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Un voto de confianza

No busques de momento las respuestas que necesitas. No te pueden ser dadas, porque no sabrías vivirlas aún. Y se trata precisamente de vivirlo todo. Vive por ahora las preguntas.

RAINER MARIA RILKE,
Cartas a un joven poeta

En febrero de 2020 descubro que estoy embarazada. Estoy sentada en el baño y ahí están: dos líneas azules en la prueba, una posibilidad, el comienzo de algo. Le envío a Dan una foto del resultado y un mensaje que dice: «¡Abróchate el cinturón!». La ligereza de esas tres palabras es una farsa. Le estoy diciendo a él, y a mí misma, que hay que estar felices, sí, pero también preparados.

Aún quería ser cautelosa y no albergar demasiadas esperanzas. Tratar de concebir me ha enseñado que la vida es una carga: todos esos momentos agobiantes de «¿y si...?» o «tal vez...», todas las grietas que aparecen en tu corazón cada vez que tu optimismo resulta haberse equivocado. Pensaba que sería más fácil tener esperanzas si teníamos alguna evidencia, pero quedarse embarazada después de un aborto espontáneo parecía como conducir por una carretera ya conocida. El último embarazo terminó en un callejón sin salida y, aun así, la gente confiaba en que volviera a transitar el mismo camino en el mismo coche, esperando que, de algún modo, me llevara a un lugar distinto. En ese momento quiero creer con desesperación en un destino distinto y estoy agradecida de tener la oportunidad de intentarlo, pero no puedo obligar a mi corazón a abrirse tan fácilmente. ¿No sería menos dolorosa la decepción si no creyera en la posibilidad de un resultado feliz?

Unas semanas después, me pregunto si Dan también se estará conteniendo. Me doy cuenta de que nunca pone su mano sobre mi vientre por las noches, como hacía durante el primer embarazo. Le pregunto el porqué. «Creo que esta vez esperaré a la ecografía de las doce semanas», me responde. Lo entiendo. Es el mismo motivo por el que yo no me atrevo a poner la mano sobre mi propio vientre. Ninguno de nosotros quiere pensar en alguien que tal vez no llegue a existir ni construir y adaptar nuestras vidas en torno a un signo de interrogación. Me parece una estrategia sensata. Pero, de cualquier modo, echo de menos a los emocionados padres que éramos aquella primera vez: tan confiados, tan seguros, tan alegres de recorrer galerías juntos, señalando el nombre de artistas, discutiendo si serían buenos nombres para un niño o una niña. Ahora pienso «qué ingenuos», pero añoro su ignorancia al mismo tiempo. No existe satisfacción alguna en el hecho de saber más de lo que ellos sabían.

Incluso después de ver un latido galopante en el monitor a las ocho semanas, seguimos siendo cuidadosos respecto al tema del embarazo, procurando no conectar demasiado con la vida que va creciendo dentro de mí. No le ponemos un apodo. No se lo contamos a nuestras familias. No hablamos sobre la clase de persona que llegará a ser. Tenemos demasiado amor almacenado desde la última vez y, si lo volcamos por completo en la idea de este bebé, será muy doloroso tener que volver a guardarlo. ¿Acaso no nos sentimos todos así algunas veces? La gente muere. Los corazones se rompen. Amamos y perdemos. Y, entonces, tenemos que reunir el valor para lidiar con nuestras pérdidas y volver a levantarnos, sin tener la certeza de que no volveremos a ser derribados. Ni siquiera me siento segura sobre si escribir acerca de este embarazo. Mientras lo hago, me pregunto si, para cuando este libro esté en vuestras manos, tendré un bebé con nombre y un conejito de peluche. ¿O tendré una conversación incómoda con cualquiera que lea este capítulo sobre el futuro de otro hijo que solo existió en mi mente? Lo cuento de todos modos, conteniendo la respiración, porque creo que demuestra lo fácil que olvidamos las lecciones que aprendemos sobre el amor y cómo la tarea pendiente para todos nosotros es seguir recordándolas, día tras día, incluso cuando nuestras experiencias nos distraen. Porque yo estaba distraída por mis temores futuros, y sucumbí ante ellos. Estaba tratando de lograr lo imposible: detener la posibilidad de que algo no llegara a ocurrir.

El problema de este cauteloso enfoque era similar a uno que me había encontrado al envolver regalos de Navidad unos meses antes. Mientras pasaba la cinta de seda verde por mis dedos, me preocupé por si no habría suficiente, así que procuré no usar demasiada. Pero estaba tan preocupada por quedarme sin cinta que la corté demasiado chica y no era lo suficientemente larga para envolver el regalo y hacer un lazo. Mi miedo a gastar demasiada provocó que la desperdiciara por completo, al igual que mi miedo a creer en el nuevo embarazo hizo que desperdiciara pequeñas oportunidades de amor durante los últimos meses: la mirada emocionada en el rostro de mi madre; las mariposas dentro de mi estómago; un corazón diminuto y desafiante que gritaba con cada latido: «Aquí estoy, aquí estoy, aquí estoy». Me di cuenta de que a veces perdemos más por el propio miedo que por aquello a lo que tememos.

A menudo son las pequeñas cosas las que nos traen de vuelta a nosotros mismos. La letra de una canción; la oración correcta leída en el momento indicado; algunas palabras de un amigo cariñoso. Para mí, fue este consejo de Melanie Reid: «No debes atragantarte con tus propios deseos», sino «aprender poco a poco que la esperanza nunca debe morir, sea cual sea el resultado». Cuando me confesó que fue su falsa esperanza en volver a caminar lo que la ayudó a sobrevivir después de su accidente, comprendí que no se trataba de demostrar si estabas o no en lo correcto, sino de tener esperanza a pesar de todo. Es ese destello interior de fe lo que nos guía a través de la oscuridad de la incertidumbre. Todavía no sabía si mi bebé viviría; no tenía una bola de cristal mágica para aliviar mi ansiedad. Todo lo que sabía era que no quería dejar que mi miedo a la pérdida borrara más colores de mi vida. Ya se habían desperdiciado suficientes.

No podemos protegernos del mañana ni del día siguiente, del próximo mes, del año que viene. Lo único que está en nuestra en mano es luchar todo lo posible para no desperdiciar amor por culpa del miedo a que algo pueda o no ocurrir. Cuando entrevisté a lady Antonia Fraser para la newsletter, me dijo que ella llama a esto «el Gran Miedo», que, por ejemplo, para ella era temer la muerte de su marido, Harold Pinter, antes de que ocurriera. Ahora que él ya no está, a ella le gustaría no haber desperdiciado ni un solo valioso momento de su vida temiendo perderlo. Trato de recordar esto cuando, tres días después de mi décima semana de embarazo, casi la misma en la que ocurrió el aborto, voy al baño del trabajo y veo algo familiar: sangre en mi ropa interior, tan repentina y urgente como un grito. Cierro la tapa del váter y me siento en ella durante unos minutos. Cierro los ojos, inclino la cabeza hacia el techo y rezo para que mi bebé viva. También me doy cuenta entonces de algo que había sido obvio todo el tiempo: las únicas opciones eran tener otro aborto o no. Esa era la realidad. Encontré algo de paz en la aleatoriedad de ese hecho y me entregué a él. Renuncié a seguir autoprotegiéndome y decidí abrazar la posibilidad, pasara lo que pasara. Le dije mentalmente a mi bebé: «No te preocupes si no lo logras».

Todo lo relacionado con aquel día parece repetirse: me subo al mismo metro, voy al mismo hospital, tomo un frasco de muestra de la misma recepcionista, miro las mismas paredes amarillas de la sala de espera. Aunque la gente sea diferente, tienen los mismos vasos de papel de la cafetería del hospital, hablan con las mismas voces tristes y silenciosas. El tiempo se detiene. Espero cuatro largas horas mientras Dan recorre Londres del sur al norte, enviándome mensajes de texto cada veinte minutos más o menos: «Estoy a cincuenta y cinco minutos»; «a treinta minutos»; «voy corriendo, llego ya»; «estoy aquí. Te quiero». Esta carrera no fue un momento de comedia romántica, como los que había visto en la pantalla: por lo general, el protagonista atraviesa la ciudad para decir «te quiero», no para cogerle la mano a la chica mientras un médico mete un instrumento de plástico similar a un consolador en su vagina. Pero, cuando Dan llega y aprieta mi mano y beso el costado de su brazo, lo siento: un amor profundo y tierno. Me sorprende cómo la vida sigue ofreciéndome estos diminutos destellos de dulzura en los momentos más extraños. Ocurren todo el tiempo, incluso en tristes salas de espera, si prestamos atención. Entonces le pregunto a Dan, en voz baja: «¿Qué haremos si este bebé también se muere?». No dice nada durante unos segundos. Luego, me responde: «Iremos a tomarnos un cóctel, estaremos tristes y, luego, lo intentaremos de nuevo». La verdad es que no necesitaba una respuesta; solo quería decir nuestro peor miedo en voz alta para quitarle poder. Pero sus palabras son reconfortantes porque, aunque no parezca tan simple, en muchos sentidos sí lo es. «¿Natasha Lunn?» La doctora, la misma de antes, nos llama para que entremos en la habitación. «Me acuerdo de ustedes», nos dice con tal amabilidad que me dan ganas de llorar. Nunca olvidaré su rostro. Me pide que me suba a la camilla mientras cubre el espéculo con gel frío. Lo desliza dentro de mí. La habitación está en silencio. No puedo mirar a Dan. No sé si me está mirando. Rezo al techo una vez más, y al cielo más allá de este. «Ahí está —dice—. Un latido.»

Es difícil entender con claridad lo que uno aprende de lo que pierde. Al principio, pensé que la lección de mi pérdida era contener el amor para protegerme de una emboscada similar en el futuro. ¿Y ahora? Ahora veo que la incertidumbre que requiere el amor no es un problema que haya que arreglar; es lo que lo hace hermoso. Nos invita a tener valor. Nos pide que tengamos esperanza sin pruebas, sin saber. A veces me permito soñar despierta sobre el futuro de nuestro bebé, y otras, me sigo dejando llevar por el miedo. Aún ansío tener la firme certeza de que estará a salvo. La diferencia es que ahora sé que esa certeza no existe para ninguno de nosotros. El amor siempre requiere correr riesgos, enfrentarse a un momento en el que hay que decir «estoy listo para lo que venga», incluso si te han hecho daño antes. Veo a la gente que me importa tomar estos votos de confianza todos los días: cuando encuentran la vulnerabilidad necesaria para decir «te quiero» por primera vez; cuando adoptan a un hijo; cuando toman decisiones difíciles sobre la salud de un familiar; cuando le ponen fin a un compromiso porque siguen creyendo en el amor y saben que todavía no lo han encontrado. No hay forma de discernir si una relación sobrevivirá, si les concederán la adopción, si el familiar vivirá mucho tiempo o si la siguiente persona a la que le entreguen su corazón lo tratará con cuidado. No podemos filtrar el sufrimiento ni echarlo de nuestras vidas. En vez de eso, tenemos que abrirles la puerta a ambas cosas: a la dicha y a la pena. Ahora entiendo que esto no solo es una carga necesaria, sino también lo que hace que el amor sea realmente tierno. Y, sin importar lo que hayamos perdido o lo que la vida nos haya quitado, siempre habrá pequeños momentos en los que podamos elegir mantener viva la esperanza. ¿Lo harás? Yo lo estoy intentando. Ahora, cuando «el Gran Miedo» me acecha, coloco la mano sobre mi vientre abultado y lo siento todo: el miedo, el valor, el riesgo, la incertidumbre, la felicidad; la multitud completa de sentimientos de vida y de pérdida. Y, a pesar de todo, le susurro a mi bebé: «Te quiero. Te quiero. ¡Te quiero!».