El amor no es la respuesta, sino la línea que marca un comienzo.
LAURA MARLING,
«For You»
Para cuando nació nuestra hija, llevaba ya tres años entrevistando a varias personas sobre los desafíos del amor. En ese mismo periodo de tiempo también me casé, tuve un aborto espontáneo, perdí a mi abuela, me enteré de que algunas amigas tuvieron abortos espontáneos, de que dieron a luz, de que se divorciaron; vi cómo se alejaban algunas viejas amistades y les abrí la puerta a otras nuevas. Había aprendido sobre los enemigos del amor (la autocompasión, el descuido, el ego, la pereza, la ambición) y sobre sus fieles compañeros (la responsabilidad, la disciplina, la atención, el humor, el perdón, la gratitud y la esperanza). Con estos nuevos conocimientos, pensé que podría evitar problemas futuros relacionados con el amor o, al menos, encontrar atajos. Sin embargo, en estos primeros tres meses de maternidad he cometido muchos de los mismos errores, y sé que los seguiré cometiendo. La única diferencia es que ahora soy consciente de ellos.
No me enamoré de mi hija de inmediato. A pesar de haberme comprometido a quererla cuando aún seguía dentro de mí, en el mundo exterior empezamos desde cero. El día después de dar a luz, Dan me preguntó: «¿No la quieres más que a nada en este mundo?». Y, cuando respondí que no, creo que lo sorprendí o lo preocupé. En los instantes posteriores a su nacimiento, me invadió una intensa oleada de ternura por aquel ser humano diminuto y viscoso que se sujetaba a mi pecho. Le susurré: «Está bien, ahora estás a salvo», y supe en ese momento que ella había vuelto a encajar ciertas partes de mí. Que siempre trataría de cuidarla. Pero se trataba de un sentimiento que parecía provenir de mi cuerpo, no de mi mente; uno tan poderoso que no necesitaba elegirlo, sino que simplemente lo sentía. También tenía la sensación de que hubiera ocurrido igual con o sin mucho esfuerzo por mi parte. Y el amor, como he aprendido, es lo contrario: una elección, una intención.
En ese momento, atribuí esta falta de amor inmediato a las medicinas y a las hormonas. Todo en lo que podía concentrarme era en mantenerla viva: en permanecer despierta toda la noche con un dedo debajo de su nariz para comprobar que aún respiraba o en presionar dos dedos ligeramente por debajo de su pijama, sobre su cálido pecho, para sentir cómo este se movía arriba y abajo con suavidad. Me preocupaba estar soñando. Aquellas primeras setenta y dos horas estuvieron tan llenas de miedo que quedaba poco espacio para el amor.
Poco a poco, ya en casa, empecé a percibir rasgos de su personalidad: la forma en la que estiraba los brazos como Superman después de darle pecho, la manera en la que pataleaba para salpicar en la bañera, emocionada y nerviosa. Cada día usaba mi cuerpo para atender el suyo: lavarla, cambiarla, alimentarla. Por medio de estas pequeñas acciones, que a veces me parecían colosales, tomé la decisión diaria de amarla, incluso cuando era difícil o cuando tenía miedo. No pasó mucho tiempo, una semana o tal vez dos, antes de que observara sus diminutas pestañas mientras dormía, como las finas cerdas de un pincel, y supiera con certeza que la quería. De modo que mi amor por Joni arraigó en mi vida de la misma manera en la que lo había hecho mi amor por su padre: de forma lenta y constante, profundizándose con el tiempo y el conocimiento, hasta que se convirtió en una parte tan esencial de mí como mis órganos. Esto, en realidad, no debería de haberme sorprendido porque fue una de las primeras lecciones que aprendí sobre el amor: no es instantáneo, como una chispa, sino algo que crece si uno lo cuida, como cuando avivamos las llamas de un fuego.
Presto atención a cada detalle de estos primeros meses de maternidad, sabiendo que nunca los recuperaré, pero también que la verdadera tarea de amar a Joni no ha empezado aún. Comenzará cuando tenga un berrinche en el pasillo del supermercado o cuando tire comida al suelo y me haga llegar tarde o cuando me diga algo cruel para hacerme daño. El amor es una elección y, a veces, es elegir querer a alguien incluso cuando no sentimos cariño por esa persona en un determinado momento. El sentimiento de «estar enamorado» va y viene, como la marea, pero la acción de amar es una decisión. Una que tomamos todos los días.
Es una elección que tomamos Dan y yo cuando decidimos trabajar por turnos, buscando a tientas nuestro camino para convertirnos en buenos padres. Como Joni tiene reflujo, nos turnamos para quedarnos despiertos con ella y pasamos menos tiempo en la misma cama. Incluso cuando la compartimos, no podemos abrazarnos porque ella duerme sobre el pecho de alguno de los dos. Así que empiezo a echar de menos ciertas cosas. Extraño cada noche el calor de los muslos de Dan al rozar con los míos. Leer en silencio juntos en la cama. Descubrir cosas y compartirlas, como el hecho de que el actor James Gandolfini solía escuchar una y otra vez Dookie de Green Day (uno de los discos favoritos de Dan cuando era adolescente) o que el estribillo de «Starman» de David Bowie se inspiró en «Somewhere Over the Rainbow», según leí hace poco. Solíamos compartir estos pequeños descubrimientos y hablar de nuestros grandes sueños en los próximos cinco años. Ahora decimos cosas como: «¿Su popó fue verde o de color mostaza?», «¿A qué hora le diste de comer?» y «¿Podrías cogerla mientras voy al baño?». Pasamos más tiempo mirando los ojos de Joni que los nuestros. Y los días en los que hemos dormido dos horas y media tenemos pequeñas rencillas sobre quién está más cansado. Aunque sabemos que la competencia es enemiga de una buena relación, a veces no podemos evitarlo.
En mi adolescencia y en mis veintitantos, me convencí de que las personas que se querían se unían como imanes, pasara lo que pasara. Pero, cuando surgen distancias como estas en las relaciones, románticas o no, no podemos esperar a que una fuerza gravitacional mística cierre la brecha; tenemos que crear esa fuerza nosotros mismos, con honestidad, empatía y perdón. Esto es lo que Dan y yo hacemos para mantenernos unidos como nuevos padres. Creamos bondad en los momentos ordinarios: le acercamos al otro una taza de té azucarado a las seis de la mañana o una copa de vino al atardecer. Todavía echamos de menos las versiones de nosotros mismos a las que hemos tenido que renunciar durante un tiempo, pero nos enamoramos de las nuevas que también están surgiendo, mientras nos agachamos uno al lado del otro, de rodillas sobre la alfombra del baño, cantándole «Busca lo más vital» de El libro de la selva a la hija que nos preocupaba no llegar a tener. Cuando no podemos abrazarnos en la cama, nos cogemos de la mano. Siempre hay pequeñas formas de alcanzarnos.
Justo cuando comenzamos a adaptarnos a nuestro nuevo mundo, a las seis semanas de Joni Dan encuentra un sarpullido en su pecho. Ha estado más tranquila durante toda la semana, durmiendo más. Llamamos al Servicio Nacional de Salud y nos dicen que pidamos una ambulancia para ir al hospital. «Me parece un poco exagerado», le digo a Dan, insistiéndole en que cojamos un taxi. Pero, en algún punto del trayecto, nos preocupa que no se mueva, que no respire. Le meto los dedos en la boca, le levanto los párpados, pero no se mueve. No sé el orden exacto de los momentos que siguen, solo recuerdo que el taxista ve una ambulancia en una calle y que Dan sale y le dice a un enfermero que no estamos seguros de si nuestro bebé está respirando. Mientras tanto, el taxista se gira para mirarme y me asegura: «Todo va a salir bien, todo va a salir bien», y agradezco su amabilidad, pero solo puedo responderle asintiendo.
En la parte trasera de la ambulancia, el enfermero tampoco está seguro de que Joni esté respirando. Mientras lo veo poner una pequeña máscara de gas sobre la diminuta boca y la nariz y hacer cuidadosas compresiones en su pequeño pecho, comprendo lo precario que puede ser amar a otra persona, y lo mucho que podemos perder cuando lo hacemos. Me siento en la ambulancia, pero no estoy allí, como si mi mente no pudiera asimilar los detalles de la escena, hasta que el enfermero nos avisa: «Está respirando, está respirando», y regreso a la realidad. A pesar de que el enfermero entra gritando «¡reanimación, reanimación!» a la sala de emergencias, Joni resulta estar bien. Es solo una infección viral, una falsa alarma; había estado respirando todo el tiempo. De todos modos, nos piden dejarla ingresada durante la noche, y yo me quedo despierta mirándola dormir, escuchando la ligera brisa de su respiración. Creo que me será imposible volver a apartarme de ella, pero lo hago, porque sé que amarla no significa protegerla del mundo; significa alentar su valor, ayudarla a ser lo suficientemente independiente como para explorarlo. Al igual que durante el embarazo, o en cualquier otra situación, cuando queremos a alguien el miedo siempre puede estar ahí, pero no va a disminuir el dolor de una pérdida futura.
Al día siguiente, mientras reviso Instagram, me topo con una foto publicada por un hombre cuyo hijo murió el año anterior. Su pequeño lleva el mismo pijama de color azul y crema que Joni, y me pongo a pensar que todos estamos a una llamada de teléfono, a un resultado de una prueba o a un viaje en taxi de distancia del dolor. Vemos las pérdidas de otros como cosas terribles y lejanas; decimos que no podemos ni imaginárnoslo, pero debemos hacerlo. Es la única forma de ser sinceros al decir «lo siento».
He descubierto que tenemos la capacidad de ayudar a personas que no conocemos. De ser parte de lo que Melanie Reid me describió como el trasfondo de bondad y amor que existe entre todos nosotros. Es algo que he notado durante estas conversaciones: he llegado a entender que todos estamos conectados y que formamos parte de la gran familia humana. A veces me invadía un profundo cariño hacia la persona que estaba entrevistando mientras compartían conmigo parte de sus vidas y juntos tratábamos de encontrarle significado. Al tratar de entender el amor, sin saberlo, descubrí mucho más. Esto me hizo darme cuenta de que la doctora Megan Poe tenía razón: «El amor es una frecuencia que podemos elegir sintonizar o ignorar». Podemos decidir movernos por el mundo a través del cariño. Podemos mirar nuestro móvil mientras pedimos un café por la mañana o podemos establecer una conexión. Podemos pasar junto a la mujer que llora frente a una puerta en Soho o detenernos para preguntarle: «¿Te encuentras bien?». Estamos todos juntos en esta vida y, cuando la atravesamos con nuestras misiones individuales, sin mirar hacia arriba ni hacia fuera, nos perdemos mucho.
Conforme cambiamos, nuestros desafíos en el amor cambian también. En mis veintitantos, las amistades eran sencillas y las relaciones románticas requerían esfuerzo. En mis treintaipico, el matrimonio me parecía fácil, pero tenía que esforzarme más con mis amigos. Y, ahora que la maternidad ocupa tanto espacio dentro de mí, el amor romántico es el que requiere más atención. Los retos de la amistad también han cambiado: me he enterado de otras amigas que han sufrido abortos espontáneos y he tenido que encontrar la forma de estar ahí para ellas de la manera más sensible que he sido capaz, a la vez que dejaba espacio para los sentimientos complejos que ellas pudieran tener ahora que yo soy madre. El amor siempre fluirá por nuestras vidas de una forma inconsistente e impredecible, y no podemos pausar las pequeñas alegrías que nos trae ni adelantar el sufrimiento. Lo único que podemos hacer es seguir siendo conscientes de los desajustes y seguir adaptando nuestros esfuerzos para que nuestros seres queridos sepan lo importantes que son para nosotros.
Empecé este proyecto con la esperanza de resolver o evitar mis problemas en el amor, en vez de aguantarlos, y crecer a partir de ellos. Este objetivo no era tan distinto de mi primera fantasía romántica: ambos deseos se resistían a la realidad. Ambos asumían que un final feliz implicaba saltarse las partes duras del amor, como, por ejemplo, lo vulnerables que somos cuando lo anhelamos y lo mucho que duele cuando no lo tenemos, cuando perdemos a alguien o cuando nos perdemos a nosotros mismos. Si me hubiesen permitido escribir mi propia historia de amor, me hubiera saltado todas esas partes. No me hubiera imaginado dos décadas de relaciones «fallidas» ni docenas de terribles citas por internet ni aquella vez en la que cortaron conmigo frente a un McDonald’s bajo la lluvia. No habría incluido la culpa que sentí tras pelearme con mi padre sobre si usaría pantalones vaqueros o formales en el funeral de mi abuelo; ni la incomodidad que sentí ante una amistad que se transformaba; ni el aborto espontáneo; ni un bebé con reflujo; ni un marido al que a veces se le queda comida en la barba. Habría ignorado todas estas partes mundanas o dolorosas. Sin embargo, todas ellas forman parte de una realidad que es más hermosa que cualquier fantasía, que cualquier cosa imaginable.
Aunque no he llegado a esta conclusión con una mágica colección de respuestas, estas conversaciones han cambiado mi vida de dos formas muy significativas. La primera es que ampliaron mi comprensión del amor: ahora sé que es algo enorme e infinito. Lo supe al escuchar cómo Lucy Kalanithi lanzaba un beso al aire para recordar a su marido; por la conexión que tiene Ayisha Malik con su fe y por los cumpleaños que Candice Carty-Williams y su amiga siempre planean. Lo descubrí en los momentos que Diana Evans busca para escribir; en las memorias de su hermana que Greg Wise sigue compartiendo; en las notitas de Roxane Gay; en los poemas de Lemn Sissay; en la forma en que reacciona Heather Havrilesky cuando su marido se queja de la espalda. Al juntar todas estas conversaciones, me di cuenta de que el amor está en todas partes, bajo muchas formas y gestos distintos. Ahora, su poder y su escala me impresionan más que nunca, así como su individualidad y su universalidad.
La segunda forma en la que las entrevistas me han cambiado es en que ahora estoy muy decidida a prestar atención. Hay muchas cosas (¡demasiadas!) que pueden distraernos de nuestros seres queridos; las prácticas (los problemas cotidianos, el trabajo, los móviles) y las emocionales (la incertidumbre del anhelo, la intensidad del miedo). Cada día tenemos que librar pequeñas batallas para recordarnos que el amor se encuentra justo en nuestras narices. Esto me hace pensar que uno de sus aspectos más importantes es la memoria. Tenemos que seguir teniendo pequeños detalles para recordarles a las personas que las queremos, como enviarles una tarjeta de cumpleaños, mirarlas a los ojos, llamarlas, besarlas, abrazarlas, preguntarles cosas, decirles que las queremos, y hacer todo esto con verdadera intención. Y, luego, ser capaces de cosas difíciles: decir la verdad, aceptar la transitoriedad, mantener cierta distancia, ver más allá de nosotros mismos, entender que, a pesar de que los defectos de los demás pueden resultarnos molestos, los nuestros también lo son. Y pensar en las consecuencias, es decir: aprovechar la conciencia de nosotros mismos que nos permite retroceder cuando estamos cometiendo un error. Por ejemplo, explicar por qué estamos molestos en vez de enfadarnos. O reconocer que estábamos distraídos cuando alguien nos estaba contando algo importante y, después, escuchar con verdadera atención.
Algunos somos buenos recordando; otros necesitamos un poco de ayuda. Como Sarah Hepola me dijo, las personas que son muy buenas estando presentes desarrollan ciertas estrategias: oran, meditan, escriben y corren; encuentran pequeñas pero significativas maneras de estar agradecidas. Y espero que ese pueda ser uno de los resultados de estas conversaciones: proporcionar pequeños pero valiosos recordatorios para que aprendamos a prestar atención a nuestras vidas mientras las vivimos. Al preguntarle a la gente cómo amar, todo este tiempo, he estado descubriendo cómo vivir.
Ahora, mi objetivo ya no es protegerme de futuros problemas románticos. En vez de eso, espero que, cuando llegue a las últimas semanas de mi vida, pueda recordar y tener la certeza de que supe reconocer el amor, de que supe que el cariño de un padre es como un rayo cálido de sol en la piel o que estar casada es como cantar dos notas diferentes de la misma canción. Espero seguir sabiendo que el amor no es algo estrecho. Que el amor es lo que hace que nos importe lo que ocurre y que nos conecta entre nosotros y con el mundo. Que el amor es una búsqueda, una promesa, un hogar. Es una fuerza que alimentamos para acercarnos, con tazas de té y ternura, con humor y algún «lo siento»; y también es un mundo que creamos con otra persona, una verdad a la vez. Más que nada, espero percatarme del amor que habita en los momentos ordinarios y estar presente mientras suceden: la dulzura en la sonrisa de Joni al despertar; las tonterías de mi familia, como reírse de sus propios gases en el día después de Navidad; el consuelo que brinda la amabilidad de un desconocido; el misterio de un cielo nocturno despejado; la espontaneidad de un correo de Dan que incluye tan solo una cita de Frida Kahlo («Ten un amante que te mire como si fueras un bizcocho de bourbon»); o la profunda paz de los brazos de mi amiga que me envuelven en el parque durante una brillante mañana de otoño. Espero que, cuando llegue mi último día en este planeta, pueda recordarlo todo y pensar: el amor es extraordinario. La vida es extraordinaria. Estoy muy agradecida, no solo por haber conocido el amor, sino por haber sido consciente de su importancia y haberle prestado atención.