El amor es la calidad de la atención que prestamos a las cosas.
J. D. MCCLATCHY,
Love Speaks Its Name
Cierto domingo, Dan está lavando los platos mientras yo pico una cebolla. Solo se oye el sonido de la radio y una cacerola con agua hirviendo a fuego lento en la estufa, la intimidad natural que existe en ausencia de las palabras. Dan me presta sus gafas de esquí para que no me lloren los ojos por la cebolla. «Intenta ponerte una cucharita en la boca también», me sugiere, y lo hago. Es obvio que estoy ridícula con las gafas de esquí y la cuchara en la boca picando cebolla, porque Dan empieza a reírse y yo también, y de pronto no podemos parar. Pero bajo este absurdo momento puedo sentir el palpitar de una verdad dulce y dolorosa: estas son las escenas que echaremos de menos algún día cuando uno de los dos fallezca. Estas tardes cotidianas.
Ahora pienso que esto es parte de mantener el amor: por un lado, crear espacio para que puedan existir momentos como este. ¿Y por otro lado? Prestarles atención. Sentir su fragilidad, su valor emocional y su novedad incluso si te resultan familiares. Algo que ayuda a vivir en el presente, según he descubierto, es entender que el amor requiere práctica; que es la revelación continua de uno mismo a la vez que una inmensa fuerza que existe y cambia entre ambos. Pero también creo que, antes de lidiar con temas más serios, hay que empezar por los pequeños detalles. El amor también se encuentra en ellos: una caricia en la mano, una nota inesperada en la mesa de la cocina, un mensaje que dice «siento mucho tu pérdida», una canción recomendada, una inseguridad compartida, un detalle íntimo que aún late en la memoria de la persona a quien se lo contaste hace años (por ejemplo, que la cáscara peludita de los melocotones te da repelús o que no te gusta la leche porque, cuando estabas en primaria, te sentabas en el autobús junto a un niño que siempre tenía un bigote de leche y, por alguna razón, la imagen te provocaba náuseas).
Es fácil apreciar a alguien cuando no está, cuando su ausencia te hace añorar su retorno. Pero es más difícil prestarle atención a cuando está justo delante de ti, todos los días. Vuestras vidas están tan entrelazadas que, si te descuidas, puedes olvidarte de ver a esa persona siendo consciente de la distancia que existe entre los dos, del mismo modo que no puedes apreciar la belleza de una gran pintura si la miras desde demasiado cerca.
Sin embargo, es posible practicar para mejorar la capacidad de observar a los demás, hasta que se vuelva más fácil prestar atención a las partes del amor que a veces ignoramos. Hasta que recuerdes construir momentos desde cero, con espontaneidad y gentileza. Hasta que dejes de hojear a tus amigos, a tu pareja o a tu familia, en vez de leerlos con detenimiento, como una historia interminable. Una historia sobre cuya trama no tienes ningún control ni puedes reescribirla ni terminarla del todo.
Aunque, por otra parte, es cierto que cuanta más atención prestes, más intensamente sentirás los bordes afilados de la intimidad: los defectos mutuos, los errores, los pequeños resentimientos que se van acumulando para ser usados como armas en futuras peleas. También hay momentos, por raros que sean, en los que miro a Dan y siento una oleada de rabia que me hace olvidar todo el amor que existe entre nosotros. Como me sucedió aquella noche en la que fuimos a cenar a casa de unos amigos para celebrar la noche de Burns.1 Los dos estábamos borrachos, aunque él lo estaba mucho más. Habíamos bebido mucho menos durante los últimos seis meses siguiendo las recomendaciones del especialista hormonal, así que decidimos mandarlo todo a la mierda: bebimos whisky, comimos haggis, pasamos de la dieta alta en proteínas y aceptamos la inevitable resaca del día siguiente. Debería haber sido divertido, pero no lo fue. Por razones obvias, empezamos a sentirnos molestos mutuamente. Dan hablaba fuerte, interrumpía a los demás y se hacía el gracioso. A todos les divertía, pero a mí me parecía que estaba fanfarroneando y siendo maleducado. Una mujer soltera (del tipo que sé que le gustan) se sentó a su lado; él sabía que yo sabía que podría atraerle. A pesar de que no ligara con ella, el hecho de que ambos lo supiéramos tensó aún más la situación. En un día normal no me hubiera importado quién se hubiera sentado a su lado. No me hubiera molestado que hubiera jugado a ser el centro de atención; es más, me habría reído con él. Nuestras miradas se habrían encontrado, él me habría guiñado el ojo, yo le hubiera sonreído y todo ello hubiera sido un «te quiero» telepático. Pero, debido al extraño cóctel de hormonas, alcohol, malentendidos y la presión de una vida gobernada por el anhelo, aquella noche la tensión entre nosotros fue mayor. Bebimos más, nos irritamos más; yo quise irme a casa y él no. Y, cuando por fin nos marchamos, tuvimos una gran pelea... por nada y por todo. Afectados por la borrachera, él me insultó y yo lo odié. Quise herirlo y eso hice: usé en su contra el recuerdo más doloroso de su pasado, el cual compartió conmigo en un momento íntimo y vulnerable. (Esto es un recordatorio de que, a veces, la intimidad nos permite hacer daño a las personas que mejor conocemos.)
A la mañana siguiente salimos de nuestra ira, con vacilación y ternura, y cada uno encontró el camino de regreso hacia el otro. La tensión entre ambos se derritió rápidamente como un cubito de hielo en un día caluroso. Hablamos sobre lo que había en realidad detrás de nuestra discusión y cada uno dio su versión de las cosas. Porque, como bien dice la autora Sandra Newman, después de una pelea es importante que no siga existiendo la idea de que cada uno tiene la versión correcta de los hechos. «Creo que ese es uno de los aspectos que ayuda a que las relaciones funcionen a largo plazo», afirma ella. Y añade: «Que puedas comprender la percepción de la realidad del otro y no descartarla. Que puedas ser sincero al respecto, incluso cuando no te beneficia, en vez de guardártelo».
En todos estos momentos, tanto en las alegres y familiares tardes de domingo como en las dolorosas peleas avivadas por el alcohol, tenemos poder de decisión. Cuando se trate de escenas alegres, ¿ignoraremos su belleza o estaremos conscientemente presentes? Y, cuando se trate de momentos dolorosos, ¿decidiremos que es más fácil ponerle fin a la conversación que seguir excavando para llegar a las verdades incómodas? ¿O trataremos de encontrar la manera de regresar a ese espacio compartido lleno de amor (incluso si hay que esperar a la mañana siguiente para hacerlo)? Creo que es necesario plantearnos estas preguntas si queremos mantener cualquier clase de relación. No porque al hacerlo logremos alcanzar un nuevo ideal romántico, sino porque el amor existe precisamente en dichas acciones: en reconocer, perdonar, reflexionar e intentar.
Y parte del intento consiste en encontrar la manera de estar presente. No puedo evitar recordar las palabras de Esther Perel: «Si me dices “me importa mi pareja”, mi siguiente pregunta es “¿cómo se lo demuestras?”. Sentir no es suficiente». Esta enseñanza me ha animado a prepararle a mi madre el pastel de cumpleaños de mora azul del chef Ottolenghi a pesar de que no soy muy buena cocinera; me animó a enviarle una carta a Dan por correo postal cuando tuvimos que estar un mes separados durante el primer confinamiento del coronavirus; y a enviarle, sin ser una ocasión especial, a Caroline, mi amiga de la infancia, un libro que pensé que le gustaría leerle a su hija. Se trata de un recordatorio constante de que la intención no siempre es lo que cuenta, ya que, a pesar de que nuestros amigos, familiares y parejas sepan que los queremos, a veces merecen recibir un poco de evidencia.
Después de todo, aquellos a quienes amamos son una constelación. Al quererlos, tenemos el privilegio de ver y resaltar todos los diferentes mundos, colores y profundidades dentro de cada uno de ellos, así como ellos tienen el potencial de hacer lo mismo con nosotros. Esta reciprocidad es esencial para el amor: un equilibrio entre dar y recibir, ver y ser visto, preguntar y responder; pensar siempre desde el «yo» sin dejar de pensar en el «nosotros». Podemos llegar a la conclusión, entonces, de que es necesario encontrar el valor, la consciencia y la curiosidad para llevar a cabo «la tarea de mirar con nuevos ojos», como Mira Jacob la describió. Para estar lo suficientemente presentes como para poder apreciar los momentos más pequeños de la vida con todos sus brillantes detalles. Para ser lo suficientemente curiosos como para descubrir todas las versiones de otra persona y, después, redescubrirlas conforme cambien con el tiempo. Y, sobre todo, para mirar y comprender por completo todas las versiones de nosotros mismos, para que podamos encontrar el valor de mostrárselas a otro ser humano con claridad, confiando en que nos querrán por todas ellas.