros a muchos sitios y siempre encontraréis la manera de reencontraros en distintos momentos del camino.

 

En cierto modo, tal y como sucede en el amor romántico, en una amistad tienes que aceptar que la otra persona no es responsable de ti. Sin embargo, para permitir cierta distancia en esas relaciones, es necesario dejar ir algunas versiones de la amistad. Me pregunto si con esa pérdida ganamos otras cosas.

 

Empiezas a notar la longevidad de tus amistades de una manera increíblemente conmovedora. Me conmueve pensar que las chicas con las que estudié en la universidad, que en su momento me parecían amistades recientes, ahora se han convertido en personas que me conocen desde que era joven. Si piensas en ello como en un regalo increíble, incluso si ha tenido que cambiar a medida que hemos envejecido, sientes que estás ganando algo en lugar de perderlo. Cuando tenía treintaitantos, terminé una relación y, al día siguiente, les envié a las chicas un mensaje de texto que decía: «Lo dejamos anoche y estoy fatal». Como era de esperar, mis amigas crearon otro grupo de WhatsApp para ver quién estaba libre aquella noche, como una especie de unidad de emergencias emocionales. Tres de ellas quedaron conmigo en un bar. Llegaron antes que yo y, cuando me acerqué a la mesa, tenían un martini con vodka frío esperándome. Yo las saludé y empecé a llorar. Me sentía muy conmovida de que las mismas personas que me habían aconsejado y dado su cariño la primera vez que lloré por un chico hacía dieciséis años estuvieran también ahí, en aquel momento. Sus consejos, sin embargo, fueron diferentes. Todas habíamos cambiado, pero el amor permanecía. Esa sensación se vuelve más profunda conforme vas madurando.

 

¿Qué desearías haber sabido antes sobre el amor y la amistad?

 

Lo que aprendemos sobre la amistad cuando somos jóvenes es que si todo permanece igual las cosas irán bien. Y es difícil olvidar esa lección cuando llegas a la edad adulta, que es una época en la que las cosas cambian mucho, todo el tiempo. De hecho, esos cambios no solo son una señal de que la vida marcha bien, sino un hecho indiscutible: todo es parte de un flujo constante.

Desearía poder hablar con mi yo de veinticinco años y asegurarle que su idea de la amistad cambiará muchas veces a lo largo de su vida y que eso es normal. Me resistía al cambio de una forma que seguro que resultaba estresante para mis amigas. Quizá las presionaba para que siguieran siendo la misma versión de ellas mismas y para que nuestra amistad conservara la misma dinámica, porque, para mí, que algo fuera constante significaba que funcionaba bien. Ahora no hay casi nada que pueda abstraerme cuando se trata de mis amistades: por ejemplo, que alguna amiga me diga que se va a mudar al otro lado del mundo o que se va a casar o a divorciar o que está embarazada. No se me ocurre nada que pudiera poner en duda la fe que tengo en mis amigas cercanas. Y ese sentimiento es mucho más agradable.

 

*

 

Rilke escribió: «Toda compañía puede consistir únicamente en el fortalecimiento de dos soledades vecinas». Ahora me doy cuenta de que sus palabras pueden aplicarse tanto a una amistad como a una relación romántica. En ambos casos, he aprendido que no podemos esperar que la otra persona satisfaga todas nuestras necesidades. Podemos llorar con ella; podemos compartir nuestra vida, nuestros temores y nuestra ropa interior. Pero si queremos experimentar la dicha de estas relaciones, tenemos que hacer espacio para la individualidad de cada uno.

Como señaló Dolly, es probable que haya tanto frutos como pérdidas en este humilde y caótico proceso. Las experiencias diarias que solíamos compartir como adolescentes o veinteañeros pueden ser reemplazadas por algo menos consistente pero igual de poderoso: un conocimiento mutuo tan profundo que puede aguantar la distancia, el espacio y el tiempo.

Sin embargo, para poder disfrutarlo cuando, como suele suceder, la vida se vuelve más difícil tenemos que encontrar una manera de compartir con sinceridad nuestra vulnerabilidad, incluso si nos parece arriesgado. Es así como logramos seguir en contacto. Y, tal vez, no es sino hasta que confiamos en la solidez de nuestras amistades que podemos apreciar plenamente la riqueza de todas las capas que las conforman: los cambios vitales, la permanencia del amor y la forma en la que continúa sosteniéndonos.

 

*

 

Por mucho que anhelara ser madre, no dejaba de pensar en cómo la paternidad podría plantearnos nuevos desafíos en la relación. Las noches sin dormir en las que Dan y yo ni siquiera compartiríamos cama o las llamadas de una hora con mis amigas que serían más difíciles con un bebé llorando sobre mi regazo... Las cosas que tendría que sacrificar, como los paseos domingueros sin un rumbo específico, las salidas espontáneas con mis amigas, tener sexo de manera regular, leer en la cama, etc. Y también le daba vueltas a cómo mi autopercepción podría verse erosionada, o al menos alterada, en el proceso. Si decidimos ser padres, ¿cómo podemos asegurarnos de que siga habiendo espacio para el amor por nuestro trabajo, nuestras amistades y nuestra pareja? ¿Qué partes de nosotros podríamos y deberíamos proteger y a cuáles necesitaríamos renunciar? Decidí plantearle estas preguntas a la novelista Diana Evans.

En sus obras, particularmente en la hermosa novela Ordinary People [Gente corriente], Diana explora el impacto que la domesticidad tiene en la vida de las mujeres y en su identidad. Como ya la había entrevistado alguna vez, sabía que siempre ha luchado en su vida personal por conservar su identidad como mujer, como amiga y como escritora, incluso después de tener dos hijos. No ha sido fácil, pero, ya que siempre ha sido algo importante para ella, se encargó de protegerlo. Yo quería averiguar cómo.

Aunque es honesta acerca de sus partes mundanas, Diana habla de manera conmovedora sobre la intensidad del amor parental y explica en qué se diferencia del amor que uno siente por una pareja, un amigo o un padre. También tiene en cuenta la humanidad no solo de los niños, sino de los padres que los cuidan.

Nuestra conversación me hizo aceptar por primera vez la heterogeneidad de la paternidad: su tedio y su belleza, los sacrificios implacables y los regalos transformadores. También fue la primera vez que me permití alentar la esperanza de que algún día podría ser una buena madre para otro ser humano, incluso si me dolían algunas de las cosas a las que podría tener que renunciar para llegar a serlo.

CÓMO LA MATERNIDAD CAMBIA EL AMOR
Conversación con Diana Evans

NL: Tengo entendido que es importante para ti conservar tu sentido de identidad y sacar tiempo para tu trabajo. Para lograrlo, ¿cuáles han sido los desafíos a los que te has enfrentado como madre?

 

DE: Para mí, ese es uno de los desafíos más grandes de la maternidad: tratar de conservar tu sentido de identidad y tu independencia mientras cuidas a una persona que salió de ti y que cambió la trascendencia de tu vida. Había momentos en los que sentía como si me faltara el aire, mientras trataba de ser yo misma y existir al margen de todas las exigencias de la maternidad. El mayor cambio que tienes que hacer es darte cuenta de que tu vida ya no te pertenece. Yo solía afirmar que escribir era lo más importante de mi vida, y lo creía con rotundidad. Pero cuando tuve hijos ya no podía decir lo mismo. Mi perspectiva cambió de forma gradual hasta que me di cuenta de que ellos eran lo más importante. Así que ¿cómo podía encontrar un equilibrio? ¿Cómo podía armonizar eso con mi necesidad de expresarme como individuo? No ha sido fácil, pero escribir me ha ayudado porque me proporciona un espacio que requiere soledad.

 

¿Tus hijos se volvieron la parte más importante de tu vida inmediatamente después de nacer? ¿O llegaste a ese entendimiento por medio de un proceso gradual?

 

Fue un ajuste lento. Durante mucho tiempo después de tener hijos seguía creyendo que la escritura era lo primordial. Me tomó un tiempo aceptarlo por completo y admitir que ya no era así. Que la vida se detiene cuando se trata de las necesidades de tus hijos, y ellos se convierten en el centro de tu vida y tu universo. Por ejemplo, si uno de mis hijos se pone malo, todo se detiene, sin importar lo centrada que esté en mi escritura.

Creo que lo que nos ayuda a soportar la labor de ser padres es el intenso amor que sentimos por nuestros hijos. Sin eso no sería posible, al menos no para mí. Me di cuenta de ello cuando mis hijos eran pequeños: ser madre es algo tan difícil que, si no amaras a tus hijos con tanta intensidad, lo más probable sería que huyeras. Pero también es un amor que te redime constantemente y que te conecta con el presente, porque tus hijos pueden lograr que se te caiga la baba sin importar lo insatisfecha que estés. Los momentos en los que los ves sonreír o ser ellos mismos están llenos de dicha. De pronto todo vuelve a estar en equilibrio. Recuerdo una vez que mi hijo me dijo, cuando tenía unos tres años: «Yo soy tu sol, tú eres mi luna», y lo sentí exactamente así en aquel momento.

 

¿Dirías que ese amor tan intenso fue instantáneo?

 

Fue inmediato para mí. Es un amor que te envuelve por completo. Es casi como un ser vivo que puedes sentir, que pinta tu mundo de otro color y crea una especie de niebla mágica a tu alrededor. En especial durante las primeras dos o tres semanas después de haberte convertido en madre, hay un sentimiento mágico en el aire creado por el ser humano que ha salido de ti. Sé que no es así para todo el mundo, pero así lo sentía yo: una sensación inmediata, incondicional y tan visceral como algo físico. Fue como si mi hijo fuera la encarnación misma del amor.

 

Hablando como alguien que aún no ha experimentado la maternidad, me parece que es un poco como un acto de servicio. Una hace absolutamente todo lo necesario por su bebé y, al menos al principio, ese amor no es correspondido de forma evidente: por ejemplo, no recibes conversación ni muestras de gratitud. Pero casi todo lo que una hace está dedicado a mantenerlos vivos y sanos.

 

Lo que obtienes a cambio es una sensación de propósito. El hecho de que dependan por completo de ti es una gran responsabilidad, pero le da un propósito a todo lo que haces. Te hace sentir esencial en el mundo.

 

Ahora que tu hija tiene dieciséis años y tu hijo diez, te encuentras lejos de esa etapa inicial. ¿En qué aspectos cambia el amor de los padres cuando los hijos crecen y comienzan a tener sus propias opiniones?

 

Es verdad que el sentimiento cambia conforme tu hijo desarrolla su propia personalidad, pero creo que la raíz del amor no cambia, y eso es lo que te mantiene conectado a ellos. En un principio, la maternidad es un proceso muy físico; al crecer, sin embargo, se vuelve más emocional. Cuando mis hijos eran bebés, alguien me dijo que, cuando crecen, todo se vuelve más difícil. Yo esperaba que fuera al contrario, que se volviera más fácil, porque ya de por sí me parecía un desafío, pero ahora entiendo lo que esa persona quería decir. En especial cuando tus hijos llegan a la adolescencia, apoyarlos para que se conviertan en adultos funcionales, con la capacidad de expresarse por completo, es una tarea emocional muy dura. Hasta cierto punto, esa es tu responsabilidad.

Hay una cita interesante del libro La Biblia envenenada, de Barbara Kingsolver, en la que se habla sobre la idea de que, cada vez que ves a tu hijo crecer, estás mirando a la misma persona atravesar distintas etapas de su vida. Lo ves a las ocho semanas, a los cinco años, a los diez y a los quince, así que el amor que sientes por él evoluciona a través de una variedad muy amplia de emociones y recuerdos. Justo así lo siento yo: cuando miro a mi hija de dieciséis años, recupero los recuerdos que tengo de ella de bebé, de niña, etc. Con solo una mirada, puedo rememorarla de forma multidimensional. Hay una riqueza de sentimientos en la conexión que tienes con alguien que vino de ti, que siempre está evolucionando.

 

Precisamente porque ellos vienen de ti, ¿te cuesta reconocer en ellos partes tuyas que te molestan? ¿O cuando hacen algo que te recuerda a un asunto sin resolver de tu pasado?

 

Eso es algo que me preocupa: lo que elijo enseñarles y lo que, a pesar de haber intentado evitarlo, les transmito sin darme cuenta, simplemente por el hecho de ser quien soy y por la constante proximidad que tengo con ellos. Aún se espera que las madres hagamos todo a la perfección y, cuando son bebés, tal vez puedas fingir que eres esa madre santa, pero conforme van creciendo se vuelve más complicado. A la larga te das cuenta de que tienes que ser tú misma. No puedes ser de otro modo cuando estás criando y conviviendo con alguien, tratando de pagar las cuentas y de vivir tu propia vida, todo al mismo tiempo. Tienes que olvidarte de esa imagen a la que aspiras como madre. Tienes que permitirte ser tú. Cuando mi hija cumplió trece años, me liberé de la culpa que proviene del juicio de los demás, porque me di cuenta de que no era una forma constructiva de pensar. Hay muchos libros que se centran en todas las formas en las que los padres podemos perjudicar a nuestros hijos, pero muy pocos que reconozcan el impacto de proporciones astronómicas que los hijos tienen en los adultos. Los adultos también somos seres humanos, con sentimientos y emociones, y los hijos no suelen ser muy conscientes de ello. Por supuesto que sé que los padres tenemos el rol de cuidadores, pero creo que nuestra humanidad debería estar más reconocida, así como el hecho de que no podemos ser alguien que no somos, sin importar cuánto lo intentemos. Tenemos que aceptarnos primero a nosotros mismos para poder ser buenos padres.

 

¡Suena agotador!

 

Sí, lo es. Pero me encanta ser madre, la verdad.

 

Quizá porque rara vez escuchamos hablar sobre la maternidad de la forma en la que tú lo haces, la decisión de convertirse en madre puede ser dura y aterradora, sobre todo cuando una comprende que hay partes de su vida a las que tendrá que renunciar. ¿Cómo abordaste esa decisión? Sobre todo, porque no se sabe lo que es ser madre hasta que te conviertes en una.

 

A pesar de que se ha convertido en una parte intrínseca de mi vida, he tratado de mantener un sentido de identidad, de manera que sigan existiendo suficientes otras partes de mí como para sentirme realizada. Es algo que está en constante riesgo, por lo que creo que muchas mujeres sí pierden su identidad. Algunas hasta el punto en que, cuando los hijos son mayores y se van de casa, se quedan con una sensación de vacío, como si les hubieran arrebatado algo esencial. Yo siempre trato de evitar esa situación de manera consciente. Mi vida gira en torno a mis hijos en términos de horarios y de cómo organizo mis actividades, y sé que, en un futuro, extrañaré esa sensación de orden, estructura y repetición rítmica que ellos me proporcionan. Pero espero tener suficientes partes independientes de mí como para sentirme satisfecha, y estoy segura de que así será.

En términos generales, ser madre me ha requerido grandes sacrificios, pero también ha enriquecido mi vida. Probablemente ocurrió en el momento adecuado, cuando tenía treinta y tres años y estaba casi lista. La primera vez que me quedé embarazada temía no estar preparada, pero acababa de terminar un máster y mi primer libro, y había espacio en mi vida. No sabía a qué estaría destinado dicho espacio, pero lo presentía. En retrospectiva, fue una señal de que estaba lista. El miedo era lo único que me hacía pensar que no lo estaba.

 

Creo que la gente se identifica con lo que escribes por tu honestidad sobre la dualidad de la maternidad; aunque tiene un lado lleno de un amor profundo e intenso, también tiene otro más mundano y difícil. ¿Crees que a las mujeres les resulta difícil admitir que hay partes de la maternidad que no les gustan?

 

Las mujeres están dispuestas a discutirlo en privado, pero siempre se relega a «cosas de señoras». Incluso con sus amigas, les cuesta trabajo admitir por completo las dificultades de ser madres. Hay una sensación de competencia, creada por la sociedad, que nos indica que las mujeres tienen que ser «buenas» madres, actuando o sintiendo de cierta manera. Pero me he percatado de que puedo conectar más profundamente con mis amistades cercanas cuando compartimos esos sentimientos: la sensación de sentirse invisible y de que tu identidad se vea deteriorada no solo por la maternidad, sino también por el matrimonio y las relaciones a largo plazo. Cuando las mujeres se permiten tener esas conversaciones y expresar sus complejidades con honestidad, creo que se salvan las unas a las otras. A mí me han salvado muchas veces.

 

¿Te ha supuesto un desafío mantener esas relaciones, considerando las exigencias a las que te has visto sometida como madre, pareja y escritora?

 

Sí, sí que ha sido un desafío. No queda mucho espacio para tus amistades cuando estás tratando de conservar una relación y de cuidar a un hijo, sin perder de vista tu trabajo ni tu identidad como profesional. Incluso desde un punto de vista logístico hay poco tiempo. Solía hablar durante horas con mis amigas por teléfono, pero llega un momento en el que ya no tienes tiempo para eso. Y es incluso más difícil verse, porque tenéis diferentes horarios o alguna de las dos se muda más lejos. Sin embargo, las relaciones más valiosas que tengo son con mujeres que conozco desde que era niña. Al no estar conectadas con mi vida romántica ni con mi papel de madre, tienen cierta pureza. Esa clase de amistades te proporcionan un espacio donde tienes libertad para ser quien eres o, al menos, para ser la persona que creías ser o que te gustaría ser. Sois testigos de cómo todas vais cambiando. Y resulta reconfortante saber que, sin importar lo mucho que te hayas distanciado de la persona que eras, sin importar lo mucho que tu relación o tu carrera te hayan cambiado, puedes seguir conectando con alguien a quien conoces desde que eráis adolescentes. Una amistad antigua es algo que te ayuda a recordar tu papel en el mundo, y eso es muy valioso.

 

Hemos hablado acerca de cómo la maternidad ha cambiado la relación que tienes contigo misma, con tus hijos y con tus amigas, pero también me interesa saber cómo ha cambiado tu relación romántica.

 

Una relación a largo plazo es algo que llena tu vida de calidez y afecto, pero la mía en definitiva se ha visto comprometida por mi trabajo y por la maternidad. Siempre tengo la sensación de que no le dedico lo suficiente a ese compañerismo, pero lo valoro inmensamente. Por el lado positivo, convertirnos en padres nos ha dado un objetivo en común, lo cual quiere decir que la sensación de tener un propósito ha creado un vínculo indestructible entre nosotros. Ha sido maravilloso crear vida juntos y ver cómo esta crece y florece, así como compartir la fascinación por descubrir qué clase de personas serán nuestros hijos. Pero todo esto provoca un cambio en el amor romántico, porque se interpone. Ser madre y escritora consume gran parte de mi día a día y me ha costado trabajo encontrar tiempo suficiente, además de espacio emocional y espiritual, para mi relación. No sé cómo lo hace la gente para equilibrar las tres cosas. Después de cuidar a los niños, a veces me cuesta trabajo compartir lo que queda de mí con mi pareja. Pero la maternidad también intensifica el amor que sientes por ella, porque ves todas las facetas de su personalidad en la forma en la que se comunican con los hijos. Es maravilloso tener la oportunidad de descubrir la docilidad de tu pareja, y cómo derrama esa bondad en ellos. Así que, a pesar de haber creado distancia, la maternidad también ha formado un vínculo eterno entre nosotros.

 

¿Cuál ha sido la lección más importante que has aprendido sobre el amor maternal?

 

He aprendido que lo más importante que puedes darle a tu hijo es amor. En mi infancia no fui muy consciente de que me querían y me valoraban, así que siempre ha sido una prioridad para mí que mis hijos sepan lo mucho que los amo.

 

*

 

Cuando Diana describió la sensación de ver a sus hijos desde una perspectiva multidimensional, entendí exactamente a qué se refería a pesar de que yo no fuera madre. Es el mismo sentimiento que tengo a veces cuando veo a mi hermano menor, Oliver. Puedo ver a la vez en su rostro al regordete bebé que entrecerraba los ojos bajo la luz del sol; al niño sonriente con un corte de pelo estilo casquete y una gorra al revés; al adolescente tocando la guitarra en el garaje; al veinteañero bailando «Born in the usa» en la cocina de mis padres. He presenciado los treinta y cuatro años de su vida y él ha presenciado todos salvo dos de mis treinta y seis. Esto quiere decir que, en nuestras conversaciones, siguen presentes todas las personas que era. Como dice el escritor Jeffrey Kluger en The Sibling Effect [El efecto de los hermanos]: «A partir del momento en el que nacen, nuestros hermanos y hermanas son nuestros colaboradores y cómplices, nuestros modelos a seguir y nuestras advertencias y consejos... Las parejas llegan, en comparación, más tarde a nuestras vidas; los padres terminan dejándonos. Por lo tanto, es posible que nuestros hermanos sean los únicos que podamos calificar como “compañeros de vida”».

Como mi «compañero de vida», mi hermano me ha ayudado a ampliar mi percepción de la intimidad. Porque nuestro amor nace de un mutuo conocimiento extraño y tácito, uno que no requiere que compartamos todo para seguir sintiéndonos cerca. Él no es alguien a quien yo llamaría para hablar de una ruptura romántica, y dudo que él me buscara para hablarme de sus problemas amorosos; además, ninguno de los dos tiene intención de ponerse a discutir su vida sexual. Sin embargo, a pesar de estos detalles, él me conoce en cierto modo mejor que nadie. A veces la intimidad consiste en exponer cada parte de tu ser a otra persona. Pero, en otras, esta se construye a base de experiencias, no de palabras: los fuertes de sábanas que construíamos juntos o las canciones que grabábamos en el garaje; los tensos viajes familiares codo a codo en el asiento trasero del Saab de mi madre o las noches incontables en las que dormíamos en literas y hablábamos durante horas bajo el brillo fluorescente de las estrellas que habíamos pegado al techo. Estos primeros momentos fueron los que me enseñaron a compartir mi vida con alguien. Fue con Oliver con quien aprendí a pelear por muñecos de peluche, por Legos o por la atención de nuestros padres, y a reconciliarme después sin guardarle rencor. También aprendí cómo hacer reír a los demás y la importancia del humor. Sin saberlo, al crecer juntos, aprendimos a amar.

En muchas de estas entrevistas he formulado la pregunta: ¿cómo puedes unir tu complicada vida con la complicada vida de otra persona sin perderte a ti mismo en el camino? Pero ahora quería saber: ¿qué pasa cuando vuestras vidas han estado unidas desde un principio? ¿Cómo podéis seguir queriéndoos mucho tiempo después de haber dejado el hogar de la infancia? ¿Y cómo podéis respetar y disfrutar tanto la historia que compartís como las personas en quienes os habéis convertido? Acudí a la periodista Poorna Bell para encontrar las respuestas, porque sabía que la relación con su hermana Priya es una fuente importante de amor en su vida.

Poorna y Priya han mantenido su vínculo a pesar de vivir en diferentes ciudades (Priya en Barcelona, Poorna en Londres) y de haber pasado por experiencias muy difíciles: cuando Rob, el marido de Poorna, se suicidó, su hermana fue la única que supo cómo apoyarla. ¿Cómo han logrado permanecer tan cercanas? Con esfuerzo; yéndose juntas de vacaciones una vez al año, manteniendo un contacto regular y prestando atención a la manera en la que han crecido y evolucionado como adultas. Las respuestas de Poorna no solo me parecieron valiosas en el contexto de las relaciones fraternales, sino que también me recordaron que la conciencia es esencial para establecer una conexión. Y que, incluso en las familias, el amor no es algo que se pueda ignorar. Tenemos que procurar mantenerlo vivo.

LOS DESAFÍOS Y EL CONSUELO DE LOS VÍNCULOS FRATERNOS
Conversación con Poorna Bell

NL: ¿En qué crees que difieren una relación fraternal y una amistad?

 

PB: Como hermanos, sentimos un interés automático por la vida del otro, así como ocurre con los amigos. Hay cosas que nos interesan tanto a Priya como a mí, cosas que nos unen y cosas en las que nos aconsejamos la una a la otra. Somos mutuamente incondicionales. Siempre estamos ahí para apoyarnos. Pero el vínculo entre hermanos puede ser más complicado que la amistad cuando volvemos a nuestro modo adolescente predeterminado; cuando dices las cosas sin tacto o das por hecho cuál será la reacción de tu hermano, porque tienes cierta idea de quién es. El desafío es que los dos cambiáis en varias etapas de vuestra vida, así que la idea que tienes de tu hermano o hermana podría no reflejar su realidad actual. (Por ejemplo, Priya era tranquila cuando éramos más jóvenes, pero ahora es más intrépida, directa y apasionada.) Debido a que los hermanos se conocen desde hace mucho tiempo, se forman patrones de comportamiento que se afianzan durante las edades formativas; estos determinan cómo interactúan. Puede que ni siquiera sean conscientes de ello.

 

¿En qué clase de patrones recaes tú con tu hermana?

 

Soy cuatro años menor que Priya; sé que no parece una gran diferencia, pero cuando eres niña o adolescente puede haber un gran contraste en cuanto al nivel de madurez. Cuando éramos más jóvenes, dependía mucho de ella. A veces aún lo hago. Y cuando era adolescente me creé la narrativa de que yo era «la mala». Todo lo que hacía estaba mal o no era suficientemente bueno, mientras que Priya era la hija perfecta que nunca se equivocaba. Ahora que soy mayor, sé que esto no era así; era solo mi percepción de las cosas. Sé que Priya es mi camarada, no mi competencia. Pero esa narrativa en la que me sentía apartada o inferior a mi hermana sigue apareciendo de vez en cuando. Y no es culpa de nadie; es solo la sensación intangible de que no se me ha tomado en cuenta en los planes familiares. O de que soy una ocurrencia tardía, porque soy la menor y todos asumen que me conformo con hacer lo que los demás sugieren. Nada de esto es verdad, pero, ya que es un tema sensible para mí, tengo que procurar no dejarme llevar por esas ideas. Se trata de un patrón infantil que, por desgracia, muchos de nosotros tenemos y en el cual podemos recaer muy rápido cuando se trata de nuestra familia.

 

En las conversaciones que he tenido sobre amor romántico y amistad, el tema de seguir siempre conociendo a las personas ha sido recurrente, porque todos cambiamos, y no ver más allá de la versión antigua de alguien puede ocasionar conflictos. ¿Cómo seguís conociéndoos Priya y tú ahora que sois adultas? ¿Ha sido por medio de un esfuerzo consciente?

 

El motivo por el cual mi relación con Priya sigue evolucionando es que nos hemos dado cuenta de que ambas debemos participar de forma activa en el proceso. Sin embargo, no lo sentimos como un esfuerzo, porque tratamos de comunicarnos de un modo u otro todos los días. No es como cuando tienes un amigo con el que hablas una vez al mes y tienes que explicarle todas tus novedades en el transcurso de dos o tres horas. Priya y yo estamos al tanto de lo que ocurre en nuestras vidas porque estamos en contacto a diario. Eso no quiere decir que no tengamos malentendidos, pero sí significa que hemos creado un atajo entre ambas. No hace falta que le haga miles de preguntas para descubrir lo que siente respecto a cierto tema, porque hay una parte de ella que conozco y entiendo bien, y viceversa: ella sabe quién soy y cómo podría sentirme respecto a algo en concreto.

 

Las amistades suelen entrar y salir de tu vida ocasionalmente, mientras que, si tienes la suerte de tener una relación cercana con tus hermanos, en cierto modo sabes que siempre estarán ahí, porque vuestras vidas están entrelazadas. ¿Crees que esto también da lugar a que descuidéis la relación o la subestiméis? ¿O a que seáis muy duros el uno con el otro?

 

Está claro que, con Priya, una fuente de conflicto puede ser que le diga algo con mayor dureza en comparación a cómo se lo diría a una amiga, pero también creo que la relación es más fácil de recuperar que una amistad. Si alguna de las dos está siendo un poco borde, podemos decirnos: «Estás siendo fría». Resulta muy útil tener a alguien que pueda señalarte esos momentos, porque las amistades pueden alejarse si es que optan por evitar el conflicto. Muchos prefieren perder a un amigo antes que decir algo que la otra persona podría no querer escuchar. Pero cuando se trata de tus hermanos, no puedes darte el lujo de evitarlos para siempre. Claro que hay hermanos distanciados, pero ese es otro tema. Si tenéis una relación cercana, es normal que seáis más bruscos en cuanto a la elección de palabras, porque sabéis que la relación es más fácil de reparar. Al menos en mi caso, la relación con mi hermana suele ser bastante fácil; no puedo decir lo mismo de ninguna de las demás personas de mi vida.

 

Sé que Priya estaba a tu lado cuando recibiste la noticia de la muerte de tu marido. ¿Dirías que vuestra relación de hermanas fue un consuelo durante esa época?

 

Ella estaba conmigo cuando me enteré por teléfono de que mi marido Rob se había quitado la vida en Nueva Zelanda. A partir de ese momento, sentí la necesidad de tener a alguien que me cuidara y me protegiera. Hasta aquel entonces, Rob se había encargado de eso. Pero Priya me hizo sentir como si tuviera a una guerrera a mi lado. Necesitaba a alguien que me entendiera y estuviera conmigo sin tratar de arreglar las cosas, y ese alguien fue mi hermana. Ni yo misma sabía lo que necesitaba, pero ella sí. Claro, no es lo mismo que tener una pareja romántica, y te estaría mintiendo si te dijera que ella bastó para reemplazar dicha necesidad en mi vida, porque no fue el caso. Mi hermana también tiene su propia familia y llenan mutuamente ese espacio. Pero sé lo afortunada que soy de tener a alguien que siempre estará a mi lado, sin importar lo que ocurra, en la medida de sus posibilidades.

Las experiencias que hemos compartido, como cuando ella se convirtió en madre o cuando yo perdí a Rob, son muy distintas. Ninguna de las dos puede entenderlas porque no las hemos vivido, pero sí podemos entendernos la una a la otra a través de ellas, y sabemos lo que la otra necesita.

 

Esa me parece una distinción importante: no es necesario entender la experiencia mientras puedas entender a la otra persona a través de ella. Yo también me he sentido así. Cuando todo se desmorona en mi vida, sin importar lo que ocurra, puedo sentir la certeza del amor de mi hermano y eso me hace más fuerte.

 

Por supuesto. Priya y yo decimos que nuestra familia es un sistema solar y que nos da fuerza saber que nuestras órbitas coexisten. Cuando pasamos tiempo juntas recargamos nuestras baterías, y cuando estamos separadas es como si faltara una parte de nuestro ser. Cuando estoy con Priya puedo ser yo misma de un modo que no siempre es posible en otros aspectos de mi vida. Me hace sentir muy conectada conmigo misma: tanto con la persona que soy hoy en día como con mis orígenes. Podemos hacernos reír, decir tonterías y volver a ser niñas. También podemos ser brutalmente honestas como adultas, de un modo que no siempre es posible con tus amistades. Esa franqueza te permite saber que, cuando tus hermanos están de tu lado, su apoyo proviene de un lugar muy puro. Si estuvieras haciendo algo malo para ti, o actuando de manera incorrecta, es probable que tu hermano te lo dijera. Eso significa que a veces pueden decirnos verdades que no estamos listos para escuchar. Pero también significa que, cuando te respaldan, quizá es porque tienes razón. Y tener esa clase de apoyo en tu arsenal para enfrentarte a la vida es algo muy poderoso.

 

¿Has descubierto una nueva forma de amar en tu vida al convertirte en tía?

 

 

Sí. No tenía ninguna expectativa al respecto, pero, cuando cogí en brazos a mi sobrina Leela por primera vez, recuerdo haber pensado que era infinitamente preciosa y frágil, y que sería capaz de morir por ella y hacer todo lo posible para protegerla. Mi sobrina no es mi hija biológica, pero existe un vínculo, como el que existe con el resto de mi familia, que nos conecta estrechamente. Ahora está a punto de cumplir seis años y es uno de los seres humanos más dulces que he conocido, pero yo ya sentía este mismo amor antes de saber qué clase de persona sería. Era un sentimiento muy básico, y estaba conectado al vínculo que tengo con Priya. Es una forma de amar completamente nueva.

 

¿Qué desearías haber sabido antes sobre el amor fraternal y sobre cómo mantenerlo?

 

Mi relación con Priya es fuerte porque ahora somos muy buenas comunicándonos. Durante nuestra adolescencia y nuestros veintitantos, yo tenía ideas preconcebidas sobre nuestra relación y sobre mi hermana, aunque no me había tomado el tiempo necesario para conocerla de verdad como persona. Por supuesto que siempre existirán dinámicas difíciles de navegar dentro de una familia, pero merece la pena aprender a comunicar tus necesidades y a entender por qué la gente siente lo que siente, incluso si se trata de un hermano al que crees conocer de pies a cabeza.