Los no nacidos, tengan nombre o no, se reconozcan o no, tienen una forma de insistir: una forma de hacer sentir su presencia.
HILARY MANTEL,
Giving Up the Ghost
Cuando volvemos de nuestras vacaciones de verano por Italia, voy a ver a una acupunturista que cree que no he podido aceptar del todo el impacto emocional del aborto espontáneo. Ha pasado casi un año y, aunque soy consciente de que no lo he superado del todo, me impacta que alguien me diga que apenas he progresado. «¿Sientes que podrías echarte a llorar en cualquier momento?», me pregunta ella. Y así es; como si la tristeza siempre estuviera acechando bajo la superficie. «¿Tienes sueños muy vívidos?» También es verdad; por lo general son muy sangrientos, llenos de imágenes de fetos muertos y vientres deformes. En el más reciente, mi bebé era diminuto, del tamaño de una mosca, y, cuando quitaba el tapón de la bañera, se iba por el desagüe mientras yo trataba desesperadamente de atraparlo con ambas manos. Era demasiado pequeño. No alcanzaba a verlo, no podía salvarlo. No le cuento a la acupunturista mis sueños sangrientos. Solo respondo que «han sido un poco intensos».
Después de la cita me siento irritada y mi pecho está tenso, a pesar de que sé que tiene razón. Llamo a mi amiga Marisa. «¿Por qué no puedo dejar de pensar en esto? He hecho todo lo que tenía que hacer. Acepté mi tristeza. ¿Por qué dice la acupunturista que sigo estancada en las etapas iniciales del dolor?» Marisa hace lo que los buenos amigos hacen de vez en cuando: se pone de mi lado y me ayuda a sentirme mejor, a pesar de que, en realidad, mi frustración hacia la acupunturista no está justificada. Sin embargo, esa misma noche recuerdo una lección que aprendí hace un año en una terapia de pareja: prestad atención a los momentos en los que os sentís enfadados, porque escondidas tras la ira suelen estar las pistas de una historia más profunda.
Cuando se trata de un corazón roto, un océano de sufrimiento a menudo se reduce a una frase breve y cortante. «Creo que debería mudarme», «No estoy en el mejor momento para tener una relación», «Ha habido un accidente», «Hemos encontrado un bulto». O, en mi caso, «Lo siento, no hay latido». La conmoción aparece en cuestión de segundos, pero la tristeza elige su propia línea temporal: pierdes el futuro en un instante y luego te quedas a merced de un duelo cuyo ritmo no puedes controlar. Eso fue precisamente lo que perdí cuando el médico me señaló una silueta inmóvil en la pantalla: no solo un bebé, o un feto para algunos, sino una imagen del futuro que ya había construido en mi mente. La persona que podría haber llegado a ser, la vida que podría haber tenido. Con tan solo cinco palabras, perdí un mundo entero.
Aparte de Dan, la primera persona que se enteró de mi embarazo fue el camarero que me atendía en la cafetería Pret, cerca de mi trabajo. Aunque se sabía mi pedido de memoria, todas las mañanas me preguntaba: «¿Americano sin azúcar ni leche?», y yo respondía: «¡Sí, por favor!». Así que, aquella mañana, cuando le respondí: «No, descafeinado, por favor», lo pillé por sorpresa. «¿Estás embarazada?», me preguntó, no de manera invasiva, sino como cuando alguien dice en voz alta lo primero que se le viene a la mente. «¡Es muy pronto para saberlo!», argumenté (un código que quiere decir: «Sí, pero no se lo he contado a nadie todavía»). Él asintió y ambos sonreímos. Incluso después de que Dan y yo empezáramos a compartir la noticia con nuestros seres queridos, la forma en la que el camarero me preguntaba cada mañana «¿americano descafeinado?» siempre me hacía sonreír. Era un secreto feliz entre dos personas que apenas se conocían. Aquel fue el estado de ánimo general que me invadió durante los primeros meses de embarazo: una preciosa emoción que llevaba conmigo a todos lados, a veces en privado, a veces compartida, pero siempre presente.
Imaginé que íbamos a tener una niña. Aunque sabía que era solo un presentimiento, soñaba despierta con la clase de persona que podría llegar a ser. ¿Sería buena cocinando y cuidando plantas como su padre? ¿Tendría su cabello y sus ojos oscuros? Seguro que sería bajita de estatura, como sus padres. Quizá sería tan amable como su tío, tan romántica como su madre, tan divertida como su abuela, quien ya se moría por conocerla. Le enseñaríamos a nadar, a cantar, a ir en bicicleta, a bailar en la cocina, a perdonar, a leer los mismos cuentos que me leía a mí mi padre. Oleríamos su cabecita, besaríamos su mejilla, acariciaríamos su frente cuando estuviera enferma. Le diríamos cuántas veces habíamos soñado con ella. Lo mucho que habíamos anhelado su nacimiento, lo mucho que la deseábamos, lo mucho que la amábamos. Y así fui acumulando mil pequeños sueños de un futuro imaginado que era tan solo una fantasía, pero que, a la vez, era real para mí.
Muchas de las personas que han compartido conmigo sus historias de angustia también han perdido su visión de futuro. Una lamenta el hecho de que su difunta madre nunca conocerá a sus hijos ni estará presente el día de su boda. Otra me habla del fallecimiento de una amiga y de las vacaciones que habían reservado juntas, pero no llegaron a disfrutar. Una mujer se sincera sobre los sueños que se evaporaron con su divorcio: todas las mañanas de Navidad que ella y su ex nunca pasarían con sus hijos; la casa familiar en la que pensó que envejecerían y que ahora tenían que vender. ¿Cómo cierras el duelo por la pérdida de un futuro que nunca tuviste? Me hago esta pregunta la mayoría de las noches, mientras trato de entender la manera en la que esta pérdida en particular me devastó.
Mi cuerpo, al igual que mi mente, se había negado a olvidar, así que me sometí a una cirugía para extraer el feto. Durante las primeras semanas después de la operación, me sentía como si mi vientre fuera una calabaza a la que le habían destripado las semillas, y yo era la única que sabía que estaba hueco. Era invierno; también lo era dentro de mi cuerpo. Creo que una de las peores partes de tener el corazón roto es despertarse cada mañana y recordarlo. Por un segundo, justo antes de despertar, sientes una momentánea alegría en la que lo olvidas todo y superas la tristeza. Pero, en cuanto pasa otro segundo, la memoria se pone al día; únicamente eres capaz de quedarte ahí tirado, sin querer levantarte de la cama, sin querer afrontar el día que contiene tu pérdida. Parecía que no había ninguna parte de mí que mi bebé no hubiera ocupado, así que no había ningún lugar en mi interior al que pudiera ir para librarme de su recuerdo ni de la vida que me había imaginado que compartiríamos. Sabía que el futuro que había anhelado ya no era posible. Aun así, seguía deseándolo.
Mis amigos y familiares me dieron el pésame, pero yo estaba distante, alejada, en otro lugar. Las palabras que más me reconfortaron vinieron de mi suegro, quien me escribió dentro de una tarjeta: «Está bien aullarle a la luna». Las menos reconfortantes fueron las de una mujer bienintencionada que me dijo que creía que todos los bebés que morían lo hacían por un motivo. Me pasé todo el día fantaseando con abofetearla hasta que su mejilla se pusiera roja, y estos pensamientos oscuros me asustaron. Otras personas me contaron lo comunes que eran los abortos espontáneos para tratar de hacerme sentir mejor. Pero, si era algo tan común, ¿por qué me sentía tan sola?
También tuve momentos de humor negro. Me reí cuando, de repente, una gata preñada comenzó a visitar nuestro jardín. «¿En serio?», le pregunté. Me reí también cuando un albañil joven me silbó en la calle y me gritó «¡bonito culo!» mientras caminaba a casa. Fue antes de que me quitaran al bebé y me pareció ridículo que me acosaran en la calle cuando mi cuerpo contenía vida y muerte a la vez: mi corazón vivo y el de mi bebé muerto. No me molesté; agradecí el toque de humor negro. Solo esperaba que ese hombre nunca tuviera que hacer un solitario paseo hasta la farmacia para comprar compresas sanitarias extragrandes para su pareja, como había hecho Dan la noche anterior. Para aquel entonces había comprendido que debía olvidarme del futuro perdido, pero veía recordatorios por todas partes; pequeños, pero dolorosos, como picaduras de avispa. Mientras limpiaba unas repisas en casa, encontré una ecografía que había guardado dentro de un libro. Al meter la mano en el bolsillo de un abrigo, rocé una piedrecita que mi madre me había dado cuando el feto era de ese tamaño. En el cajón de la cocina encontré la prueba de embarazo positiva. En mi móvil, una notificación de BabyCentre decía: «Tu bebé es del tamaño de una manzana». Borré la aplicación y guardé todo lo demás en una pequeña caja de madera que puse en el fondo de nuestro armario: todas las huellas de una vida diferente que ya no era nuestra.
Al revisar estos recuerdos después de mi cita con la acupunturista, me percato de que hay tres partes principales en el relato más profundo de mi tristeza: la pérdida en sí; la soledad que la acompañaba; y la pena, un sentimiento que ya tendría que haber superado. Entrevisté a una mujer que había perdido a varios hijos, que había dado a luz a bebés que habían nacido muertos y que se había pasado años y años sometiéndose a tratamientos de fecundación in vitro. Me sentía patética por no poder superar una pérdida que me parecía tan pequeña en comparación.
A aquellos a quienes les cueste entender el dolor de un aborto espontáneo les diría: imagina que, por primera vez en tu vida, no estás solo dentro de tu propio cuerpo. Aunque es curioso pensar en partes de otro cuerpo creciendo dentro de ti (los brazos, las piernas, los pies, las manos) y en cómo tu nivel de sangre se incrementa de un 40 a un 50 % mientras tu corazón late más deprisa para distribuirla, creo que lo que te cambia para siempre es la sensación de que, de pronto, existe otra vida dentro de tu mundo interno. Cuando ese segundo corazón deja de latir, te obliga a enfrentarte a algo que todos conocemos pero tratamos de evitar: la muerte. Ya no puedes apartar la mirada. Ya no puedes negarla. Está dentro de ti y, a partir de ese momento, siempre lo estará; este entendimiento de que todos nuestros corazones dejarán de latir algún día, tal como lo hizo el de tu bebé. Durante unos meses, o durante más tiempo en algunos casos, las mujeres que abortan experimentan en su interior las delimitaciones de nuestra existencia: el comienzo y el final de la vida. No describiría esa experiencia como insignificante. Sé que para algunas mujeres puede serlo, pero no lo fue para mí.
Toda pérdida tiene sus propias complicaciones individuales y, sin importar si las reconocemos o no, sus duraderas consecuencias pueden aparecer en alguna parte: en nuestra siguiente relación, en una pelea estando borrachos, en un ataque de pánico, en forma de celos. Es por eso por lo que tenemos que atravesar el duelo de las penas que más nos importan, aunque puedan parecer insignificantes para los demás. Creo que el mayor reto de todos es aprender a llevar esas pérdidas dentro de nosotros sin dejar que nos distraigan demasiado de nuestras vidas. Yo tuve que aceptar que mi aborto fue una pérdida significativa para mí, pero también tuve que superar la pérdida del futuro que había planeado para poder seguir viviendo la vida que ahora tengo. La vida real, afortunada y presente. Como me diría más adelante la doctora Lucy Kalanithi: «Merece la pena darse cuenta de que seguimos siendo nosotras, de que existe un yo esencial que sigue ahí, separado del futuro que puede que hayas perdido». Sí, es verdad que era una mujer que quería ser madre y ya no lo era, pero también seguía siendo una hermana, una amiga, una hija, una esposa, una persona con propósito; una mujer hambrienta por experimentar las muchas otras facetas de la vida aparte de la maternidad.
Unos días después de la cirugía volví al trabajo. Aquella mañana, de pie en la estación de tren como lo había hecho cientos de veces, me giré al ver un letrero azul con una «S» escrita. Era la primera letra del nombre que teníamos pensado para nuestro bebé. (¿Siempre había estado ahí? Tal vez nunca me había fijado). En ese momento me invadió una oleada de emoción que nunca antes había sentido; el punto medio exacto entre la felicidad y la tristeza. Acepté el dolor y me abrí paso a través de él como cuando sigues corriendo con una punzada en el costado. Miré el cartel y sonreí, y me permití admitir lo que durante mucho tiempo no había podido: aunque la vida de mi bebé hubiera sido corta, no quería olvidarlo.
Después de bajarme del metro fui a Pret. Había cuatro personas delante de mí, así que esperé un rato hasta que escuché las familiares palabras «¿americano descafeinado?». «No; americano, por favor», respondí. Estuve a punto de llorar, pero no lo hice. «¿No descafeinado?» Negué con la cabeza y él asintió con incomodidad, pero con gentileza, y me miró como si deseara poder decirme algo más. Un minuto después me entregó el café, le dije «gracias» y asentí con amabilidad. Me dirigí hacia el trabajo pensando en el poder de un pequeño gesto, una mirada, una sonrisa, un asentimiento, y en cómo a veces logramos consolar sin palabras a personas que apenas conocemos.
*
Cuando era niña, mi madre solía llorar en la cocina en Año Nuevo. Mi padre nos llevaba a mi hermano y a mí a otra habitación para «darle algo de espacio a mamá», y nos explicaba que era el aniversario de la muerte de nuestra abuela. Mi madre perdió a su madre, Pamela, cuando tenía veintiséis años y estaba embarazada de Oliver. Hasta la fecha, sigue llorando y hablando sobre la experiencia de convertirse en madre al mismo tiempo que perdía a la suya. En aquel entonces, Oliver y yo éramos demasiado jóvenes para comprender el peso emocional de este recordatorio anual, pero esa fue una de mis primeras apreciaciones sobre el dolor: unas lágrimas que no comprendía del todo al otro lado de una puerta. Algo que debía encerrarse en una habitación separada.
Desde entonces, aparte del aborto espontáneo, he experimentado diferentes versiones de pérdidas más cercanas. Me senté en los bancos de la iglesia durante los funerales de mis abuelos. Lloré en el lluvioso trayecto de regreso del apartamento de un novio, después de decidir terminar la relación. Coloqué mis brazos alrededor del cuello de nuestra perra, le susurré «te quiero» al oído y sentí mis húmedas lágrimas en su pelaje minutos antes de que tuviéramos que sacrificarla. En algunos de esos momentos, la relación entre el amor y la pérdida parecía simple: perdiste el amor y te quedas con el dolor. Uno era el precio del otro.
No fue sino hasta que empecé a comprender mis sentimientos sobre el aborto y a hablar con otras personas sobre el dolor, que me di cuenta de que el amor y la pérdida no son etapas separadas y consecutivas, sino dos lados de la misma moneda. El dolor no sigue ni reemplaza al amor; ambos existen dentro del otro. Y la pérdida no es un concepto lejano, sino que es parte de cada momento pasajero de amor. Aunque, por suerte, aún no he perdido a ninguno de mis seres queridos más cercanos de manera inesperada, me di cuenta de que no es posible explorar el amor sin confrontar también la pérdida. Esto significa que hay que plantearse preguntas difíciles: ¿cómo podemos aceptar el hecho de que algunas personas envejezcan juntas mientras que otros pierden a sus seres queridos demasiado pronto? Si estamos abatidos por una muerte, o marcados por una ausencia, ¿cómo le damos sentido a la vida que nos queda, sin compararla con la de los demás? ¿Hay algo valioso que aprender de cómo seguimos amando a pesar de todo? Para empezar la búsqueda de estas respuestas, hablé con la periodista, autora y antigua jefa de redacción de la revista Harper’s Bazaar en el Reino Unido, Justine Picardie, cuya vida se ha visto marcada por la pérdida de formas tanto dolorosas como hermosas.
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Mi dolor después del aborto se debía al futuro que nunca tuve oportunidad de experimentar. Sabía que a esas alturas de mi vida tenía suerte de no haberme visto obligada a lamentar también un pasado. De no haber llorado por recuerdos compartidos con alguien ni por momentos que planeamos vivir juntos y que ya no sucederían. Esta pérdida dual es algo que Justine Picardie ha experimentado dos veces: primero, con el fallecimiento de su querida hermana Ruth; y, después, cuando su matrimonio terminó. Quería preguntarle si la primera pérdida cambió su actitud respecto a la segunda, y por qué el final de una relación es otra forma de dolor. Existen protocolos evidentes para ofrecer consuelo cuando alguien muere: enviar flores, escribir cartas, regalar comida, asistir a funerales. Pero, cuando una relación termina, no existe ninguna acción establecida para brindar apoyo. Puede que discutiendo el tema del desamor con la atención que merece podamos descubrir nuevas maneras de apoyar a las personas que sufren este complejo dolor, que lloran por alguien que sigue siendo parte de este mundo, pero no del suyo.
Justine me recordó lo que arriesgamos cada vez que elegimos querer a alguien: no solo por el hecho de que puedan vivir más que nosotros, o nosotros más que ellos, sino por la posibilidad de que rompan el corazón que ponemos en sus manos. Es remarcable que estemos dispuestos a correr ese riesgo una y otra vez a pesar de todo, como hizo Justine cuando volvió a enamorarse tras su divorcio. Su historia nos demuestra que podemos hallar esperanza y nuevos comienzos incluso cuando parece imposible. Tuvo, en parte, la gran fortuna de conocer a su alma gemela a los cuarentaitantos, pero la suerte nunca es suficiente: Justine también encontró el valor de volver a amar con vulnerabilidad. ¿Y qué fue lo que la motivó a correr el riesgo? La muerte de su hermana, una pérdida que le hizo tomar la determinación de no vivir una vida dominada por el miedo.
NL: ¿Qué se siente al llorar la pérdida de un matrimonio?
JP: El divorcio es como un duelo que transforma tus esperanzas en cenizas y que proyecta una sombra oscura en tu pasado. En mi caso, fue el final de una relación increíblemente importante, porque mi exmarido era, y sigue siendo, el padre de nuestros hijos. Cuando me dejó y puso fin a un matrimonio de veinte años, me sentí como si estuviese tratando de cruzar un camino en medio de un páramo infinito de conmoción y dolor. Era como si una bomba gigantesca hubiese explotado y destruido el panorama de nuestra vida familiar. Sin embargo, logré abrirme paso a través de ese territorio desafiante, en parte porque ya lo había hecho antes, cuando Ruth murió de cáncer de mama a los treinta y tres años. Inmediatamente después de su muerte, solo podía pensar en lo horrible que había sido: la inmensidad de su sufrimiento físico y todo lo que había soportado durante los últimos diez meses de su vida. Pero también sabía que no podía ahogarme por completo en aquel dolor tan visceral, porque tenía dos hijos pequeños que cuidar. De manera similar, sabía que no podía hundirme después de que mi matrimonio acabara; no podía quedarme perdida en ese páramo, a pesar de que había estado en aquella relación durante la mayor parte de mi vida adulta.
Cuando una relación termina, la gente suele decirte que «lo superarás». Estas son las palabras más inútiles que puedes decirle a cualquier persona que se sienta desconsolada. Porque, independientemente de si se trata de una muerte o del final de un matrimonio, la pérdida no es una montaña que puedas escalar para después descender por el otro lado. Uno nunca logra superarla del todo, pero te pones a la altura del desafío hasta que, a la larga, consigues vivir con la pérdida y esta se vuelve parte de ti. Así es como me siento respecto a mi exmarido. Aunque el final fue muy doloroso, para cuando terminamos de divorciarnos ya teníamos una relación cordial, porque el amor por mis hijos superaba con creces la rabia que sentía hacia él. No quería declararle la guerra ni restarle importancia al pasado que habíamos compartido. Además, si había sobrevivido a la muerte de Ruth, sabía que también podría sobrevivir a mi divorcio, y que no podía pasarme el resto de la vida siendo infeliz.
¿Cómo te enseñó la muerte de Ruth a resistir la infelicidad y a encontrar la manera de escapar de tu dolor?
Incluso al borde de la muerte, Ruth amaba la vida. Las cosas pequeñas, como un pintalabios, unas flores o un pastel de chocolate, seguían siendo importantes para ella. Así que, para honrarla, tenía que seguir celebrando la vida. Eso fue lo que hice después de su muerte y después del final de mi matrimonio. Para encontrar la forma de superar pérdidas de esa magnitud es necesario que valoremos las cosas buenas de la vida: los copos de nieve en invierno, el pastel que horneas con tus hijos, los momentos en los que te ríes con un amigo. Creo que, de no haber celebrado la vida como Ruth, la hubiese traicionado. Perderla me enseñó que el optimismo y la fe no son suficientes; siempre ocurrirán cosas terribles, pero eso no significa que debamos vivir en un estado de miedo constante. Si lo hacemos, las cosas malas ocurrirán de todos modos y no habremos disfrutado de los placeres de la vida.
¿Perder a Ruth cambió tu perspectiva sobre el amor?
Ruth y yo éramos increíblemente cercanas. Me acuerdo de cuando le diagnosticaron cáncer terminal. Sentí una profunda sensación de fracaso porque no podía salvarla, no podía protegerla. Ahora, cada vez que escribo, en cierta forma siempre escribo para ella. La recuerdo varias veces al día. Uno de los aspectos más duros de perder a un hermano es la sensación de perder a alguien que entiende el pasado compartido. Sin embargo, descubrí que puedes seguir queriendo a una persona más allá de la muerte. Mi hermana está muerta, pero el amor que compartimos sigue estando muy vivo, y también sigue siendo intensamente significativo para mí. Nuestro amor mutuo es una parte integral de la mujer que soy hoy en día y, de una forma extraña, Ruth sigue existiendo dentro y fuera de mí.
¿Dirías que sentiste el final de tu matrimonio como la pérdida de un futuro y de un pasado?
Creo que muchos de nosotros comprendemos la experiencia de una relación que ha terminado pero que continúa en nuestra mente, porque seguimos pensando «recuerdo aquella vez que...» o «me pregunto si...». El pasado, el presente y el futuro coexisten en un estado de flujo constante: cuando me acuerdo de una relación o de una experiencia pasada, mis pensamientos naturalmente se dirigen a una persona en particular, y pienso en lo que podría decirle si volviera a verla. Creemos que nuestras vidas son lineales, pero no es así. Aunque los días avancen de ese modo, a veces podemos encontrarnos recordando lo que ocurrió la semana pasada y, en otras ocasiones, lo que sucedió hace una década; o incluso podemos estar soñando con el próximo año. Así es cómo me siento respecto a la pérdida de mi hermana: nuestro pasado, nuestro presente y nuestro futuro están entrelazados.
¿La idea de volver a enamorarte después de tu divorcio te parecía poco plausible?
Sí, sin duda. Mi exmarido se había enamorado de otra persona, por lo que yo me sentía rechazada, humillada y celosa. Así que no quería correr el riesgo de enamorarme otra vez. Pensaba que estaría sola para siempre, y también arrastraba cierta sensación de fracaso, no solo porque mi matrimonio hubiera fracasado, sino porque no había podido proteger a mis queridos hijos del dolor de una familia rota. En aquel momento pensaba que jamás volvería a enamorarme y que tampoco lo necesitaba, ya que tenía a mis hijos, a mis amigos y mi trabajo. No necesitaba ni quería conocer a otro hombre. Entonces, de la nada, apareció alguien.
Fue uno de esos instantes mágicos en los que el universo confabula: una amiga me invitó a cenar y estuve a punto de no ir, porque me sentía cansada y un poco deprimida. Al final cambié de opinión y fui solo por no ser maleducada. Cuando me senté a la mesa, a mi derecha había un hombre con el que mis amigos claramente me estaban intentando emparejar; era muy simpático, pero no había chispa entre nosotros. Y, a mi izquierda, había un hombre interesante, increíblemente gracioso, brillante y original. Me llamó al día siguiente para invitarme a ir al teatro, pero yo le dije: «No quiero ir ». Él me preguntó que por qué no y, para mi sorpresa, respondí de manera muy sincera: «Mi matrimonio acaba de terminar, tengo el corazón roto y no quiero arriesgarme a que me vuelvan a hacer daño».
¿Por qué crees que te fue fácil ser tan abierta respecto a tus sentimientos?
Era muy fácil hablar con él. Me dijo «ven de todos modos», así que fuimos al teatro. Después me llevó a cenar a pesar de que yo le seguía diciendo: «No quiero tener citas por ahora y no pienso enamorarme». Esa era la historia que me contaba a mí misma, pero me enamoré de él. Lo curioso es que, un año antes de conocerlo, me habían pedido que escribiera un relato corto para incluirlo en una antología sobre el amor. No tenía ganas de ir a la presentación del libro, que era el día de San Valentín; las heridas aún no se habían cerrado. Una de las editoras me llamó al día siguiente y me preguntó: «¿Por qué no viniste ayer?». Yo le respondí: «Porque mi marido se ha enamorado de otra mujer y nos estamos divorciando». Ella me invitó a tomar una taza de té. Cuando nos vimos, me dijo: «Espero que no te moleste que te dé mi opinión, pero a veces tengo una especie de intuición psíquica. Creo que tengo que decirte algo que me parece importante. Tienes que superar tu matrimonio y dejarlo atrás de buena gana, porque tienes dos hijos maravillosos que amas y que son lo mejor de tu vida. Ellos son un regalo increíble de parte de tu ex». Y tenía razón; así lo veía yo también. Luego, añadió: «Hay alguien para ti allá fuera. No lo conoces aún y puede que él tampoco esté listo para conocerte, pero espero que vuestros caminos se crucen, porque cuando suceda sabrás que es el hombre para ti». Yo le pregunté: «Pero ¿cómo voy a saber quién es?», a lo que ella respondió: «Se llama Philip y tiene un ángel en la entrada de su casa, pero olvida que te lo he dicho». Y lo olvidé, ya que, en ese momento, estaban pasando muchas cosas en mi vida. Cuando acudí a aquella cena y el hombre a mi izquierda se llamaba Philip, ni siquiera pensé: «Ah, este es el tal Philip».
¿Cuándo recordaste lo que la editora te había dicho?
Un tiempo después de conocer a Philip, estábamos paseando juntos cuando, de pronto, me indicó «esta es mi casa», y señaló una puerta con un ángel blanco tallado. Yo le dije: «Oh, por Dios, te llamas Philip y tienes un ángel en la entrada de tu casa. Eres mi alma gemela. Estamos destinados a estar juntos». Le conté toda la historia y, por suerte, no pensó que estuviera loca. Muchos años después, cuando nos mudamos a Norfolk, mandó tallar dos pequeñas alas de ángel sobre la puerta trasera, con mis iniciales y las suyas. Cada vez que las veo recuerdo lo mucho que lo quiero y lo afortunados que somos de habernos encontrado.
¿En qué aspectos es diferente enamorarse después de un divorcio y enamorarse por primera vez?
Es realmente precioso encontrar el amor en una etapa ya madura de la vida, tengas cuarenta años, cincuenta o más. Creo que la gente tiene una enorme capacidad para volver a enamorarse, incluso después de una inmensa pérdida. Para mí, se trata de un verdadero milagro. Enamorarse por segunda vez es temerario, pero también representa un gran acto de valor. Fue una bendición haber conocido a Philip, y tuve la fe suficiente como para aceptar nuestra relación por completo. Tal vez tenga algo que ver con lo que aprendí de la muerte de mi hermana: no puedes vivir siempre con miedo de lo que hay a la vuelta de la esquina. Además, cuando me enamoré por segunda vez tenía cuarentaipico. Lo que buscaba en el amor era muy distinto a las expectativas que me había creado sobre él a los veintitantos. Mi exmarido es músico y, aunque suene romántico y glamuroso, fue difícil tener que cuidar a dos hijos pequeños mientras él se iba de gira durante meses. Mientras que la segunda vez me enamoré de alguien que está muy presente. Inmediatamente después de conocer a Philip, sentí que podía hablar con él de lo que fuera. Le conté lo de Ruth casi al principio de nuestra relación; a algunas personas les cuesta hablar sobre la muerte, pero Philip no sentía ni incomodidad ni miedo. La muerte de Ruth es una parte integral de quien soy, y él lo acepta. También tuve que aprender a fiarme de él como persona para poder confiar en que sería un padrastro amable y respetable. Esto era algo importante para mí; no quería presentárselo a mis hijos, quienes tenían quince y diecinueve años en aquel momento, hasta estar segura de que sería una relación con futuro. Sin embargo, aunque era consciente de mis responsabilidades como madre y consecuente con ellas, pude sentir el extraordinario encanto de enamorarme otra vez. Una sensación mágica llena de posibilidades...
¿Qué desearías haber sabido antes sobre del amor?
Si pudiera darle un consejo a mi yo del pasado, sería: no confundas el amor con la ansiedad ni arriesgarte con la emoción del romance. La armonía y la calma que acompañan al amor verdadero son extremadamente valiosas. Me llevó muchos años aprender esto.
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Antes de hablar con Justine asumía que, después de una pérdida, tienes que intentar vivir sin ese amor. Pero, de hecho, el amor por su hermana la sigue guiando. Ella mantiene a Ruth cerca y presente en su mente cada día, lo cual la motiva a valorar las pequeñas alegrías y a no permitir que el miedo las opaque. Le dio el valor que necesitaba para conocer a un nuevo amor cuando menos se lo esperaba. Tal vez, como dijo la propia Justine, superar una pérdida es una tarea imposible: en vez de ello, tenemos que aprender a vivir con el dolor y permitir que este nos transforme hasta revelar nuestra resiliencia.
Nuestra conversación me recordó algo que la autora Emily Rapp Black me contó una vez. El hijo de Emily, Ronan, falleció de una rara enfermedad genética llamada Tay-Sachs cuando tenía casi tres años. Y, cuando a él le quedaban seis meses de vida, Emily se enamoró del hombre que se convertiría en su esposo más adelante. Ella me dijo: «Aprendí a amar de la mejor manera posible a través de Ronan. No habría sido capaz de querer a nadie de esta manera si la experiencia de amarlo y perderlo no me hubiese roto y abierto». A través de la muerte de su hijo, entendió que «un corazón roto es un corazón abierto». Me parece extraordinario que a pesar de que las pérdidas de Emily y Justine les robaron a sus seres queridos también agrandaron su capacidad de amar.
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Una parte de la pérdida que me resultó particularmente difícil fue cómo me quitó la esperanza. Cuando celebramos Año Nuevo, el primero después del aborto, el optimismo que me había esforzado por desenterrar durante los últimos doce meses empezaba a desvanecerse, como una linterna a la que se le está acabando la batería. Mes tras mes, cuanta más esperanza albergaba, cuanto más creía, más cruel era la decepción cuando resultaba estar equivocada. Cuando pensé en mis propósitos de año nuevo tuve que preguntarme: ¿vale la pena seguir con esta esperanza ciega mes tras mes? ¿O lo prudente sería tener un poco más de cautela y pensar: «Tal vez no me quede embarazada, tal vez nunca ocurra»? Sé que estos pensamientos negativos se oponen completamente a la estrategia de los acupunturistas y de los gurús de la fertilidad que predican la filosofía de «cree con todas tus fuerzas y ocurrirá» y que realizan afirmaciones como: «Me libero de cualquier bloqueo emocional que me impida concebir». Aun así, un año y medio después de esa primera prueba de embarazo positiva, comenzaba a cuestionarme si el cinismo podría funcionar como una red de seguridad para protegerme. Esta nueva y compleja relación con la esperanza me hizo pensar en su papel después de una pérdida. ¿La esperanza se convierte en una carga o en una guía? ¿La encontramos o la construimos? ¿Y qué tiene que ver con el amor, si es que tiene algo que ver?
La periodista Melanie Reid tiene una comprensión única de la conexión entre el amor, la pérdida y la esperanza. Melanie se rompió el cuello y se fracturó la espalda baja en un accidente de equitación en 2010. Ahora es tetrapléjica, lo que significa que está paralizada del pecho para abajo. Después del accidente perdió muchas cosas: la capacidad de caminar sin ayuda, su identidad física y emocional, su independencia y la alegría de ser abrazada. La lesión y las limitaciones de su recuperación también pusieron a prueba su amor por otras personas y el amor de estas por ella. Tras haber descubierto los desafíos de mantener el amor a largo plazo, había muchas preguntas que quería hacerle a Melanie: ¿y si la prueba a la que se somete el amor es mucho mayor que el tiempo y el placer? ¿Es ingenuo esperar que el amor pueda sobrevivir incluso a las pérdidas más duras?
Melanie habla de sus experiencias sin rodeos. No pretende que el significado que ha encontrado de la vida desde su accidente reemplace lo que ha perdido. Pero sí que nos invita a preguntarnos: ¿qué vamos a hacer con la vida que nos ha tocado, por muy injusta que nos parezca?
NL: ¿Cómo cambió tu accidente tus relaciones y el papel del amor en tu vida?
MR: Fue como una explosión nuclear que no solo destruyó mi columna y mi condición física, sino a mi familia y mi vida emocional. Desde el accidente, el amor significa algo distinto para mí y para mi marido, porque las cosas han cambiado mucho. Dave tiene que soportar la carga de hacer todo lo que sea físico y nuestra vida íntima se ha visto interrumpida, porque no podemos tener sexo como antes. También ha afectado a la relación con mi hijo, porque ya no puedo ser la madre resolutiva que lo ayuda con todo. Nuestros papeles se han invertido. (Mi hijo tenía veinte años cuando ocurrió el accidente).
Me he dado cuenta de que aquello a lo que ciegamente llamamos amor lo damos por sentado muchas veces. Solemos olvidar que alguien nos quiere a pesar de todos nuestros defectos y pequeñas manías, esas cosas que hacemos que no querríamos que nadie supiera. Eres una pieza muy valiosa de la vida de alguien. Creo que solemos olvidarlo. Vamos por ahí dando tumbos, pensando que todo el mundo recibe amor con la misma facilidad con la que cogen el bus, pero no es así. Yo lo daba por sentado.
Pasaste un año lejos de tu hogar mientras estuviste en el hospital. Cuando regresaste, ¿cómo lograsteis volver a encajar tú y tu familia?
Lo maravilloso de Dave es que nunca se fue, a pesar de que emocionalmente era la persona menos apta para este trabajo. En nuestra familia, él era el responsable de la diversión, un tipo sexi y divertido que odiaba los hospitales, odiaba las enfermedades, odiaba los cuerpos feos y las responsabilidades. De repente, todas esas cosas llegaron en un paquete con el que él estaba casado. Una enfermera me confesó años más tarde que el resto del personal estaba preocupado de que no pudiera hacerle frente al desafío. Quizá, en privado, mucha gente pensaba igual. Pero desde el primer momento se portó maravillosamente, evolucionó y, mientras lo veía asumir el enorme peso de la responsabilidad, mi respeto por él también creció. Siempre me había dicho: «Soy más que un tipo gracioso», y lo demostró.
Al principio estaba horrorizado por todo lo que nos habían quitado y por la carga que se le había impuesto. Un día le dije: «Puedes dejarme. Esto ha cambiado todas las reglas del juego y tú no te comprometiste a algo así». Le abrí la puerta porque lo quería. Pensé: «No se merece esto. Déjalo ir». Y él me respondió: «No digas tonterías. No podrás librarte de mí tan fácilmente». Aquello me pareció una muestra de amor verdadero.
Imagino que se requiere una gran vulnerabilidad para depender de los demás físicamente. ¿Cómo llevas eso?
Quedarse paralítico es como un terrible renacimiento. Eres otra vez un bebé, porque tienes que aprender a usar tu nuevo cuerpo. Al principio me quedaba sentada como un pajarito en un nido, sin más remedio que aceptar cualquier ayuda que se me ofreciera. Fue cuando regresé a casa, donde era la más práctica de la familia, que sentí la frustración total de no poder arreglar una valla o poner agua en los limpiaparabrisas del coche. Era una persona productiva que no podía hacer nada.
Recuerdo que cuando compramos una aspiradora nueva, yo sabía con exactitud cómo debía montarse. Vi a Dave buscar a tientas la guía y las piezas relucientes, y me sentí como si estuviera impartiendo uno de esos cursos de administración en los que tienes que decirle a la gente cómo hacer las cosas en lugar de hacerlas tú mismo. Tenía que ser paciente y no demasiado crítica; momentos como ese fueron una curva de aprendizaje difícil. Pero ¿acaso lo que estoy describiendo no es la esencia del realismo en el amor? ¿Cuando hay un gran cambio y aprendes a formar un equipo diferente? Eso es lo que hemos hecho: ambos nos hemos adaptado porque queremos seguir juntos.
¿Qué crees que te permitió dejar atrás la autocompasión y apreciar otros aspectos de tu vida?
No soy una santa. Todavía tengo mis pequeños momentos de lástima, esos diez minutos en los que me permito ir al baño, mirarme en el espejo y llorar. Luego reprimo esa autocompasión, la encierro y salgo de nuevo. Tengo que seguir adelante por las personas a las que quiero. De esa manera, mi fuerza proviene del amor; en las raíces de la resiliencia, las que se adentran en la tierra y evitan que un árbol sea derribado, es donde habita el amor. Fue lo que me impidió ser egoísta y me mantuvo luchando para salir adelante en lugar de volver a caer en la impotencia. Tuve una epifanía poco después de mi accidente, cuando comencé a encontrar el lado bueno de cualquier situación. Me di cuenta de que, si hubiera sufrido daño cerebral o me hubiera quedado paralítica desde más arriba, habría estado conectada a un respirador o requerido cuidado las veinticuatro horas. Mi esposo y mi hijo habrían estado atados a una esposa y madre con daño cerebral durante décadas. Al comprender que las cosas podían ser peores, aprendí a alegrarme por lo que tenía.
¿Crees que perder parte de tus funciones físicas te permitió fijarte en los pequeños detalles que hacen que la vida sea hermosa y que tal vez subestimabas antes?
Cuando estás en una silla de ruedas, tus seres queridos no pueden abrazarte igual que antes. Pierdes esa intimidad física diaria, como cuando un amigo te da una palmada en el hombro o tus muslos se rozan con los de un desconocido en el metro. Ansío el tacto que he perdido, pero cuando Dave toca mi mano o alguien acaricia mi hombro sigue siendo algo hermoso.
Todos damos muchas cosas por sentadas. La vida es hermosa y no tenemos tiempo para darnos cuenta. Dejamos que las cosas tontas y baladíes nos gobiernen, y nos quejamos mucho. Encontramos fallas en la vida porque estamos cansados y de mal humor, en lugar de disfrutar el hecho de que la compartimos con otras personas que están sanas, que nos quieren y que desean estar con nosotros.
Si hay algo positivo en mi situación es que las cosas insignificantes dejaron de importarme. Pero es trágico que solo entendamos esto cuando experimentamos una pérdida traumática. La arrogancia de la vida moderna es que muchos de nosotros creemos que somos inmortales y que merecemos la felicidad. Pensamos que esta llegará a nosotros, cuando en realidad debemos detenernos y mirar a nuestro alrededor para ver que ya está ahí.
Me interesa saber cómo es tu relación actual con la esperanza. Originalmente, parecías enfocar tus esperanzas en volver a caminar, pero ¿has encontrado alguna manera de seguir teniendo esperanza sin concentrarla toda en un solo objetivo? Te pregunto esto porque yo tuve una relación complicada con este tema cuando estaba tratando de concebir, ya que, en cierto modo, era la esperanza de quedarme embarazada lo que me hacía daño.
En el hospital me encontraba en fase de negación. Estaba tan motivada y centrada en la idea de caminar, como tú de concebir, que me estaba volviendo loca. Tanto el deseo de caminar como el deseo de tener un hijo son primarios y arraigados. Cuando añoras algo así, o te desmoronas o aprendes poco a poco a ceder, y te das cuenta de que la esperanza nunca debe morir, sea cual sea el resultado. Si pierdes la esperanza es como si te rindieras por completo, y durante los primeros días esa falsa ilusión era lo que me mantenía físicamente viva. Cubre con un filtro distinto la percepción de tu mente. No digo que debamos ver el mundo con gafas de color de rosa todo el tiempo, pero encontrar esa semilla de esperanza te ayuda a vivir con la ansiedad y la obsesión. Tampoco puedes ahogarte en tus ilusiones y deseos; hay que tomarse las cosas con calma. Una nunca se olvida de esa pequeña semilla, pero es necesario aceptar que no podemos cambiar el presente, así que es mejor empezar a disfrutar de la vida y no autodestruirte pensando en lo que podría o no ocurrir. Como dice Sydney Smith: «¿Para qué destruir la felicidad presente por una desgracia lejana que puede que nunca llegue o que no vivas para ver? Cada dolor sustancial tiene veinte sombras, y la mayoría son sombras que tú mismo has creado». En vez de eso, hay que tratar de enfocarse en el hecho de que tenemos amor a nuestro alrededor y una buena vida.
¿Hay algún tipo de amor al que puedas acceder ahora y antes no?
Lo que he ganado es la certeza de ser amada. Me siento querida, no solo por mi familia, sino también por desconocidos. Cuando conozco a gente en ferias de libros o en charlas, o recibo correos electrónicos y cartas preciosas, siento una increíble calidez y una abrumadora sensación de ser amada por completos desconocidos. Hay una cierta ternura entre extraños que se desata cuando ven que necesitas ayuda y, a veces, esto puede dar lugar a momentos muy dulces. Cuando estaba promocionando uno de mis libros, una amiga me acompañó para ser mi cuidadora. Un día, después de aparcar fuera de un hotel, me quedé esperándola en mi silla de ruedas mientras ella sacaba el equipaje del maletero. Unos estudiantes pasaron junto a nosotras y uno de ellos, un chico joven, se detuvo y me preguntó: «¿Necesitan ayuda?». Creo que cuando alguien que no conoces te ofrece esa clase de gentileza se trata de una forma de amor. Es una conexión aleatoria con otra alma que piensa que podrías necesitar ayuda. Ahora tengo una mayor apreciación del poder de la bondad y del amor, ese hermoso trasfondo que existe entre todos nosotros.
¿Qué desearías haber sabido antes sobre el amor?
Sin amor no somos nada más que un ser aislado, un cúmulo de células. El amor le da significado a todo, pero también es muy fácil desecharlo. A veces, cuando lo encontramos, no nos esforzamos lo suficiente por mantenerlo (y sí que hace falta esforzarse). Uno no puede dar por hecho nada. No podemos huir de las cosas malas. Pongámoslo de este modo: si el amor entre dos personas se pone a prueba y logran superarla, su relación quedará forjada a un nivel más profundo. Hay gente que dice que los matrimonios suelen destruirse tras la pérdida de un hijo. Del mismo modo, muchos no pueden lidiar con un accidente grave, de esos que te cambian la vida. Se alejan. Si el amor se ve sometido a pruebas tan duras y no las supera, no las supera y punto. Pero uno puede tener la certeza de que si el amor sobrevive a estos enormes desafíos y ambos salen de ellos dispuestos disfrutar la vida, entonces tienen algo más valioso que el oro. Mi amor ha crecido porque fue puesto a prueba y sobrevivió.
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Le había preguntado a Melanie si el amor puede superar la pérdida de la libertad personal y de la identidad. Pero descubrí que, al igual que le había sucedido a Justine, Melanie encontró en el fondo de su pérdida un amor más grande y profundo. No fue solo amor por su esposo y su hijo, sino uno al que pudo acceder a través de la simple amabilidad de los desconocidos. Me recordó a la conexión que sentí con el camarero de Pret y a su cálido asentimiento. Y a otra ocasión en la que llamé al servicio de clientes de British Airways desde el hospital y una mujer llamada Rachel me atendió. Cuando le expliqué que no podríamos hacer el viaje a Mauricio por el aborto y que necesitábamos un reembolso, me dijo: «Lamento mucho su pérdida», y supe que lo decía con sinceridad. Me dio el número de su extensión directa para que no tuviera que repetirle mi historia a otro desconocido. Me escuchó y me pidió tan poca información como le fue posible. En mi momento más frágil, ella me ofreció consuelo: «Veré qué puedo hacer por usted».
Esa clase de amor que existe entre desconocidos, como el de Melanie y el estudiante en el aparcamiento, es una conexión que muchas veces ignoramos, pero que aparece cuando nos sentimos más vulnerables. Esto lo sé porque, cuando les he pedido a algunas personas que compartan conmigo actos de gentileza aleatorios que han recibido, muchas afirman que estos ocurrieron durante o tras una experiencia dolorosa. La escritora Marianne Power me contó que un taxista la consoló durante un periodo de depresión. Mientras la llevaba a su destino, él le relató su propia crisis nerviosa y le dijo: «Llore todo lo que necesite. Y vea Paddington». Por su parte, la autora Ella Dove me reveló que, cuando estaba en la unidad de cuidados intensivos después de perder una pierna, el celador encargado de esa sala del hospital dejó un paquete de galletas Jaffa junto a su cama. «Todo saldrá bien», le aseguró. Momentos como estos me hacen pensar en el extraño regalo que aparece con la pérdida: el de hacernos más conscientes, cuando más los necesitamos, de los destellos de conexión que existen a nuestro alrededor.
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Algo que me llamó la atención de mi conversación con Melanie fue su capacidad para contener la autocompasión en sesiones privadas de diez minutos. Estaba sorprendida por ese esfuerzo porque, después de una pérdida, es fácil preguntarse: «¿Por qué a mí?». En los momentos en los que yo he caído en la autocompasión, como aquella Navidad en la que acababa de salir de una relación y sentía que todo el mundo estaba enamorado, ese sentimiento solo conseguía exagerar mi tristeza. Ahora quería entender por qué nuestras mentes recurren a la autocompasión cuando nos enfrentamos al dolor, a pesar de que solo aviva el sufrimiento. ¿Habrá alguna manera de frenar estos pensamientos de «¿por qué a mí?» para que no sigan creciendo, incluso si la pérdida nos parece arbitraria e injusta? Para entender mejor las etapas del duelo, en especial cuando una relación llega a su fin, hablé con el psicoterapeuta y exitoso autor de La mujer que no quería amar y otras historias sobre el inconsciente, Stephen Grosz.
Mi conversación con Stephen me mostró que existen dos tipos de sufrimiento: el dolor que sentimos cuando experimentamos una pérdida y el dolor que nos infligimos a nosotros mismos cuando nos quedamos atascados en ese estado de autocompasión en el que nos convencemos de que merecíamos un resultado distinto. Aunque no podemos evitar el primer tipo de dolor, con gratitud podemos minimizar el segundo.
La entrevista también amplió mi entendimiento de la pérdida. Antes, cuando escuchaba esa palabra, pensaba en las personas y las relaciones que lloramos: un diminuto ataúd o unos indeseados papeles de divorcio dentro de un sobre de color café. Pero Stephen me invitó a reflexionar sobre «la cotidianidad de la pérdida»: la tierna melancolía que aparece cuando dejamos de ir a lugares significativos, como al colegio, a la universidad o al trabajo, mientras buscamos nuevas aventuras. O la pérdida de la juventud, que dejamos atrás para construir un futuro como adultos. En vez de verla como algo que experimentamos tan solo en ciertos momentos, aprendí que la pérdida es parte de nuestro día a día, y que también es parte del amor. De este modo, practicamos durante todo el tiempo, sin saberlo, a lidiar con ella. A veces puede hasta venir oculta en cosas buenas, porque para aceptar los nuevos placeres y aventuras que nos ofrece la vida tenemos que olvidar lo pasado y hacer espacio para lo que está por llegar.
NL: ¿Por qué crees que nos aterra aceptar que la pérdida es parte del amor?
SG: No estoy seguro de que el miedo sea lo que nos impide aceptar las pérdidas necesarias que el amor conlleva. Escuchamos hablar sobre el amor desde el momento en el que nacemos. Los padres les dicen «te quiero» a sus hijos y les relatan historias sobre príncipes y princesas, cuentos de hadas en los que una bonita pareja «vive feliz para siempre». Sin embargo, todo amor llega a su fin; si no durante la vida, sí con nuestra muerte. En general, los padres no hablan con sus hijos de la pérdida que conlleva el amor. Nos es difícil hablar de ello. Y, en mi experiencia, cuando hablamos de sentimientos con nuestros hijos o con nosotros mismos, las narrativas sencillas sacan a relucir las difíciles.
Según mi punto de vista, la vida es una serie de pérdidas necesarias. Las experimentamos desde un principio. Cuando nacemos, perdemos el vientre para experimentar el mundo: el pecho, nuestros padres, el hogar. A la larga dejamos la intimidad de la lactancia materna para probar nueva comida y nuevos sabores. Nos alejamos de nuestra casa para ir a la guardería y luego a la escuela, donde tenemos otras experiencias y empezamos a sentir apego por personas y lugares nuevos. Hacemos amigos. Con el tiempo, abandonamos el hogar donde crecimos para ir a la universidad o a trabajar. Más adelante, con algo de suerte, nos separamos de la familia de nacimiento y hacemos espacio para nuestra propia familia. La vida nos exige dejar atrás lugares, cosas y seres queridos para darle cabida a una vida nueva, a nuevos tipos de amor. El desarrollo exige pérdidas: es insoportable, nos resistimos, pero, si queremos crecer, debemos soportar ese dolor.
A veces queremos algo nuevo sin resignarnos a dejar lo viejo atrás. Gran parte de mi trabajo como psicoanalista consiste en ayudar a las personas a aceptar las pérdidas necesarias. En La mujer que no quería amar, cito a un paciente que me dijo una vez, con inocencia real: «Quiero cambiar, pero no si eso supone un cambio».
¿Crees que sería beneficioso hablarles a los niños de la pérdida, así como se les habla del amor?
A lo largo de mis treinta y cinco años como psicoanalista, algunos de mis pacientes (adultos en su mayoría) me han descrito charlas que han tenido con sus hijos sobre este tema. Esas conversaciones, sobre la muerte de un abuelo, una mascota o un divorcio, por ejemplo, son muy importantes tanto para el padre como para el hijo. En la mayoría de los casos, estoy indefectiblemente impresionado por cómo tales diálogos ayudan al niño a sentir que no está solo en su pérdida, que sus sentimientos están siendo escuchados, comprendidos; que lo que sienten, y quiénes son, importa. Minimizar la pérdida no ayuda, solo le resta importancia a la experiencia del niño. La manera de ayudarlos es acompañándolos en su dolor; estar a su lado mientras experimentan la pérdida.
¿Crees que, si permitimos que el miedo a la pérdida controle nuestras vidas, también podríamos correr el riesgo de desconectarnos del amor?
En efecto. En mi libro hay un estudio de caso titulado «La mujer que no quería amar», en el que describo a una mujer que es cálida, considerada y que, en apariencia, está abierta a conocer a un hombre; sin embargo, ninguno es el indicado. Conscientemente quiere encontrar el amor, pero inconscientemente el amor significa perderse a ella misma, a su trabajo, familia y amigos; significa ser vaciada, descuidada y poseída. Poco a poco, recordando algunas de sus dolorosas pérdidas tempranas, así como indagando en la profunda desesperación que sufrió al final de su primera relación, comenzamos a dar sentido a su reticencia. Era negativa de forma involuntaria porque la entrega emocional y el apego representaban para ella una pérdida, no una ganancia. No podía amar porque solo era capaz de ver la pérdida que el amor implica. Su negatividad era una reacción a sus sentimientos positivos y afectuosos; era una reacción a la posibilidad del amor.
Si estás en una relación, conforme los integrantes vais cambiando es necesario olvidar vuestras versiones anteriores y las de la relación. ¿Dirías que esta es otra forma de pérdida cotidiana?
La psicoterapeuta Julia Samuel dijo una vez que durante sus cuarenta años de matrimonio se ha casado cinco veces; lo que ella señala es que, durante una relación, nuestras parejas cambian y nosotros también. En consecuencia, tenemos que encontrar formas de renegociar y crear así nuevas dinámicas. Estoy de acuerdo con ella. A veces afirmo que los mejores matrimonios, con lo que me refiero a los matrimonios más fuertes y resistentes, son los nuevos matrimonios con la misma persona. Tras fortalecerse al trabajar a través de sus dificultades, estos matrimonios redescubren o encuentran nuevos aspectos que amar en su pareja, en lugar de buscar otra.
En mi trabajo clínico he visto pacientes, más a menudo hombres que mujeres, que se casan y se divorcian una y otra vez. Sospecho que algunos habrían estado más contentos si simplemente se hubieran vuelto a casar con la persona con la que estaban casados originalmente. A veces, por ejemplo, un hombre se vuelve a casar con una versión más joven de su primera esposa. El problema, por ende, no es ella, sino las dificultades del marido para comprender y aceptar sus sentimientos. Si hubiera podido verse a sí mismo y tolerar su ambivalencia, así como los sentimientos ambivalentes de su esposa hacia él, las cosas podrían haber sido distintas.
Iris Murdoch dijo una vez que «el amor es la comprensión extremadamente difícil de que algo además de uno mismo es real». Tiene razón; alcanzamos el amor cuando superamos nuestro narcisismo. Cuando empezamos a tener relaciones en nuestra adolescencia, solemos hacerlo desde nuestro propio punto de vista; para nosotros, nuestros sentimientos son lo único auténtico, mientras que los de nuestro ser querido no son tan verdaderos. La capacidad de amar (lo opuesto al narcicismo) es la capacidad de ver que los demás, sus vidas y sus sentimientos, son igualmente reales; la capacidad de amar es la capacidad de separar esta imagen, la más objetiva, del amado de la imagen producida por nuestros miedos y deseos.
Hace poco, uno de mis pacientes me relató cómo, en medio de una discusión con su esposa, había pensado: «¡Por Dios, esta mujer es terrible!». Pero su siguiente pensamiento fue: «Un momento, yo también soy bastante terrible... Me estoy portando mal con ella. Lo cierto es que tiene mucho que aguantar de mí». Ese momento de iluminación fue un ejemplo de él tolerando su ambivalencia y aceptando los sentimientos ambivalentes de ella hacia él; valorando también su punto de vista. Tenemos que escuchar, ver y sentir la realidad de nuestros seres queridos. Pienso que, si somos capaces de soportar estos sentimientos ambivalentes y escuchar lo que le importa a la otra persona, podemos empezar a avanzar hacia una relación más fuerte.
¿Qué haces para ayudar a los pacientes que están sufriendo por el final de una relación?
Considero que el objetivo no es ayudar al paciente, sino entenderlo. La comprensión es la medicina del psicoanálisis. Si dirigimos a un paciente hacia un fin en particular, estamos entrometiéndonos en su autonomía e insultando su capacidad de identificar sus propios deseos y tomar sus propias decisiones. Si guiamos al paciente, incluso si es hacia algún beneficio, limitamos su terapia. «Ayudar al paciente» puede ocultar un deseo inconsciente del terapeuta por limitar su libertad.
Ninguno de nosotros puede elegir lo que desea. Amamos a nuestro propio modo y sufrimos a nuestra propia manera. El psicoanálisis le brinda al paciente la oportunidad para hablar desde el corazón. El proceso se ha descrito como una persona que habla y dos que escuchan. El psicoanálisis escucha lo inaudito, lo que no se tiene en cuenta, lo ignorado, ya sean pensamientos o sentimientos. Comprender «lo que no se reconoce» ayuda.
Si pensamos en las distintas formas en las que el amor y la pérdida están entrelazadas, me pregunto si ser padre es también un viaje de pérdidas.
Hablando con una estudiante que se iba de su clínica para establecer su propio consultorio, Anna Freud dijo: «El trabajo de una madre es estar para que la dejen». Aunque no era madre, también estaba dándole a esto un sentido más amplio: que, si hemos hecho un buen trabajo como padres, nuestros hijos crecerán, se convertirán en ellos mismos y nos dejarán para buscar un nuevo amor y una nueva vida. Si bien esto, en principio, es cierto, es una pérdida sumamente dolorosa y agridulce.
¿Qué desearías haber sabido antes sobre el amor y la pérdida?
El instrumento más poderoso para ayudarnos a comprender el amor es el sufrimiento. Es lo que nos permite tener conocimiento de nuestro propio corazón. En 1991, tras la muerte de un amigo cercano y el desenlace de una larga relación, leí Broken Vessels [Recipientes rotos], una colección de ensayos autobiográficos del escritor Andre Dubus.
Mientras conducía desde Boston hasta su casa en Haverhill, Massachusetts, Dubus se detuvo para ayudar a dos hermanos, Luis y Luz Santiago. Su coche se había averiado en medio de la carretera. Mientras Dubus ayudaba a Luz a ponerse en el arcén, un automóvil que venía en dirección contraria se desvió y los golpeó. Luis murió al instante; Luz sobrevivió porque Dubus la había empujado fuera del camino. Dubus resultó gravemente herido y sus dos piernas quedaron destrozadas. Después de una serie de operaciones fallidas, le amputaron la derecha por encima de la rodilla y al final perdió también el uso de la izquierda. Se pasó el resto de su vida en una silla de ruedas. Dubus tenía problemas económicos, bebía mucho y estaba deprimido; su esposa lo dejó, llevándose consigo a sus dos hijas pequeñas.
Dubus comparte esta experiencia en «Broken Vessels», el ensayo principal. Al ser un escritor cándido, honesto y generoso, se retrata a sí mismo como es: heroico y asustado, reflexivo y grandilocuente, romántico y cruel. Su libro trata sobre el viaje de la vida: «El vínculo común y trascendental del sufrimiento humano». Dubus escribe:
[Aprendí] por encima de todo, que nuestros cuerpos existen para ejecutar las condiciones de nuestro espíritu: nuestras elecciones, nuestros deseos, nuestras pasiones. Me han quitado mi movilidad física y a mis hijas, pero yo sigo aquí. De modo que mi mutilación es una escultura viviente de ciertas verdades cotidianas; recibimos y perdemos, y debemos intentar alcanzar la gratitud; y con esa gratitud abrazar con todo el corazón lo que queda de vida después de las pérdidas.
Lo que me llevo de esta cruda versión de lo que hemos estado discutiendo, de este punto extremo de amor y pérdida, es que, incluso cuando todo lo que amamos se ha ido, podemos encontrar consuelo en la gratitud.
*
Tanto Melanie como Stephen habían mencionado la importancia de la gratitud después de la pérdida: Melanie la encontró buscando el lado bueno de cualquier situación; Stephen la encontró mientras leía las palabras de Dubus, después de la muerte de su amigo. Es, en teoría, una idea llena de belleza. Pero qué difícil es encontrar algún rastro de gratitud en las primeras y crudas semanas del dolor. Me acordé de un lector que se puso en contacto conmigo cuando su hermana murió en un accidente sin sentido provocado por un conductor ebrio, y de la madre que me dijo que su hijo se había suicidado. ¿Cómo se podía esperar que encontraran gratitud en esos momentos?
Porque antes de que podamos «abrazar con todo el corazón lo que queda de vida después de las pérdidas», primero tenemos que aceptarlas. Aunque pueda parecer obvio, es fácil luchar contra una verdad dolorosa: negarla, tratar de encontrar una razón para ella, maldecir al universo por su existencia. Es lo que yo había estado haciendo mientras buscaba en Google «causas del aborto espontáneo» en las últimas y solitarias horas de la noche, mucho después de que Dan se hubiera quedado dormido, escondiendo la luz de mi teléfono debajo de las sábanas. Era una forma de fingir que tenía una pizca de control en una situación incontrolable. Pero ninguna cantidad de amor o esfuerzo puede salvar una vida, ni tampoco crearla. No puede salvar a un niño ni hacer que un padre viva un mes más ni llenar el vacío que deja una ausencia. Si la pérdida es una parte necesaria de la vida, como me había dicho Stephen, la aceptación también. Necesitaba hablar con alguien que hubiera encontrado esa aceptación a pesar de lidiar con una situación devastadora.
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La periodista y escritora del New Yorker Ariel Levy ha experimentado dos pérdidas que no pudo controlar: la muerte de su hijo y el fin de su matrimonio de una década, el cual ocurrió semanas después. La primera pérdida ocurrió en Mongolia, donde ella estaba trabajando como enviada especial. Sola, en el baño del hotel, dio a luz a un hijo de diecinueve semanas antes de que este muriera en sus manos. En su extraordinaria autobiografía, Vivir sin reglas, reconoció que la tristeza parecía «filtrarse por cada hueco». También escribió sobre su hijo: «Lo veía debajo de mis párpados cerrados como una huella del sol».
En medio de su dolor, Ariel también se enamoró. Conoció a John, quien es ahora su marido, en la clínica de Mongolia, el último lugar donde vio a su bebé. Él era su médico, es decir, la persona que respondía a sus preguntas sobre lo que le había pasado a su cuerpo. Yo quería preguntarle cómo fue conocerlo en un momento tan doloroso.
Hablar con Ariel me recordó que no podemos escribir las historias de nuestras vidas, así como no podemos protegernos del sufrimiento. Al principio, me pareció que esto se contradecía con lo que había aprendido en entrevistas anteriores: que el amor es una experiencia activa sobre la que tenemos influencia, más que algo pasivo que nos ocurre. Estas conversaciones sobre la pérdida me demostraron que lo contrario también era cierto: que, en realidad, no tenemos en absoluto ningún control sobre el amor o sobre la vida. Por lo tanto, la labor de cualquier persona que quiera amar es aprender a notar la diferencia. Porque lo que sí podemos controlar, como me dijo Ariel, es elegir priorizar el amor, incluso ante una pérdida tan radical como la que ella había vivido. Aceptarlo no fue un proceso simple y lineal. Pero su historia demuestra que podemos hallar paz al someternos ante hechos que no se pueden cambiar, en lugar de luchar contra ellos, y al elegir, después, estar presentes en la vida que nos queda por delante.
NL: ¿Cuál era tu visión del control antes de experimentar la pérdida?
AL: Mi personalidad no es del tipo A. Nunca tuve problemas de control. Simplemente tenía la sensación fundamental, privilegiada y subyacente de que podía adaptar la vida a mi voluntad. Cuando alguien ha tenido una infancia difícil tiende a percatarse rápidamente de que las cosas no siempre salen como uno espera, pero si nunca te has enfrentado a esta clase de decepción, es fácil creer lo contrario.
¿De qué manera el hecho de haber perdido a tu hijo cambió tu percepción del control?
La experiencia me enseñó a un nivel muy profundo que no siempre obtienes lo que quieres. No controlas casi nada. Y eso, a pesar de ser desgarrador, es algo liberador.
En los grupos de apoyo a alcohólicos de Al-Anon [diseñados para apoyar a los familiares de los adictos] suelen decir: «Concédeme la serenidad para aceptar las cosas que no puedo cambiar; el valor para cambiar las cosas que puedo; y la sabiduría para reconocer la diferencia». Es muy importante aprender a aceptar las cosas que no se pueden cambiar. La parte difícil es saber reconocer la diferencia entre las cosas que se pueden cambiar y las que no. Yo creía que, siempre que fuera posible, uno debía asumir que las reglas no siempre cuentan y debía intentar cambiarlas. El efecto que esta pérdida tuvo en mí como ser humano fue que me ayudó a cambiar el énfasis a: veamos lo que no puedo cambiar y trabajemos en la aceptación. Es el trabajo de toda una vida.
¿En qué aspecto fue liberador?
No estoy segura de cuánto tuvo que ver la pérdida y cuánto el hecho de estar acercándome a la mediana edad, pero de pronto me di cuenta: «Oh, yo también voy a envejecer y morir». La parte liberadora es que, cuando comprendes que no puedes tener lo que quieres, es más fácil estabilizarse. Claro, esto no es así si lo que te falta es comida y refugio, pero si simplemente tus opciones se han vuelto más limitadas, es un poco más fácil seguir adelante con tu vida en lugar de pensar siempre en cómo sacarle el mejor provecho. Ahora me resulta más sencillo decir: «Esta es mi vida». En vez de pensar: «¿Podría aumentar lo que tengo?, ¿podría conseguir algo mejor?, ¿podría ser diferente?», me digo: «No, esta es la vida indicada para mí».
¿Perder a tu hijo también cambió la forma en la que abordas el amor?
Me hizo darme cuenta de que lo único que puedes controlar es lo que haces con el amor y si eliges o no priorizarlo. Para ser honesta, sí que le di prioridad al amor en mi primer matrimonio, pero las cosas se volvieron difíciles porque mi marido era un adicto. La adicción cambia las reglas del juego porque es algo totalmente incontrolable. Vivir con alguien que está esclavizado por algo tan misterioso como la adicción nos parece una traición, como si te hubieran abandonado, aunque no puedan evitarlo. Con el tiempo, aprendí que la adicción no se puede controlar. Y comprender esa falta de control me dio un marco conceptual para aceptar ambas pérdidas. Nunca se me había ocurrido usar la aceptación como una estrategia para afrontar la vida.
Aunque darse cuenta de que no tenemos el control de las cosas puede ser doloroso, ¿crees que también puede ser bonito que la vida nos otorgue algo que tal vez no habríamos elegido por cuenta propia? Por ejemplo, enamorarte del doctor que te atendió después de perder a tu hijo en Mongolia. ¿Cómo fue enamorarse en medio de ese dolor?
Comenzar con esa frecuencia emocional tan intensa es algo extraordinario; es lo opuesto a tener una cita en todos los sentidos. Para empezar, cuando nos conocimos estaba llorando y cubierta de sangre. Recuerdo que sentí que lo que todos veían era una mentira y que él había visto la verdad. Para todos los demás, era alguien que no tenía hijos; para él, era una madre que había perdido a un hijo.
Algo incluso más significativo que el encuentro en sí fue el hecho de que, cuando empezamos a enamorarnos, yo estaba pasando por un momento de extremo dolor. Le pregunto ahora: «¿Cómo sabías que al final sería divertido estar conmigo?», porque no lo era en aquel momento, para nada. Él dice que, de manera intermitente, era yo misma y luego volvía a mi estado de duelo. Vivíamos en lados opuestos del mundo, por lo que durante años no fue una relación a tiempo completo, además de que yo todavía estaba ocupada con mi dolor. Pero, en medio de ese sufrimiento, enviarle correos electrónicos a John siempre era una fuente de alegría. En ocasiones pienso que es casualidad que haya funcionado. Otras veces me pregunto si, en cierto modo, fue una ventaja haberlo conocido en aquel momento. Cuando estás de duelo, no tienes más remedio que ser tú mismo. Nunca sabré qué hubiera pasado en otras circunstancias; simplemente es así como ocurrió.
Lo que sí puedo decirte es que, cuando John y yo nos enamoramos, el final de mi primer matrimonio o la pérdida del bebé no se volvieron eventos menos dolorosos. Nuestra relación es preciosa y la valoro enormemente, pero no arregló lo demás; tuve que superarlo yo sola.
Algunos piensan que el amor lo soluciona todo, pero no es así. Puedes usarlo como una distracción, pero no va a borrar tu sufrimiento, nunca, para nada, ni siquiera un poco. Puede que pienses «estaría menos ansioso si tuviera pareja», pero no funciona así a menos que descubras cómo resolver tú mismo esa ansiedad. Al igual que tener pareja no resolverá tus problemas, tampoco te convertirá en otra persona.
¿Crees que la pena es algo que, a fin de cuentas, tenemos que superar nosotros mismos?
Sí, eso creo. La pena puede aislarte. Estás en un túnel de dolor que lo abarca todo. Todos los demás siguen paseándose por el mundo mientras tú estás viviendo en una realidad paralela. Los demás no pueden entender qué es lo que sientes estando ahí. Dicho esto, el dolor también es demasiado grande para soportarlo solo, y es por esto que los judíos guardan Shiva [un periodo de duelo familiar que dura una semana]. Si tienes suerte, los demás te cuidarán mientras estés de duelo para que puedas soportarlo. Pero nadie puede sufrir tu dolor por ti. Eso tienes que hacerlo tú solo.
Cuando saliste de esa realidad, ¿tenías otra perspectiva de tu vida diaria?
Desarrollas más empatía por la gente en ese estado. Los ves en esa posición de dolor y vulnerabilidad y te das cuenta de que también puede ser algo hermoso, porque están indefensos y desvalidos. Puedes decirles, con honestidad: «Esto también pasará. Volverás a vivir sin esta realidad». Porque cuando las personas experimentan el dolor por primera vez, se preguntan: «¿Es este mi nuevo yo?». Por un tiempo lo es, pero no para siempre.
En un inicio, el dolor es el contexto en el que ocurre todo lo demás. Con el tiempo esto va disminuyendo y la pérdida queda relegada a un papel diferente en tu cabeza. Al principio vives en el dolor; luego este vive en ti. Me llevó un par de años salir de ese túnel donde lo normal era sufrir un dolor intenso. No fue únicamente debido a la pérdida de mi bebé, sino también a la de mi primer matrimonio, a la pérdida de esa idea juvenil de que «todo va a salir bien». Tuve que enfrentarme a una nueva y más dolorosa realidad.
Después probaste la fecundación in vitro, otra experiencia donde nos vemos obligadas a enfrentarnos a la falta de control. ¿Cómo supiste cuándo estabas lista para detener el tratamiento?
Aunque dejé de hacerlo porque me quedé sin dinero, estoy agradecida de haberlo hecho, con seis veces fue suficiente. La fecundación in vitro lo consume todo y se apodera de tu vida, tanto en el tema logístico como en el emocional. Todos los días te extraen sangre, te pones las inyecciones, y todas esas cosas están relacionadas con algo que quieres de la manera más profunda posible. Cada vez que fallaba, caía por la oscura rampa de la pérdida, arrastrada por un extraño y primitivo anhelo hacia un bebé que, en realidad, nunca llegó a existir. Yo lo sentí, emocional y químicamente, como si hubiera perdido a un hijo.
Conozco a personas que siguieron probando con la fecundación in vitro y al final consiguieron lo que querían. Eso es lo complicado: no sabes lo que va a pasar. Tal vez si continúas, funcione. Pero, llegados a cierto punto, yo simplemente ya no pude hacerlo más. Pensé: «No puedo vivir así. Quiero disfrutar de mi vida tal como es. Quiero estar presente en mi relación. Ya no puedo seguir viviendo en este profundo estado de deseo».
¿Qué desearías haber sabido antes sobre la pérdida?
Que siempre llega, para todos nosotros. Algunos tienen más suerte que otros, desde luego, pero a todos les llega la hora en algún momento. No creo que puedas comprenderlo hasta que te sucede. Aunque en teoría sabes que vas a perder a gente, es difícil de creer hasta que lo experimentas. Pero la pérdida es parte del contrato. Es parte de ser persona. Es parte de lo que significa estar vivo.
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Mi abuela estaba recogiendo fresas en una granja. Su hija, Louisa, estaba en un carrito a su lado. Hay muchas cosas que no sé sobre este recuerdo. No sé qué clase de día era, si el cielo estaba azul o nublado, si era una mañana fresca o una calurosa tarde. No sé lo que mi abuela llevaba puesto, si sus dedos estaban manchados con pulpa de fresa, si gritó cuando el cochecito se desplomó, si llamó a una ambulancia; no sé quién llamó a mi abuelo ni cómo trataron de reconfortarla él y los demás. Louisa, la hermana de mi padre, había estado jugando en el carrito cuando, de pronto, le quitó el seguro, haciendo que se plegara. Murió a los veinte meses de edad.
El motivo por el cual no conozco los detalles de aquel día es porque es una pérdida de la cual mi abuela nunca habla y por la que nunca le he preguntado. A mi tía, que estaba ahí, tampoco le gusta hablar al respecto, y mi padre, que estaba en la escuela, no recuerda mucho de lo que pasó después. Ni siquiera supe que había tenido otra hermana hasta mis veintitantos, cuando me lo contó por primera vez, recordando cómo su madre había llorado todos los días durante casi dos años. Me explicó que él tenía nueve por aquel entonces y que lo enviaban a menudo a jugar a la casa de una amiga materna después del colegio, porque su madre solía ponerse triste de un modo que él no entendía del todo.
Lo que sí sé es que mi abuela quería poner alguna especie de cruz en la tumba de su hija, pero la iglesia no lo permitió, así que discutieron y un periódico local publicó una historia sobre la disputa. Aparentemente, mi abuela se alejó de la religión después de aquello. También sé que mi abuelo se aseguró de que se llevara a cabo una investigación de la compañía de cochecitos y, como resultado, se modificó el diseño, protegiendo así a otros bebés para que no sufrieran el mismo destino. Cuando me enteré de esto, me pregunté si para él sería una manera de sentirse útil: entrar en acción, hacer algo; tener el control de algo. Me lo pregunté porque sabía que esa era la clase de cosas que también haría mi padre.
Sé que mi abuela recibió una carta anónima en la cual la acusaban de negligencia. Creo que se trató, mucho antes de internet, de una forma primitiva y cruel de lo que hoy en día conocemos como trolear. No entiendo cómo alguien podría ser capaz de escribirle a una mujer que acaba de perder a su hija palabras tan crueles en vez de palabras de aliento. Me pregunto si mi abuela se culparía a sí misma después de leer la carta. Espero que no. Espero que tuviera una amiga que rompiera el papel en pedazos y que le dijera que a veces las personas son crueles por motivos que tienen más que ver con ellos mismos que con el objeto de su crueldad.
La generación de mi abuela tenía una relación diferente con la pérdida. La muerte no era un tema que se discutiera en la mesa de la cocina. Tal vez, para ella, el dolor fuera un asunto privado. O tal vez tuviera conversaciones con algunas amigas o con su marido, al cual nunca llegué a conocer. Pero no puedo evitar pensar en lo distinta que hubiera sido su experiencia hoy: podría haber hablado, incluso en línea, con otras mujeres que también hubieran perdido hijos pequeños, o asistir a grupos de apoyo para el duelo o poner una foto de su hija en Instagram una vez al año solo para que el mundo supiera de su existencia. Por supuesto que el dolor es algo individual y universal a la vez; no todos encuentran al compartirlo la paz o el consuelo que necesitan. Pero muchas de las personas con las que he hablado lo han hecho, y me entristece pensar que mi abuela no tuviera esa oportunidad. Me siento afortunada de vivir en una época en la que la pena empieza a ser un tema que puede discutirse en la sobremesa, en las oficinas, en los pasillos del supermercado. Esto último, de hecho, lo sé por experiencia propia porque, después de mi aborto, mi madre se topó con una vieja amiga en Waitrose. Cuando le contó mi historia, su amiga le reveló que, una década atrás, ella también había sufrido varios abortos espontáneos, pero que no se lo había contado a nadie en aquel momento. Mi madre le dijo: «Es que antes no solíamos hablar de estas cosas». Al compartir mi pérdida, sin saberlo, había alentado a su amiga a compartir la suya. Un acto de franqueza inspiró otro.
Cuando tuve la edad suficiente y entendí lo dura que había sido la pérdida de mi abuela, me parecía demasiado tarde como para sacar el tema a colación. No sabía con certeza si alguna vez lo había discutido abierta y profundamente con alguien, y sentía que no me correspondía a mí recordarle aquel trauma. Tal vez no se permitía revivir la pérdida. Tal vez aún pensaba en abrazar a su hija todos los días. Mi abuela falleció el año pasado, así que ya nunca lo sabré. Cuando mi padre se puso a revisar las cosas que había en su casa, le pregunté si había encontrado algún recuerdo de Louisa en los cajones de mi abuela, como una foto o un mechón de pelo. Pero, en vez de eso, me dijo que encontró cartas que mi hermano y yo le habíamos escrito cuando éramos niños.
Pensé en la pérdida de mi abuela cuando mi padre se ofreció a comprarme un carrito porque quería que fuera el más seguro en el mercado. Pensé en ella de nuevo durante su funeral, cuando el sacerdote mencionó que tuvo una hija llamada Louisa, que «falleció trágicamente». Fue extraño ver su nombre en tinta negra en el recordatorio, el nombre de esa pequeña a la que rara vez mencionaban pero que existió. Pienso en todas las preguntas que nunca le hice a mi abuela, no solo sobre la muerte de su hija, sino sobre su vida en general, y en que nunca le dije «lo siento». Pienso en que, cuando la gente se muere, se llevan sus historias con ellos, a menos que hagamos el esfuerzo de preguntarles.
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Nunca sabré si hablar sobre su hija habría ayudado a mi abuela, ni en qué aspecto. Pero quería descubrir cómo abrirse sobre los sentimientos ha ayudado a otras personas y cómo podría ayudarnos a todos. Porque, para el actor Greg Wise, hablar de la muerte de su hermana ha sido algo esencial. Clare murió de cáncer en 2016, después de que él se mudara con ella para ser su cuidador a tiempo completo. En sus últimos meses, ella no quería cerca a nadie más, solo a Greg y, de vez en cuando, a sus chicas de la «Brigada A» (sus cuatro mejores amigas). Cuando le pregunté a Greg el motivo, me dijo que quizá se debió a una combinación de razones: «A una “sensación de vergüenza” que algunos experimentan cuando están muy enfermos; a la sensación de que estás protegiendo a tus seres queridos de ver lo mal que estás; a la incapacidad para tener conversaciones “difíciles”, o simplemente a un deseo por evitarlas; y a la falta de la energía que se requiere para atender visitas». Esto quiere decir que, durante tres meses, Greg estuvo con ella todos los días a todas horas. La experiencia de cuidar a su hermana moribunda lo convenció de que hablar de la muerte es «un acto de amor» y algo que todos deberíamos hacer más. Ahora, su relación con Clare continúa a través de la historia y los recuerdos compartidos; a través de los lugares donde pasaron tiempo juntos y de las múltiples conversaciones que continúa teniendo con aquellos que la conocieron. Él transmite su memoria a través de las generaciones de su familia y, de este modo, ella sigue viva.
La forma en la que Greg habla de su relación más allá de la vida terrenal me recordó a algo que la novelista Diana Evans me había dicho: «Tengo la sensación de que el amor no tiene final y de que la gente que quieres nunca te deja en realidad. Nunca pierdes su amor porque este añade algo a tu persona». Seguimos queriendo a las personas después de su muerte porque el amor que compartimos con ellas nos cambia; se vuelve una parte viva de nosotros, una parte de ellas que nunca perdemos.
NL: ¿Cómo cambió tu idea del amor el hecho de perder a tu hermana Clare?
GW: Primero, quisiera aclarar que no la perdí ni pasó a mejor vida: Clare murió. Pierdes a alguien en un centro comercial, en la calle, etc. Debemos tener claro nuestro vocabulario porque a menos que usemos las palabras adecuadas no podremos explorar este tema de forma honesta. Mi hermana murió, pero, curiosamente, la relación no; solo cambió. El eco constante de ese amor todavía suena a mi alrededor. Al principio no podía imaginarme a Clare como mi hermana feliz y saludable, porque había pasado mucho tiempo con ella mientras estaba enferma. Ahora sí puedo volver a esa versión; está muy presente, como una persona alegre y afable, en cualquier sueño que tengo sobre ella. Todavía vivo en la misma calle donde ella vivía y, la mayoría de los días, paso frente a su apartamento y pienso en ella. Mi hermana es una parte inherente a mí: a mucha de la gente que conozco la conocí a través de ella y todas las cosas extraordinarias que presenciamos juntos todavía están dentro de mí. Alguien dijo alguna vez que se necesitan dos generaciones para que una persona desaparezca de la conversación y de la psique del grupo de personas que presenciaron y formaron parte de esa vida. Espero que mi hija, que tiene veinte años, viva hasta los noventa y siga contando historias sobre su tía Bobs. Entonces Clare estará viva en la imaginación de alguien.
¿Cómo era vuestra relación?
Mucha gente me dice: «Nunca me hubiera mudado a la casa de mi hermana moribunda para cuidarla», o «Dios, mi hermano nunca hubiera hecho eso por mí». Teníamos una relación particularmente rara y extraordinaria, tal vez porque ella había elegido no seguir el camino de las relaciones románticas ni de los hijos. Supongo que fui la figura masculina principal de su vida, la cual, en otras circunstancias, habría sido su pareja, y estoy enormemente agradecido con Em [la esposa de Greg, Emma Thompson] por entender y respetar eso. Y por decirme de vez en cuando «no, esto tiene que arreglarlo ella por sí misma», y también «no, por supuesto que tienes que ir». Cuando llegamos al punto en el que Clare necesitaba cuidados a tiempo completo, no había duda de que sería yo quien lo haría. Desde luego, es una suerte increíble que no tenga un trabajo «estable» y que haya podido dejarlo todo para estar ahí con ella.
¿Cómo te ha cambiado su muerte?
Estamos moldeados por la muerte de las personas importantes que nos rodean. La de Clare me enseñó que, aunque la muerte es un idioma extranjero para nosotros, es algo esencial. Hablar de la muerte es un acto de amor. Después de todas esas horas junto a su cama, consciente de que se estaba muriendo, soy alguien diferente, pero mejor. Es como obligarte a subir una montaña; una vez que eres capaz de superar la tensión de una situación como esa, has probado quién eres. No podemos saber si somos el tipo de persona que correrá hacia un edificio en llamas para salvar a un niño hasta que no nos encontremos frente a un edificio en llamas con un niño dentro. No puedes decir «yo lo haría», porque no lo sabes. Resulta que pude soportar ese trauma emocional y, como resultado, me he vuelto más empático, más agradecido, más presente y lleno de esperanza. Todas esas cosas nacieron de un periodo doloroso, que, de otro modo, podría haber sido visto únicamente como un momento desolador en mi vida.
¿En qué aspecto te volvió una persona más llena de esperanza? Es una palabra interesante considerando que la ilusión surgió de una situación tan difícil.
Esperanza en cuanto a lo que se puede esperar de mí. Siempre pensé que, si algún día llegaba a recibir un diagnóstico terminal, me iría a una colina con una botella de whisky y optaría por una encantadora salida hipotérmica. Ya no lo haría, porque entiendo que eso sería cruel para las personas que me quieren. Eso no significa que nunca existirá un punto en el que podría decir «basta, me voy de aquí», pero sé que pasar esos últimos meses con mi hermana creó una relación extraordinaria que nunca hubiéramos tenido de otro modo. A veces, los días eran oscuros durante veintitrés horas y cincuenta y ocho minutos, pero encontrábamos pequeñas perlas de alegría, tal vez de solo diez o veinte segundos de duración. Clare despertando con una sonrisa en el rostro. O la pequeña victoria de reírnos juntos en un momento de dolor.
Desde su muerte, también me es más fácil acceder a esos recuerdos felices. Justo después de que falleciera, estaba caminando por la costa oeste de las Tierras Altas y me fijé en un trozo de corteza dorada con el sol detrás. Vi otro hace unas semanas: un pedazo de corteza de abedul plateado, fino como papel, iluminado por el sol de invierno. Es como si me hubiera desprendido de un caparazón y ahora existieran cosas que pueden detenerme en seco, y pudiera verlas de verdad y simplemente existir. Entiendo que la vida es finita de una manera que no entendía antes. Además, cuando eres un cuidador a tiempo completo, todo lo que puedes hacer es estar presente. No hay nada que hacer más que estar ahí.
Cuando Clare estaba muy enferma, vivías con ella y la cuidabas, por lo que pasabais mucho tiempo solos. ¿Cómo fue esa experiencia?
No soy muy sociable; disfruto de mi propia compañía. Aun así, por poco no pierdo la maldita cabeza. La parte más difícil de ser el único que estaba allí, sin un sistema de apoyo, fue la responsabilidad, el enfoque, la calma y la compasión que eso requería. El personal del hospital cercano fue un gran apoyo para mí. Cada vez que iba a por la receta para sus medicamentos, me llevaban a una habitación y me preguntaban: «Y tú, ¿cómo estás?». «No se trata de mí», respondía, y ellos replicaban: «Claro que se trata de ti». Esa es la conclusión: si el cuidador está jodido, la persona a su cargo está jodida también. No sé cuánto tiempo más hubiera podido hacerlo; de hecho, me parece asombroso que haya gente que se encarga de este tipo de cuidado año tras año tras año. Siempre habrá momentos en los que la resiliencia o el amor sean difíciles de encontrar porque estás agotado y asustado. Algunos días era una victoria poder llevarla al baño o sacar sus piernas de la cama. Hay una similitud macabra entre la ayuda que requiere un bebé y alguien al final de su vida. Y creo que debemos darle a la muerte el mismo peso que le damos al nacimiento. Kathryn Mannix [autora de Cuando el final se acerca] afirma que tenemos dos días en nuestras vidas que duran menos de veinticuatro horas: el día en el que nacemos y el día en el que morimos; y que tenemos que ser capaces de concentrarnos tanto en el segundo como en el primero. Debemos tener conversaciones difíciles, porque todos en este planeta vamos a morir. Tenemos que preguntarnos: «¿Cómo me gustaría morir?», y luego hablar de ello con la familia o escribirlo. Es así de simple. Tenemos que ser un poco más maduros al respecto.
Y tal vez no solo nos haga falta estructurar más la muerte, sino también el dolor, ¿no crees?
El duelo es interesante porque no tienes control sobre él, por lo que es una locura que las pautas de la página web del gobierno del Reino Unido sean dos días de permiso por la muerte de un padre o de tu pareja. Esas primeras etapas del duelo son como vomitar. Sientes que comienza en tus rodillas y luego pasa a través de todo tu cuerpo. A cualquiera que esté pasando por esa etapa del dolor le diría: «No lo juzgues, no lo detengas, dale la bienvenida. Es una catarsis importante que forma parte del proceso de curación». Y llegué a comprender que el dolor que sentía igualaba al amor.
También necesitamos encontrar la manera de pedir lo que queremos en esos momentos. Todos necesitamos cosas diferentes: algunos quieren que los abracen, otros quieren sentarse en silencio con alguien. Yo necesitaba estar solo. Me fui a nuestra casa de campo en Escocia y me quedé allí durante diez días, trabajando cerca de la tierra, el aire, la lluvia y una luz increíble. Estar en ese espacio salvaje y abierto fue esencial para mí. Me di cuenta de que vivimos en un mundo cíclico y de que la vida, como la naturaleza, tiene estaciones. Presenciar el ciclo de nacimiento, muerte y descomposición en la naturaleza hizo que todo tuviera sentido. Los átomos de mi hermana ahora están volando hacia el universo para ser reconstituidos en lo que sea que vayan a ser reconstituidos. Gracias a la naturaleza, me di cuenta de que no puede haber nacimiento sin muerte. Si los árboles podridos caen al suelo del bosque, se convierten en árboles nodriza que proporcionan el medio para que crezcan los nuevos retoños. El árbol muerto proporciona todos los nutrientes que esos pequeños brotes necesitan para vivir.
¿De qué manera cambió tu propio sentido de la mortalidad al presenciar la enfermedad de Clare tan de cerca?
Somos los mapas de nuestras experiencias. Mira mis manos: esta es la historia de mi vida. Puedo decirte dónde se crearon todos los golpes, agujeros y cicatrices. Ellos me conforman. De la misma manera, también las rupturas de mi corazón me conforman y me hacen completamente diferente a cualquier otra persona de este planeta. No me preocupé demasiado el día que nuestra hija vino corriendo por el sendero del jardín con una herida en la rodilla, porque eso es parte de su historia actual; dentro de cuarenta años dirá: «Ahí es donde me caí del columpio cuando tenía tres años», y eso creará una narrativa familiar. Así que mi forma exterior es el resultado de mis lesiones físicas a lo largo del tiempo, y mi forma interior es el resultado de las heridas emocionales, los primeros desamores y las muertes más recientes, como la de Clare. Todos estamos matizados por los enormes agujeros que dejan las muertes de las personas cercanas a nosotros. Poco a poco, con el tiempo, el vacío se va ablandando. Siempre estará ahí en cierto modo y es esencial ser permanentemente consciente de estas cosas, tanto de las buenas como de las malas. Cuando se fabrican las alfombras marroquíes, se cosen cantidades idénticas de negro y de rojo: la felicidad y la desgracia. La vida es ese equilibrio, y a uno solo le queda esperar que podamos disfrutar del rojo un poco más gracias a la presencia del negro.
¿Qué desearías haber sabido antes sobre el amor y la pérdida?
En cuanto al amor, que no tiene por qué ser tan difícil. Y en cuanto a la pérdida, que, si alguien muere, no hay que enviarle flores a su pareja: mandadle un jodido pollo asado.
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Hablar con Greg me hizo pensar en un escritor a quien entrevisté llamado Joe Hammond; padecía esclerosis lateral amiotrófica y se estaba muriendo. Hablamos sobre cómo el hecho de ser consciente de que iba a morir había cambiado su comprensión de la vida y de lo que más importa al final. Me dijo que su vulnerabilidad física lo hacía ser más abierto, más honesto. Que había aprendido a dejar entrar a la gente, a admitir emociones difíciles ante sus amigos, a dejar de lado su ego. Pero lo que más me conmovió fue la capacidad que desarrolló, a partir de su diagnóstico, para encontrar placer en las cosas más pequeñas. Utilizando tecnología que le permitía comunicarse por medio de la mirada, escribió:
Hace unos días, mi hijo Tom, que ahora tiene siete años, dejó de correr y flotar, solo por un momento, y se detuvo junto a mi silla de ruedas. Acercó su mejilla a la parte superior de mi brazo y tocó mi huesuda mano con un dedo. Emitió un sonido, a medio camino entre un tarareo y un chillido. Todo esto ocurrió durante un periodo de aproximadamente segundo y medio. Y, luego, se escabulló.
En ese momento, y los que le siguieron, el placer y la felicidad que sentí se igualaron a cualquier cosa que mi yo sin discapacidad hubiera sentido alguna vez. Para sentir alegría, lo único que importa es el deseo. Puedo imaginar la alegría que sentiría alguien encarcelado si una hormiga solitaria se escabullera a través de los ladrillos hasta su celda. Se puede sacar mucho de poco.
Leí su respuesta varias veces, tratando de guardarla para siempre en algún lugar de mi mente, como si colgara en la pared de un dormitorio un póster que pudiera mirar y memorizar todas las noches antes de dormir. Volví a pensar en ello cuando Greg describió los momentos de iluminación a los que accedía con más facilidad desde el cáncer de su hermana: la victoria de la risa en un día sombrío; la corteza de abedul plateada iluminada por el sol de invierno. «Se puede sacar mucho de poco.» Eso también es lo que Greg me estaba diciendo: pasar un poco de tiempo en compañía de la muerte lo había vuelto más sensible a los pequeños destellos de significado.
Cuando entrevisté a Susie Orbach para una historia en la que estaba trabajando, me dijo que, actualmente, como sociedad, a menos que hayamos tenido la mala suerte de que alguien cercano muriera joven, no estamos acostumbrados a la noción de la muerte. Las personas viven más tiempo, a menudo con otros de la misma edad, normalmente con una pareja o con hijos en lugar de con personas de generaciones mayores, lo que significa que existimos lejos de su presencia fúnebre. Pero Greg demostró que hay mucho que ganar al permitir que la muerte entre en nuestras vidas, tanto a nivel práctico (para comprender la forma en la que un miembro de la familia podría preferir morir) como a nivel emocional (para fomentar la esperanza, la gratitud y la resiliencia). Tal vez evitamos hablar de la muerte porque no podemos soportar pensar en perder a nuestros seres queridos, cuando en realidad no hablar de ella es una de las razones por las que no valoramos a aquellos que queremos todos los días. Quizá al enfrentarnos a la verdad (que, si tenemos suerte, viviremos junto a esas personas en este mundo durante décadas, pero no durante siglos) podamos acordarnos de mirar más a menudo sus rostros que la pantalla del móvil.
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Como dijo Greg, la muerte de las personas importantes que nos rodean nos moldea y cambia para siempre. En el pasado, cuando reflexionaba sobre cómo podría cambiarme la pérdida de alguien cercano, siempre pensaba en los aspectos negativos. Por ejemplo, en las cosas que haría mal por mi cuenta si Dan no estuviera conmigo, como mantener vivas las plantas o decidir cuánto tiempo cocinar un trozo de carne. En cómo me llenaría de tristeza cada vez que sucediera algo gracioso y no pudiera compartirlo con él. O en cuando sostuviera el mango de una cacerola que él había utilizado y ya no recordara lo cálidas que siempre estaban sus manos. Pensaba solo en los huecos que dejaría su ausencia. Nunca me había parado a reflexionar en el impacto positivo que tenemos el uno en el otro, en las imperecederas huellas de bondad que guardamos y de las que aprendemos. En cómo, incluso después de morir, seguiremos vivos el uno en el otro.
Estos obsequios no deseados que recibimos de nuestras pérdidas nos parecen una mínima compensación. Si pudiéramos traer de vuelta a nuestros seres queridos y deshacernos del dolor, por supuesto que lo haríamos. Pero, aun así, quería hablar con una persona que había sido capaz de ver con claridad cómo el hecho de conocer y amar a alguien había cambiado la dirección de su vida de una hermosa manera, incluso después de que se hubieran separado físicamente.
La madre del periodista Gary Younge, que murió cuando él tenía diecinueve años, hizo exactamente eso. El impacto que dejó en él late en cada decisión que toma, desde qué pedir en un restaurante hasta cuál debería ser su próximo paso profesional. Su muerte fue lo peor que le pudo pasar. Sin embargo, también ha sido su guía, animándolo a priorizar las experiencias por encima de la acumulación de la riqueza y a preferir la felicidad presente por encima de la gratificación tardía.
NL: ¿Cómo era la relación con tu madre cuando eras adolescente?
GY: Pasó por algunas repeticiones. Ella tenía un carácter estricto y dominante, por lo que no éramos amigos cuando yo era más joven. Era más bien una relación de «haz lo que te digo». Además, era el menor de mis hermanos, por lo que ellos se fueron de casa uno por uno hasta que solo quedamos ella y yo. El punto de inflexión en nuestra relación llegó cuando me fui a Sudán a los diecisiete años para trabajar en una escuela de refugiados de ACNUR. Recuerdo que ella insistió en que me llevara condones y yo pensé: «Ay, pero ¡qué le pasa!». (Los puso en mi maleta de todos modos.)
Cuando eres adolescente, eres solipsista; a menudo no te preocupas por nadie más, así que pasar un año en un lugar donde tenía mucho tiempo a solas me permitió pensar en lo que mi madre había hecho por nosotros como madre soltera. (Mi padre se marchó cuando yo tenía un año, así que ella nos crio sola.) Ese viaje transformó nuestra relación; cuando regresé, éramos amigos. Me gustaba pasar tiempo con ella. Fue una suerte, porque murió dos años después. No siempre tenemos la oportunidad que yo tuve: pude decirle todo lo que pensaba de ella, incluso a pesar de mi incoherente actitud adolescente. Pude disfrutar con ella de una manera más cercana y madura de lo que hubiera sido posible de otra forma. Me siento bendecido por ello.
¿En qué aspecto cambió tu visión de la vida después de experimentar su repentina muerte?
Es difícil de saber, pues cualquier otro escenario es hipotético; ella no murió de otra manera. ¿No son todas las muertes así? Nunca sabremos si hubiera sido más difícil o más fácil si las circunstancias hubieran sido diferentes. Pero ella tenía cuarenta y cuatro años y fue repentino. Se suponía que vendría a Edimburgo, donde yo estudiaba en la universidad; sin embargo, el día anterior al viaje, cogió el autobús para hacer las compras semanales, regresó a casa y murió mientras dormía. Mi profesor me dio la noticia y no fui capaz de asimilar sus palabras. Su muerte me dejó sin rumbo. Por un tiempo, también me dejó sin hogar. La primera Navidad, mi hermano mayor fue muy amable al invitarme a su casa en Londres. Después pasé el resto de las fiestas en Edimburgo. Pero no era mi hogar, era el lugar donde vivía en un estado pasajero, como suele ocurrir en la universidad. De modo que estaba perdiendo el control sobre lo que significaba tener un hogar; simplemente seguía con mi vida en piloto automático. Recuerdo que había un autobús que cogía para llegar a la universidad que pasaba por The Mound, en Edimburgo. En un día despejado se podía ver una hermosa escena de casas junto al agua. Cada vez que tomaba aquel bus, miraba por la ventana y pensaba: «No sé qué estoy haciendo aquí. Este lugar no tiene nada que ver conmigo». No es que eso no pudiera cambiar en un futuro, pero así es como me sentía en ese momento, durante mi luto.
¿Cuándo empezaste a percatarte de los inesperados dones que acompañaban tu pérdida?
El siguiente año de universidad fue muy difícil, y no pensaba que perderla me hubiera enseñado algo. Aún no lo había hecho, porque su muerte no trajo consigo sabiduría instantánea; solo sabía que era el suceso más devastador de mi vida. Sus lecciones llegaron de manera lenta y gradual a través de la experiencia. La más importante fue una intensa conciencia de mi mortalidad. La comprensión de que nadie va a encontrar una buena vida para ti: tienes que hallarla por ti mismo. Tienes que vivirla lo mejor que puedas, lo mejor que sepas. Es finita y puede estar llena o falta de alegría; eso depende de ti.
Dicha consciencia era diferente a pensar, con ansiedad, que puedes morir en cualquier momento; nunca he sentido eso. Es cierto, puedes morir en cualquier momento, pero nunca he sentido que mi vida estuviera en peligro inminente, sino, más bien, que siempre podría estar en peligro, así que lo mejor que podía hacer era seguir viviendo. Esa actitud me permitía no aceptar un trabajo aburrido ni tomar una decisión que en realidad no me gustaba solo por la posibilidad de tener suficiente dinero para hacer algo interesante en el futuro. No tenía tiempo para la gratificación diferida. El tiempo perdido en el presente de repente me parecía un precio demasiado alto. No se trataba de pensar «vive rápido, muere joven», era más bien que sabía lo que quería: sentirme feliz, realizado y libre, y no estaba dispuesto a hacer cosas que no fueran en pro de eso. Me volví ambicioso en mis propios términos. Como es obvio, todos tenemos que hacer cosas que no queremos, pero la idea de que debes aceptar un trabajo que odias porque mejorará tu vida en los próximos años ya no tenía sentido para mí.
¿De qué manera dirige tu vida ahora esa lección?
Nunca la he olvidado. Está en las cosas pequeñas, como pedir langosta cuando salgo a cenar, y en las cosas importantes, como dejar mi trabajo de columnista en The Guardian tras veintiséis años para convertirme en académico. Fue una decisión basada en esa misma lección. Pensé: «No quiero morir haciendo esto, quiero morir en otro lugar». La gente aún me pregunta por qué me fui, y mi respuesta siempre es: «Bueno, si no quiero hacerlo, no tiene sentido desperdiciar los años restantes de mi vida haciéndolo, ¿verdad?». Esa actitud me ha ido bien a mí, un tipo que, de manera improbable, pasó de la clase trabajadora a la clase media. A menudo me decía: «¿Qué es lo peor que puede pasar?». Me lo repetí muchas veces hasta que ya no lo necesité. Porque lo peor que me podía pasar ya había pasado; mi madre había muerto y eso me dejó con un tremendo sentido de audacia. Me dio el suficiente criterio como para tomar decisiones. Muchas veces, cuando tienes que elegir, sabes cuál es la respuesta de antemano; solo necesitas el valor para seguir adelante con lo que ya sabes que es lo correcto. Mi madre me dio ese valor, tanto en su vida como en su muerte.
¿Cómo equilibras esa idea con la necesidad de tener cierta estabilidad económica?
El equilibrio es importante. Porque, cuando murió mi madre, yo tenía diecinueve años y debía ser autosuficiente. Ahorrar no era algo que pudiera dejar para mi vejez; si no comenzaba entonces, no iba a poder comer. Esa inseguridad financiera siempre había estado ahí porque crecimos en cierta pobreza, pero su muerte la amplificó. Así que hay una parte de mí que todavía es cautelosa cuando se trata de cosas importantes como pagar una hipoteca. Pero lo que me enseñó perder a mi madre es que me interesa más la experiencia que la acumulación de riqueza. Me interesa sobrevivir, irme de vacaciones, tener todas las cosas que necesito para darles a mis hijos una vida segura. Pero no me interesa ahorrar para cosas materiales, porque sé que, cuando mueres, no puedes llevarte nada de eso contigo. Y si siempre estás comprando cosas, si siempre buscas tener más, nunca estarás satisfecho. Rara vez veo a personas que persigan la riqueza y se vuelvan más felices. No es que las cosas materiales no signifiquen nada para mí: claro que quiero darle una seguridad financiera a mi familia. Pero, más bien, lo veo como el medio para un fin, y ese fin es tener una vida. Eso se cimentó en el momento en que murió mi madre. Vi que el valor real de su vida era la impresión y el impacto que había tenido en las vidas de los demás.
¿Su muerte también cambió tu perspectiva sobre el amor?
Al principio, su muerte me puso a la defensiva y me hizo desconfiar de todo. Recuerdo haber pensado: «Estoy solo en el mundo, tengo que protegerme, no puedo darme el lujo de ser frágil». Y ese no es el estado psicológico ideal para entablar una relación. No me preocupaba que murieran otras personas a las que amaba simplemente porque ella lo hubiera hecho, pero no quería gente endeble a mi alrededor. Mi enfoque para las citas era: si te vas a derrumbar a la primera señal de un problema, paso. Si iba a tener pareja, tenía que ser sólida, segura y fuerte. Supongo que eso significaba que siempre me contenía un poco en el amor. No era una persona fácil de tratar. Pero, además, implicaba que tenía una tolerancia limitada a las relaciones tóxicas. También estaba ocupado lanzándome a la vida y, aunque el amor era parte de ella, no lo era todo.
¿Qué desearías haber sabido antes sobre el amor y la pérdida?
Que ese dolor se nivela. Antes conmemoraba el aniversario de la muerte de mi madre y su cumpleaños, pero ahora no siempre lo hago. Esos hitos se van diluyendo a medida que el dolor se reparte por tu conciencia. Al principio, es algo pesado que llevas contigo a donde quiera que vayas. Siempre eres consciente de su peso. Y, luego, a medida que pasan los años, ese peso se dilata a lo largo de tu vida. Ya no lo llevas a cuestas, sino que existe dentro de ti. Mi madre ahora tiene un lugar dentro de mí.
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Después de hablar con Gary, me percaté de que había un tema en común en todas mis conversaciones: el problema de querer siempre más. Esther Perel mencionó la mentalidad del consumidor que nos hace pensar «puedo tener algo mejor» en las relaciones; Ayisha Malik reflexionó sobre cómo estamos tan ocupados persiguiendo cosas externas que perdemos de vista quiénes somos; y Emily Nagoski afirmó que una posible razón por la que le damos prioridad al deseo espontáneo es que el capitalismo requiere que permanezcamos en un estado de anhelo constante. Dicho estado de anhelo constante es un enemigo del amor. Nos hace olvidar que el valor real de nuestra vida reside en el impacto que tenemos en las personas, como el que tuvo la madre de Gary en él.
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Hace unos años, la revista en la que trabajo publicó la carta de una lectora que respondía a un artículo sobre el divorcio. En ella decía que su divorcio le parecía peor que la muerte. Tenía que llorar por el marido que había perdido y por la vida que habían construido juntos, la cual se encontraba ahora completamente deformada. Dedujo que, si su marido hubiera muerto, al menos se sentiría consolada por el amor que ella le tenía y que él le tenía a ella. Podría recordar su relación con cariño, sus recuerdos sin rechazo.
Después de que publicáramos esa carta, recibimos una queja por correo electrónico de otra lectora, la cual estaba horrorizada por la idea de que el divorcio pudiera ser peor que la muerte. Su marido había fallecido y ella deseaba volver a verlo con vida. Le pareció ofensivo que alguien pudiera comparar su pérdida con una que no implicaba la muerte de nadie.
Comprendí los puntos de vista de ambas mujeres, pero el dolor no es un juego de quién da más o menos. No podemos colocar nuestras pérdidas una al lado de otra y esperar que alguien sentencie cuál es la peor. Por mi parte, soy consciente de haberme sentido completamente devastada tras la ruptura de una relación de tres meses, pero solo un poco triste después de una de dos años y medio. Sé que para mi padre perder a su perro fue tan devastador como perder a un miembro de la familia. Tengo amigas para las que los primeros días de la maternidad fueron más dolorosos que un aborto espontáneo, y otras para quienes fue más difícil ver a sus padres envejecer que verlos morir. El tema del dolor es demasiado particular y extenso como para que tenga algún sentido realizar comparaciones.
La autora Lisa Taddeo cree que cuando comparamos y juzgamos el dolor de los demás de esta manera, nos hacemos daño mutua e innecesariamente, a menudo debido a nuestra propia vergüenza. Es por eso por lo que siguió la vida sexual y emocional de tres mujeres durante ocho años en su extraordinario y exitoso debut como escritora, Tres mujeres. Si bien trata en parte del deseo sexual, es también un libro que habla sobre cómo las mujeres se juzgan entre sí y las secuelas que esto causa.
En las historias de pérdida, es tentador desear finales fáciles, en los que el dolor se hace más ligero con el tiempo. Pero aunque Gary siente que su dolor se equilibró con los años, Lisa no. Desde que sus padres murieron hace ya dos décadas (su padre en un accidente de coche, su madre de cáncer de pulmón cinco años después), vive con miedo a perder a las personas que quiere. Con ella busqué explorar la soledad y la intensidad de un dolor que no cede, para que podamos tratar de comprender cómo es vivir dentro de él. Hubo una cosa que me quedó clara: ya que Lisa conoce la soledad que provoca un dolor tan íntimo, no quiere que nadie más se sienta solo en esa situación. Es este anhelo lo que la motiva a conectar con otras personas que sufren; a compartir sus historias. Y, aunque todavía no haya logrado aceptar la muerte de sus padres, esta capacidad de llegar al centro del sufrimiento de los demás me pareció un acto de esperanza.
NL: Tus padres murieron hace casi dos décadas. ¿Cómo ha cambiado tu dolor a lo largo de este tiempo y cómo es hoy en día tu relación con él?
LT: Mi marido dice que todavía no he aceptado la muerte de mis padres, lo cual es cierto. Algunos la llevan mejor. No estoy diciendo que llevarla mejor signifique que son mejores que yo, sino que hay gente que puede procesarla con mayor facilidad. A menudo las personas superan una pérdida hasta el punto en el que, al mirar atrás y ver a alguien que sufre, no son capaces de identificarse con su dolor. Creo que es por eso por lo que en muchas ocasiones me he sentido sola en mi pérdida. Además, mi identidad estaba vinculada a ser la hija de mi padre, por lo que el hecho de que me quitaran eso me dejó sin saber quién era. Cuando murió, la persona que yo era hasta ese entonces murió también. Su muerte me cambió. Me volví inmediatamente menos feliz y más cínica.
¿En qué aspecto cambió tu manera de abordar el amor y las relaciones a causa de esa pérdida tan temprana?
Creo que a veces buscas en los demás las partes de ti mismo que has perdido en una relación. Tenía veintitrés años cuando murió mi padre y me era casi imposible pensar en otra cosa. Me despertaba por las noches gritando. Después, cuando volví al trabajo, comencé a ligar por el chat de la oficina con un chico de otro despacho. En ese momento tenía un novio con el que llevaba siete años, a quien había descuidado a raíz de la muerte de mi padre. Aunque no pasó nada con el chico del trabajo, la emoción y la novedad del coqueteo fue una evasión para mí.
Al principio tenía tanto dolor que ansiaba tener a alguien cerca, un cuerpo humano con el que pudiera contar. Pero, al final, ese pequeño enamoramiento en el trabajo me hizo decir «no quiero seguir con esto», y rompí con mi novio. Estar interesada en alguien nuevo me hizo darme cuenta de lo falsa que era la otra relación. En cierto modo me salvó. Tras una tragedia, a veces el deseo es una bomba que no se puede negar. Una pérdida reciente es como desempañar unas gafas.
¿Crees que, además de ser una distracción, el deseo puede sentirse como lo opuesto a una pérdida? Tal vez a través de él tratamos de recordarnos lo que es estar vivos, ¿no crees?
Sí, así es. Cuando estás en un mundo de dolor, existes solo en ese mundo. No estás conectado al lugar donde viven los demás. Atravesar esa oscuridad es tan doloroso que necesitas buscar algo, cualquier cosa, que pueda llevarte de regreso a un mundo más feliz.
¿Sientes que la pérdida de tus padres cambió lo que buscabas en una pareja?
Perder a mi padre cambió la idea que tenía del amor y lo que necesitaba de él casi de forma instantánea. Me hizo buscar a alguien que tuviera buenos padres para llenar ese vacío, y dejaron de gustarme muchos de los hombres con los que había salido cuando tenía veintitantos porque no estaban a la altura de mi padre. También empecé a vivir con el miedo a que alguien me dejara. Así que fingía que no necesitaba nada de nadie, porque en realidad necesitaba tanto que temía que alguien pudiera darse cuenta a través de mi máscara.
Hasta la fecha, tengo el terrible hábito (que espero poder dejar) de asignarle gran parte de mi necesidad de cuidado a mi pareja. Quiero que me cuide de la misma manera en la que lo hizo mi padre. Por ejemplo, mi padre siempre le echaba gasolina al coche. Ahora, si veo el depósito casi vacío, pienso: «¿Por qué no lo ha llenado?».
¿Cómo fue ver a tu madre lidiar con el dolor después de la muerte de tu padre? ¿Cómo hiciste para lidiar a la vez con tu propio dolor y con el suyo?
Fue horrible, porque mi madre no conducía, no pagaba facturas. Dependía de mi padre para todo. Se mudó a Estados Unidos desde Italia cuando tenía veintiséis años, tuvo a mi hermano y se quedó en casa aprendiendo inglés viendo programas de televisión. Por la noche, mi padre la llevaba de compras a tiendas de descuentos, y eso era todo lo que le gustaba hacer. Mi madre era feliz y tenían una relación encantadora. Cuando él murió fue como si no quedara nada de ella.
Después de su muerte, me mudé a casa y asumí el papel de mi padre, lidiando con mi propia pérdida y con la de ella. Recuerdo que empecé a trabajar en Golf Magazine e hice un reportaje sobre un torneo en Aviñón, Francia, en plena primavera. Nos alojamos en un hotel con unas flores bellísimas; nunca había visto nada tan bonito. Le dije: «Mira, mamá, es precioso». Y ella no respondió, porque nada podía romper su dolor. Cuando volvimos a casa, soltó: «En retrospectiva, ha sido todo realmente precioso». Comprendí por qué no había podido decirlo antes, pero era difícil verla seguir así con su vida. Era como si no quisiera vivir más.
Creo que ver a una madre atravesar esa clase de dolor puede ser aterrador, porque es cuando nos damos cuenta de que son humanos y frágiles.
Nunca llegué a ver a mi padre como un ser humano normal, pero sí que vi a mi madre quedarse paralizada por el dolor. Muy a menudo me pregunto: «¿Qué habría pasado si él hubiera muerto después? ¿Cómo lo habría manejado?». Me imagino que se habría centrado mucho en asegurarse de que yo estuviera bien, mientras que mi madre simplemente no podía avanzar, así que los papeles se habían invertido. No recuerdo haberme vuelto a sentir cuidada después de la muerte de mi padre. Nunca había pensado en ello antes, pero me pregunto si esa es, en parte, la razón por la que su pérdida me devastó de tal modo.
¿Todavía te imaginas cómo reaccionaría tu padre a las cosas que ocurren ahora en tu vida?
Mi esposo y yo estuvimos hablando justamente de eso anoche. Le pregunté: «¿Crees que mi padre estaría orgulloso de mí?», y él me respondió: «Sí». Pienso en eso todos los días, sobre todo en el hecho de que tengo un marido y una hija a quienes mis padres nunca conocerán. Me resulta muy duro.
¿Crees que tus pérdidas tienen que ver con la curiosidad que sientes respecto a las historias de los demás?
Cien por cien. Cuando murió mi padre, me dije: «No quiero que nadie más sienta este dolor». Ese sentimiento me acompañó durante años; todavía está ahí. Es por eso por lo que no quería que las mujeres que entrevisté para mi libro estuvieran solas en su dolor, porque sé que, cuando estás sufriendo, la soledad es lo peor que te puede pasar.
Creo que, cuando te sucede algo malo, te preguntas: «¿Cómo puedo transmitirle al mundo lo que he aprendido del sufrimiento de una manera positiva, en lugar de quedarme en las sombras?». Para mí, es en parte egoísta. Me reconfortaba sentarme y escuchar a alguien, desaparecer en sus pensamientos durante un rato y huir de los míos. Tratar de ayudar a los demás puede ser una experiencia útil y sanadora.
A mí me ayudaste en la primera conversación que tuvimos, cuando me contaste lo que hiciste después de tu aborto espontáneo para lidiar con la obsesión de tratar de concebir. Después de escuchar la manera en la que te afectó, pensé: «¡Tal vez no estoy loca!».
Ni siquiera estaba segura de querer tener hijos antes del aborto, pero tan pronto como experimenté esa pérdida, pensé que era una locura haber considerado siquiera no querer tenerlo. Lo más cruel de un aborto espontáneo es que la gente no suele comprender tu dolor. Si alguien perdió un gato, pero el gato era lo más importante de su mundo, creo que debe tomarse en serio, pues para esa persona es tan doloroso como la pérdida de un ser humano. Es extraño que la gente juzgue el dolor y decida qué desgracias requieren más atención. En realidad, creo que la profunda sensación de pérdida que conlleva un aborto espontáneo nunca desaparece. Mi esposo no entiende por qué sigo pensando en ese tema, incluso ahora que tenemos una hija.
¿Qué desearías haber sabido antes sobre el amor y la pérdida?
Todavía soy un manojo andante de miedos: siempre me preocupa la posibilidad de perder a mis seres queridos. Pero si algo he aprendido es que admitir que estás sufriendo es esencial para empezar a recuperarte y volver a ser amable con los demás. Juzgar el dolor ajeno me parece muy extraño. Además, los prejuicios suelen ser vergüenza o celos disfrazados.
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Lisa me recordó que, por mucho que la pérdida pueda intensificar el amor y darle significado, sigue siendo algo duro y despiadado, porque perdemos más que personas: Lisa perdió a su padre, luego perdió su identidad; Gary perdió a su madre y después perdió su hogar. Primero experimentamos el dolor y más tarde los ecos de la pérdida.
Un eco particularmente doloroso es la soledad. La sensación de que todos los demás viven en un mundo diferente y más feliz, mientras que tú estás atrapado fuera de la ventana, mirando hacia dentro, sin poder participar. Pero al menos esta es una faceta de la pérdida sobre la que sí tenemos poder. Aunque, como Lisa me demostró, nadie puede borrar nuestro dolor, admitir que estamos sufriendo es el camino para que las heridas comiencen a sanar.
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Sé con exactitud dónde estaba cuando terminé de leer Recuerda que vas a morir. Vive: en un tren en Brescia, al norte de Italia. Dan estaba dormido, con su cabeza sobre mi hombro. Mientras lo observaba, me preguntaba cuántos años más estaríamos juntos. En silencio me prometí poner en todos ellos al amor en primer lugar, porque me pareció que la lección del libro era que el amor es lo más importante en la vida. No fue hasta que hablé con la esposa del autor, la doctora Lucy Kalanithi, que comprendí que había malentendido por completo su significado.
Recuerda que vas a morir es una autobiografía sobre la vida y la muerte, escrita por el neurocirujano estadounidense Paul Kalanithi mientras se moría de un cáncer de pulmón inoperable. Vendió más de un millón de ejemplares en todo el mundo; Lucy supervisó su publicación después de la muerte de Paul a los treinta y seis años. La experiencia de verlo morir la obligó a tener en mente de manera simultánea la muerte, la vida y el amor. Pero el libro de Paul es más que eso. Trata sobre «luchar incansablemente por algo importante... y sobre el viaje para comprender el sufrimiento humano». Porque al final, como me explicó Lucy después, el amor no es lo único que importa.
Cuando me dijo esto, sentí algo que ya había experimentado muchas veces durante las otras entrevistas: la realineación confusa pero satisfactoria del pensamiento. Lo sentí cuando Greg Wise afirmó que no perdemos a nadie cuando las personas que queremos mueren. Y, de nuevo, cuando Heather Havrilesky y Ariel Levy me confesaron que sus respectivas relaciones habían surgido por correo electrónico, cuando yo siempre había creído que no era una buena manera de iniciar un romance. Cada vez que me formaba una opinión firme, alguna respuesta la cambiaba. Este proceso en sí mismo fue toda una lección: por muchas conversaciones que tuviera sobre el amor, nunca encontraría un conjunto de respuestas definitivas a sus desafíos. Como escribió Barbara Kingsolver: «Todo lo que crees correcto puede ser incorrecto en otro lugar». Fue aleccionador, e incluso tranquilizador, darme cuenta de que habría respuestas que siempre cambiarían a lo largo de mi vida, dependiendo del momento en el que me encontrara.
Sin embargo, una cosa que no cambia es la importancia de la intención en el amor. Me di claramente cuenta de esto cuando Lucy me describió cómo la muerte de Paul le cambió los objetivos que tenía en mente para su hija. En lugar de centrarse en los logros de Cady, Lucy ahora espera que consiga tener amor y forjar conexiones en la vida. Esta respuesta me llamó la atención porque nunca había escuchado aquellas palabras como metas. Para mí, las metas siempre habían sido casillas que tachar en una revisión anual del trabajo o una lista de propósitos hecha en enero para cumplir durante el año (aprobar un examen de conducir; pedir un aumento de sueldo). Nunca me había fijado la meta de ver a un viejo amigo cuatro veces al año en lugar de dos o de invitar por fin a los vecinos del piso de arriba a tomar una copa o de llamar a mi tía Julia, con quien me encantaba hablar pero que solo veía en Navidad. Qué diferente podría ser la vida, pensé, si nos propusiéramos metas como estas, para conectar en lugar de para lograr.
Estos objetivos tampoco tienen que ser necesariamente formas evidentes de conexión. Cuando Lucy me dijo que nuestra conversación la ayudaría durante el resto del día, yo sentí lo mismo. Porque tratar de darle sentido a algo significativo, o tomarse el tiempo para escuchar la historia de alguien, incluso la de un extraño, puede cambiar la dirección de nuestro día. Aunque es fácil de olvidar, es otro motivo por el cual estar agradecidos; escuchando podemos llegar a los demás y descubrir qué sentimos cuando lo hacemos.
NL: ¿De qué manera el amor que sentías por Paul ha seguido desempeñando un papel en tu vida desde su muerte?
LK: Una de las primeras cosas que me viene a la mente es esta cita de C. S. Lewis: «El duelo no es la interrupción del amor matrimonial, sino una de sus fases regulares [...]. Y también en esta fase queremos vivir bien y con fidelidad nuestro matrimonio». Después de la muerte de Paul, pensé: «Dios mío, es verdad..., este matrimonio no ha terminado». Paul es mi familia y es el padre de Cady. No rompí con él. Todavía lo amo. Eso no quiere decir que sigamos casados ni que yo no pueda enamorarme de nuevo. Pero todo el mundo entiende que, si tu hijo muere y tienes otro, no dejas de amar al primero. Y mi situación es similar cuando tengo alguna relación nueva: es como estar enamorada de dos personas a la vez.
¿Cómo mantienes viva la memoria de Paul en tu día a día y en el de tu hija?
Vamos a su tumba juntas dos veces al mes. Me encanta ese lugar. Ayer condujimos por la ciudad donde vivíamos y, de repente, me sentí cerca de Paul. También estaba triste, porque los nuevos restaurantes habían reemplazado a aquellos a los que íbamos algunas noches. Sentí un profundo odio hacia ellos. Luego, cuando llegué a uno en el que acostumbrábamos a cenar juntos y que aún estaba abierto, lancé un beso en esa dirección. También lo hice hace poco al ver la foto de Paul en una nueva edición de su libro; instintivamente, levanté la barbilla y le lancé un beso. No es un pensamiento consciente, solo lo hago en situaciones en las que siento que Paul está ahí, de repente: en una imagen, en un recuerdo o al pasar frente a un restaurante. Siempre que tengo una sensación visceral de querer tocarlo, beso el aire en su lugar.
También hay fotos suyas en casa y hablo de él con Cady, que ahora tiene cinco años y medio, sobre todo para señalarle en qué se parecen. Por ejemplo, cuando quiere darse un baño o una ducha muy caliente, le digo: «Así es como le gustaban a papá; le encantaba darse baños calientes». En parte lo hago porque podría ser importante para ella en algún momento comprender en qué aspectos se parece a él, y en parte para enseñarle que está bien hablar del tema. Que existía. Que fue la primera persona que la abrazó.
Ella tenía ocho meses cuando él murió y, a veces, se entristece de no tener ningún recuerdo suyo. Yo le aconsejo: «A veces no recuerdas algo concreto, pero sí te acuerdas de cómo te hizo sentir. Cuando pienses en papá, si tienes una sensación acogedora, esa es una forma de recordarlo». Parece tener sentido para ella.
¿Cómo cambió vuestro amor durante los últimos meses de vida de Paul?
Se hizo más grande. Paul y yo habíamos pasado por un periodo difícil en nuestro matrimonio, debido a la falta de tiempo y al estrés laboral. Después del diagnóstico, mi amor por él se volvió incondicional. No estoy diciendo que el amor conyugal deba serlo; desde luego, siempre hay límites en algún sentido, pero empecé a ver a Paul con una amplitud y una falta de resentimiento completamente nuevas.
Las cosas mundanas se desvanecen ante un diagnóstico grave. Hay más espacio en tu mente para los asuntos importantes. También creo que el concepto del tiempo cambia. Como es obvio, sabíamos que Paul no tenía mucho; tal vez meses o quizá algunos años de vida (terminó viviendo veintidós meses). De pronto, al saber eso, el tiempo se derrumbó. Parecía que estuviéramos cogidos de la mano en el pasado, el presente y el futuro, todo a la vez. Sabíamos que su vida iba a terminar, pero que la verdad de nuestro amor y la vida que habíamos construido juntos no lo haría, y que, aunque nuestro tiempo juntos se detendría, en cierto sentido nunca terminaría.
La vida también pasa de blanco y negro a color, porque te percatas de ella con mayor intensidad. No tuve que recordarme a mí misma que debía prestar más atención, porque era como si el único momento que existiera fuera el presente, el cual parecía abarcar todos nuestros momentos juntos. Cuando alguien se está muriendo, el tiempo desaparece y tu vida, tu amor y tus relaciones se entrelazan a la vez, ahí, en esa habitación de hospital, en esos fugaces minutos. Momentos así pasan a formar parte de tu memoria. Abren tu corazón de una forma nueva.
¿Sientes que eso ha influenciado en cómo crías a tu hija? Porque, para muchos padres, estar presentes puede resultar difícil.
Sí, aunque estar presente aún me cuesta trabajo, porque ser madre puede resultar algo tedioso de vez en cuando. Pero tengo más perspectiva y, ahora, cuando reflexiono en el futuro que quiero para ella, pienso en una vida significativa, no en una falta de sufrimiento; quiero que se sepa resiliente en lugar de solo protegida. Y perder a Paul reforzó mi idea sobre la trascendencia del amor y la conexión, que son metas imprescindibles en la vida. Para mí, es importante que estén presentes en el día a día de Cady.
¿Qué te ha enseñado el hecho de perder a Paul acerca de lo que, al final, importa más en la vida?
No creo que el amor sea lo único que importa. Mi versión favorita del significado de la vida es la que escribió Viktor Frankl sobre el tema. Él afirma que hay tres fuentes de significado: el amor (por los humanos y por las experiencias, como una puesta de sol), el trabajo con propósito (lo que estás tratando de hacer en y para el mundo) y el valor que encuentras frente a las dificultades. No se trata solo de amarnos unos a otros; la forma en la que respondes al sufrimiento inevitable es también una fuente de significado. Esa idea tiene mucho sentido para mí. Y, cuando Paul estaba muriéndose y escribiendo su libro, tratando de lidiar con la idea de la mortalidad, estaba haciendo esa tercera cosa: trataba de darle sentido al sufrimiento humano y personal. Algunas personas leen Recuerda que vas a morir y opinan que el libro les hizo estar más presentes en sus vidas y que les hizo comprender que las relaciones son lo más importante. Creo que no, que el libro de Paul también trata sobre la lucha incansable por algo que es significativo; para él lo era la medicina y el viaje para comprender el sufrimiento humano.
¿Piensas que aceptar que el sufrimiento es parte no solo de la vida sino del amor puede ayudarnos a vivir de manera más significativa?
Creo que sí. En esto hay dos piezas: comprender que las personas que amas sufrirán y, también, que tú estarás ahí, cogiéndolas de la mano, y que eso es una parte importante de amarlas. Es parte del trato. Por eso es valiente y hermoso querer a alguien.
¿Hay algo que pueda facilitarnos cómo superar una pérdida? ¿Deberíamos cambiar la forma en que hablamos de la muerte?
En medicina resulta útil reconocer que puedes hacer mucho por alguien incluso si no puedes solucionar el problema. Hay un ensayo de la doctora Diane E. Meier, titulado «I Don’t Want Jenny to Think I’m Abandoning Her» [No quiero que Jenny piense que la estoy abandonando], que habla de cómo a veces los médicos usamos tratamientos, incluso la implacable quimioterapia, como una forma de demostrar amor a nuestros pacientes. Pero, con el tiempo, aprendemos que algo tan simple como sentarse con las personas cuando están sufriendo, o visitarlas mientras se están muriendo, es una muestra de amor que los pacientes a menudo necesitan. No siempre tienes que hacer algo; puedes únicamente sentarte ahí, acompañándolos. Cuando alguien está enfermo, la gente tiene miedo de que hacer eso signifique rendirse, y no es así. Como médica, es algo en lo que pienso mucho: curar es diferente a arreglar. Cuando un familiar o un amigo está enfermo, quieres arreglarlo, y prefieres no decir nada si no puedes. Pero creo que, cuando eres la persona enferma, quieres que alguien sea testigo de lo que te está sucediendo. Ser testigo es un tratamiento y una muestra de amor. Y es algo que está en tu mano, pase lo que pase.
Mencionabas antes que perder a Paul también fue como perder tu identidad. ¿Cómo empezaste a reconstruirla?
En parte, eso está ligado a la idea de soledad y de propósito. Había estado tan concentrada en Paul durante su enfermedad, que, cuando murió, esa parte de mi vida desapareció, y también la conexión. Sentí aquel momento como un vacío; no es que no hubiera otras cosas en mi vida, pero de repente había mucho espacio. Tuve que acostumbrarme a él y luego volver a llenarlo.
El libro de Paul me ayudó. Y, obviamente, yo era doctora y tenía una hija pequeña. Ahora ella es la persona por la que estoy aquí. Sin embargo, gran parte de mi vida desapareció y eso fue como un latigazo. Cuando alguien muere, eres la misma persona que eras hace cinco minutos, pero de repente también eres alguien diferente, porque tu yo futuro ya no está ahí. Al mismo tiempo, creo que hay un yo esencial, y vale la pena darse cuenta de que seguimos siendo nosotros mismos, incluso sin futuro. Pero necesitamos tiempo para recordar eso.
¿Tuviste que aprender a estar sola?
Recuerdo que me sentía muy sola, sobre todo de noche. Mi madre me dijo: «Te acostumbrarás», y yo pensé: «No quiero acostumbrarme». A) Eso es imposible, y B) ¿por qué querría acostumbrarme a esto? No creo que me haya acostumbrado. Solo entendí que puedes generar tu propio calor y que, incluso cuando esté sola, siempre tendré mi amor por Paul. Si encuentras otros significados, como conexión, propósito (mi trabajo como médica) y reflexión personal sobre el sufrimiento, en cierto momento notas: «Oh, mi vida tiene sentido y me conozco a mí misma. Estoy de pie sobre una roca sólida, no flotando». Ahora tengo muchos tipos de conexión: con Cady, con familiares y amigos, con compañeros de trabajo y con pacientes. Incluso una conversación como esta la siento como una conexión, un propósito y una oportunidad para darle sentido al sufrimiento, todo a la vez.
La tercera fuente de significado, persistir a pesar del sufrimiento, es muy importante para mí. No creo que el sufrimiento te haga más fuerte ni que todos debamos sufrir. Creo que el sufrimiento crea espacio para la conexión, porque ves el dolor de todos los demás y conectas con ellos de una manera más profunda.
¿Qué desearías haber sabido antes sobre el amor?
Antes creía que el beso era la parte más romántica de una boda. Ahora escucho los votos y pienso: «Dios mío, no tienes ni idea de lo que viene». En el mejor de los casos, seguiréis juntos cuando uno de los dos muera. Lo que realmente os estáis prometiendo es estar ahí en los momentos difíciles, en la salud y en la enfermedad. Para mí es muy romántico que te apuntes a todas esas cosas difíciles: el esfuerzo del amor a largo plazo, la pérdida inevitable, la decisión de no marcharse cuando las cosas se pongan difíciles, la belleza de sufrir juntos. El romanticismo está en esos momentos difíciles, no en el beso.