VII. La bondad como racionalidad

En esta parte final, continúo del siguiente modo. En primer lugar, presento más detalladamente la teoría del bien que se ha utilizado ya para caracterizar los bienes primarios y los intereses de las personas en la situación original. Como para la argumentación subsiguiente se requiere una visión más amplia, es preciso dar a esta teoría una base más sólida. El próximo capítulo trata, sobre todo, de la psicología moral y de la adquisición del sentimiento de justicia. Una vez estudiadas estas cuestiones, podemos ya discutir la relativa estabilidad de la justicia como imparcialidad, y sostener, en el último capítulo, que en un sentido que habrá que definir, la justicia y la bondad son congruentes, al menos en las circunstancias de una sociedad bien ordenada. Por último, explico cómo la teoría de la justicia se relaciona con los valores sociales y con el bien de la comunidad. A veces, en esta parte la dirección general de la exposición puede parecer menos clara, y la transición de un tema a otro, más brusca. Podrá ayudar a recordar que el principal objeto es allanar el camino para resolver las cuestiones de la estabilidad y la congruencia, y explicar los valores de la sociedad y el bien de la justicia.

60. La necesidad de una teoría del bien

Hasta ahora, he hablado muy poco del concepto de bondad. Fue mencionado brevemente cuando sugerí que el bien de una persona queda determinado por lo que para ella es el plan de vida más racional, dadas unas circunstancias razonablemente favorables (§ 15). Todo el tiempo he dado por sentado que, en una sociedad bien ordenada, las concepciones de los ciudadanos acerca de su propio bien se adecuan a los principios de derecho públicamente reconocidos e incluyen un lugar apropiado para los diferentes bienes primarios. Pero el concepto de bondad sólo se ha empleado en un sentido más bien tenue. Y, en realidad, distinguiré entre dos teorías del bien. La razón para hacerlo así consiste en que, en la justicia como imparcialidad, el concepto de derecho es prioritario respecto al del bien. En contraste con las teorías teleológicas, algo es bueno sólo cuando se ajusta a las formas de vida compatibles con los principios del derecho ya existentes. Mas para establecer estos principios, es necesario depender de alguna noción de bondad, porque necesitamos suposiciones acerca de los motivos de las partes en la situación original. Como estas hipótesis no deben comprometer la posición prioritaria del concepto de derecho, la teoría del bien utilizada para argüir en favor de los principios de justicia se reduce a lo simplemente indispensable. Yo llamo a esta descripción del bien la teoría tenue: su propósito es asegurar las premisas acerca de los bienes primarios requeridos para llegar a los principios de la justicia. Una vez elaborada esta teoría y explicados los bienes primarios, seremos libres de emplear los principios de la justicia en el ulterior desarrollo de lo que llamaré la teoría completa del bien.

A fin de esclarecer estas cosas, recordemos dónde una teoría del bien ha desempeñado ya una función. Ante todo, se utiliza para definir a los miembros menos favorecidos de la sociedad. El principio de diferencia supone que esto puede hacerse. Cierto es que la teoría no necesita definir una medida decisiva de bienestar. No tenemos que saber hasta qué punto se hallan perjudicados los menos afortunados, porque, una vez aislado este grupo, podemos tomar el orden de sus preferencias (desde el punto de vista adecuado) como determinante de la disposición adecuada de la estructura básica (§ 15). No obstante, debemos ser capaces de identificar este grupo. Además, el índice de bienestar y las expectativas de los hombres representativos se especifican en términos de bienes primarios. Independientemente de otras cosas que necesiten, los individuos racionales desean ciertas cosas como requisitos para realizar sus planes de vida. En igualdad de circunstancias, prefieren una libertad y unas oportunidades más amplias a otras más estrechas y una porción de riqueza y de ingresos mayor a una menor. Que estas cosas son buenas parece bastante claro. Pero también he dicho que el respeto propio y una segura confianza en el sentido del propio valor constituyen tal vez los más importantes bienes primarios. Y esta sugerencia se ha utilizado en el argumento de los dos principios de justicia (§ 29). Así, la definición inicial de las expectativas sólo por referencia a cosas como la libertad y la riqueza es provisional; es necesaria la inclusión de otros tipos de bienes primarios, y éstos plantean problemas más profundos. Evidentemente, esto requiere una descripción del bien; y esto es lo que debe ser la teoría tenue.

Una vez más, se utiliza alguna interpretación de la bondad para defender la justicia como imparcialidad contra varias objeciones. Por ejemplo, puede decirse que las personas en la situación original saben tan poco de su situación, que es imposible un acuerdo racional acerca de los principios de la justicia. Como no saben cuáles son sus propósitos, pueden encontrar sus planes totalmente desbaratados por los principios que han consentido. Por tanto, ¿cómo pueden llegar a una decisión razonable? Podríamos replicar que la racionalidad de la elección de una persona no depende de cuánto sabe, sino sólo de lo bien que razone a partir de la información de que disponga, por incompleta que sea. Nuestra decisión es perfectamente racional siempre que afrontemos nuestras circunstancias y actuemos del mejor modo posible. Así, las partes pueden adoptar, efectivamente, una decisión racional y, seguramente, algunas de las diversas concepciones de la justicia son mejores que otras. Sin embargo, la teoría tenue del bien, que se supone que las partes aceptan, demuestra que deberían tratar de asegurar su libertad y su respeto propio, y que, a fin de lograr sus propósitos, cualesquiera que éstos sean, normalmente requieren más y no menos de los restantes bienes primarios. Al participar en el acuerdo original, por tanto, las partes suponen que sus concepciones del bien tienen una cierta estructura, y esto basta para permitirles decidir acerca de los principios sobre una base racional.

Resumiendo estos puntos, necesitamos lo que yo llamo la teoría tenue del bien para esclarecer la preferencia racional por bienes primarios y para explicar el concepto de racionalidad subyacente en la elección de principios, en la situación original. Esta teoría es necesaria para sustentar las indispensables premisas de las que se derivan los principios de la justicia. Pero, mirando hacia adelante, a otras cuestiones que aún hay que analizar, es esencial una descripción más explícita del bien. Así, la definición de actos benéficos y supererogatorios depende de esa teoría. Lo mismo sucede con la definición del valor moral de las personas. Éste es el tercer concepto importante de la ética, y debemos encontrar un lugar para él dentro de la visión del contrato. Por último, habremos de considerar si el hecho de ser buena persona es bueno para esa persona, si no en general, entonces en qué condiciones. Al menos en algunas circunstancias —por ejemplo, en las de una sociedad bien ordenada o en un estado próximo a la justicia—, resulta, según creo, que el hecho de ser buena persona es, ciertamente, un bien. Este hecho se halla íntimamente relacionado con el bien de la justicia y con el problema de la congruencia de una teoría moral. Necesitamos una explicación del bien para elucidar todo esto. El rasgo característico de esta teoría completa, como he dicho, consiste en que considera los principios de la justicia como ya asegurados, y luego usa estos principios para definir los otros conceptos morales en los que se halla implícito el concepto de bondad. Una vez que disponemos de los principios de lo justo, podemos recurrir a ellos para explicar el concepto del valor moral y la bondad de las virtudes morales. En realidad, hasta en los planes racionales de vida que determinan qué cosas son buenas para los seres humanos —los valores de la vida humana, por así decirlo— se hallan sometidos, a su vez, a los principios de justicia. Pero es claro que, para no caer en un círculo vicioso, hemos de distinguir entre la teoría tenue y la completa, y tener presente siempre en cuál de ellas estamos apoyándonos.

Finalmente, cuando llegamos a la explicación de los valores sociales y la estabilidad de una concepción de justicia, se requiere una interpretación más amplia del bien. Por ejemplo, un principio psicológico fundamental es que tendemos a amar a quienes manifiestamente nos aman, a quienes de toda evidencia desean nuestro bien. En este ejemplo, nuestro bien comprende los últimos fines, y no sólo bienes primarios. Además, para explicar los valores sociales, necesitamos una teoría que explique la bondad de las actividades y, en especial, la bondad de que todos actúen voluntariamente según la concepción pública de la justicia en la afirmación de sus instituciones sociales. Cuando consideramos estas cuestiones, podemos trabajar en el marco de la teoría completa. A veces, examinamos los procesos mediante los cuales se adquieren el sentido de la justicia y los sentimientos morales; o bien observamos que las actividades colectivas de una sociedad justa son buenas también. No hay razón alguna para no utilizar la teoría completa pues se dispone de la concepción de justicia.

Sin embargo, cuando nos preguntamos si el sentido de la justicia es un bien, la cuestión importante es, claramente, la definida por la teoría tenue. Queremos saber si el hecho de tener y mantener un sentido de la justicia es un bien (en el sentido tenue) para personas que son miembros de una sociedad bien ordenada. Seguramente, si el sentimiento de la justicia es siempre un bien, también lo es en este caso especial. Y si dentro del marco de la teoría tenue resulta que el hecho de tener un sentido de la justicia es, ciertamente, un bien, entonces una sociedad bien ordenada es todo lo estable que cabe esperar. No sólo genera sus propias actitudes morales de sostén, sino que estas actitudes son deseables desde el punto de vista de las personas racionales que las tienen, cuando esas personas evalúan su situación independientemente de las exigencias de la justicia. Doy el nombre de congruencia a este enlace entre justicia y bondad, y examinaré esta relación cuando estudiemos el bien de la justicia (§ 86).

61. La definición del bien para casos más sencillos

En lugar de proceder inmediatamente a la aplicación del concepto de racionalidad a la evaluación de proyectos, parece más conveniente ilustrar la definición que voy a utilizar, considerando, primero, unos casos más sencillos. Al hacerlo así, surgirán varias distinciones que son necesarias para una clara comprensión de su sentido. Así, supongamos que la definición tiene las tres fases siguientes (para simplificar, estas fases se formulan utilizando el concepto de bondad, en lugar del concepto de mejor que): 1) A es un buen X, cuando —y sólo cuando— A tiene las propiedades (en un grado superior al del promedio[1] o norma X) que es racional desear en un X, en vista del uso que se da a los X, o que se espera dar, etc. (cualquiera de las adiciones es apropiada); 2) A es un buen X para K (en que K es alguna persona), cuando —y sólo cuando— A tiene las propiedades que es racional que K desee en un X, dadas las circunstancias, posibilidades y proyecto de vida de K (su sistema de propósitos) y, por tanto, en vista de lo que él pretende hacer con un X, o de cualquier cosa que pretenda; 3) lo mismo que 2, pero añadiendo una cláusula en el sentido de que el proyecto de vida de K, o la parte de él que nos interesa en el presente ejemplo es en sí mismo racional. El significado de racionalidad en el caso de los proyectos tiene que ser determinado aún, y se discutirá más adelante. Pero, de acuerdo con la definición, una vez establecido que un objeto tiene las propiedades que es racional que desee alguien que tenga un proyecto racional de vida, hemos demostrado que es bueno para él. Y si determinados géneros de cosas satisfacen esta condición para las personas en general, esas cosas son bienes humanos. Finalmente, queremos estar seguros de que la libertad y las oportunidades, y un sentido de nuestra propia consideración se encuentran dentro de esta categoría.[2]

Detengámonos ahora en unos breves comentarios acerca de las dos primeras fases de la definición. Tendemos a ir de la primera fase a la segunda, siempre que es necesario tener en cuenta las características especiales de la situación de una persona que, según la definición, son importantes. Estas características son, generalmente, sus intereses, sus facultades y sus circunstancias. Aunque los principios de la elección racional todavía no se han expuesto, la noción cotidiana parece, de momento, lo bastante clara. En general, hay un sentido razonablemente preciso, al hablar, simplemente, de un buen objeto de un determinado tipo, un sentido explicado por la primera fase, siempre que haya suficiente similitud de intereses y de circunstancias entre las personas interesadas por objetos de este tipo, de modo que puedan establecerse normas reconocidas. Cuando estas condiciones se dan, decir que algo es bueno transmite una información útil. Hay suficiente experiencia o conocimiento común de esas cosas para que tengamos una comprensión de las características deseadas, ejemplificadas en el objeto medio o común. Muchas veces, hay normas convencionales basadas en la práctica comercial, o en otro tipo de práctica, que definen estas propiedades.[3] Observando varios ejemplos, podríamos ver, sin duda, cómo evolucionan estos criterios y las importantes normas determinadas. El punto esencial, sin embargo, es que esas normas dependen de la naturaleza de los objetos en cuestión y de nuestra experiencia con ellos; y, en consecuencia, decimos que determinadas cosas son buenas sin ulterior elaboración sólo cuando se presuponen unos determinados antecedentes o se da por sentado algún determinado contexto. Estos juicios de valor básicos son los que se hacen desde el punto de vista de las personas, dados sus intereses, sus facultades y sus circunstancias. Sólo en la medida en que una similitud de condiciones nos lo permita, podemos prescindir, sin riesgo, de la especial situación de alguien. En casos de cierta complejidad, cuando lo que ha de elegirse deberá ajustarse a necesidades y situaciones específicas, pasamos a la segunda fase de la definición. Nuestros juicios de valor se ajustan al agente en cuestión, como esta fase lo requiere.

Estas observaciones pueden ilustrarse observando varios ejemplos tomados de ciertas categorías típicas: artefactos, partes funcionales de sistemas, y ocupaciones y funciones. Entre los artefactos, un buen reloj, pongamos por caso, es aquel que tiene las características que es racional desear de un reloj. Hay, naturalmente, un cierto número de características deseadas, además de la de marcar la hora exacta. Por ejemplo: no debe ser excesivamente pesado. Estas características deben ser apreciadas de algún modo y debe asignárseles una estimación adecuada dentro de la valoración general. No me detendré a considerar aquí cómo se hacen estas cosas. Pero es de señalar que, si tomamos la definición del bien en el sentido tradicional, como análisis, es decir, como declaración de identidad de conceptos, y si suponemos que, por definición, un reloj es un artículo utilizado para que marque la hora, y que, por definición, la racionalidad está adquiriendo el significado real de alcanzar los propios fines, será lógico que un buen reloj sea uno que marque la hora exacta. Este hecho se establece solamente en virtud de verdades lógicas y de definiciones de conceptos. Pero, como yo no deseo tomar la definición del bien en este sentido, sino en cambio, como orientación general para construir expresiones sustitutivas que puedan emplearse para decir lo que deseamos decir después de reflexionar, no considero esta declaración como analítica. En efecto, para nuestros actuales propósitos, dejaré a un lado enteramente esta cuestión, y me atendré, simplemente, a determinados hechos relativos a los relojes (o a cualquier otra cosa) como de conocimiento común. No es necesario preguntarse si las declaraciones que los expresan son analíticas. Así, pues, a este respecto, es indudablemente cierto que un buen reloj marca la hora exacta, y esta correspondencia con los hechos cotidianos basta para confirmar la propiedad de la definición.

Además, es claro que la letra “X” en la frase “un buen X” tiene que ser sustituida a menudo por diversas frases nominales que dependen del contexto. Así, no basta, por lo general, hablar de buenos relojes, porque frecuentemente necesitamos una clasificación más minuciosa. Tenemos que hablar de relojes de pulsera, de relojes de precisión, etc.; e incluso de relojes de pulsera para llevar con un determinado traje de etiqueta. En todos estos casos, razones especiales dan origen a ciertas clasificaciones y normas apropiadas. Por lo general, estas complicaciones son producto de las circunstancias, y se mencionan explícitamente cuando parece necesario. Con cosas que no son artefactos, suele ser necesaria una cierta elaboración para explicar una significación que no se encuentra en la referencia al objeto. Así, por ejemplo, la afirmación de que el Wildcat es una buena montaña puede requerir el tipo de ampliación que se proporciona al añadir que es una buena montaña para esquiar. O la observación de que hace una buena noche puede exigir la aclaración de que es una buena noche para ver las estrellas, porque es una noche transparente y oscura. Algunos términos sugieren la extensión adecuada. Veamos un ejemplo: si comparamos la declaración de que un cuerpo es un buen difunto con la declaración de que es un buen cadáver, el sentido de la primera no está claro mientras que la segunda puede referirse a un cadáver considerado en su uso para el estudio de la anatomía. Un buen cadáver es, probablemente, un cuerpo muerto que tiene las propiedades (cualesquiera que sean) que es racional desear para este fin.[4] Señalemos, de paso, que podemos comprender, al menos, una parte de lo que se quiere decir cuando se llama bueno a algo, aunque no sepamos cuáles son las características deseadas del objeto que se está valorando.

En el trasfondo, se mantiene siempre un punto de vista desde el cual un artefacto, una parte funcional o una actividad se valoran, aunque, naturalmente, este punto de vista no tenga que hacerse explícito. Esta perspectiva se caracteriza por la identificación de las personas cuyas preocupaciones son las adecuadas para establecer el juicio, y después por la descripción de los intereses que tales personas tienen en el objeto. Por ejemplo, en el caso de partes del cuerpo (partes funcionales de sistemas), normalmente adoptamos el punto de vista de la persona en cuestión y suponemos que su interés es el normal. Así, ojos y oídos buenos son los que tienen las propiedades que es racional desear en nuestros ojos y oídos, cuando deseamos ver y oír bien. Algo análogo ocurre con los animales y con las plantas: cuando decimos que tienen un buen pelaje, o unas buenas raíces, nos manifestamos como si adoptásemos el punto de vista del animal o de la planta. Indudablemente, hay un cierto artificio en esta actitud, sobre todo en el caso de las plantas. Por otra parte, acaso haya distintas perspectivas que expliquen estos juicios de modo más natural. Pero es probable que la definición sea más adecuada a unos casos que a otros, y este hecho no debe preocuparnos demasiado mientras satisfaga los objetivos de la teoría de la justicia. Volviendo a la categoría de las ocupaciones, en algunos ejemplos, sin embargo, mientras las propiedades deseadas son las de personas que pertenecen al oficio, las personas cuyo punto de vista adoptamos no pertenecen a él. Así, un buen médico es el que tiene los conocimientos prácticos y el talento que sus pacientes pueden desear racionalmente de un médico. Los conocimientos prácticos y el talento son del médico, el interés en el restablecimiento de la salud, por el que se valoran los médicos, es de los pacientes. Estos ejemplos demuestran que el punto de vista varía de un caso a otro, y la definición de bondad no contiene ninguna fórmula general para determinarlo. Estas cuestiones se explican según se presenta la ocasión o se infieren del contexto.

Es preciso añadir que no hay nada necesariamente justo, ni moralmente correcto, en el punto de vista desde el que se juzga si las cosas son buenas o malas.[5] Se puede decir de un hombre que es un buen espía o un buen asesino sin aprobar sus capacidades. Aplicando la definición a este caso, se interpretaría que estamos diciendo que el individuo a quien nos referimos tiene los atributos que es racional desear en un espía o en un asesino, dadas las funciones que se espera de los espías y los asesinos. Esto no implica que sea debido desear que los espías y los asesinos hagan lo que hacen. Por lo general, son los gobiernos, los conspiradores y similares quienes emplean a espías y asesinos. Nosotros nos limitamos a valorar determinados talentos y habilidades, desde el punto de vista de los gobiernos y de los conspiradores. Que un espía o un asesino sea una buena persona es una cuestión totalmente distinta; para resolverla, tendríamos que juzgar la causa por la cual trabaja y sus motivos para hacerlo así.

Ahora bien, esta neutralidad moral de la definición del bien es exactamente la que podíamos esperar. El concepto de racionalidad, en sí mismo, no es base adecuada para el concepto de lo justo; y en la teoría contractual, el segundo se deriva de otro modo. Además, para formar la concepción de la bondad moral deben introducirse los conceptos de bien y de justicia. Fácilmente se comprende que para muchas ocupaciones y actividades, los principios morales tienen gran importancia a la hora de caracterizar las propiedades deseadas. Por ejemplo, un buen juez tiene un profundo deseo de hacer justicia, de decidir los casos justamente, de acuerdo con lo que la ley requiere. Posee las virtudes judiciales que su posición exige: es imparcial, capaz de valorar correctamente las pruebas, no se halla predispuesto ni lo mueven consideraciones personales. Estos atributos pueden no bastar, pero son generalmente necesarios. Las características de un buen padre y de una buena esposa, de un buen amigo y de un buen compañero, y así indefinidamente, se apoyan en una teoría de las virtudes y, por tanto, presuponen los principios de lo justo. Estas cuestiones pertenecen a la teoría general. Para que la bondad como racionalidad equivalga al concepto de valor moral, es preciso que las virtudes sean propiedades que las personas deseen, racionalmente, unas de otras, cuando adoptan el punto de vista necesario. Más adelante trataré de demostrar que éste es, en efecto, el caso (§ 66).

62. Una nota sobre el significado

Completaré esta información de la teoría tenue con unas pocas palabras acerca del significado de los juicios de valor. Estas cuestiones no son fundamentales para nuestra investigación, pero algunas observaciones pueden evitar equívocos. Tal vez el problema más importante sea el de saber si estos juicios representan un uso descriptivo o un uso prescriptivo del lenguaje. Por desgracia, las nociones de un uso descriptivo y de un uso prescriptivo son oscuras, pero trataré de ir al grano inmediatamente.[6] Todas las opiniones parecen estar de acuerdo acerca de dos hechos generales. En primer lugar, los términos “bueno” y “malo” y similares se emplean especialmente para dar juicios y consejos, para elogiar y ensalzar, etc. Desde luego, estos términos no siempre se emplean de este modo, porque pueden aparecer en afirmaciones condicionales, en órdenes y en preguntas, así como en otras observaciones que no tienen ningún sentido práctico. Además, su función a la hora de emitir un juicio y dar un consejo, y al elogiar y exaltar, es característica. En segundo lugar, las normas de evaluación varían de un tipo de cosas a otro. Lo que se desea en viviendas no es lo que se desea en ropas. Una definición satisfactoria de la bondad debe ajustarse a estos dos hechos.

Ahora, definiré, sencillamente, una teoría descriptiva en el sentido de que mantiene el siguiente par de tesis. Primero, a pesar de la variación de normas de un objeto a otro, el término “bueno” tiene un sentido (o un significado) constante que, para efectos filosóficos, es del mismo tipo que el de otros predicados generalmente considerados como descriptivos. En realidad, este sentido constante nos permite comprender por qué y cómo las normas de evaluación varían de un tipo de cosas a otro. La otra tesis es que la conveniencia de utilizar el término “bueno” (y sus afines) para dar opinión y consejo, y en expresiones de alabanza, se explica por este sentido constante, junto con una teoría general del significado. Doy por sentado que esta teoría incluye una descripción de los actos verbales y de las fuerzas ilocucionarias, según lineamientos sugeridos por Austin.[7] Una teoría descriptiva sostiene que el constante significado descriptivo de bueno explica que se emplee —cuando, en efecto, se emplea adecuadamente— para elogiar y para aconsejar, etc. No hay necesidad de asignar a “bueno” una clase especial de significado que no esté ya explicado por su sentido descriptivo constante y por la teoría general de los actos verbales.

La bondad como racionalidad es una teoría descriptiva en este sentido. Tal como se requiere, explica los dos hechos generales que todos reconocen. El sentido constante de “bueno” está caracterizado por la definición en sus diversas fases. Así, decir de algo que es bueno significa que tiene las propiedades que es racional desear en las cosas de su género, dependiendo de cada caso la oportunidad de nuevas elaboraciones. A la luz de esta definición, es fácil explicar el hecho de que las normas de evaluación difieran de un tipo de cosas a otro. Como nosotros queremos las cosas para diferentes fines, es evidentemente racional que las valoremos según diferentes características. Es conveniente considerar el sentido de “bueno” como análogo al de un signo de función.[8] Podemos, pues, considerar que la definición asigna a cada tipo de cosas un conjunto de propiedades, cuyos ejemplos fijarán, concretamente, las propiedades que es racional desear en las cosas de este tipo.

Además, la descripción de la bondad como racionalidad explica por qué el término “bueno” aparece en declaraciones de opinión y consejo, y en observaciones de elogio y aprobación. Así, por ejemplo, cuando se nos pide una opinión, alguien desea saber lo que pensamos respecto a la norma de comportamiento; pongamos por caso, que más le conviene. Quiere saber qué es lo que nosotros consideramos que es racional que él haga. Un escalador que aconseja a otro acerca del equipo y de la ruta convenientes para una pendiente difícil, adopta el punto de vista del otro y recomienda lo que él cree que es un plan de ataque razonable. El significado de “bueno” y de las expresiones afines no cambia en las declaraciones que se consideran como consultivas. Es el contexto el que convierte lo que decimos en un consejo, aunque el sentido de nuestras palabras sea el mismo. Los escaladores, por ejemplo, tienen un deber de ayuda recíproca para socorrer al otro y, en consecuencia, tienen el deber de ofrecer su meditada opinión en circunstancias comprometidas. En estas situaciones, sus palabras se convierten en consejos. Y, siempre que la situación lo justifique, lo que nosotros decimos puede ser —y, en algunos casos, debe ser— considerado como opinión y consejo. Aceptando la ya esbozada teoría del derecho, el sentido descriptivo constante y las razones generales por las que unas personas buscan las opiniones de otras explican estos característicos usos de “bueno”. En ningún caso debemos recurrir a un tipo especial de significado prescriptivo o emotivo.

Puede objetarse a estas observaciones que la teoría de las fuerzas ilocucionarias autoriza todo lo exigido por los que han propuesto una teoría prescriptiva o una teoría emotiva del significado. En ese caso, es posible que no haya discrepancia. Yo no he negado que la interpretación de las fuerzas ilocucionarias de los diversos usos de “bueno”, su empleo en declaraciones de elogio y consejo, etc., sea importante para captar el significado del término. Tampoco opongo la idea de que una cierta fuerza ilocucionaria es fundamental para “bueno”, en el sentido de que no se puede aceptar como verdadera la declaración de que algo es bueno y, al propio tiempo, disentir de su fuerza ilocucionaria (admitiendo que esta fuerza se dé en el contexto).[9] La cuestión radica en la forma en que deben explicarse estos hechos.

Así, la teoría descriptiva sostiene que “bueno” se utiliza, en especial, con la fuerza de una recomendación o consejo, etc., precisamente a causa de su sentido descriptivo, tal como se da en la definición. El significado descriptivo de “bueno” no es sencillamente una enumeración de propiedades semejantes para cada tipo de cosas, de acuerdo con un convenio o una preferencia. Más bien, según explica la definición, estas listas se forman a la luz de lo que es racional desear en objetos de diversas clases. Por tanto, comprender por qué la palabra “bueno” (y sus afines) se emplea en estos actos verbales forma parte de la comprensión de este sentido constante. De modo similar, ciertas fuerzas ilocucionarias son fundamentales para “bueno” como consecuencia de su significado descriptivo, exactamente igual que la fuerza de una narración objetiva corresponde a determinadas locuciones, en virtud de su significado descriptivo. Porque si aceptamos la afirmación de que algo es muy bueno para nosotros cuando se ofrece como consejo, por ejemplo, aceptaremos realmente este consejo y actuaremos de acuerdo con él, si somos razonables. La disputa, si existe, no gira en torno a estos hechos reconocidos, sino en torno del lugar del significado descriptivo de “bueno” al explicarlos. La teoría descriptiva sostiene que, junto con una teoría general de los actos verbales, la definición de “bueno” facilita una adecuada información de estos hechos. No hay ocasión de introducir un tipo distinto de significado.

63. La definición del bien para los proyectos de vida

Hasta ahora, sólo he discutido las primeras fases de la definición del bien, en las que no se plantean preguntas acerca de la racionalidad de los fines que se toman como dados. Que una cosa sea un buen X para K se trata como equivalente a que tenga las propiedades que es racional que K desee en un X, en vista de sus intereses y propósitos. Pero muchas veces valoramos la racionalidad de los deseos de una persona, y la definición debe extenderse hasta abarcar este caso fundamental, si ha de servir a los objetivos de la teoría de la justicia. Ahora bien, la idea básica en la tercera fase consiste en aplicar la definición del bien a los proyectos de vida. El proyecto racional para una persona determina su bien. Aquí adopto la idea de Royce de que una persona puede ser considerada como una vida humana, vivida según un proyecto. En opinión de Royce, un individuo dice quién es al describir sus propósitos y sus motivos, lo que pretende hacer en su vida.[10] Si este proyecto es racional, diré que la concepción de su bien, por parte de la persona, es también racional. En su caso, coinciden el bien real y el aparente. De modo análogo, sus intereses y sus objetivos son racionales, y conviene tomarlos como puntos de referencia para establecer juicios que correspondan a las dos primeras fases de la definición. Estas sugerencias son claras, pero la exposición de los detalles es un tanto tediosa. Para facilitar las cosas, empezaré con un par de definiciones, y luego las explicaré y comentaré más adelante.

Estas definiciones dicen lo siguiente: primero, el proyecto de vida de una persona es racional, cuando —y sólo cuando— 1) es uno de los proyectos congruentes con los principios de elección racional, cuando estos se aplican a todas las características importantes de su situación, y 2) es ese proyecto, entre los que satisfacen esta condición, el que sería elegido por él con plena racionalidad deliberativa, esto es, con plena conciencia de los hechos importantes y tras una cuidadosa reflexión acerca de las consecuencias.[11] (El concepto de racionalidad deliberada se discute en la próxima sección.) En segundo lugar, los intereses y los propósitos de una persona son racionales, cuando —y sólo cuando— han de ser estimulados y proporcionados por el proyecto que es racional para esa persona Es de señalar que, en la primera de estas definiciones he indicado que, probablemente, un proyecto racional no es más que uno de los muchos posibles proyectos congruentes con los principios de elección racional. La causa de esta complicación consiste en que estos principios no eligen un proyecto como el mejor. Tenemos, en cambio, una clase maximal de proyectos: cada miembro de esta clase es superior a todos los proyectos no incluidos en ella, pero, entre dos proyectos cualesquiera de la clase, ninguno es superior ni inferior al otro. De esta manera, para identificar el proyecto racional de una persona, yo doy por supuesto que es el proyecto perteneciente a la clase del máximo valor el que esa persona elegiría con plena racionalidad deliberativa. Criticamos, pues, el proyecto de alguien mostrando que viola los principios de la elección racional, o porque no es el proyecto que el interesado debería seguir si valorase sus posibilidades de manera cuidadosa, a la luz de un total conocimiento de su situación.

Antes de esclarecer los principios de la elección racional, quiero decir algunas cosas acerca del concepto, más bien complejo, de proyecto racional. Esto es fundamental para la definición del bien, porque un proyecto racional de vida establece el punto de vista básico desde el cual deben formularse y, en última instancia, adquirir congruencia todos los juicios de valor relacionados con una persona determinada. En efecto, con ciertas salvedades (§ 83), podemos pensar que una persona es feliz cuando está en vías de una realización afortunada (más o menos) de un proyecto racional de vida trazado en unas condiciones (más o menos) favorables, y si esa persona confía razonablemente en que su proyecto puede llevarse a cabo. Alguien es feliz cuando sus proyectos se desarrollan bien, cuando sus más importantes aspiraciones se van realizando, y cuando se siente seguro de que su buena fortuna será duradera. Como los proyectos que es racional adoptar varían de una persona a otra, según sus facultades y circunstancias, etc., diferentes individuos encuentran su felicidad en hacer cosas diferentes. La referencia a las circunstancias favorables es necesaria porque una disposición racional de las propias actividades también puede consistir en aceptar el mal menor, cuando las circunstancias naturales son duras y opresivas las exigencias de otros. La consecución de la felicidad en el sentido más amplio de una vida feliz, o de un periodo feliz de la propia vida, supone siempre un cierto grado de buena fortuna.

Veamos ahora algunos otros puntos acerca de los proyectos a largo plazo. El primero se refiere a su estructura temporal. Un proyecto tendrá que hacer, naturalmente, alguna previsión incluso respecto al futuro más distante y a nuestra muerte, pero se hace relativamente menos específico para periodos posteriores. Es seguro que intervendrán algunas amplias contingencias contrarias y que se dispondrá de recursos generalmente favorables, pero los detalles se van insertando gradualmente, a medida que se cuenta con más información y que se conocen con mayor precisión nuestros deseos y necesidades. En efecto, un principio de elección racional es el del aplazamiento: si en el futuro podemos desear hacer una de varias cosas, pero no estamos seguros de cuál, entonces, en igualdad de circunstancias, tenemos que proyectar ahora, de modo que ambas alternativas permanezcan abiertas. No debemos imaginar que un proyecto racional sea una pauta detallada para la acción que se extienda a lo largo de toda la vida. Se trata, en realidad, de una jerarquía de proyectos, cuyos subproyectos más específicos van situándose en el momento adecuado.

El segundo punto está relacionado con el primero. La estructura de un proyecto no sólo refleja la necesidad de una información específica, sino que también pone de manifiesto una jerarquía de deseos que va, de un modo similar, de lo más general a lo menos general. Las características principales de un proyecto estimulan y aseguran el alcance de los objetivos más permanentes y generales. Un proyecto racional debe, por ejemplo, admitir los bienes primarios, porque, de otro modo, ningún proyecto puede tener éxito; pero la forma concreta que adoptarán los correspondientes deseos suele ser desconocida con anterioridad, y puede esperar hasta el momento oportuno. Así, mientras sabemos que, a lo largo de un extenso periodo tendremos siempre deseos de comer y de beber, sólo cuando el momento llega decidimos que la comida conste de estos o de aquellos platillos. Estas decisiones dependen de las elecciones disponibles, del menú que la situación permita.

Proyectar, por tanto, es, en parte, programar.[12] Tratamos de organizar nuestras actividades en una sucesión temporal, en la que cada una se mantiene durante un cierto tiempo. De este modo, una serie de deseos interrelacionados pueda satisfacerse de manera eficiente y armoniosa. Los recursos básicos de tiempo y de energía se asignan a las distintas actividades, según la intensidad de los deseos a que responden y según la medida en que probablemente contribuirán a la consecución de otros fines. El objeto de la deliberación es encontrar el proyecto que mejor organice nuestras actividades e influya en la formación de nuestros deseos subsiguientes, de modo que nuestros propósitos e intereses puedan combinarse fructíferamente en un solo esquema de comportamiento. Se eliminan los deseos que tienden a entorpecer la consecución de otros fines, o que socavan la capacidad de realización de otras actividades; en cambio, se estimulan los que son agradables en sí mismos y colaboran, además, al logro de otros objetivos. Un proyecto, pues, se compone de subproyectos convenientemente dispuestos en una jerarquía, y los rasgos generales del proyecto permiten que los objetivos e intereses más permanentes se complementen entre sí. Como sólo pueden preverse los perfiles de tales objetivos e intereses, las partes operativas de los subproyectos que los facilitan se deciden, al fin, independientemente, a medida que avanzamos. Las revisiones y los cambios en los niveles inferiores no suelen repercutir en la totalidad de la estructura. Si esta concepción de los proyectos es correcta, cabe esperar que las cosas buenas de la vida sean, hablando en líneas generales, aquellas actividades y relaciones que ocupen un puesto más importante en los proyectos racionales. Y los bienes primarios vendrían a ser las cosas que, en general, se necesiten para llevar a cabo con éxito esos proyectos, cualesquiera que sean la naturaleza específica del proyecto y sus fines últimos.

Desgraciadamente, estas observaciones son demasiado breves. Pero sólo pretenden prevenir los equívocos más probables acerca del concepto de un proyecto racional, e indicar el lugar de este concepto en una teoría del bien. Ahora trataré de aclarar el significado de los principios de elección racional. Estos principios deben darse por enumeración, de modo que, llegado el momento, sustituyan al concepto de racionalidad. Los rasgos pertinentes de la situación de una persona se identifican mediante estos principios y mediante las condiciones generales de la vida humana a las que deben ajustarse los proyectos. Llegados a este punto, mencionaré aquellos aspectos de la racionalidad que son más comunes y que parecen menos discutidos. Y, de momento, daré por supuesto que la situación electiva se relaciona con el corto plazo. La cuestión consiste en saber cómo han de insertarse los detalles más o menos finales de un subproyecto que debe ejecutarse en un periodo relativamente breve, como cuando hacemos proyectos para unas vacaciones. El sistema más amplio de deseos puede no verse afectado de modo importante, aunque, naturalmente, unos deseos se verán satisfechos en ese intervalo, y otros, no.

Ahora bien: respecto a las cuestiones a corto plazo, sin embargo, ciertos principios parecen perfectamente rectos e indiscutibles. El primero de ellos es el de los medios eficaces. Supongamos que hay un determinado objetivo que se desea, y que todas las alternativas son medios para conseguirlo, mientras que, en otros aspectos, son neutrales. El principio sostiene que debemos adoptar la alternativa que realice el fin del mejor modo. Más aún: dado el objetivo, debemos realizarlo con el menor gasto de medios (cualesquiera que sean); o, dados los medios, debemos cumplir el objetivo de la manera más completa posible. Este principio acaso sea el criterio más natural de elección racional. En realidad, como luego veremos, hay cierta tendencia a suponer que la deliberación siempre debe adoptar esta forma, de modo que se regule, en última instancia, de acuerdo con un determinado objetivo final (§ 83). De otro modo, se cree que no hay forma racional de equilibrar una pluralidad de fines contrapuestos. Pero, de momento, dejo esta cuestión aparte.

El segundo principio de elección racional consiste en que un proyecto (a corto plazo) debe ser preferido a otro cuando su ejecución cumplirá todos los objetivos deseados del otro proyecto y, además, alguno o algunos otros objetivos. Perry se refiere a este criterio como principio de inclusividad, y yo haré lo mismo.[13] Así, tenemos que seguir el proyecto más inclusivo, en el caso de que exista. Para aclararlo, supongamos que estamos proyectando un viaje y tenemos que decidir si hemos de ir a Roma o a París. Parece imposible visitar las dos ciudades. Si, después de reflexionar, resulta claro que en París podemos hacer todo lo que deseamos hacer en Roma y, además, algunas otras cosas, entonces iremos a París. Al adoptar este proyecto cumpliremos un conjunto más vasto de objetivos y no quedará sin hacer nada de lo que pudiera realizarse mediante el otro proyecto. Pero, frecuentemente, ninguno de los dos proyectos es más inclusivo que el otro; cada uno de ellos puede alcanzar un objetivo que el otro no alcanza. Debemos recurrir a algún otro principio que concilie nuestras aspiraciones o, en otro caso, someter nuestras aspiraciones a un nuevo análisis (§ 83).

Un tercer principio es el que podemos llamar de la mayor probabilidad. Supongamos que los objetivos que pueden conseguirse mediante los dos proyectos son, en general, los mismos. Entonces, puede suceder que unos objetivos tengan una mayor oportunidad de realización mediante un proyecto que mediante el otro, sin que, al propio tiempo, ninguno de los demás objetivos tenga menos probabilidades de ser alcanzado. Por ejemplo, aunque tal vez podamos hacer todo lo que deseamos tanto en Roma como en París, algunas de las cosas que deseamos hacer parecen ofrecer una mayor probabilidad de éxito en París y, en cuanto a las demás, la probabilidad es, en líneas generales, la misma. En ese caso, el principio sostiene que debemos ir a París. Una mayor probabilidad de éxito favorece un proyecto, exactamente como lo favorece la finalidad más inclusiva. Cuando estos principios actúan conjuntamente, la elección no ofrece duda alguna. Supongamos que preferimos un Ticiano a un Tintoretto, y que el primero de dos billetes de lotería da la mayor oportunidad al Ticiano, mientras el segundo la asigna al Tintoretto. Es indudable que debemos preferir el primer billete.

Hasta ahora, hemos venido considerando la aplicación de los principios de elección racional a los casos a corto plazo. Ahora quiero examinar el otro extremo, en el que tenemos que adoptar un proyecto a largo plazo, incluso un proyecto de vida, como cuando nos vemos obligados a elegir una profesión o una ocupación. Puede pensarse que el hecho de tener que tomar tal decisión es una tarea que nos viene impuesta sólo por una determinada forma de cultura. En otra sociedad, tal elección no podría plantearse. Pero, en realidad, la cuestión de lo que hemos de hacer con nuestra vida está siempre presente, aunque unas sociedades nos la impongan con mayor apremio que otras, y en diferentes momentos de la existencia. La decisión límite de no tener proyecto alguno, dejando que las cosas vayan como vayan, es también, teóricamente, un proyecto que puede ser racional o no. Así, pues, al aceptar la idea de un proyecto a largo plazo, parece claro que tal esquema debe valorarse por el resultado al que probablemente conduzca, en cada futuro periodo de tiempo. En este caso, por tanto, el principio de inclusividad opera como sigue: un proyecto a largo plazo es mejor que otro para cualquier periodo dado (o número de periodos) si permite el estímulo y la satisfacción de todos los objetivos e intereses del otro proyecto, y el estímulo y la satisfacción, además, de algún otro objetivo o interés. Debe preferirse el proyecto más inclusivo, si lo hay, porque comprende todos los objetivos del primer proyecto y, por lo menos, otro objetivo más. Si este principio se combina con el de los medios eficaces, juntos definen la racionalidad como la preferencia, en igualdad de circunstancias, de los mayores medios para realizar nuestros propósitos, y el desarrollo de intereses más vastos y más variados suponiendo que esas aspiraciones puedan llevarse a cabo. El principio de mayor probabilidad apoya esta preferencia, incluso en situaciones en que no podemos estar seguros de que los objetivos más vastos sean realizables, siempre que las oportunidades de realización sean tan grandes como con el proyecto más reducido.

La aplicación de los principios de medios eficaces y de la mayor probabilidad a los casos de largo plazo parece bastante correcta. Pero el uso del principio de inclusividad puede parecer problemático. Con un sistema fijo de objetivos a corto plazo, suponemos que tenemos ya nuestros deseos y, dado este hecho, consideramos el mejor modo de satisfacerlos. Pero, en la elección a largo plazo, aunque no tengamos todavía los deseos que los diversos proyectos habrán de estimular, nos hallamos inclinados, de todos modos, a adoptar el proyecto que desarrolle los intereses más vastos, en el supuesto de que esos nuevos intereses puedan realizarse. Ahora bien: una persona puede decir que, como no tiene los intereses más inclusivos, no pierde nada al no decidir estimularlos y satisfacerlos. Puede añadir que la posible satisfacción de unos deseos que puede decidir no tener nunca es una consideración sin interés. Naturalmente, puede sostener también que el sistema de intereses más inclusivo le somete a un mayor riesgo de insatisfacción; pero esta objeción debe excluirse, porque el principio da por supuesto que la pauta más vasta de objetivos tiene la misma probabilidad de realizarse.

Hay dos consideraciones que parecen favorecer el principio de inclusividad en los casos a largo plazo. En primer lugar, suponiendo que el grado de felicidad de una persona depende, en parte, de la proporción de sus aspiraciones cumplidas, de la medida en que sus proyectos se hacen realidad, de allí se sigue que la observancia del principio de inclusividad tiende a elevar esta proporción y, en consecuencia, a incrementar la felicidad de la persona. Este efecto sólo deja de producirse en el caso de que todas las aspiraciones del proyecto menos inclusivo estén ya aseguradas. La otra consideración es que, de acuerdo con el principio aristotélico (explicado más adelante, en el § 65), yo doy por sentado que los seres humanos tienen un deseo de orden más elevado de seguir el principio de inclusividad. Prefieren el proyecto a largo plazo más vasto, porque su ejecución implica, probablemente, una combinación más compleja de facultades. El principio aristotélico establece que, en circunstancias iguales, los seres humanos disfrutan del ejercicio de sus capacidades hechas realidad (sus facultades innatas o adquiridas), y que este disfrute aumenta cuando aumenta la capacidad que se realiza, o cuanto mayor es su complejidad. Una persona experimenta un placer en hacer algo cuanto mayor es la habilidad que va adquiriendo y, entre dos actividades que realiza igualmente bien, prefiere la que exige el mayor número de facultades más sutiles e intrincadas. Así, el deseo de ejecutar la pauta más vasta de objetivos, que introduce en el juego los talentos más sutilmente desarrollados, es un aspecto del principio aristotélico. Y este deseo, juntamente con los deseos de orden más elevado que actúan sobre otros principios de elección racional, es una de las finalidades reguladoras que nos impulsan a comprometernos en una deliberación racional y a seguir sus resultados.

En estas observaciones hay muchas cosas que requieren una ulterior explicación. Por ejemplo, está claro que estos tres principios no bastan, en general, para clasificar los proyectos que se nos ofrecen. Los medios pueden no ser neutrales, los proyectos inclusivos pueden no existir, las aspiraciones realizadas pueden no ser lo bastante similares, etc. Para aplicar estos principios, consideramos nuestros objetivos tal como estamos inclinados a describirlos, y el mayor o menor número de ellos realizado por este o por aquel proyecto, o calculamos la probabilidad de éxito. Por esta razón, me referiré a estos criterios como a principios contables. No requieren un ulterior análisis o una alteración de nuestros deseos ni un juicio acerca de la relativa intensidad de nuestros deseos. Dejo aparte estas cuestiones para el análisis de la racionalidad deliberativa. Tal vez lo mejor sea concluir esta información preliminar señalando lo que parece razonablemente claro: en concreto, que podemos elegir entre proyectos racionales de vida. Y esto significa que podemos elegir ahora qué deseos habremos de tener en un tiempo futuro.

En el primer momento podría suponerse que esto no es posible. A veces, pensamos que por lo menos nuestros más importantes deseos están fijados y que sólo deliberamos acerca de los medios de satisfacerlos. Naturalmente, está claro que la deliberación nos lleva a tener unos deseos que antes no teníamos: por ejemplo, el deseo de disponer de determinados medios que, tras la reflexión, hemos llegado a considerar útiles para nuestros propósitos. Además, es claro que el hecho de detenernos a pensar puede conducirnos a hacer más específico un deseo general, como cuando un deseo de oír música se convierte en el deseo de escuchar una obra determinada. Pero supongamos que, al margen de esos tipos de excepciones, no decidimos ahora lo que ahora hemos de desear. Sin embargo, podemos, ciertamente, decidir ahora hacer algo que sabemos que influirá en los deseos que tendremos en el futuro. En cualquier tiempo dado, las personas racionales deciden entre unos proyectos de acción, teniendo en cuenta su situación y sus opiniones, juntamente con sus más importantes deseos actuales y con los principios de elección racional. Así, elegimos entre deseos futuros a la luz de nuestros deseos presentes, incluyendo entre éstos el deseo de actuar según principios racionales. Cuando un individuo decide lo que ha de ser, a qué ocupación o profesión se dedicará, por ejemplo, adopta un determinado proyecto de vida. Con el tiempo, su elección le llevará a adquirir una pauta definida de deseos o aspiraciones (o a la falta de ellos), algunos de cuyos aspectos son exclusivos de él, mientras otros son propios de la ocupación o del modo de vida que ha elegido. Estas consideraciones parecen bastante evidentes, y tan sólo reproducen, en el caso del individuo, los profundos efectos que la elección de una concepción de la justicia tiene que producir sobre los tipos de objetivos e intereses estimulados por la estructura básica de la sociedad. Las convicciones acerca de la clase de persona que nos proponemos ser se hallan implícitas, de un modo análogo, en la aceptación de los principios de justicia.

64. Racionalidad deliberativa

Ya he señalado que los principios más sencillos de la elección racional (los principios contables) no bastan para ordenar proyectos. A veces no se aplican, porque acaso no haya proyecto inclusivo, por ejemplo, o, en otro caso, porque los medios no son neutrales. O a menudo ocurre que nos encontramos con una clase del máximo valor. En esos casos, puede recurrirse, naturalmente, a nuevos criterios racionales, y más adelante analizaremos algunos de éstos. Pero voy a suponer que, mientras los principios racionales pueden centrarse en nuestros juicios y establecer lineamientos para la reflexión, debemos, al fin, elegir por nosotros mismos en el sentido de que la elección se basa, muchas veces, en nuestro conocimiento directo, no sólo de las cosas que deseamos, sino también de la intensidad con que las deseamos. A veces, no es posible evitar la necesidad de valorar la relativa intensidad de nuestros deseos. Los principios racionales pueden ayudarnos a hacerlo, pero no siempre pueden determinar esas estimaciones de un modo rutinario. Desde luego, hay un principio formal que parece facilitar una respuesta general. Este es el principio de adoptar el proyecto que arroje el más elevado saldo de satisfacciones. O, para expresar el criterio de un modo menos hedonístico, aunque más impreciso, nos inclinamos a emprender el camino que más probablemente nos conduce a la realización de nuestros objetivos más importantes. Pero este principio tampoco nos facilita un procedimiento explícito para elaborar nuestras elecciones. Está claro que se deja al propio agente la decisión acerca de qué es lo que más desea y el juicio acerca de la importancia comparativa de sus varios propósitos.

Llegados a este punto, introduzco la noción de racionalidad deliberativa, siguiendo una idea de Sidgwick. Éste caracteriza al futuro bien de una persona, en conjunto, como lo que esta persona desearía y buscaría ahora, si las consecuencias de todas las diversas formas de comportamiento que se le ofrecen fuesen, en el momento actual, exactamente previstas por ella y adecuadamente realizadas en su imaginación. El bien de un individuo es la composición hipotética de las fuerzas impulsivas que resulta de la reflexión deliberativa que cumple determinadas condiciones.[14] Adaptando la noción de Sidgwick a la elección de proyectos, podemos decir que el proyecto racional para una persona es el que elegiría con racionalidad deliberativa (entre los que son compatibles con los principios contables y con otros principios de elección racional, una vez establecidos éstos). Es el proyecto sobre el que recaería la decisión como resultado de una reflexión cuidadosa, en la que el agente reconsideraría, a la luz de todos los hechos pertinentes, lo que probablemente realizaría aquellos proyectos, investigando así el modo de acción que mejor cumpliría sus deseos más fundamentales.

En esta definición de la racionalidad deliberativa se supone que no hay errores de cálculo ni de razonamiento, y que los hechos están correctamente valorados. Supongo también que el agente no se halla sometido a equívocos respecto a lo que verdaderamente desea. Las más de las veces, sin embargo, cuando consigue su propósito, no descubre que ya no lo desea, y desea, en cambio, haber hecho otra cosa. Además, se supone que es exacto y completo el conocimiento, por parte del agente, de su situación y de las consecuencias de llevar a cabo cada proyecto. No deja de tenerse en cuenta ninguna circunstancia pertinente. Así, el mejor proyecto para un individuo es el que adoptaría si poseyese una información completa. Es el proyecto objetivamente racional para él y determina su bien real. Como es natural, nuestro conocimiento de lo que ocurrirá si seguimos este o aquel proyecto suele ser incompleto. Muchas veces, no sabemos cuál es el proyecto racional para nosotros; lo más que podemos tener es una opinión razonable acerca de dónde se encuentra nuestro bien, y a veces sólo podemos hacer conjeturas. Pero si el agente hace todo lo que una persona racional puede hacer con la información de que dispone, el proyecto que sigue es un proyecto subjetivamente racional. Su elección puede ser errónea, pero, en ese caso, se debe a que sus opiniones son comprensiblemente erróneas o su conocimiento es insuficiente, y no a que establezca inferencias apresuradas y engañosas, o a que sufra alguna confusión respecto a lo que en verdad desea. En este caso, no puede culparse a una persona de ningún tipo de discrepancias entre su bien aparente y su bien real.

El concepto de racionalidad deliberativa es, sin duda, sumamente complejo, pues combina muchos elementos. No intentaré enumerar aquí todas las formas en que puede descarriarse el proceso de reflexión. Si fuera necesario, podrían clasificarse los géneros de errores que pueden cometerse, los tipos de pruebas que el agente puede aplicar para ver si tiene un conocimiento adecuado, etc. Habría que señalar, sin embargo, que una persona racional no continuará, habitualmente, deliberando hasta que haya encontrado el mejor proyecto que se le ofrece. Con frecuencia, se contentará con formar un proyecto satisfactorio (o un subproyecto), es decir, un proyecto que satisfaga varias condiciones mínimas.[15] La deliberación racional es, en sí misma, una actividad como cualquier otra, y la medida en que podemos dedicarnos a ella se halla sometida a una decisión racional. La regla formal consiste en que podemos deliberar hasta el momento en que los probables beneficios del mejoramiento de nuestro proyecto valen exactamente el tiempo y el esfuerzo de la reflexión. Una vez que tenemos en cuenta los costos de la deliberación, es irracional preocuparse de encontrar el mejor proyecto, el que elegiríamos si tuviésemos una información completa. Es perfectamente racional seguir un proyecto satisfactorio cuando las recompensas que se esperan de un nuevo cálculo y de un conocimiento adicional no superan los inconvenientes. Ni siquiera hay nada irracional en una aversión a la deliberación misma, siempre que se esté dispuesto a aceptar las consecuencias. La bondad como racionalidad no atribuye ningún valor especial al proceso de decisión. La importancia para el agente de una cuidadosa reflexión variará, probablemente, de un individuo a otro. De todos modos, una persona se conduce de manera irracional cuando su falta de disposición a pensar qué es lo mejor (o lo satisfactorio) que puede hacer le induce a errores que, si se detuviese a considerarlo, reconocería que, si lo hubiera reflexionado, habría podido impedirlos.

En esta información sobre la racionalidad deliberativa he supuesto una cierta competencia por parte de la persona que decide: conoce los rasgos generales de sus deseos y de sus objetivos, tanto presentes como futuros, y es capaz de valorar la relativa intensidad de sus deseos, y de decidir si es necesario lo que realmente desea. Además, puede examinar las alternativas que se le ofrecen y establecer una clasificación coherente de ellas: dados dos proyectos cualesquiera, puede resolver cuál prefiere o si permanece indiferente ante ellos, y estas preferencias son transitivas. Una vez fijado un proyecto, es capaz de adherirse a él y puede resistir a las tentaciones y distracciones presentes que estorban su ejecución. Estos supuestos están de acuerdo con la noción común de racionalidad que he utilizado durante todo el tiempo (§ 25). No examinaré aquí estos aspectos de la conducta racional. Parece más útil mencionar brevemente algunas formas de crítica de nuestros fines, que pueden ayudarnos muchas veces a estimar la intensidad relativa de nuestros deseos. Teniendo en cuenta que nuestro propósito general es el de realizar un proyecto (o subproyecto) racional, está claro que algunos rasgos de los deseos hacen imposible esta realización. Por ejemplo, no podemos alcanzar objetivos cuya descripción es absurda o contradice verdades bien establecidas. Como π es un número trascendente, sería una insensatez tratar de demostrar que es un número algebraico. Desde luego, un matemático que intentase demostrar esta proposición podría descubrir, incidentalmente, muchos hechos importantes, y esto acaso recompensaría sus esfuerzos. Pero, en la medida en que su objetivo era demostrar una falsedad, su proyecto estaría abierto a la crítica, y, una vez que él cobrase conciencia de ello, renunciaría a tal objetivo. Lo mismo puede decirse de los deseos que dependen de que tengamos convicciones erróneas. No se excluye la posibilidad de que unas opiniones erróneas tengan un efecto beneficioso, permitiéndonos seguir adelante con nuestros proyectos, pues son, por así decirlo, ilusiones útiles. Pero los deseos que esas convicciones apoyan son irracionales en la medida en que la falsedad de esas convicciones hace imposible la ejecución del proyecto, o impide que se adopten proyectos superiores. (Quisiera señalar aquí que, en la teoría específica, el valor del conocimiento de los hechos se deriva de su relación con la ejecución afortunada de proyectos racionales. Hasta ahora, por lo menos, no hay bases para atribuir un valor intrínseco al hecho de tener convicciones ciertas.)

Podemos investigar también las circunstancias en que hemos adquirido nuestros deseos y llegar a la conclusión de que algunos de nuestros propósitos están, en varios aspectos, desencaminados.[16] Así, un deseo puede surgir de una excesiva generalización, o brotar de asociaciones más o menos accidentales. Esto resulta especialmente probable en el caso de aversiones desarrolladas cuando somos jóvenes y no poseemos suficiente experiencia ni madurez para hacer las correcciones necesarias. Otros deseos pueden ser excesivos, por haber adquirido su peculiar urgencia como una reacción desorbitada a un periodo anterior de rigurosa privación o angustia. No nos interesa aquí el estudio de estos procesos, ni su perturbadora influencia sobre el normal desarrollo de nuestro sistema de deseos. Pero sugieren ciertas reflexiones críticas que constituyen importantes pautas de deliberación. El conocimiento de la génesis de nuestros deseos puede, muchas veces, esclarecernos perfectamente que, en realidad, deseamos unas cosas más que otras. Así como algunos propósitos parecen menos importantes cuando se someten a una investigación crítica, o incluso pierden totalmente su atractivo, otros pueden adquirir un indudable predominio que ofrece bases suficientes para la elección. Naturalmente, es posible que, a pesar de las infortunadas circunstancias en que se han desarrollado algunos de nuestros deseos y aversiones, éstos se ajusten todavía al cumplimiento de los proyectos racionales e incluso los mejoren notablemente. En ese caso resultan, después de todo, perfectamente racionales.

Por último, hay ciertos principios relacionados con el tiempo, que también pueden utilizarse para elegir entre proyectos. Ya he mencionado el principio de aplazamiento. Este principio sostiene que, en igualdad de circunstancias, los proyectos racionales tratan de que no nos comprometamos mientras no tengamos una clara visión de los hechos relevantes. Y también hemos considerado las bases para rechazar una pura preferencia temporal (§ 45). Tenemos que ver nuestra vida como un conjunto, como las actividades de un individuo racional desplegadas a lo largo del tiempo. La simple situación temporal o la distancia desde el presente no es razón para favorecer un momento sobre otro. Los propósitos futuros no pueden ser desestimados sólo porque sean futuros, aunque podemos, naturalmente, atribuirles menos importancia si hay razones para pensar que, dada su relación con otras cosas, su cumplimiento es menos probable. La importancia intrínseca que atribuimos a las diferentes partes de nuestra vida sería la misma en cada momento de la sucesión temporal. Estos valores dependerían del conjunto del propio proyecto en la medida en que podamos determinarlo, y no se verían influidos por las contingencias de nuestra perspectiva actual.

Otros dos principios se aplican a la conformación general de proyectos a través del tiempo. Uno de estos principios es el de continuidad.[17] Nos recuerda que, como un proyecto es una sucesión catalogada de actividades, las anteriores y las posteriores se hallan ligadas entre sí, de tal modo que se influyan mutuamente. El proyecto, en su conjunto, tiene una cierta unidad, un tema dominante. No hay, por así decirlo, una función de utilidad separada para cada periodo. No sólo deben tenerse en cuenta los efectos entre periodos, sino que deben evitarse, lógicamente, las oscilaciones importantes tanto hacia arriba como hacia abajo. Un segundo principio, estrechamente relacionado con el anterior, sostiene que debemos considerar las ventajas de las expectativas ascendentes o, por lo menos, no muy declinantes. Hay varias etapas en la vida; cada una de ellas, idealmente, con sus propios goces y tareas característicos. En igualdad de circunstancias deberíamos disponer las cosas en las primeras etapas de tal modo que nos permitiesen una vida feliz en las últimas. Parece que en las más de las veces deben preferirse las expectativas ascendentes a lo largo del tiempo. Si se estima el valor de una actividad en relación con su propio periodo, suponiendo que esto sea posible, podemos tratar de explicar esta preferencia por la intensidad relativamente mayor de los goces de anticipación sobre los de la memoria. Aunque la suma total de goce es la misma cuando los goces se estiman localmente, las expectativas crecientes proporcionan una medida de la satisfacción, que es la que produce la diferencia. Pero, aun dejando a un lado este elemento, el proyecto ascendente, o por lo menos no declinante, parece preferible porque las actividades posteriores pueden, muchas veces, incorporar y reunir los resultados y los goces de toda una vida en una estructura coherente, como no pueden hacerlo los de un proyecto declinante.

En estas notas sobre los recursos de la deliberación y los principios relacionados con el tiempo, he tratado de ajustarme a la noción de Sidgwick acerca del bien de una persona. En resumen, nuestro bien está determinado por el proyecto de vida que adoptaríamos con plena racionalidad deliberativa si el futuro estuviera exactamente previsto y adecuadamente realizado en la imaginación. Las cuestiones que acabamos de discutir están relacionadas con la condición de racionalidad en este sentido. Aquí vale la pena subrayar que un proyecto racional es el que se seleccionaría si se cumpliesen determinadas condiciones. El criterio del bien es hipotético, de modo semejante al del criterio de la justicia. Cuando surge la pregunta de si determinada acción está de acuerdo con nuestro bien, la respuesta depende de la medida en que se ajusta al proyecto que habría que elegir con racionalidad deliberativa.

Ahora bien: un rasgo de un proyecto racional consiste en que, al realizarlo, el individuo no cambia su elección ni desea haber hecho en su lugar una cosa distinta. Una persona racional no llega a sentir por las consecuencias previstas una aversión tan grande que lamente haber seguido el proyecto que ha adoptado. La ausencia de este tipo de pesar no basta, sin embargo, para asegurar que un proyecto sea racional. Puede haber otro proyecto a nuestro alcance que, de haberlo tenido en cuenta, nos habría parecido mucho mejor. De todos modos, si nuestra información es correcta, y completo nuestro conocimiento de las consecuencias en sus aspectos más pertinentes, no sentimos pesar por haber seguido un proyecto racional, aun cuando no sea un buen proyecto, juzgado en absoluto. En este caso, el proyecto es objetivamente racional. Desde luego, podemos lamentar alguna otra cosa: por ejemplo, que tengamos que vivir en unas condiciones tan infortunadas que sea imposible llevar una vida feliz. Es imaginable que podamos desear no haber nacido. Pero no lamentamos que, habiendo nacido, hayamos seguido el mejor proyecto todo lo mal posible, si se considera desde el punto de vista de algún patrón ideal. Una persona racional puede lamentar su adhesión a un proyecto subjetivamente racional pero no porque considere, en modo alguno, que su elección es merecedora de crítica. Porque esa persona hace lo que parece mejor en el momento, y si luego resulta que sus opiniones eran erróneas, a juzgar por las infortunadas consecuencias, la culpa no es suya. No tiene por qué hacerse reproches. No había posibilidad alguna de saber cuál era el mejor proyecto de todos, ni siquiera qué proyecto era mejor que otro u otros.

Si reunimos estas reflexiones obtendremos el principio orientador de que un individuo racional tiene que actuar siempre de tal modo que nunca tenga que censurarse, pase lo que pase después. Al considerarse como un ser que continúa siendo a lo largo del tiempo, puede decir que, en cada momento de su vida, ha hecho lo que el equilibrio de razones requería o, por lo menos, permitía.[18] Por tanto, todos los riesgos que corre valen la pena, de modo que aun en el caso de que ocurriese lo peor, que él no tenía razón alguna para prever, puede seguir afirmando que lo que él hizo estaba más allá de toda crítica. No lamenta su elección. Por lo menos, no la lamenta en el sentido de que después considere que en el momento oportuno habría sido más racional haber hecho otra cosa. Este principio no nos impedirá, ciertamente, seguir unos pasos que nos conduzcan al infortunio. Nada puede protegernos contra las ambigüedades y limitaciones de nuestro conocimiento ni garantizar que encontramos la mejor alternativa que se nos ofrece. El recurso a la racionalidad deliberativa sólo puede asegurar que nuestra conducta esté más allá de todo reproche, y que seamos responsables ante nosotros mismos como una sola persona a lo largo del tiempo. Realmente, nos sorprendería que alguien dijese que no se preocupa de la manera en que verá sus actos de hoy en el futuro, más de lo que se preocupa de los asuntos de otro (que es de suponer que no sea mucho). El que rechaza igualmente las exigencias de su yo futuro y los intereses de los otros no sólo es irresponsable con respecto a ellos, sino también en relación con su propia persona. No se ve a sí mismo como un ser que permanece.

Ahora bien: considerado de este modo, el principio de responsabilidad ante sí mismo se asemeja a un principio del derecho. Las exigencias de la propia persona, en diferentes momentos, tienen que conformarse de tal modo que la persona, en cada momento, pueda afirmar el proyecto que ha seguido y continúa siguiendo. La persona, en un momento dado, por así decirlo, no debe poder lamentarse a causa de unas acciones que realice en otro momento. Este principio no excluye, naturalmente, la continuación voluntaria de las dificultades y del sufrimiento, pero debe ser aceptable, actualmente, en vista del bien esperado o conseguido. Considerada desde la situación original, la lógica de la responsabilidad ante sí mismo parece bastante clara. Como ahí se aplica la noción de la racionalidad deliberativa, esto significa que los individuos no pueden ponerse de acuerdo sobre una concepción de la justicia si las consecuencias de su aplicación son susceptibles de conducir a un autorreproche de haberse realizado las posibilidades menos afortunadas. Los individuos se esforzarían por liberarse de tales pesadumbres. Y los principios de la justicia como imparcialidad parecen satisfacer esta exigencia mejor que otras concepciones, como podemos ver por la discusión que hemos desarrollado acerca de las tensiones del compromiso (§ 29) .

Una observación final sobre la bondad como racionalidad. Podría objetarse que esta concepción implica que habría que estar planeando y calculando continuamente. Pero esta interpretación se basa en un error. El primer propósito de la teoría es facilitar un criterio para el bien de la persona. Este criterio se define, principalmente, con referencia al proyecto racional que se elegiría con plena racionalidad deliberativa. Debe tenerse en cuenta la naturaleza hipotética de la definición. Una vida feliz no es una vida que se resigna a decidir si hacer esto o aquello. Por esa sola definición, es muy poco lo que puede decirse acerca del contenido de un proyecto racional o de las actividades particulares que lo comprenden. No es inconcebible que un individuo, o incluso una sociedad entera, alcance la felicidad sólo movido por una inclinación espontánea. Con una gran oportunidad y con buena fortuna, algunos hombres pueden encontrar, sencillamente de manera natural, el modo de vida que adoptarían mediante la racionalidad deliberativa. Las más de las veces, sin embargo, no somos tan afortunados y, sin detenernos a pensar y a vernos a nosotros mismos como personas con una vida a lo largo del tiempo, es casi seguro que acabaremos lamentando nuestra forma de conducta. Aun cuando una persona acierte a confiar en sus impulsos naturales sin reveses, necesitaremos, de todos modos, una concepción de su bien para valorar si realmente ha sido afortunada o no. El interesado puede pensar que sí, pero puede estar equivocado y, para resolver este problema, tenemos que examinar las hipotéticas selecciones que habría sido racional que él hiciese, teniendo en cuenta, desde luego, todos los beneficios que puede haber obtenido por no preocuparse de esas cosas. Como lo he señalado antes, el valor de la actividad de decidir está sujeto también a una valoración racional. Los esfuerzos que habremos de dedicar a adoptar decisiones dependerán, como tantas otras cosas, de las circunstancias. La bondad como racionalidad deja esta cuestión a la persona y a las contingencias de su situación.

65. El principio aristotélico

La definición del bien es puramente formal. Establece, simplemente, que el bien de una persona está determinado por el proyecto racional de vida que elegiría con la racionalidad deliberativa, entre la clase de proyectos del máximo valor. Aunque el concepto de racionalidad deliberativa y los principios de elección racional se basan en conceptos de una complejidad considerable, no podemos, sin embargo, derivar de la sola definición de proyectos racionales cuáles son los géneros de objetivos que esos proyectos, probablemente, estimularán. Para sacar conclusiones acerca de estos objetivos, es necesario tomar nota de ciertos hechos generales.

Ante todo, están los grandes rasgos de las necesidades y deseos humanos, su relativa urgencia y sus ciclos de recurrencia, y sus fases de desarrollo influidas por circunstancias fisiológicas y de otros géneros. En segundo lugar, los proyectos deben ajustarse a los requerimientos de las capacidades y de las habilidades humanas, a sus tendencias de madurez y de crecimiento, y a la forma en que mejor se instruyen y educan para este o para aquel propósito. En tercer lugar, formularé un principio básico de motivación al que llamaré principio aristotélico. Por último, deben tenerse en cuenta los hechos generales de la interdependencia social. La estructura básica de la sociedad puede estimular y sostener ciertos tipos de proyectos más que otros, recompensando a sus miembros por contribuir al bien común en formas congruentes con la justicia. Al tener en cuenta estas contingencias, se reducen los diversos proyectos, de modo que el problema de la decisión se hace razonablemente definido, en algunos casos por lo menos. Desde luego, como veremos, persiste todavía una cierta arbitrariedad, pero la prioridad de lo justo la limita de tal modo que ya no es un problema desde el punto de vista de la justicia (§ 68).

Los hechos generales acerca de las necesidades y las facultades humanas tal vez estén ya lo bastante claros, y daré por supuesto que un conocimiento de sentido común basta para nuestros propósitos aquí. Pero, antes de pasar al principio aristotélico, dedicaré un breve comentario a los bienes humanos (así los denominaré) y a las exigencias de la justicia. Dada la definición de un proyecto racional, podemos pensar que estos bienes son aquellas actividades y aquellos fines que tienen los rasgos —cualesquiera que sean— que les convienen para ocupar un lugar importante, cuando no fundamental, en nuestra vida.[19] Como en la teoría general los proyectos racionales deben ser compatibles con los principios de la justicia, los bienes humanos se encuentran sometidos a una exigencia similar. Así, los valores comunes del afecto personal y de la amistad, del trabajo útil y de la cooperación social, de la búsqueda del conocimiento y de la modelación y contemplación de objetos bellos, no sólo son importantes en nuestros proyectos racionales, sino que, en las más de las veces, pueden mejorarse de un modo que la justicia permite. Indudablemente, para conseguir y conservar estos valores nos sentimos, muchas veces, tentados a actuar injustamente; pero la consecución de estos objetivos no implica ninguna injusticia intrínseca. En contraste con el deseo de engañar y de rebajar a otros, la ejecución de algo injusto no se incluye en la descripción de los bienes humanos (§ 66).

La interdependencia social de estos valores se demuestra por el hecho de que no sólo son buenos para quienes los disfrutan, sino que, probablemente, acrecentarán los bienes de los demás. Al conseguir estos objetivos, contribuimos, por lo general, a los proyectos racionales de nuestros compañeros. En este sentido, son bienes complementarios, y esto explica que se distingan de un modo especial. Porque encomiar algo es apreciarlo, es repasar las propiedades que lo hacen bueno (que sea racional desearlo), exaltándolas y con expresiones de aprobación. Estos hechos de interdependencia son nuevas razones para incluir los valores reconocidos en proyectos a largo plazo. Porque aceptando que nosotros deseamos el respeto y la buena voluntad de otras personas o, por lo menos, evitar su hostilidad y su desprecio, tenderán a ser preferibles aquellos proyectos de vida que apoyan sus propósitos, a la vez que los nuestros.

Volviendo ahora a nuestro tema presente, ha de recordarse que el principio aristotélico se desarrolla como sigue: en igualdad de circunstancias, los seres humanos disfrutan con el ejercicio de sus capacidades realizadas (sus facultades innatas o adquiridas), y este disfrute aumenta cuantas más capacidades se realizan o cuanto mayor es su complejidad.[20] La idea intuitiva aquí es la de que los seres humanos experimentan más placer en hacer algo cuanto más versados van siendo en ello y, de dos actividades que realizan igualmente bien, prefieren la que requiere un mayor repertorio de disposiciones más intrincadas y sutiles. Por ejemplo, el ajedrez es un juego más complicado y sutil que las damas, y el álgebra es más intrincada que la aritmética elemental. Y el principio dice que el que sabe hacer las dos cosas por lo general prefiere jugar al ajedrez a jugar a las damas, y que de mejor gana estudiaría el álgebra que la aritmética. No necesitamos explicar aquí por qué es cierto el principio aristotélico. Probablemente, las actividades complejas son más agradables porque satisfacen el deseo de variedad y de novedad de experiencia, y permiten actos de ingenio y de invención. Ofrecen también los placeres de la anticipación y de la sorpresa y, muchas veces, la forma general de la actividad, su desarrollo estructural, es fascinante y de gran belleza. Además, las actividades más sencillas excluyen la posibilidad de un estilo individual y de una expresión personal, que las actividades complejas permiten o incluso requieren, porque, ¿cómo van a hacerlas todos de la misma manera? Que sigamos nuestra inclinación natural y las lecciones de nuestra experiencia pasada parece inevitable, si hemos de encontrar nuestro camino. Cada uno de estos aspectos se pone bien de manifiesto en el ajedrez, hasta el punto de que los grandes maestros tienen su estilo de juego característico. Si estas consideraciones son explicaciones del principio aristotélico o una elaboración de su significado, no seré yo quien lo decida. Lo que yo creo es que nada esencial para la teoría del bien depende de esta cuestión.

Es evidente que el principio aristotélico contiene una variante del principio de inclusividad. O, por lo menos, los casos más claros de mayor complejidad son aquellos en que una de las actividades que han de compararse incluye todas las habilidades y disposiciones de la otra actividad y, además, algunas otras. Tampoco ahora podemos establecer más que un orden parcial, porque cada una de las diversas actividades puede requerir facultades no empleadas en las otras. Ese ordenamiento es el mejor de que podemos disponer hasta que poseamos alguna teoría relativamente precisa y una medida de complejidad que nos permita analizar y comparar actividades aparentemente distintas. Pero no voy a discutir aquí este problema. En lugar de ello, daré por supuesto que nuestra noción intuitiva de la complejidad bastará para nuestros propósitos.

El principio aristotélico es un principio de motivación. Explica muchos de nuestros más grandes deseos, y explica por qué preferimos hacer unas cosas y no otras, ejerciendo constantemente una influencia sobre el despliegue de nuestra actividad. Además, expresa una ley psicológica que rige los cambios de la pauta de nuestros deseos. Así, el principio implica que, al igual que las capacidades de una persona aumentan a lo largo del tiempo (por ejemplo, el desarrollo del sistema nervioso en un joven, gracias a la maduración fisiológica y biológica), y al igual que esa persona adiestra tales capacidades y aprende a ejercitarlas, del mismo modo llegará, en su momento, a preferir las actividades más complejas que ahora puede afrontar, y para las que se requieren sus aptitudes recién adquiridas. Las cosas más sencillas de las que antes disfrutaba ya no son lo bastante interesantes ni atractivas. Si preguntamos por qué queremos sufrir las tensiones de la práctica y del aprendizaje, la razón puede ser que (dejando a un lado las recompensas y los castigos externos), habiendo tenido algún éxito al aprender cosas en el pasado y experimentando los goces presentes de la actividad, nos inclinamos a esperar satisfacciones aún mayores cuando adquiramos un mayor repertorio de aptitudes. Hay también un efecto asociado al principio aristotélico. Cuando presenciamos el ejercicio, por parte de otros, de unas facultades bien desarrolladas, disfrutamos de estas exhibiciones y surge en nosotros el deseo de poder hacer también nosotros las mismas cosas. Queremos ser como los que saben ejercer las facultades que nosotros encontramos latentes en nuestra naturaleza.

Diríase así que la medida en que aprendemos y en que educamos nuestras capacidades innatas depende de la magnitud de esas capacidades y de la dificultad del esfuerzo de ejercerlas. Hay una carrera, por así decirlo, entre la creciente satisfacción de ejercer una mayor aptitud verificada y las crecientes tensiones del aprendizaje, a medida que la actividad se hace más fuerte y difícil. Suponiendo que las disposiciones naturales tengan un límite superior, mientras las dificultades del aprendizaje pueden hacerse cada vez más rigurosas ilimitadamente, debe de haber algún nivel de aptitudes logradas, más allá del cual las ganancias obtenidas de una nueva elevación de ese nivel quedan exactamente compensadas por las cargas de la nueva práctica y del nuevo estudio necesarios para alcanzar tal elevación de nivel y para sostenerla. El equilibrio se consigue cuando estas dos fuerzas se neutralizan entre sí y, en este punto, cesa el esfuerzo por adquirir una mayor aptitud realizada. Por consiguiente, si los placeres de la actividad se intensifican demasiado lentamente con el aumento de la capacidad (supongamos un índice de inferior nivel de capacidad innata), entonces, los esfuerzos del aprendizaje, correspondientemente mayores, nos inducirán a renunciar antes. En este caso nunca nos comprometeremos en ciertas actividades más complejas ni adquiriremos los deseos suscitados por la participación en ellas.

Ahora, al aceptar el principio aristotélico como hecho natural, resultará racional, en líneas generales y en vista de los otros supuestos, verificar y adiestrar las capacidades maduras. Proyectos máximos o satisfactorios son, casi seguramente, los proyectos que permiten hacer esto en una medida considerable. No sólo hay una tendencia en esa dirección postulada por el principio aristotélico, sino que los simples hechos de la interdependencia social y la naturaleza de nuestros intereses más estrechamente interpretados nos inclinan en el mismo sentido. Un proyecto racional —limitado como siempre por los principios de lo justo— permite a una persona prosperar, hasta donde las circunstancias se lo consientan, y ejercer sus aptitudes verificadas en la medida de lo posible. Además, sus compañeros apoyan, probablemente, estas actividades porque promueven el interés común y también para complacerse en ellas, como manifestaciones de la excelencia humana. Así, pues, en la medida en que se desean la estimación y la admiración ajenas, las actividades favorecidas por el principio aristotélico son buenas también para otras personas.

Es preciso tener presentes algunos puntos para evitar malos entendimientos de este principio. En primer lugar, formula una tendencia, y no una pauta invariable de elección y, como todas las tendencias, puede ser superada. Inclinaciones contrapuestas pueden inhibir el desarrollo de la capacidad verificada y la preferencia por actividades más complejas. Diversos azares y riesgos, tanto psicológicos como sociales, se hallan implícitos en el aprendizaje y en la realización esperada, y los temores a ellos pueden vencer la propensión original. Debemos interpretar el principio en el sentido de que permite estos hechos. Pero si es una noción teórica útil, la tendencia postulada sería relativamente fuerte y no fácilmente neutralizada. Yo creo que este es, realmente, el caso, y que en el plano de las instituciones sociales hay que asignarle un gran espacio, porque, de no hacerlo así, los seres humanos encontrarán vacías e insulsas su cultura y su forma de vida. Su vitalidad y su anhelo decaerán cuando su vida se convierta en una tediosa rutina. Y esto parece confirmado por el hecho de que las formas de vida que absorben las energías de los hombres, ya sean devociones religiosas o cuestiones simplemente prácticas o incluso juegos y pasatiempos, tienden a desarrollar sus complejidades y sutilezas casi interminablemente. Como las prácticas sociales y las actividades cooperativas se refuerzan a través de la imaginación de muchos individuos, dan origen, cada vez en mayor medida, a un conjunto más complejo de aptitudes y a nuevas formas de hacer las cosas. Que este proceso se continúa por el disfrute de una actividad natural y libre parece estar confirmado por el juego espontáneo de los niños y de los animales, que muestra todos los mismos rasgos.

Una ulterior consideración es que el principio no afirma que deba preferirse ningún tipo determinado de actividad. Sólo dice que, en igualdad de circunstancias, preferimos actividades que dependan de un repertorio más vasto de capacidades verificadas y que sea más complejo. Más concretamente, supongamos que podemos ordenar un determinado número de actividades en una cadena, por la relación de inclusión. Esto significa que la actividad n ejercita todas las aptitudes de la actividad n–1 y, además, algunas otras. Pero digamos que hay muchísimas de tales cadenas sin ningún elemento común y, además, numerosas cadenas pueden partir de la misma actividad, representando diferentes formas en que esa actividad puede elaborarse y enriquecerse. Lo que el principio aristotélico dice es que siempre que una persona se compromete en una actividad perteneciente a alguna cadena (y tal vez a varias cadenas), tiende a avanzar por la cadena. En general, preferirá realizar la enésima actividad a realizar la enésima-primera; y esta tendencia será más fuerte cuanto más tenga que ser realizada aún su capacidad y cuanto menos oneroso encuentre los esfuerzos del aprendizaje y de la instrucción. Es probable que haya una preferencia por elevarse por la cadena o por las cadenas que ofrecen las máximas perspectivas de ejercitar las más altas facultades con el mínimo esfuerzo. El verdadero curso que sigue una persona, la combinación de actividades que encuentra más atractiva, se decide por sus inclinaciones y por sus aptitudes, así como por sus circunstancias sociales, y por lo que sus compañeros estiman y probablemente estimularán. Así, los valores naturales y las oportunidades sociales influyen, evidentemente, en las cadenas que los individuos acaban siguiendo. En sí mismo, el principio afirma, sencillamente, una propensión a elevarse, cualesquiera que sean las cadenas elegidas. Esto no implica que un proyecto racional incluya objetivos particulares ni que sea necesaria una forma especial de sociedad.

Supongamos ahora, aunque probablemente no sea esencial, que todas las actividades pertenecen a alguna cadena. La razón de ello es que el ingenio humano puede descubrir —y, normalmente, descubre— para cada actividad una cadena de continuidad que revela un creciente inventario de conocimientos y aptitudes. Pero dejamos de subir por una cadena cuando una elección mayor agotará los recursos necesarios para aumentar o para mantener el nivel de una cadena preferida. Y los recursos deben considerarse aquí en un sentido amplio, de modo que entre los más importantes figuran el tiempo y la energía. Esta es la razón por la que nos contentamos, por ejemplo, con atarnos los cordones de los zapatos o con hacernos el nudo de la corbata, de una manera correcta, sin envolver, normalmente, estas acciones cotidianas en complejos rituales. Un día sólo tiene tantas horas, y esto impide que nos elevemos hasta los más altos límites de nuestra capacidad en todas las cadenas que se nos ofrecen. Sin embargo, el preso en su celda puede dedicar mucho tiempo a rutinarias acciones cotidianas, e inventar formas de hacerlas, de las que, en otro caso, no se preocuparía. La norma formal es que un individuo racional selecciona una pauta preferida de actividades (compatible con el principio de la justicia) y avanza a lo largo de cada una de sus cadenas hasta el punto en que ya ninguna mejora pueda derivarse de ningún cambio posible. Esta pauta general no nos dice, naturalmente, cómo hemos de decidir; más bien, subraya los limitados recursos de tiempo y de energía, y explica por qué unas actividades son desdeñadas en favor de otras, aun cuando, por la forma en que nos comprometemos en ellas, permiten una ulterior elaboración.

Ahora bien, puede objetarse que no hay razón alguna para suponer que el principio aristotélico es verdadero. Al igual que la noción idealista de autorrealización, con la que tiene cierta semejanza, puede sonar como un principio filosófico sin demasiada base. Pero parece confirmado por muchos hechos de la vida cotidiana, y por la conducta de los niños y de algunos animales superiores. Además, parece susceptible de una explicación evolucionista. La selección natural debió de favorecer a las criaturas en las cuales este principio es verdadero. Aristóteles dice que los hombres desean conocer. Probablemente, hemos adquirido este deseo mediante un desarrollo natural y, realmente, si el principio es correcto, se trata de un deseo de comprometernos en actividades más complejas y exigentes, de cualquier tipo, siempre que estén a nuestro alcance.[21] Los seres humanos gozan con la mayor variedad de la experiencia, se complacen en la novedad y en las sorpresas, así como en las oportunidades que esas actividades ofrecen al ingenio y a la invención. La multiplicidad de actividades espontáneas es una expresión del goce que experimentamos en la imaginación y en la fantasía creadora. Así, el principio aristotélico caracteriza a los seres humanos como impulsados decisivamente no sólo por la presión de las necesidades corporales, sino también por el deseo de hacer cosas de las que se gozan simplemente, por sí mismas, al menos cuando las necesidades urgentes y apremiantes se hallan satisfechas. Los signos de esas actividades disfrutadas son muchos, y varían desde la forma en que se hacen hasta la persistencia con que se repiten posteriormente. En realidad, las hacemos sin el incentivo de una recompensa evidente, y el hecho de dedicarnos a ellas puede actuar por sí solo, muchas veces, como recompensa por hacer otras cosas.[22] Como el principio aristotélico es un rasgo de los deseos humanos tal como existen ahora, los proyectos racionales deben tenerlo en cuenta. La explicación evolucionista, aun cuando sea correcta, no es, naturalmente, una justificación de este aspecto de nuestra naturaleza. De hecho, la cuestión de la justificación no se plantea. La pregunta es, más bien, ésta: dado que este principio caracteriza la naturaleza humana tal como nosotros la conocemos, ¿en qué medida debe ser estimulado y apoyado, y hasta qué punto hay que contar con él en la estructuración de los proyectos racionales de vida?

La función del principio aristotélico en la teoría del bien consiste en que establece un profundo hecho psicológico que, en conjunción con otros hechos generales y con la concepción de un proyecto racional, explica lo que consideramos nuestros juicios de valor. Las cosas que comúnmente son consideradas como bienes humanos resultan ser los objetivos y las actividades que ocupan un importante lugar en los proyectos racionales. El principio forma parte del fondo que regula estos juicios. Siempre que sea cierto y conduzca a conclusiones equiparables a nuestras convicciones acerca de lo que es bueno y de lo que es malo (en equilibrio reflexivo), tiene un lugar adecuado en la teoría moral. Aun cuando esta concepción no sea verdadera para algunas personas, sigue siendo aplicable la idea de un proyecto racional a largo plazo. Podemos resolver lo que es bueno para ellas, de un modo muy similar al de antes. Por ejemplo, imaginemos a alguien cuyo único placer consiste en contar briznas de hierba en diversas zonas geométricamente conformadas, como parterres y espacios bien recortados. Por lo demás, es inteligente y posee, en realidad, aptitudes poco comunes, pues vive de lo que gana resolviendo difíciles problemas matemáticos. La definición del bien nos obliga a reconocer que el bien para este hombre consiste, ciertamente, en contar briznas de hierba o, más exactamente, que su bien está determinado por un proyecto que concede un lugar especial a esta actividad. Naturalmente, nos sorprendería que tal persona existiese. Ante su caso, intentaríamos otras hipótesis. Tal vez sea un hombre especialmente neurótico y haya adquirido, en los primeros años de su vida, una aversión a la compañía humana, y por eso cuenta briznas de hierba, para evitar el trato con otras personas. Pero, si admitimos que su naturaleza consiste en disfrutar con esta actividad y en no disfrutar con ninguna otra, y que no hay modo posible de cambiar esta condición, entonces no hay duda de que un proyecto racional para él se centrará en esa actividad. Será para él la finalidad que regula la catalogación de sus acciones, y esto decide que es bueno para él. Recurro a este caso fantástico sólo para demostrar que la exactitud de la definición del bien de una persona en términos del proyecto racional para ella no requiere que sea verdadero el principio aristotélico. La definición es satisfactoria, en mi opinión, aunque este principio resulte inexacto o totalmente erróneo. Pero, al aceptar este principio, parece que podemos explicar qué cosas son reconocidas como buenas para los seres humanos que las toman como son. Además, como este principio se enlaza con el bien primario del autorrespeto, el resultado es que tiene un lugar fundamental en la psicología moral que subyace en la justicia como imparcialidad (§ 67).

66. La definición del bien aplicada a las personas

Después de definir el bien de una persona como la lograda ejecución de un proyecto racional de vida, y sus bienes menores como partes del mismo, nos hallamos en condiciones de introducir nuevas definiciones. De este modo, el concepto de bondad se aplica a otras cuestiones que ocupan un importante lugar en la filosofía moral. Pero, antes de hacer esto, deberíamos apuntar la suposición de que los bienes primarios puedan ser explicados por la teoría tenue del bien. Es decir, yo supongo que es racional desear estos bienes, además de desear otras cosas, porque son, en general, necesarios para la elaboración y para la ejecución de un proyecto racional de vida. Se supone que las personas, en la situación original, aceptan esta concepción del bien y, por consiguiente, dan por sentado que desean más libertad y mayores oportunidades, y unos medios más amplios para conseguir esos fines. Con estos objetivos como meta, así como con el de asegurar el bien primario del autorrespeto (§ 67), valoran las concepciones de la justicia de que pueden disponer en la situación original.

Que la libertad y las oportunidades, los ingresos y la riqueza y, sobre todo, el respeto propio son bienes primarios debe explicarse, en realidad, mediante la teoría tenue. Las coerciones de los principios de la justicia no pueden utilizarse para extender la lista de bienes primarios que forma parte de la descripción de la situación inicial. La razón, naturalmente, es que esta lista es una de las premisas de las que se deriva la elección de los principios del derecho. Citar estos principios para explicar la lista equivaldría a entrar en un círculo vicioso. Debemos admitir, pues, que la lista de los bienes primarios puede explicarse mediante la concepción de la bondad como racionalidad, en conjunción con los hechos generales acerca de las facultades y de los deseos humanos, sus características fases y las exigencias de su cultura, el principio aristotélico y las necesidades de interdependencia social. En ningún momento podemos recurrir a las exigencias de la justicia. Pero, una vez convencidos de que así se puede hacer la lista de bienes primarios, ya pueden ser libremente invocados después, en todas las ulteriores aplicaciones de la definición del bien, pueden ser invocadas libremente las exigencias del derecho. No discutiré aquí la cuestión de la lista de los bienes primarios, porque los títulos de éstos parecen bastante evidentes. Pero volveré a este punto, de cuando en cuando, especialmente en relación con el bien primario del respeto propio. En lo que sigue, doy por establecida la lista y aplico la teoría completa del bien. La prueba de esta teoría consiste en que corresponda a los que consideramos nuestros juicios de valor en equilibrio reflexivo.

Quedan por examinar dos casos fundamentales para la teoría del bien. Debemos estudiar si la definición es válida tanto para personas como para sociedades. En esta sección analizo el caso de las personas, dejando la cuestión de una buena sociedad para el último capítulo, cuando pueden emplearse todas las partes de la justicia como imparcialidad. Ahora bien, muchos filósofos han tratado de aceptar alguna variante de la bondad como racionalidad para habilidades y funciones, y para valores no morales como la amistad y el afecto, la búsqueda del conocimiento y el goce de la belleza, etc. Ciertamente, he subrayado que los principales elementos de la bondad como racionalidad son extremamente comunes, y son compartidos por filósofos de muy distintas convicciones. Sin embargo, es frecuente pensar que esta concepción del bien expresa una teoría del valor instrumental o económico, que no es válida para el caso del valor moral. Cuando hablamos de la persona justa o benévola como moralmente buena, se dice que está implícito un concepto diferente de bondad.[23] Quiero advertir, de todos modos, que una vez que se dispone de los principios del derecho y de la justicia, la teoría completa de la bondad como racionalidad puede, de hecho, cubrir estos juicios. La razón del fracaso de la llamada teoría instrumental o económica consiste en lo que realmente es la teoría tenue que se aplica directamente al problema del valor moral. Lo que debemos hacer, en cambio, es utilizar esta teoría sólo como una parte de la descripción de la situación original, de la que se derivan los principios del derecho y de la justicia. Después podemos aplicar la teoría completa del bien sin restricciones, y somos libres de utilizarla para los dos casos básicos de una persona buena y de una sociedad buena. El paso esencial es desarrollar la teoría tenue hasta que sea teoría completa, por vía de la situación original.

Se insinúan diversos caminos para ampliar la definición al problema del valor moral, y creo que uno de ellos, por lo menos, puede ser bastante útil. Ante todo, podemos identificar alguna función o posición básica —por ejemplo, la de ciudadano—, y decir luego que una persona buena es la que tiene, en un grado superior al promedio, las propiedades que es racional que los ciudadanos deseen unos en los otros. Aquí, el punto de vista adecuado es el de un ciudadano que juzga a los otros ciudadanos en la misma función. En segundo lugar, el concepto de una persona buena podría interpretarse como la que requiere alguna valoración general o media, de modo que una persona buena es la que se desenvuelve bien en sus diversas funciones, especialmente en las que se consideran más importantes. Por último, pueden existir propiedades que es racional desear en las personas, cuando se observan en relación con casi todas sus funciones sociales. Digamos que esas propiedades, si existen, tienen una base amplia.[24] Para aclarar esta idea en el caso de herramientas, las propiedades de base amplia son la eficacia, la durabilidad, la facilidad de mantenimiento, etc. Estas características son deseables en herramientas de casi todos los tipos. Propiedades de base mucho menos amplia son, por ejemplo, la de conservar el filo cortante, la de no oxidarse, etc. La cuestión de si algunas herramientas tienen estas propiedades ni siquiera debería plantearse. Por analogía, una persona buena, en contraste con un buen médico o con un buen granjero, etc., es la que tiene, en un grado superior al de la persona media, las propiedades de base amplia (aun sin especificar) que es racional que las personas deseen unas en otras.

A primera vista, parece que la última sugerencia es la más aceptable. Se puede hacer que incluya la primera como caso especial y captar la idea intuitiva de la segunda. Pero hay ciertas complicaciones para hacerlo así. Lo primero es identificar el punto de vista desde el que son racionalmente preferidas las propiedades de base amplia y los supuestos en que se funda esta preferencia. Inmediatamente, señalo que las virtudes morales fundamentales, es decir, los deseos fuertes y normalmente efectivos de actuar según los principios básicos del derecho, figuran, indudablemente, entre las propiedades de base amplia. En todo caso, esto parece ser cierto mientras supongamos que estamos considerando una sociedad bien ordenada o una sociedad que se encuentra en una situación próxima a la justicia, como supondré, en efecto, que es el caso. Ahora bien: como la estructura básica de esa sociedad es justa y estas disposiciones son estables con respecto a la concepción pública que la sociedad tiene de la justicia, sus miembros tendrán, en general, el sentido adecuado de la justicia y un deseo de ver afirmadas sus instituciones. Pero también es cierto que es racional que cada persona actúe según los principios de la justicia sólo en el supuesto de que, en su mayor parte, esos principios estén reconocidos y sean puestos en práctica también por los demás. Por lo tanto, el miembro representativo de una sociedad bien ordenada descubrirá que quiere que los demás tengan las virtudes básicas y, en especial, un sentido de la justicia. Su proyecto racional de vida es compatible con las exigencias del derecho, y seguramente deseará que los otros reconozcan las mismas restricciones. A fin de dar a esta conclusión una firmeza absoluta, nos gustaría también estar seguros de que es racional que los pertenecientes a una sociedad bien ordenada, que han adquirido ya un sentido de la justicia, mantengan e incluso fortalezcan este sentimiento moral. Analizaré esta cuestión más adelante (§ 86); de momento, supongo que esta es la situación. Así, con todos estos supuestos a nuestra disposición, parece claro que las virtudes fundamentales se encuentran entre las propiedades de base amplia que es racional que los miembros de una sociedad bien ordenada deseen los unos en los otros.

Es de señalar una nueva complicación. Hay otras propiedades que presumiblemente son de base tan amplia como las virtudes; por ejemplo, la inteligencia y la imaginación, la fuerza y la resistencia. En realidad, un cierto mínimo de estos atributos es necesario para una conducta recta, porque, sin juicio e imaginación, por ejemplo, las buenas intenciones fácilmente pueden acabar mal. Por otra parte, si la inteligencia y el vigor no están regidos por un sentido de la justicia y la obligación, sólo pueden mejorar la capacidad de uno para anular las legítimas aspiraciones de los otros. Ciertamente, no sería racional desear que algunos fuesen tan superiores, en estos aspectos, que las instituciones justas se viesen en peligro. Pero la posesión de estos valores en el grado apropiado es evidentemente deseable desde un punto de vista social y, por tanto, dentro de ciertos límites, también esos atributos son de base amplia. Así, pues, aunque las virtudes morales se incluyen entre las propiedades de base amplia, no son las únicas de este género.

Es necesario, entonces, distinguir las virtudes morales de los valores naturales. Podemos considerar los últimos como fuerzas naturales desarrolladas por la educación y por la instrucción, y ejercitadas, a menudo, de acuerdo con ciertas características intelectuales o de otro tipo, que nos servirán de referencia para una medición, en líneas generales, de tales valores. Las virtudes, por otra parte, son sentimientos y actitudes habituales que nos inducen a actuar de acuerdo con determinados principios del derecho. Podemos distinguir unas virtudes de otras, por medio de sus correspondientes principios. Creo, además, que las virtudes pueden identificarse empleando la concepción de la justicia ya establecida; una vez que se comprende esta concepción, podemos disponer de ella para definir los sentimientos morales y para distinguirlos de los valores naturales.

Por consiguiente, una persona buena, o una persona de valor moral, es la que tiene en un grado superior al promedio los rasgos de base amplia del carácter moral que es racional que las personas en la situación original deseen las unas en las otras. Como los principios de la justicia han sido decididos, y estamos dando por supuesto un apego riguroso a ellos, cada individuo sabe que, en la sociedad, debe desear que los demás tengan los sentimientos morales que sostienen la adhesión a aquellas normas. Así, podemos decir alternativamente que una persona buena tiene los rasgos de carácter moral que es racional que los miembros de una sociedad bien ordenada deseen en sus compañeros. Ninguna de estas dos interpretaciones introduce nuevas nociones éticas, y así la definición de la bondad como racionalidad se ha extendido a las personas. En conjunción con la teoría de la justicia que tiene la información específica del bien como una subparte, la teoría general parece dar una interpretación satisfactoria del valor moral, que es el tercer concepto importante de la ética.

Algunos filósofos han pensado que, toda vez que una persona, en cuanto persona, no tiene un papel o función definidos y no debe ser tratada como un instrumento o un objeto, una definición de la bondad como racionalidad, de acuerdo con estas líneas, debe fracasar.[25] Pero, como hemos visto, es posible crear una definición de este género sin suponer que las personas desempeñen una determinada función y, mucho menos, que sean cosas utilizables para alguna finalidad ulterior. Es cierto, naturalmente, que la extensión de la definición al caso del valor moral implica muchos supuestos. En especial, yo parto del supuesto de que ser miembro de alguna comunidad y comprometerse en muchas formas de cooperación es una condición de la vida humana. Pero este supuesto es lo bastante general para no comprometer una teoría de la justicia y del valor moral. En realidad, es completamente lógico, según he señalado antes, que una información acerca de los que consideramos nuestros juicios morales se base en las circunstancias naturales de la sociedad. En este sentido, no hay nada a priori acerca de la filosofía moral. Basta recordar, a modo de resumen, que lo que permite que esta definición del bien cubra la noción del valor moral es el uso de los principios de la justicia ya deducidos. Además, el contenido específico y el modo de derivación de estos principios también es pertinente. La principal idea de la justicia como imparcialidad, es decir, que los principios de la justicia son aquellos en los que estarían de acuerdo las personas racionales en una situación original de igualdad, allana el camino para la extensión de la definición del bien a las cuestiones de la bondad moral (de mayor amplitud).

Parece conveniente indicar la forma en que la definición del bien podría extenderse a otros casos. El hacerlo así nos dará más confianza en su aplicación a las personas. Supongamos, pues, que para cada persona hay un proyecto racional de vida que determina su bien. Podemos definir ahora un acto bueno (en el sentido de un acto benéfico) como aquel que estamos en libertad de hacer o no hacer, es decir, que ninguna exigencia de deber u obligación natural nos obliga a realizarlo o a no realizarlo, y que promueve e intenta promover el bien de otro (su proyecto racional). Avanzando un paso más, podemos definir una buena acción (en el sentido de una acción benévola) como un acto bueno llevado a cabo para el bien de otra persona. Un acto benéfico promueve el bien de otro; una acción benévola se lleva a cabo por el deseo de que el otro obtenga ese bien. Cuando la acción benévola supone mucho bien para la otra persona y cuando se emprende con considerable pérdida o riesgo para el agente, juzgado desde el punto de vista de sus intereses más estrechamente interpretados, entonces la acción es supererogatoria. Un acto que fuese muy bueno para otro, especialmente un acto que le protegiese contra un grave daño o perjuicio, es un deber natural exigido por el principio de ayuda mutua, siempre que el sacrifico y los riesgos para el agente no sean muy grandes. Así, puede considerarse que un acto supererogatorio es el que una persona realiza para el bien de otro, aunque se cumpla la condición que anula el deber natural. En general, acciones supererogatorias son aquellas que constituirían deberes si no se diesen determinadas condiciones eximentes, relacionadas con un autointerés razonable. Llegado el momento, naturalmente, para una completa información contractual del derecho, tendremos que partir del punto de vista de la situación original, que debe considerarse como un razonable interés propio. Pero no continuaré con esto ahora.

Por último, la teoría general del bien nos permite distinguir las diferentes clases de valor moral, o la ausencia de él. Así, podemos distinguir entre el hombre injusto, el malo y el perverso. Como ejemplo, consideremos el hecho de que algunos hombres se esfuercen por alcanzar un poder excesivo, es decir, una autoridad sobre los otros que excede lo que está permitido por los principios de la justicia y que puede ser ejercida arbitrariamente. En cada uno de estos casos existe un afán de hacer lo que es malo e injusto a fin de alcanzar los propios objetivos. Pero el hombre injusto busca el poder, por alcanzar unos objetivos como la riqueza y la seguridad que, dentro de unos límites adecuados, son legítimos. El hombre malo desea un poder arbitrario porque goza del sentimiento de dominio que su ejercicio le da y busca la aclamación social. Tiene también un deseo desordenado de cosas que, cuando se hallan debidamente circunscritas, son buenas: concretamente, la estimación de los otros y el sentimiento de autodominio. Es su forma de satisfacer estas ambiciones lo que le hace peligroso. En cambio, el hombre perverso aspira a una dominación injusta, precisamente porque viola lo que las personas independientes establecerían con su consentimiento en una situación original de igualdad y, en consecuencia, su posesión y despliegue manifiestan su superioridad y ultrajan el respeto propio de los demás. Es este despliegue y este ultraje lo que se persigue después. Lo que impulsa al hombre perverso es el amor a la injusticia: goza de la impotencia y de la humillación de los que le están sometidos, y se deleita en ser reconocido por ellos como el autor voluntario de su degradación. Una vez que la teoría de la justicia se une a la teoría del bien en lo que he llamado la teoría general, podemos hacer estas y otras distinciones. No parece que haya razón alguna para temer que no se puedan explicar las numerosas variaciones del valor moral.

67. El respeto propio, excelencias y vergüenza

En varias ocasiones he señalado que tal vez el bien primario más importante sea el del respeto propio. Debemos cerciorarnos de que la concepción de la bondad como racionalidad explique por qué esto ha de ser así. Podemos definir el respeto propio (o la autoestimación), en dos aspectos. En primer lugar, como antes lo hemos indicado (§ 29), incluye el sentimiento en una persona de su propio valor, su firme convicción de que su concepción de su bien, su proyecto de vida, vale la pena de ser llevado a cabo. Y, en segundo lugar, el respeto propio implica una confianza en la propia capacidad, en la medida en que ello depende del propio poder, de realizar las propias intenciones. Cuando creemos que nuestros proyectos son de poco valor no podemos proseguirlos con placer ni disfrutar con su ejecución. Atormentados por el fracaso y por la falta de confianza en nosotros mismos, tampoco podemos llevar adelante nuestros esfuerzos. Está claro, pues, por qué el respeto propio es un bien primario. Sin él, nada puede parecer digno de realizarse o, si algunas cosas tienen valor para nosotros, carecemos de la voluntad de esforzarnos por conseguirlas. Todo deseo y toda actividad se tornan vacíos y vanos, y nos hundimos en la apatía y en el cinismo. Por consiguiente, los individuos en la situación original desearían evitar, casi a cualquier precio, las condiciones sociales que socavan el respeto propio. El hecho de que la justicia como imparcialidad preste más apoyo a la autoestimación que a otros principios es una buena razón para que la adopten.

La concepción de la bondad como racionalidad nos permite caracterizar más plenamente las circunstancias que apoyen el primer aspecto de la autoestimación, el sentido de nuestro propio valor. Son, esencialmente, dos: l) tener un proyecto racional de vida y, en especial, uno que satisfaga el principio aristotélico; y 2) ver que nuestra persona y nuestros actos son apreciados y confirmados por otros, que son, a su vez, estimados y de cuya compañía gozamos. Supongo, además, que el proyecto de vida de un individuo carecerá para él de un cierto atractivo si no consigue estimular sus facultades naturales hasta un punto interesante. Cuando las actividades no logran satisfacer el principio aristotélico, probablemente parecerán estúpidas e insulsas, y no nos darán ningún sentimiento de aptitud, ni la convicción de que valen la pena de ser realizadas. Una persona tiende a confiar más en su valor cuando sus facultades se realizan plenamente y se organizan con una complejidad y un refinamiento adecuados.

Pero el efecto que acompaña al principio aristotélico interviene también en el hecho de que otros confirmen y disfruten de lo que nosotros hacemos. Porque, si bien es cierto que, a menos que nuestros esfuerzos sean apreciados por nuestros compañeros, es imposible para nosotros mantener la convicción de que valen la pena, también es cierto que los otros tienden a valorarlos únicamente cuando lo que nosotros hacemos despierta su admiración o les produce placer. Así, las actividades que despliegan talentos intrincados y sutiles y manifiestan perspicacia y refinamiento, son valoradas tanto por el propio individuo como por quienes le rodean. Por otra parte, cuanto más considere una persona que su proyecto de vida merece la pena de realizarse, más probable es que celebre nuestros logros. El que tiene confianza en sí mismo no escatima a la hora de apreciar a los demás Teniendo en cuenta todas estas observaciones, parece que las condiciones para que las personas se respeten a sí mismas, y unas a las otras, exigirían que sus proyectos comunes fuesen racionales y complementarios: que estimulen sus facultades educadas y que despierten en cada uno un sentimiento de dominio, y que se inserten, en conjunto, en un solo esquema de actividad que todos puedan apreciar y disfrutar.

Ahora bien: puede pensarse que estas condiciones, generalmente, no pueden cumplirse. Podría suponerse que sólo en una asociación limitada de individuos muy bien dotados, unidos en la consecución de objetivos artísticos, científicos o sociales comunes, resulta posible algo de este género. Parecería que no hay modo alguno de establecer una base duradera de respeto propio en toda la sociedad. Pero esta suposición es errónea. La aplicación del principio aristotélico se relaciona siempre con el individuo y, por consiguiente, con sus valores personales y con su situación particular. Normalmente, basta que para cada persona haya alguna asociación (una o más) a la que pertenezca, y dentro de la cual sean públicamente afirmadas por los otros las actividades que son razonables para él. De este modo, adquirimos la convicción de que lo que hacemos en la vida cotidiana merece la pena. Además, los lazos asociativos fortalecen el segundo aspecto de la autoestimación, pues tienden a reducir la probabilidad del fracaso y proporcionan un apoyo contra el sentimiento de desconfianza de sí mismo cuando surgen contratiempos. Naturalmente, los hombres tienen capacidades y facultades variables, y lo que parece interesante y atractivo para unos no se lo parecerá a otros. Pero en una sociedad bien ordenada, hay una gran variedad de comunidades y asociaciones, y los miembros de cada una tienen sus propios ideales adecuadamente proporcionales a sus aspiraciones y facultades. Si se juzgan por la doctrina perfeccionista, las actividades de muchos grupos acaso no desplieguen un alto grado de excelencia. Pero no importa. Lo que cuenta es que la vida interna de esas asociaciones se ajuste convenientemente a las facultades y necesidades de los que pertenecen a ellas, y que proporcione una base segura al sentimiento del propio valor de sus miembros. El nivel absoluto de realización, aunque pudiera definirse, será improcedente. Pero, en todo caso, como ciudadanos, tenemos que rechazar la norma de perfección como principio político, y evitar, respecto a los objetivos de la justicia, toda apreciación del valor relativo de los distintos modos de vida (§ 50). Así, pues, lo necesario es que haya para cada persona una comunidad, por lo menos, de intereses compartidos, a la cual pertenezca y en la que encuentre sus esfuerzos confirmados por sus compañeros. Y, en general, esta comunidad es suficiente, siempre que en la vida pública los ciudadanos respeten entre sí sus correspondientes objetivos y ejerzan sus derechos políticos de modo que también apoyen su autoestimación. Es precisamente esta condición fundamental la que los principios de la justicia sostienen. Los individuos en la situación original no adoptan el principio de perfección porque rechazar este criterio allana el camino al reconocimiento de lo bueno que hay en todas las actividades que cumplen el principio aristotélico (y que son compatibles con los principios de la justicia). Esta democracia con que unos juzgan los objetivos de los otros es el fundamento del respeto propio en una sociedad bien ordenada.

Más adelante relacionaré estos problemas con la idea de unión social y con el lugar que ocupan los principios de justicia en el bien humano (§§ 79-82). Aquí deseo analizar las conexiones entre el bien primario del respeto propio, las excelencias y la vergüenza, y considerar cuándo la vergüenza es una emoción moral en cuanto opuesta a una emoción natural. Ahora podemos caracterizar la vergüenza como el sentimiento que alguien experimenta cuando sufre una ofensa a su respeto propio o un ataque a su autoestima. La vergüenza es dolorosa, porque es la pérdida de un bien preciado. Pero hay una distinción entre vergüenza y pesar, que debe ser señalada. El segundo es un sentimiento originado por la pérdida de casi todos los tipos de bienes, como cuando lamentamos haber hecho algo, de un modo imprudente o descuidado, cuyo resultado nos perjudica. Para explicar el pesar, nos centramos, por así decirlo, en las oportunidades perdidas o en los medios desperdiciados. Pero también podemos lamentar el haber hecho algo que nos expone a la vergüenza, o incluso el haber dejado de seguir un proyecto de vida que sentaba una base para nuestra autoestimación. Así, podemos lamentar la carencia de un sentimiento de nuestro propio valor. El pesar es el sentimiento general suscitado por la pérdida o la ausencia de lo que consideramos bueno para nosotros, mientras la vergüenza es la emoción evocada por los golpes inferidos a nuestro respeto propio, que es una forma especial de bien.

Sin embargo, tanto el pesar como la vergüenza se refieren a nosotros mismos, pero la vergüenza implica una conexión especialmente íntima con nuestra persona y con aquellas de quienes dependemos para confirmar el sentimiento de nuestro propio valor.[26] Además, la vergüenza es, a veces, un sentimiento moral, citándose un principio del bien para explicarla. Debemos alcanzar un esclarecimiento de estos hechos. Distingamos entre cosas que son buenas primordialmente para nosotros (para el que las posee), y atributos de nuestra persona que son buenas para nosotros y también para los demás. Estas dos clases no son exhaustivas, pero ponen de manifiesto el contraste adecuado. Así, mercancías y artículos de propiedad (bienes exclusivos) son buenos, principalmente, para quienes los poseen y hacen uso de ellos, y sólo indirectamente para los demás. Además, la imaginación y el talento, la belleza y la gracia, y otros valores y facultades naturales de la persona son buenos también para los demás: son disfrutados por nuestros compañeros, al igual que por nosotros mismos cuando se despliegan adecuadamente y se ejercen de manera razonable. Constituyen los medios humanos para la realización de actividades complementarias, en que las personas se unen y disfrutan de sus propias realizaciones y de las ajenas de su naturaleza. Esta clase de bienes constituye las excelencias: son las características y las facultades de la persona que todos (incluidos nosotros) consideramos racional que se desee tener. Desde nuestro punto de vista, las excelencias son bienes porque nos permiten llevar a cabo un proyecto de vida más satisfactorio, incrementando nuestro sentimiento de dominio. Al propio tiempo, estos atributos son apreciados por aquellos con quienes convivimos, y el placer que ellos experimentan en nuestra persona y en lo que hacemos apoya nuestra autoestimación. Así, las excelencias son una condición del florecimiento humano; son bienes desde los puntos de vista de todos. Estos hechos las relacionan con las condiciones del respeto propio, y explican su conexión con nuestra confianza en nuestro propio valor.

Si consideramos, en primer término, la vergüenza natural, veremos que no surge de una pérdida o de una ausencia de bienes exclusivos o, por lo menos, no surge directamente, sino de la ofensa inferida a nuestra autoestimación, debida a nuestra falta de determinadas excelencias o a nuestra incapacidad para ejercitarlas. La carencia de cosas primordialmente buenas para nosotros sería un motivo de pesar, pero no de vergüenza. Así, puede uno avergonzarse del propio aspecto o torpeza. Normalmente estos atributos no son voluntarios y por ello no nos hacen sentirnos culpables; pero, dada la relación entre vergüenza y respeto propio, la razón de que nos sintamos deprimidos por causa de ellos es justa. Con esos defectos, nuestra forma de vida es menos plena, y los demás nos prestan un apoyo de menor estimación. La vergüenza natural, pues, surge de los defectos de nuestra persona, o de actos y atributos que los revelan, que ponen de manifiesto la pérdida o la carencia de propiedades que los demás encontrarían tan racional como nosotros mismos que las tuviéramos. Sin embargo, es necesaria una condición. Es nuestro proyecto de vida el que determina aquello de lo que nos avergonzamos, y por ello los sentimientos de vergüenza están en relación con nuestras aspiraciones, con lo que intentamos hacer y con aquellos con quienes deseamos asociarnos.[27] Los que no tienen facultades musicales no se esfuerzan por ser músicos ni sienten vergüenza alguna por tal carencia. En realidad, no es una carencia, en absoluto, o no lo es, por lo menos, si pueden formarse asociaciones satisfactorias haciendo otras cosas. En consecuencia, diríamos que, dado nuestro proyecto de vida, tendemos a avergonzarnos de aquellos defectos de nuestra persona o de aquellos fracasos en nuestras acciones que indican una pérdida o una falta de las excelencias esenciales para la realización de nuestros más importantes propósitos asociativos.

Volviendo ahora a la vergüenza moral, sólo tenemos que reunir la descripción de la noción de una persona buena (en la sección anterior) y las observaciones acerca de la naturaleza de la vergüenza. Así, cualquiera puede hallarse expuesto a la vergüenza moral, cuando estima como excelencias de su persona aquellas virtudes que su proyecto de vida requiere y que, dada su estructura, debe estimular. Considera las virtudes o, en todo caso algunas de ellas, como propiedades que sus compañeros desean en él y que él desea en sí mismo. La posesión de estas excelencias y la expresión de las mismas en sus acciones figuran entre sus propósitos reguladores y constituyen una condición necesaria para su valoración y estimación por aquellos con quienes él tiene interés en asociarse. Las acciones y los rasgos que manifiestan o descubren la ausencia de esos atributos en su persona son, pues, probablemente, motivo de vergüenza, así como la conciencia o el recuerdo de estos defectos. Como la vergüenza brota de un sentimiento de disminución de sí mismo debemos explicar cómo puede considerarse así la vergüenza moral. En primer lugar, la interpretación kantiana de la situación original significa que el deseo de hacer lo que es legítimo y justo es la principal forma de que disponen las personas para expresar su naturaleza como seres racionales libres e iguales. Y del principio aristotélico se sigue que esta expresión de su naturaleza es un elemento fundamental de su bien. Combinadas con la información del valor moral tenemos, pues, que las virtudes son excelencias. Son buenas desde el punto de vista de nosotros mismos, así como desde el de los demás. La carencia de ellas tenderá a socavar tanto nuestra propia estima como la estimación que nuestros compañeros tienen por nosotros. Por tanto, las manifestaciones de estas faltas herirán el propio respeto con sentimientos asociados de vergüenza.

Es instructivo observar las diferencias entre los sentimientos de vergüenza moral y de culpa. Aunque ambos pueden ser originados por la misma acción, no tienen la misma explicación (§ 73). Imaginemos, por ejemplo, que alguien roba o se conduce cobardemente y luego se siente culpable y avergonzado. Se siente culpable porque ha actuado en contra de su sentido de la rectitud y de la justicia. Pero, al favorecer injustamente sus intereses ha transgredido los derechos de los demás, y sus sentimientos de culpa serán más intensos si tiene lazos de amistad o de compañerismo con los perjudicados. Supone que los otros estarán ofendidos e indignados por su conducta, y teme su justa ira y la posibilidad de represalias. Sin embargo, se siente avergonzado también porque su conducta revela que él no ha alcanzado el bien del dominio propio, y ha visto que era indigno de sus compañeros, de quienes depende para confirmar su sentimiento de su propio valor. Teme que lo rechacen y lo encuentren despreciable, como un objeto ridículo. Con su comportamiento, ha puesto de manifiesto una carencia de las excelencias morales que él mismo aprecia y a las que aspira.

Vemos, pues, que siendo las excelencias de nuestra persona lo que aportamos a los asuntos de la vida social, deben procurarse todas las virtudes, y su ausencia puede exponernos a la vergüenza. Pero algunas virtudes se hallan unidas a la vergüenza, de un modo especial porque son especialmente reveladoras de la incapacidad de conseguir un dominio propio con sus correspondientes excelencias de fuerza, valor y autocontrol. Los errores que pongan de manifiesto la ausencia de estas cualidades pueden someternos fácilmente a penosos sentimientos de vergüenza. Así, aunque los principios del bien y de la justicia se utilizan para describir las acciones que nos disponen a sentir vergüenza moral y culpabilidad, la perspectiva es diferente en cada caso. En uno, prestamos especial atención a la infracción de las justas pretensiones de los otros y al daño que les hemos causado, y a sus probables enfado e indignación si descubrieran nuestros actos. Mientras que, en el otro, nos sentimos heridos por la pérdida de nuestra propia estima y por nuestra incapacidad para realizar nuestros propósitos: percibimos la disminución del yo, por nuestra angustia a causa del menos respeto que los demás pueden tener por nosotros y por nuestra decepción acerca de nosotros mismos, al no poder vivir según nuestros ideales. Está claro que tanto la vergüenza moral como la culpabilidad implican nuestras relaciones con los demás, y cada una de ellas es una expresión de nuestra aceptación de los primeros principios del bien y de la justicia. De todos modos, estas emociones se presentan dentro de diferentes puntos de vista, al ser consideradas de modo contrastante nuestras circunstancias.

68. Algunos contrastes entre lo justo y lo bueno

A fin de revelar las características estructurales de la interpretación contractual me referiré ahora a ciertos contrastes entre los conceptos de lo justo y de lo bueno. Como estos conceptos nos permiten explicar el valor moral, son los dos conceptos fundamentales de la teoría. La estructura de una doctrina ética depende de la forma en que relaciona estas dos nociones y en que define sus diferencias. Los rasgos distintivos de la justicia como imparcialidad pueden mostrarse mediante la observación de estos puntos.

Una diferencia consiste en que, mientras los principios de la justicia (y los principios de lo justo, en general) son los que se elegirían en la situación original, los principios de la elección racional y los criterios de racionalidad deliberativa no se eligen, en absoluto. La primera tarea de la teoría de la justicia es definir la situación inicial de modo que los principios resultantes expresen la correcta concepción de la justicia, desde un punto de vista filosófico. Esto quiere decir que los rasgos típicos de esta situación representarían presiones razonables en los alegatos en favor de la aceptación de principios y que los principios acordados corresponderían a las que consideramos nuestras convicciones acerca de la justicia en un equilibrio reflexivo. Pero en la teoría del bien no se presenta el problema análogo. Para empezar, no hay necesidad alguna de un acuerdo sobre los principios de elección racional. Como cada quien es libre de proyectar su vida según le plazca (mientras sus intenciones sean compatibles con los principios de la justicia), no se requiere unanimidad respecto a las pautas de la racionalidad. Todo lo que la teoría de la justicia da por supuesto es que, en la información específica del bien, las normas evidentes de elección racional bastan para explicar la preferencia por los bienes primarios y que las variaciones existentes en las concepciones de la racionalidad no afectan los principios de justicia adoptados en la situación original.

Sin embargo, yo he supuesto que los seres humanos reconocen ciertos principios y que estas normas pueden ser consideradas como catalogaciones para sustituir el concepto de racionalidad. Podemos, si así lo deseamos, admitir ciertas variaciones en la lista. Así, por ejemplo, existen discrepancias en cuanto al mejor modo de afrontar la incertidumbre.[28] Pero no hay razón alguna que nos impida imaginar que los individuos, al hacer sus proyectos, están siguiendo sus inclinaciones en este caso. Por consiguiente, no puede agregarse a la lista ningún principio de elección con incertidumbre que parezca aceptable, mientras no surjan argumentos decisivos contra él. Sólo en la teoría específica del bien tenemos que preocuparnos de estas cuestiones. Aquí, el concepto de racionalidad debe interpretarse en el sentido de que puede establecerse el deseo general de bienes primarios y de que puede demostrarse la elección de los principios de justicia. Pero, aun en este caso, yo he sugerido que la concepción de justicia adoptada es indiferente a las conflictivas interpretaciones de la racionalidad. Sin embargo, en todo caso, una vez elegidos los principios de justicia y cuando nos hallemos trabajando ya en el marco de la teoría completa, no habrá necesidad alguna de determinar la descripción del bien de modo que imponga unanimidad acerca de todas las normas de la elección racional. En realidad, esto se opondría a la libertad de elección que la justicia como imparcialidad asegura a los individuos y a los grupos dentro de la estructura de unas instituciones justas.

Un segundo contraste entre lo justo y lo bueno consiste en que en general es bueno que las concepciones que los individuos tienen de su propio bien difieran de modo notable, mientras no ocurre lo mismo respecto a sus concepciones de lo justo. En una sociedad bien ordenada, los ciudadanos sostienen los mismos principios de derecho y tratan de alcanzar el mismo juicio en los casos particulares. Estos principios tienen que establecer un ordenamiento final entre las pretensiones conflictivas que las personas sostienen unas en relación con las otras, y es esencial que este ordenamiento sea identificable desde el punto de vista de cada uno, por difícil que pueda ser, en la práctica, que cada quien lo acepte. Por otra parte, las personas encuentran su bien de distintos modos, y para una persona pueden ser buenas muchas cosas que no lo serían para otra. Además, no es urgente alcanzar un juicio públicamente aceptado acerca de lo que es el bien de unos individuos en particular. Las razones que hacen necesario tal acuerdo en cuestiones de justicia no constituyen juicios de valor. Aun cuando adoptemos el punto de vista de otro e intentemos apreciar lo que sería conveniente para él, lo hacemos como consejeros, por así decirlo. Tratamos de ponernos en el lugar del otro, e imaginando que tenemos sus mismas aspiraciones y necesidades, intentamos ver las cosas desde su punto de vista. Dejando aparte los casos de paternalismo, ofrecemos nuestro juicio cuando se nos pide, pero no hay un conflicto de derecho si nuestro parecer es discutido y si no se sigue nuestra opinión.

En una sociedad bien ordenada, por tanto, los proyectos de vida de los individuos son diferentes, en el sentido de que tales proyectos dan especial importancia a diferentes propósitos, y las personas quedan en libertad de determinar su bien, sin contar con las opiniones de otros, más que a título consultivo. Ahora bien, esta variedad en las concepciones del bien es buena en sí misma o, dicho de otro modo, es racional que los miembros de una sociedad bien ordenada deseen que sus proyectos sean distintos. Las razones de ello son evidentes. Los seres humanos tenemos varias facultades y capacidades, cuya totalidad es irrealizable por parte de una persona o de un grupo de personas. Así, no sólo nos beneficiamos del carácter complementario de nuestras inclinaciones desarrolladas, sino que nos complacemos en nuestras respectivas actividades. Es como si otros pusieran de relieve una parte de nosotros mismos que nosotros no hemos sido capaces de cultivar. Hemos tenido que dedicarnos a otras cosas, sólo a una pequeña parte de lo que podríamos haber hecho (§ 79). Pero la situación es enteramente distinta en la justicia: aquí exigimos no sólo unos principios comunes, sino unos modos bastante similares de aplicarlos en los casos particulares, de modo que pueda definirse un ordenamiento final de pretensiones opuestas. Los juicios de la justicia sólo son consultivos en circunstancias especiales.

La tercera diferencia consiste en que muchas aplicaciones de los principios de justicia se ven reducidas por el velo de la ignorancia, cuando las evaluaciones del bien de una persona deben basarse en un pleno conocimiento de los hechos. Así, pues, como hemos visto, los principios de justicia no sólo tienen que elegirse en ausencia de ciertos tipos de información particular, sino que, cuando estos principios se utilizan para diseñar constituciones y disposiciones sociales básicas, y para decidir entre leyes y programas de acción nos hallamos sometidos a limitaciones similares, aunque no tan estrictas. Los diputados de un congreso constituyente y los legisladores y electores ideales también se ven obligados a adoptar un punto de vista en el que no conocen más que los hechos generales adecuados. Por otra parte, la concepción que un individuo tiene de su bien ha de ajustarse, desde el comienzo, a su situación particular. Un proyecto racional de vida tiene en cuenta nuestras facultades, aspiraciones y circunstancias especiales y, por consiguiente, es bueno que dependa de nuestra posición social y de nuestras dotes naturales. No hay objeción alguna a hacer al ajuste de los proyectos racionales a estas contingencias, porque los principios de la justicia han sido elegidos ya y determinan el contenido de estos proyectos, los objetivos que fomentan y los medios de que se valen. Pero, en los juicios de la justicia, solamente en la fase judicial y administrativa se abandonan todas las restricciones sobre la información y los casos particulares tienen que decidirse en vista de todos los hechos pertinentes.

A la luz de estos contrastes podemos esclarecer, además, una importante diferencia entre la doctrina contractual y el utilitarismo. Como el principio de utilidad consiste en dar el máximo valor al bien, comprendido como la satisfacción del deseo racional, tenemos que considerar como dadas las preferencias existentes y las posibilidades de su continuación en el futuro, y luego esforzarnos por lograr el máximo saldo neto de satisfacción. Pero, como hemos visto, la determinación de proyectos racionales es indeterminada en aspectos esenciales (§ 64). Los principios más evidentes y más fáciles de aplicar de la elección racional no especifican cuál es el proyecto mejor; muchas cosas quedan todavía por decidir. Esta indeterminación no es una dificultad para la justicia como imparcialidad, porque los detalles de los proyectos no afectan, en modo alguno, lo que es correcto o justo. Nuestro modo de vida, cualesquiera que sean nuestras circunstancias particulares, debe conformarse siempre a los principios de la justicia a los que se llega independientemente. Así, los aspectos arbitrarios de los proyectos de vida no afectan estos principios ni la forma en que ha de disponerse la estructura básica. Lo indeterminado del concepto de racionalidad no se traduce en las legítimas exigencias que los hombres pueden hacerse mutuamente. La prioridad de lo justo lo impide.

El utilitario, en cambio, tiene que admitir la posibilidad teórica de que las configuraciones de preferencias permitidas por esta indeterminación puedan conducir a la injusticia, tal como generalmente se entiende. Por ejemplo, supongamos que la mayor parte de la sociedad aborrece ciertas prácticas religiosas o sexuales, y las considera como una abominación. Este sentimiento es tan intenso, que no basta que tales prácticas se mantengan alejadas de la vista del público; la simple idea de que ocurren tales cosas basta para despertar la ira y la aversión en la mayoría. Aunque estas actitudes son insostenibles sobre bases morales, no parece que haya una forma segura de excluirlas como irracionales. La búsqueda de la máxima satisfacción del deseo puede, por tanto, justificar duras medidas represivas contra acciones que no causan daño social alguno. Para defender la libertad individual, en este caso, el utilitario tiene que demostrar que, dadas las circunstancias, el saldo real de ventajas, a largo plazo, sigue siendo favorable a la libertad; y este argumento puede tener éxito o no.

En la justicia como imparcialidad, en cambio, este problema nunca se plantea. Las intensas convicciones de la mayoría, si son en realidad simples preferencias sin fundamento alguno en los principios de la justicia ya establecidos, no tienen ningún peso desde el principio. La satisfacción de estos sentimientos carece de todo valor que pueda colocarse en el platillo de la balanza contra el derecho a una libertad igual. Para formular una demanda contra la conducta y la creencia de los otros, tenemos que demostrar que sus acciones nos perjudican o que las instituciones que autorizan lo que ellos hacen nos tratan injustamente. Y esto significa que debemos apelar a los principios que reconoceríamos en la situación original. Frente a estos principios, nada importa la intensidad de los sentimientos ni el hecho de que sean compartidos por la mayoría. En la interpretación contractual, por tanto, las bases de la libertad se hallan completamente separadas de las preferencias existentes. En realidad, podemos pensar en los principios de la justicia como en un acuerdo de no tener en cuenta ciertos sentimientos cuando se trata de valorar la conducta de los demás. Como he señalado antes (§ 50), estos puntos son elementos familiares de la doctrina liberal clásica. Los he mencionado de nuevo para demostrar que no puede formularse objeción alguna a la indeterminación en la teoría completa del bien. Puede dejar a una persona incierta respecto a lo que ha de hacer, porque no puede facilitarle instrucciones sobre cómo ha de decidir. Pero, como el objetivo de la justicia no es asignar el máximo valor al cumplimiento de los proyectos racionales, el contenido de la justicia no se ve afectado en modo alguno. Naturalmente, no puede negarse que existen unas actitudes sociales predominantes que atan las manos del estadista. Las convicciones y las pasiones de la mayoría pueden hacer imposible el mantenimiento de la libertad. Pero el inclinarse ante estas necesidades prácticas es distinto de aceptar la justificación de que, si estos sentimientos son lo bastante fuertes y más intensos que ningunos otros sentimientos que puedan sustituirlos, deberán ser ellos los que impongan la decisión. Por el contrario, la interpretación contractual requiere que avancemos hacia instituciones justas tan rápidamente como las circunstancias lo permitan, sin tener en cuenta los sentimientos existentes. En sus principios de justicia se halla inserto un esquema definido de instituciones ideales (§ 41).

Estos contrastes evidencian que, en la justicia como imparcialidad, los conceptos de lo justo y de lo bueno tienen rasgos marcadamente distintos. Estas diferencias surgen de la estructura de la teoría contractual y de la resultante prioridad del derecho y de la justicia. Pero no quiero decir que los términos “justo” y “bueno” (y sus afines) se utilicen normalmente en formas que reflejan estas distinciones. Aunque nuestro lenguaje ordinario puede tender a apoyar la descripción de estos conceptos, esta correspondencia no es necesaria para la corrección de la doctrina contractual. Por el contrario, bastan dos cosas. Primero, hay una forma de proyectar los que consideramos nuestros juicios sobre la teoría de la justicia, de modo que, en equilibrio reflexivo, resulte que los equivalentes de estas convicciones son ciertos, que expresan juicios que podemos aceptar. Y segundo, una vez que comprendemos la teoría, podemos reconocer estas interpretaciones como versiones convenientes de lo que, después de haber reflexionado, ahora deseamos mantener. Aunque no utilicemos, normalmente, estas sustituciones, tal vez porque son demasiado irritantes, o porque serían erróneamente interpretadas o por cualquier otro motivo, estamos dispuestos a admitir que cubren, en sustancia, todo lo que sea necesario expresar. Ciertamente, estos sustitutos no pueden significar lo mismo que los juicios ordinarios con los que se equiparan. Hasta qué punto es esta la situación es una pregunta que no voy a responder. Además, las sustituciones pueden indicar un desplazamiento más o menos drástico a partir de nuestros juicios morales iniciales, tal como existían antes de la reflexión filosófica. Sin embargo, algunos cambios pueden haberse producido a medida que la crítica y la construcción filosóficas nos conducían a revisar y ampliar nuestras opiniones. Pero lo que importa es saber si la concepción de la justicia como imparcialidad nos conduce, mejor que ninguna otra de las teorías que actualmente conocemos, a la verdadera interpretación de los que consideramos nuestros juicios, y nos facilita un modo de expresión de lo que necesitamos afirmar.

[Notas]


[1] Véase W. D. Ross, The Right and the Good (Oxford, The Clarendon Press, 1930), p. 67.

[2] Como hemos señalado, hay un amplio acuerdo, con muchas variaciones, acerca de una descripción del bien, a lo largo de esta línea. Véase Aristóteles, Ética a Nicómaco, libros I y X; y Santo Tomás, Summa Theologica, I-I, q. 5-6, Summa Contra Gentiles, lib. III, capítulos 1-63, y Tratado sobre la felicidad. Kant, Fundamentación de la metafísica de las costumbres, vol. IV; y Crítica de la razón práctica, primera parte del cap. II, lib. I de la pt. I. Véase el análisis de Kant, por H. J. Paton, In Defense of Reason (Londres, George Allen and Unwin, Ltd., 1951), pp. 157-177. Sidgwick, Methods of Ethics, 7ª ed. (Londres, Macmillan, 1907), lib. I, cap. IX, y lib. III, cap. XIV. Esta clase de interpretaciones es mantenida por los idealistas y por los influidos por ellos. Véase, por ejemplo, F. H. Bradley, Ethical Studies, 2ª ed. (Oxford, The Clarendon Press, 1926), cap. II; y Josiah Royce, The Philosophy of Loyalty (Nueva York, Macmillan, 1908), lec. II. Y más recientemente, H. J. Paton, The Good Will (Londres, George Allen and Unwin, 1927), libs. II y III, esp. caps. VIII y IX; W. D. Lamont, The Value Judgment (Edimburgo, The University Press, 1955); y J. N. Findlay, Values and Intentions (Londres, George Allen and Unwin, 1961), cap. V, secs. I y III, y cap. VI. Para los llamados naturalistas sobre la teoría del valor, véase John Dewey, Human Nature and Conduct (Nueva York, Henry Holt, 1922), pt. III; R. B. Perry, General Theory of Value (Nueva York, Longamns, Green, 1926), caps. XX-XXII; y C. I. Lewis, An Analysis of Knowledge and Valuation (La Salle, 111. Open Court Publishing Co., 1946), lib. III. Estoy en deuda por mi información con J. O. Urmson, “On Grading”, Mind, vol. 59 (1950); Paul Ziff, Semantic Analysis (Ithaca, N. Y., Cornell University Press, 1960), cap. VI; y Philippa Foot, “Goodness and Choice”, Proceedings of the Aristotelian Society, supl. vol. 35 (1961), aunque tal vez ellos no aprueben lo que yo digo.

[3] Véase Urmson, “On Grading”, pp. 148-154.

[4] El ejemplo es de Ziff, Semantic Analysis, p. 211.

[5] Sobre este punto, véase Ross, The Right and the Good, p. 67. Una opinión un tanto diferente es expresada por A. E. Duncan-Jones, “Good Things and Good Thieves”, Analysis, vol. 27 (1966), pp. 113-118.

[6] En su mayor parte, mi descripción sigue a J. R. Searle, “Meaning and Speech Acts”, Philosophical Review, vol. 71 (1962). Véase también su Meaning and Speech Acts (Cambridge, The University Press, 1969), cap. VI; y Ziff, Semantic Analysis, cap. VI.

[7] Véase J. L. Austin, How to Do Things with Words (Oxford, The Clarendon Press, 1962), esp. pp. 99-109, 113-116, 145 ss.

[8] Aquí soy deudor de P. T. Geach, “Good and Evil”, Analysis, vol. 17 (1956), pp. 37 ss.

[9] Para estos y otros puntos, véase J. O. Urmson, The Emotive Theory of Ethics (Londres, Hutchinson University Library, 1968), pp. 136-145.

[10] Véase The Philosophy of Loyalty, lec. IV, sec. IV. Royce utiliza la noción de un proyecto para caracterizar los propósitos coherentes, sistemáticos, del individuo, lo que le hace una persona moral, consciente, unificada. En esto, Royce es característico del empleo filosófico que se encuentra en muchos de los autores citados en el § 61, nota 2, como por ejemplo Dewey y Perry. Y yo haré lo mismo. No se da al término un sentido técnico, ni se invocan las estructuras de los proyectos para no conseguir más que evidentes resultados de sentido común. Estas son cuestiones que yo no investigo. Para una discusión de proyectos, véase G. A. Miller, Eugene Galanter, y K. H. Pribram, Plans and the Structure of Behavior (Nueva York, Henry Holt, 1960); y también Galanter, Textbook of Elementary Psychology (San Francisco, Holden-Day, 1966), cap. IX. La noción de un proyecto puede resultar útil para caracterizar una acción intencional. Véase, por ejemplo, Alvin Goldman, A Theory of Action (Englewood Cliffs, N. J., Prentice-Hall, 1970), pp. 56-73, 76-80; pero yo no considero esta cuestión.

[11] Para simplificar, supongo que hay un proyecto y sólo uno que sería elegido, y no varios (o muchos) entre los que el agente mostraría, por ejemplo, indiferencia. Por eso hablo siempre del proyecto que se adoptaría con racionalidad deliberada.

[12] Véase J. D. Mabbott, “Reason and Desire”, Philosophy, vol. 28 (1953), para una discusión de este y de otros puntos. Es un trabajo que me ha sido de gran utilidad.

[13] Véase General Theory of Value (Nueva York, Longmans, Green, 1926), pp. 645-649.

[14] Véase The Methods of Ethics, 7ª ed. (Londres, Macmillan, 1907), pp. 111 ss.

[15] Sobre este punto, véase H. A. Simon, “A Behavioral Model of Rational Choice”, Quarterly Journal of Economics, vol. 69 (1955).

[16] Respecto a las observaciones de este párrafo, estoy en deuda con R. B. Brandt.

[17] Este nombre está tomado de Jan Tinbergen, “Optimun Savings and Utility Maximization over Time”, Econometrica, vol. 28 (1960).

[18] Para este y otros puntos de este párrafo, véase Charles Fried, An Anatomy of Values (Cambridge, Harvard University Press, 1970), pp. 158-169, y Thomas Nagel, The Possibility of Altruism (Oxford, The Clarendon Press, 1970), esp. cap. VIII.

[19] Para la explicación de estos bienes, he recurrido a C. A. Campbell, “Moral and Non-Moral Values”, Mind, vol. 44 (1935); véanse pp. 279-291.

[20] El nombre “principio aristotélico” me parece adecuado, en vista de lo que Aristóteles dice acerca de las relaciones entre felicidad, actividad y disfrute en la Ética a Nicómaco, lib. VII, caps. 11-14, y Iib. X, caps. 1-5. Pero como él no establece tal principio explícitamente y, en el mejor de los casos, sólo algo del mismo se halla implícito, no le he llamado “principio de Aristóteles”. De todos modos, Aristóteles afirma, ciertamente, dos puntos que se encierran en el principio: l) que el disfrute y el placer no siempre son, en modo alguno, el resultado de volver a un estado saludable o normal, o de superar deficiencias; más bien, muchas formas de placer y disfrute surgen cuando ejercemos nuestras facultades; y 2) que el ejercicio de nuestras potencias naturales constituye un bien humano muy importante. Además, 3) la idea de que las actividades más agradables y los placeres más deseables y duraderos surgen del ejercicio de habilidades mayores que implican disposiciones más complejas, no sólo es compatible con la concepción de Aristóteles del orden natural, sino que algo parecido conforma, generalmente, los juicios de valor que hace, aun cuando no exprese sus razones. Para una discusión del concepto de Aristóteles del disfrute y del placer, véase W. F. R. Hardie, Aristotle’s Ethical Theory (Oxford, The Clarendon Press, 1968), cap. XIV. La interpretación de la doctrina de Aristóteles dada por G. C. Field, Moral Theory (Londres, Methuen, 1932), pp. 76-78, sugiere notablemente lo que yo he llamado el principio aristotélico. Mill llega casi a establecerlo en Utilitarianism, cap. II, párrfs. 4-8. Aquí es importante el concepto de motivación de “efectancia” introducido por R. W. White, “Ego and Reality in Psychoanalytic Theory”, Psychological Issues, vol. III (1963), cap. III, en el que me he basado. Véase también pp. 173-175, 180 ss. Estoy en deuda con J. M. Cooper en cuanto a la discusión acerca de la interpretación de este principio y de la propiedad de su nombre.

[21] Véase B. G. Campbell, Human Evolution (Chicago, Aldine Publishing Co., 1966), pp. 49-53; y W. H. Thorpe, Science, Man, and Morals (Londres, Methuen, 1965), pp. 87-92. Para los animales, véase Irenäus Eibl-Eibesfeldt, Ethology, trad. Erich Klinghammer (Nueva York, Holt, Rinehart, and Winston, 1970), pp. 217-248.

[22] Esto parece ser válido también para los monos. Véase Eibl-Eibesfeldt, ibid., p. 239.

[23] Véase C. A. Campbell, “Moral and Non-Moral Values”, Mind, vol. 44 (1935), y R. M. Hare, “Geach on Good and Evil”, Analysis, vol. 18 (1957).

[24] Por el concepto de propiedades de amplia base y su utilización aquí, estoy en deuda con T. M. Scanlon.

[25] Véase, por ejemplo, Hare, “Geach on Good and Evil”, pp. 109 ss.

[26] Mi definición de la vergüenza se acerca a la de William McDougall, An Introduction to Social Psychology (Londres, Methuen, 1908), pp. 124-128. Respecto a la conexión entre autoestimulación y lo que he llamado el principio aristotélico, he seguido a White, “Ego and Reality in Psychoanalytic Theory”, cap. 7. Respecto a la relación de vergüenza y culpa, estoy en deuda con Gerhart Piers y con Milton Singer, Shame and Guilt (Springfield, Ill. Charles C. Thomas, 1953), aunque el planteamiento de mi discusión es totalmente distinto. Véase también Erik Erikson, “Identity and the Life Cycle”, Psychological Issues, vol. 1 (1959), pp. 39-41, 65-70. Para la intimidad de la vergüenza, véase Stanley Cavell, “The Avoidance of Love”, en Must We Mean What We Say? (Nueva York, Charles Scribner’s Sons, 1969), pp. 278, 286 ss.

[27] Véase William James, The Principles of Psychology, vol. I (Nueva York, 1890), pp. 309 ss. [Fondo de Cultura Económica, 1989, pp. 13 ss.]

[28] Véase el análisis en R. D. Luce y Howard Raiffa, Games and Decisions (Nueva York, John Wiley and Sons, 1957), pp. 278-306.