Tras haber presentado una descripción del bien, vuelvo ahora al problema de la estabilidad. Lo trataré en dos fases. En este capítulo analizo la adquisición del sentido de la justicia por los miembros de una sociedad bien ordenada, y considero brevemente la fuerza relativa de este sentimiento cuando se define por diferentes concepciones morales. El capítulo final examina la cuestión de la congruencia, es decir, si el sentido de la justicia es coherente con la concepción de nuestro bien, de modo que ambos contribuyen a construir un esquema justo. Conviene tener en cuenta que una gran parte de este capítulo es de preparación y que diversos temas se toman sólo para indicar los puntos más fundamentales que guardan relación con la teoría filosófica. Comienzo con una definición de una sociedad bien ordenada y con algunas breves observaciones acerca del significado de la estabilidad. Después, bosquejo el desarrollo del sentido de la justicia, tal como puede suponerse que se producirá una vez que se establezcan firmemente instituciones justas y se reconozcan como tales. También se presta cierta atención a los principios de psicología moral; subrayo el hecho de que existen principios de reciprocidad y enlazo esto con la cuestión de la estabilidad relativa. El capítulo concluye con un examen de los atributos naturales en virtud de los cuales los seres humanos son acreedores de las garantías de una justicia igual, y que definen la base natural de la igualdad.
Al comienzo (§ 1), he caracterizado una sociedad bien ordenada como una sociedad planeada para incrementar el bien de sus miembros, y eficazmente regida por una concepción pública de la justicia. Es, pues, una sociedad en la que todos aceptan y saben que los otros aceptan los mismos principios de la justicia, y las instituciones sociales básicas satisfacen y se sabe que satisfacen estos principios. Ahora bien: la justicia como imparcialidad está estructurada de acuerdo con esta idea de sociedad. Las personas en la situación original tienen que admitir que los principios elegidos son públicos y, en consecuencia, deben valorar las concepciones de la justicia en vista de sus probables efectos como normas generalmente reconocidas (§ 23). Concepciones que podrían ser bastante eficaces si fuesen comprendidas y seguidas por unos pocos o incluso por todos, mientras este hecho no fuese muy conocido, quedan excluidas por la condición de la publicidad. Es de señalar también que, como a estos principios se llega por consentimiento, a la luz de verdaderas creencias generales acerca de los hombres y de su lugar en la sociedad, la concepción adoptada de la justicia es aceptable sobre la base de estos hechos. No hay necesidad de invocar doctrinas teológicas o metafísicas en apoyo de sus principios ni de imaginar otro mundo que compense y corrija las desigualdades que los dos principios permiten en éste. Las concepciones de la justicia deben ser justificadas por las condiciones de nuestra vida, tal como nosotros la conocemos, o no lo serán en absoluto.[1]
Ahora bien: una sociedad bien ordenada está regida también por su concepción pública de la justicia. Este hecho implica que sus miembros tienen un profundo deseo, normalmente eficaz, de actuar según lo requieren los principios de la justicia. Como una sociedad bien ordenada perdura a lo largo del tiempo, su concepción de la justicia probablemente será estable: es decir, cuando las instituciones son justas (tal como son definidas por esta concepción), los que toman parte en estas disposiciones adquieren el correspondiente sentido de la justicia y el deseo de cumplir su obligación manteniéndolas. Una concepción de la justicia es más estable que otra si el sentido de la justicia que tiende a generar es más fuerte y más capaz de vencer las inclinaciones destructivas, y si las instituciones que permite suscitan impulsos y tentaciones más débiles para actuar injustamente. La estabilidad de una concepción depende de un equilibrio de motivos: el sentido de la justicia que cultiva y los propósitos que estimula deben triunfar, normalmente, contra las tendencias a la injusticia. Para valorar la estabilidad de una concepción de la justicia (y la sociedad bien ordenada que define), debemos examinar la fuerza relativa de estas tendencias opuestas.
Es evidente que la estabilidad constituye un aspecto deseable de las concepciones morales. En igualdad de circunstancias, las personas en la situación original adoptarán el esquema de principios más estable. Por atractiva que una concepción de la justicia pueda ser en otros sentidos, es gravemente defectuosa si los principios de psicología moral son de tal carácter que no engendran en los seres humanos el deseo indispensable de actuar de acuerdo con ella. Así, para continuar analizando los principios de la justicia como imparcialidad, me gustaría demostrar que esta concepción es más estable que otras alternativas. Esta argumentación relativa a la estabilidad debe agregarse, en su mayor parte, a las razones aducidas hasta ahora (excepto en lo que se refiere a las consideraciones presentadas en § 29). Deseo considerar este concepto con más detalle tanto por su propio interés como para allanar el camino al análisis de otras materias como la base de la igualdad y la prioridad de la libertad.
Evidentemente, el criterio de estabilidad no es decisivo. En efecto, algunas teorías éticas lo han ridiculizado enteramente, al menos en algunas de sus interpretaciones. Así, se dice, a veces, que Bentham sostenía el principio clásico de la utilidad y la doctrina de egoísmo psicológico. Pero, si es una ley psicológica que los individuos persiguen solamente los intereses por sí mismos, les resulta imposible tener un sentido efectivo de la justicia (tal como ésta se define en el principio de utilidad). Lo mejor que puede hacer el legislador ideal es tomar unas disposiciones sociales que mediante motivos centrados en intereses personales o de grupo persuadan a los ciudadanos de actuar de modo que aumenten al máximo la suma de bienestar. En esta concepción la identificación de intereses resultante es en realidad artificial: se basa en el artificio de la razón y los individuos cumplen con el esquema institucional sólo como medio para alcanzar sus propios intereses.[2]
Este tipo de divergencia entre los principios del derecho y de la justicia, de una parte, y de motivos humanos, de otra, es inusual, pero es también instructiva como un caso límite. Casi todas las doctrinas tradicionales sostienen que, en cierta medida al menos, la naturaleza humana es de tal condición que adquirimos un deseo de actuar justamente cuando hemos vivido en el marco de unas instituciones justas y nos hemos beneficiado de ellas. En la medida en que esto es cierto, una concepción de la justicia es psicológicamente adecuada a las inclinaciones humanas. Además, si resulta que el deseo de actuar justamente es también regulador de un proyecto racional de vida, entonces el actuar justamente forma parte de nuestro bien. En este caso, las concepciones de justicia y de bondad son compatibles, y la teoría en conjunto es congruente. Este capítulo se propone explicar el modo en que la justicia como imparcialidad genera su propio apoyo, y demostrar que probablemente tiene una estabilidad mayor que las alternativas tradicionales, pues se halla más acorde con los principios de psicología moral. Con este fin, describiré brevemente cómo los seres humanos, en una sociedad bien ordenada, pueden adquirir un sentido de la justicia y otros sentimientos morales. Inevitablemente, habremos de contar con algunas cuestiones psicológicas, más bien especulativas; pero, a lo largo de toda mi exposición he supuesto que los hechos generales relacionados con el hombre, incluidos los principios psicológicos básicos, son conocidos de las personas en la situación original, y éstas cuentan con ellos para adoptar sus decisiones. Al reflexionar aquí sobre estos problemas, estudiamos estos hechos en la medida en que afectan al acuerdo inicial.
Esto puede evitar equívocos si hago unas pocas observaciones acerca de los conceptos de equilibrio y estabilidad. Estas dos ideas admiten una considerable elaboración teórica y matemática, pero yo las utilizaré de un modo intuitivo.[3] Lo primero que es preciso señalar tal vez sea que se aplican a sistemas de cierto tipo. Así es un sistema que está en equilibrio, y lo está cuando ha alcanzado un estado que persiste indefinidamente a lo largo del tiempo, mientras no se vea sometido a presiones externas. Para definir con precisión un estado de equilibrio hay que trazar cuidadosamente los límites del sistema y poner de manifiesto sus características determinantes. Tres cosas son esenciales: primera, identificar el sistema y distinguir entre fuerzas internas y externas; segunda, definir los estados del sistema, siendo un estado una cierta configuración de sus características determinantes; y tercera, especificar las leyes que enlazan los Estados.
Unos sistemas no tienen estados de equilibrio, mientras que otros tienen muchos. Estas cuestiones dependen de la naturaleza del sistema. Ahora bien: un equilibrio es estable siempre que las desviaciones, debidas, por ejemplo, a perturbaciones externas, pongan en juego fuerzas propias del sistema que tiendan a devolverlo a tal estado de equilibrio, a menos, naturalmente, que los choques exteriores sean demasiado grandes. Por el contrario, un equilibrio es inestable cuando un movimiento que lo perturba pone en juego fuerzas propias del sistema que conducen a cambios aún mayores. Los sistemas son más o menos estables según la intensidad de las fuerzas internas de que disponen para recuperar el equilibrio. Como en la práctica todos los sistemas sociales se hallan sometidos a perturbaciones de algún tipo, son realmente estables, por ejemplo, si las desviaciones de sus posiciones de equilibrio preferidas, causadas por perturbaciones normales, liberan fuerzas lo bastante intensas para restablecer estos equilibrios, tras un lapso razonable, o, en otro caso, para permanecer lo bastante próximas a ellos. Esta definiciones son, por desgracia, vagas, pero podrían ser útiles para nuestros propósitos.
Los sistemas que aquí nos interesan, naturalmente, son las estructuras básicas de las sociedades bien ordenadas, correspondiente a las distintas concepciones de la justicia. Y nos interesa este complejo de instituciones políticas, económicas y sociales, cuando satisface, y quienes se hallan comprometidos en él saben públicamente que satisface, los principios de justicia adecuados. Debemos tratar de valorar la estabilidad relativa de estos sistemas. Pero yo supongo que los límites de estos sistemas vienen dados por la noción de una comunidad nacional autónoma. Esta suposición se mantiene hasta la derivación de los principios de la justicia para la ley de las naciones (§ 58), pero no voy a discutir los problemas de la ley internacional, más generales. Es también esencial señalar que, en el presente caso, el equilibrio y la estabilidad tienen que definirse respecto a la justicia de la estructura básica y a la conducta moral de los individuos. La estabilidad de una concepción de la justicia no implica que no cambien las instituciones y las costumbres de la sociedad bien ordenada. En realidad, esa sociedad contendrá, probablemente, una gran diversidad y adoptará distintos ordenamientos de cuando en cuando. En este contexto, estabilidad significa que, por mucho que cambien las instituciones, siguen siendo exacta o aproximadamente las mismas, a medida que se van haciendo ajustes de acuerdo con las nuevas circunstancias sociales. Las inevitables desviaciones de la justicia son eficazmente corregidas o se mantienen dentro de unos límites tolerables gracias a la acción de fuerzas propias del sistema. Entre esas fuerzas, supongo que desempeña un papel fundamental el sentido de la justicia compartido por los miembros de la comunidad. En cierta medida, pues, los sentimientos morales son necesarios para asegurar que la estructura básica sea estable con respecto a la justicia.
Volvamos ahora al modo en que se forman estos sentimientos, y señalemos que, acerca de esta cuestión, hay, hablando en líneas generales, dos tradiciones importantes. La primera surge históricamente de la doctrina del empirismo, y se encuentra en los utilitaristas, desde Hume hasta Sidgwick. En su forma más reciente y desarrollada está representada por la teoría social del aprendizaje. Un tema importante es el de que el objetivo de la formación moral consiste en proporcionar estímulos erróneos: el deseo de hacer lo que es justo por sí mismo y el deseo de no hacer lo que es injusto. La conducta justa es una conducta que, generalmente, beneficia a los demás y a la sociedad (según se define en el principio de utilidad) y para su realización carecemos, comúnmente, de un estímulo eficaz, mientras que la conducta injusta es, generalmente, perjudicial para los demás y para la sociedad, y para su realización solemos tener un motivo suficiente. La sociedad debe compensar, de algún modo, estos defectos. Esto se consigue mediante la aprobación y desaprobación de los padres y de otras personas que gozan de autoridad, los cuales, cuando es necesario, utilizan recompensas y castigos que van desde la concesión y el retiro de un afecto, hasta la aplicación de satisfacciones y de penas. Mediante diversos procesos psicológicos podemos adquirir un deseo de hacer lo que es justo y una aversión a hacer lo que es injusto. Una segunda tesis consiste en que el deseo de ajustarse a unas normas morales suele aparecer en los comienzos de la vida, antes de que alcancemos una adecuada comprensión de las razones de esas normas. En realidad, hay personas que nunca pueden encontrar las bases de tales normas en un principio utilitario.[4] La consecuencia es que nuestros posteriores sentimientos morales guardan, probablemente, las huellas de esta instrucción temprana, que configura, más o menos toscamente, nuestro carácter originario.
La teoría de Freud es, en muchos aspectos, similar a esta interpretación. Freud sostiene que los procesos por los que el niño adquiere unas actitudes morales se centran en torno a la situación de Edipo y a los profundos conflictos que origina. Los preceptos morales en que insisten las personas que gozan de autoridad (en este caso, los padres) son aceptados por el niño como el mejor modo de resolver sus ansiedades, y las actitudes resultantes, representadas por el superego, serán, probablemente, duras y punitivas, pues reflejarán las tensiones de la fase del proceso de Edipo.[5] Así, la teoría de Freud sostiene los dos puntos consistentes en que una parte esencial de la formación moral se presenta en los comienzos de la vida, antes de que pueda comprenderse una base razonada de la moral, y que implica la adquisición de nuevos motivos por los procesos psicológicos marcados por conflictos y tensiones. En realidad, su doctrina es una ilustración dramática de estos aspectos. De esto se desprende que, como los padres y las otras personas que gozan de autoridad están expuestos, de muchas formas, a actuar errónea y egoístamente en su empleo de la alabanza y de la censura, y de las recompensas y de los castigos en general, nuestras primeras y no estudiadas actitudes morales serán, probablemente, en importantes aspectos, irracionales y sin justificación. El progreso moral en las etapas ulteriores de la vida consiste, en parte, en corregir estas actitudes a la luz de determinados principios que, finalmente, reconozcamos como correctos.
La otra tradición del aprendizaje moral se deriva del pensamiento racionalista y está ilustrada por Rousseau y por Kant y a veces por J. S. Mill y, más recientemente, por la teoría de Piaget. El aprendizaje moral no es tanto una cuestión de dar estímulos erróneos, como un problema del libre desarrollo de nuestras facultades intelectuales y emocionales innatas, de acuerdo con su tendencia natural. Una vez que las posibilidades de comprensión maduran y que las personas llegan a reconocer su lugar en la sociedad y son capaces de asumir el punto de vista de los demás, aprecian los beneficios mutuos de establecer unos términos justos de cooperación social. Tenemos una simpatía natural con otras personas y una susceptibilidad innata para las satisfacciones de la comunidad de sentimientos y del autodominio, y esto facilita la base afectiva para los sentimientos morales, una vez alcanzada una clara comprensión de nuestras relaciones con nuestros compañeros, desde una perspectiva adecuadamente general. Así, esta tradición considera los sentimientos morales como consecuencia natural de una plena apreciación de nuestra naturaleza social.[6]
Mill expone de este modo su opinión: los ordenamientos de una sociedad justa son tan adecuados para nosotros, que todo lo que es evidentemente necesario para ella es aceptado como necesidad física. Una condición indispensable de esa sociedad es que en todo habrá de tenerse en consideración a los otros, sobre la base de unos principios de reciprocidad mutuamente aceptables. Es doloroso para nosotros que nuestros sentimientos no tengan nada en común con los de nuestros compañeros; y esta tendencia a la sociabilidad acaba facilitando una firme base para los sentimientos morales. Además, Mill añade que el hecho de considerarnos responsables ante los principios de la justicia en nuestras relaciones con los otros no entorpece el desarrollo de nuestra naturaleza. Por el contrario, realiza nuestras inclinaciones sociales y, al abrirnos a un bien más amplio, nos permite controlar nuestros impulsos más mezquinos. Sólo cuando nos vemos refrenados, no porque perjudiquemos el bien de los demás, sino por su simple disgusto, o por lo que nos parece su arbitraria autoridad, se siente entorpecida nuestra naturaleza. Si las razones de los preceptos morales se aclaran en términos de las justas aspiraciones de los otros, esas restricciones no nos ofenden, sino que pasan a ser consideradas como compatibles con nuestro bien.[7] El aprendizaje moral no es tanto un problema de adquisición de nuevos estímulos, porque éstos se presentarán por sí solos, una vez que se haya producido el indispensable desarrollo en nuestras facultades intelectuales y emocionales. De ello se sigue que, para alcanzar una plena comprensión de las concepciones morales, es preciso esperar a la madurez; el entendimiento del niño es primitivo siempre, y los rasgos característicos de su moral van desvaneciéndose en etapas posteriores. La tradición racionalista ofrece un cuadro más feliz, pues sostiene que los principios del derecho y de la justicia brotan de nuestra naturaleza y no son contrarios a nuestro bien, mientras la otra interpretación no parece incluir tal garantía.
No trataré de valorar los méritos relativos de estas dos concepciones del aprendizaje moral. Seguramente, es mucho lo que hay de correcto en ambas, y parece preferible intentar combinarlas de modo natural. Conviene subrayar que una interpretación moral es una estructura extremadamente compleja de principios, ideales y preceptos, e implica todos los elementos del pensamiento, de la conducta y del sentimiento. Es verdad que en su desarrollo entran muchos tipos de aprendizaje que van desde el reforzamiento y el condicionamiento clásico hasta un razonamiento sumamente abstracto y la aguda percepción de los modelos. Es probable que, en un momento o en otro, cada una tenga una función necesaria. En las próximas secciones (§§ 70-72) esbozo el curso del desarrollo moral tal como podría producirse en una sociedad bien ordenada en la que se realizasen los principios de la justicia como imparcialidad. Sólo este caso especial me interesa. Así, pues, mi propósito es indicar los grandes pasos mediante los cuales una persona puede alcanzar una comprensión y una adhesión a los principios de la justicia, a medida que va desarrollándose en esta forma particular de sociedad bien ordenada. Creo que estos pasos deben ser identificados por los principales rasgos estructurales del esquema completo de principios, ideales y preceptos, tal como éstos se aplican a los ordenamientos sociales. Según he de exponer, tenemos que distinguir entre las moralidades de la autoridad, de la asociación y de los principios. La descripción del desarrollo moral se halla enteramente ligada a la concepción de la justicia que es preciso aprender y, por consiguiente, presupone la admisibilidad, cuando no la corrección, de esta teoría.[8]
Aquí es conveniente hacer una advertencia similar a la que he hecho antes, en relación con las observaciones acerca de la teoría económica (§ 42). Necesitamos que la descripción psicológica del aprendizaje moral sea verdadera y esté de acuerdo con los conocimientos existentes. Pero, desde luego, es imposible tener en cuenta los detalles; en el mejor de los casos, yo sólo esbozo los perfiles más importantes. Es de recordar que el propósito de la siguiente discusión consiste en examinar la cuestión de la estabilidad y en contrastar las raíces psicológicas de las diversas concepciones de la justicia. El punto fundamental consiste en determinar cómo los hechos generales de la psicología moral afectan la elección de principios en la situación original. A menos que la interpretación psicológica sea tan deficiente que ponga en duda el reconocimiento de los principios de la justicia más que la norma de utilidad, por ejemplo, no se sigue ninguna dificultad irreparable. También espero que ninguno de los ulteriores usos de la teoría psicológica resulte demasiado impropio. De especial importancia entre éstos es la explicación de la base de igualdad.
Me referiré a la moral de la autoridad como a la primera etapa en la serie del desarrollo moral. Aunque determinados aspectos de esta moral se conservan en etapas ulteriores en ocasiones especiales, podemos considerar la moral de la autoridad en su forma primitiva como la del niño. Creo que el sentido de la justicia es adquirido gradualmente por los miembros más jóvenes de la sociedad, a medida que se desarrollan. La sucesión de generaciones y la necesidad de enseñar actitudes morales (por sencillas que sean) a los niños es una de las condiciones de la vida humana.
Ahora bien: yo supondré que la estructura básica de una sociedad bien ordenada incluye la familia en alguna forma y, por tanto, que los niños están, en principio, sometidos a la legítima autoridad de sus padres. Naturalmente, en una investigación más amplia, pueden formularse objeciones a la institución de la familia, y pueden resultar preferibles, desde luego, otros sistemas. Pero es probable que la interpretación de la moral de la autoridad pudiera ajustarse, en caso necesario, para su inserción en estos esquemas diferentes. De cualquier modo, es característico de la situación del niño el que no esté en condiciones de estimar la validez de los preceptos y mandamientos que le señalan quienes ejercen la autoridad: en este caso, sus padres. No sabe ni comprende sobre qué base puede rechazar su guía. En realidad, el niño carece por completo del concepto de justificación, que se adquiere mucho después. Por tanto, no puede dudar razonablemente de la conveniencia de los mandatos paternos. Pero, como admitimos que la sociedad está bien ordenada, podemos suponer, a fin de evitar complicaciones innecesarias, que estos preceptos están plenamente justificados. Están de acuerdo con una interpretación razonable de los deberes familiares, tal como se definen en los principios de la justicia.
Podemos suponer que los padres quieren al niño, y que, con el tiempo, el niño llega a querer a sus padres y a confiar en ellos. ¿Cómo se produce este cambio en el niño? Para contestar a esta pregunta, doy por sentado el siguiente principio psicológico: el niño llega a querer a sus padres sólo si antes ellos le quieren manifiestamente a él.[9] Así, las acciones de los niños son motivadas, inicialmente, por ciertos instintos y deseos, y sus objetivos están regulados (suponiendo que lo estén por algo) por un propio interés racional (en un sentido convenientemente restringido). Aunque el niño tiene la capacidad de amar, su amor a los padres es un nuevo deseo que surge de su reconocimiento del evidente amor que ellos le tienen y de los beneficios que para él se siguen de las acciones con que sus padres le expresan su amor.
El amor que los padres profesan al niño se expresa en su evidente intención de cuidar de él, de hacer por él aquello a que su amor propio racional se incline, y en el cumplimiento de estas intenciones. El amor de los padres se muestra en el placer que experimentan en su presencia y en el sostenimiento de su sentido de la competencia y de la autoestimación. Estimulan sus esfuerzos por dominar las tareas del desarrollo y celebran el momento en que él ocupa su propio lugar. En general, amar a los demás significa no sólo estar interesados en sus deseos y necesidades, sino afirmar su sentimiento del valor de su propia persona. Llegado el momento, pues, el amor de los padres al niño da origen, a su vez, al amor de éste. El amor del niño no tiene una explicación utilitaria racional: no quiere a sus padres como medio de alcanzar sus fines interesados iniciales. Es fácilmente imaginable que, con la mirada puesta en este objetivo, podría actuar como si los quisiese, pero esto no constituiría una transformación de sus deseos originales. Según el principio psicológico establecido, un nuevo afecto está llamado a surgir, con el tiempo, gracias al evidente amor de los padres.
Hay varias formas en que esta ley psicológica puede ser analizada formando nuevos elementos. Así, es improbable que el reconocimiento del afecto de los padres por parte del niño origine directamente un sentimiento correspondiente. Podemos conjeturar algunos otros pasos, del siguiente modo: cuando el amor de los padres al niño es reconocido por él sobre la base de las evidentes intenciones parentales, el niño adquiere una seguridad en su propio valor como persona. Se hace consciente de que es apreciado, en virtud de sí mismo, por los que para él son las personas imponentes y poderosas de su mundo. Experimenta el afecto parental como incondicional; goza de su presencia y de sus actos espontáneos, y la complacencia de que en él disfrutan no depende de los comportamientos disciplinados que contribuyen al bienestar de los otros. Con el tiempo, el niño llega a confiar en sus padres y a sentirse seguro en su ambiente; y esto le conduce a lanzarse y a poner a prueba sus facultades, que van madurando, aunque apoyado siempre por el afecto y el estímulo de sus padres. Gradualmente adquiere varias aptitudes y desarrolla un sentido de competencia que afirma su autoestimación. Es en el curso de todo este proceso cuando se desarrolla el afecto del niño a sus padres. Los relaciona con el éxito y con el goce que ha sentido al afianzar su mundo, y con el sentimiento de su propio valor. Y esto origina su amor a ellos.
Consideremos ahora cómo se manifestarán el amor y la confianza del niño. En este punto, es necesario recordar los rasgos peculiares de la situación de autoridad. El niño no tiene sus propias normas críticas, porque no está en condiciones de rechazar preceptos sobre bases racionales. Si quiere y confía en sus padres, tenderá a aceptar sus mandatos. También se esforzará por quererlos, suponiendo que son, ciertamente, dignos de estima, y se adherirá a los preceptos que ellos le dictan. Se supone que ellos constituyen ejemplos de conocimientos y poder superiores, y se les considera como prototipos a los que se apela para determinar lo que se debe hacer. El niño, por tanto, acepta el juicio que ellos tienen de él y se sentirá inclinado a juzgarse a sí mismo como ellos lo juzgan cuando infringe sus mandamientos. Al propio tiempo, naturalmente, sus deseos exceden de los límites de lo permitido, porque, de no ser así, no habría necesidad de aquellos preceptos. Así, las normas parentales se experimentan como coacciones, y el niño puede rebelarse contra ellas. Después de todo, no ve ninguna razón por la cual tenga que cumplirlas; son, en sí mismas, prohibiciones arbitrarias, y él no tiene ninguna tendencia original a hacer las cosas que le dicen que haga. Pero, si quiere a sus padres y confía en ellos, entonces, una vez que ha caído en la tentación, está dispuesto a compartir la actitud de sus padres respecto a su mala conducta. Se inclinará a confesar su transgresión y procurará reconciliarse. En estas diversas inclinaciones, se manifiestan los sentimientos de (autoridad) culpa. Sin estas inclinaciones y otras afines, los sentimientos de culpa no existirían. Pero también es cierto que la ausencia de estos sentimientos revelaría una falta de amor y confianza. Porque, dada la naturaleza de la situación de autoridad y de los principios de psicología moral relacionados con las actitudes éticas y con las naturales, el amor y la confianza originarán sentimientos de culpa, una vez desobedecidas las órdenes parentales. Generalmente, se admite que, en el caso del niño, es difícil, a veces, distinguir los sentimientos de culpa del miedo al castigo y, en especial, del temor a la pérdida del amor y del afecto parentales. El niño carece de los conceptos necesarios para comprender las distinciones morales, y esto se reflejará en su conducta. He supuesto, sin embargo, que también en el caso del niño podemos separar los sentimientos de (autoridad) culpa de la angustia y del miedo.
A la luz de este esbozo del desarrollo de la moral de la autoridad, parece que las condiciones que favorecen su aprendizaje por el niño son estas.[10] Primera: los padres deben querer al niño y ser objetos dignos de su admiración. De este modo, despiertan en él un sentimiento de su propio valor y el deseo de convertirse en la misma clase de persona que ellos. Segunda: deben enunciar reglas claras e inteligibles (y, naturalmente, justificables), adaptadas al nivel de comprensión del niño. Además, deberán exponer las razones de tales reglas en la medida en que éstas puedan ser comprendidas, y deben cumplir asimismo estos preceptos en cuanto les sean aplicables a ellos también. Los padres deben constituir ejemplos de la moral que prescriben, y poner de manifiesto sus principios subyacentes a medida que pasa el tiempo. Es necesario hacer esto no sólo para despertar la inclinación del niño a aceptar aquellos principios en etapas posteriores, sino también para explicar cómo deben ser interpretados en casos particulares. Es probable que el desarrollo moral no llegue a ocurrir en la medida en que estas condiciones no se cumplen y, sobre todo, si los preceptos parentales no sólo son duros e injustificados, sino impuestos por sanciones punitivas e incluso físicas. El niño tendrá una moral de la autoridad cuando esté dispuesto, sin la perspectiva de la recompensa o del castigo, a seguir determinados preceptos que no sólo tienen que parecerle sumamente arbitrarios, sino que en modo alguno corresponden a sus inclinaciones originales. Si adquiere el deseo de cumplir estas prohibiciones es porque ve que le son prescritas por personas poderosas que tienen su amor y su confianza, y que también se conducen de acuerdo con ellas. Entonces, concluye que tales prohibiciones expresan formas de acción que caracterizan la clase de persona que él desearía ser. Sin afecto, ni ejemplo, ni orientación no puede efectuarse ninguno de estos procesos y, desde luego, no se efectúan en el marco de unas relaciones carentes de amor, mantenidas sobre la base de amenazas y represalias coercitivas.
La moral de la autoridad en el niño es primitiva, porque en su mayor parte consiste en un conjunto de preceptos, y no puede abarcar el esquema del derecho y de la justicia, más amplio, dentro del cual las normas que se le prescriben quedan justificadas. Pero también una moral de la autoridad desarrollada, en la que la base de las normas pueda ser comprendida, muestra muchos de estos mismos rasgos, y contiene virtudes y vicios similares. Es característica la existencia de una persona dotada de autoridad, que es querida y en la que se deposita la confianza o que, por lo menos, es aceptada como digna de su posición, y cuyos preceptos se tiene el deber de seguir implícitamente. No nos corresponde a nosotros tener en cuenta las consecuencias, tarea que atañe a quienes desempeñan funciones de autoridad. Las virtudes que se estiman son la obediencia, la humildad y la fidelidad a las personas dotadas de autoridad; y los vicios más importantes son la desobediencia, la voluntariedad y la temeridad. Tenemos que hacer lo que se espera de nosotros sin vacilar, pues el no hacerlo así expresa duda y desconfianza y una cierta arrogancia y una tendencia al recelo. Es claro que la moral de la autoridad debe subordinarse a los principios del derecho y de la justicia, únicos que pueden determinar cuándo están justificadas estas exigencias extremas, o coacciones análogas. La moral de la autoridad en el niño es temporal, es una necesidad que surge de su peculiar situación y de su comprensión limitada. Además, el paralelo teológico es un caso especial que, teniendo en cuenta el principio de libertad igual, no se aplica a la estructura básica de la sociedad (§ 33). Así, la moral de la autoridad no tiene más que una función restringida en los ordenamientos sociales fundamentales, y sólo puede justificarse cuando las insólitas exigencias de la práctica en cuestión hacen indispensable que se dote a determinados individuos de las prerrogativas de la dirección y del mando. En todos los casos, la amplitud de esta moral está determinada por los principios de la justicia.
La segunda etapa del desarrollo moral es la de la moral de la asociación. Esta etapa abarca una vasta gama de casos que dependen de la asociación en cuestión y que pueden incluir también la comunidad nacional en conjunto. Así como la moral de la autoridad del niño consiste, principalmente, en un conjunto de preceptos, el contenido de la moral de la asociación viene dado por las normas morales apropiadas a la función del individuo en las diversas asociaciones a que pertenece. Estas normas incluyen las reglas de moral de sentido común, juntamente con los ajustes necesarios para insertarlas en la posición particular de una persona; y le son inculcadas por la aprobación y por la desaprobación de las personas dotadas de autoridad, o por los demás miembros del grupo. Así, en esta etapa, incluso la familia es considerada como una pequeña asociación, normalmente caracterizada por una jerarquía definida, en la que cada miembro tiene ciertos derechos y deberes. Cuando el niño crece, se le enseñan las normas de conducta adecuadas a su situación. Las virtudes de un buen hijo o de una buena hija se explican o, por lo menos se exponen, a través de las expectativas parentales, tal como éstas se muestran en sus aprobaciones y desaprobaciones. Hay, asimismo, la asociación de la escuela y de la vecindad, y también formas de cooperación a corto plazo, aunque no por ello menos importantes, como los juegos y las diversiones con los compañeros. De acuerdo con estos ordenamientos, se aprenden las virtudes de un buen estudiante y condiscípulo y los ideales de un buen deportista y camarada. Este tipo de enfoque moral se extiende a los ideales adoptados en etapas ulteriores de la vida, así como a las diversas categorías y ocupaciones del adulto, a su posición en la familia, e incluso a su lugar como miembro de la sociedad. El contenido de estos ideales viene dado por las distintas concepciones de una buena esposa y un buen marido, un buen amigo y un buen ciudadano, etc. Así, la moral de la asociación incluye un gran número de ideales, definido cada uno de ellos en la forma adecuada a las respectivas categorías o funciones. Nuestra comprensión moral aumenta a medida que avanzamos por el curso de la vida, a través de una serie de posiciones. La correspondiente serie de ideales requiere un juicio intelectual cada vez mayor y unas discriminaciones morales más sutiles. Es claro que algunos de estos ideales son también más vastos que otros, y hacen al individuo demandas totalmente distintas. Como luego veremos, el hecho de tener que seguir determinados ideales allana el camino, de modo completamente natural, a una moral de los principios.
Ahora bien, cada ideal particular se explica, supuestamente, en el contexto de los objetivos y propósitos de la asociación a que pertenece la función o la posición de que se trate. En su momento, una persona elabora una concepción de todo el sistema de cooperación que define la asociación y las metas a que tiende. Sabe que los demás tienen que hacer cosas diferentes, según el lugar que ocupen en el esquema cooperativo. Así, con el tiempo, aprende a adoptar el punto de vista de los demás, y a ver las cosas desde su perspectiva. Parece, pues, admisible que la adquisición de una moral de la asociación (representada por determinadas estructuras de ideales) dependa del desarrollo de las capacidades intelectuales requeridas para considerar las cosas desde una variedad de puntos de vista y para interpretarlas, al propio tiempo, como aspectos de un sistema de cooperación. En realidad, cuando nos detenemos a considerarlo, vemos que el conjunto de facultades que se requiere es muy complejo.[11] Ante todo, tenemos que reconocer que estos diferentes puntos de vista existen, que las perspectivas de los demás no son las mismas que las nuestras. Pero no sólo debemos aprender que a ellos las cosas les parecen distintas, sino que ellos tienen diferentes deseos y objetivos, y diferentes proyectos y estímulos; y debemos aprender a inferir estos hechos de sus palabras, de su conducta y de su aspecto. Después, necesitamos identificar los rasgos definitivos de estas perspectivas, qué es lo que los otros necesitan y desean especialmente, cuáles son sus creencias y opiniones predominantes. Sólo así podremos comprender y valorar sus acciones, sus intenciones y sus motivos. A menos que seamos capaces de identificar estos elementos principales, no podemos colocarnos en el lugar de otro, ni saber qué haríamos nosotros en su posición. Para lograr esto, tenemos que saber, naturalmente, cuál es, en realidad, la perspectiva de la otra persona. Pero, al fin, tras haber comprendido la situación de otro, nos queda aún la necesidad de regular nuestra conducta de un modo apropiado en relación con ella.
La realización de estas cosas —por lo menos, en un cierto grado mínimo— resulta fácil para los adultos, pero es difícil para los niños. Sin duda, esto explica, en parte, por qué los preceptos de la primitiva moral de la autoridad en el niño suelen expresarse en términos que se remiten a la conducta externa, y por qué los motivos y las intenciones son, en gran parte, omitidos por los niños en su valoración de las acciones. El niño no ha llegado todavía a dominar el arte de percibir la persona de los demás, es decir, el arte de discernir sus creencias, sus intenciones y sus sentimientos, de modo que su interpretación de la conducta de los otros no puede estar informada por un conocimiento de estas cosas. Además, su capacidad de colocarse en el lugar de ellos todavía está sin ejercitar y, probablemente, se extraviaría. No es de extrañar, pues, que estos elementos, tan importantes desde el punto de vista moral final, no se tengan en cuenta en la primera etapa.[12] Pero esta carencia va superándose gradualmente, a medida que asumimos una serie de funciones más exigentes con unos esquemas más complejos de derechos y deberes. Los ideales correspondientes nos exigen que veamos las cosas desde una mayor multiplicidad de perspectivas, como lo implica la concepción de la estructura básica.
He tocado estos aspectos del desarrollo intelectual por una razón de totalidad. No puedo considerarlos con detalle, pero señalaré que, evidentemente, ocupan un lugar central en la adquisición de interpretaciones morales. Un mejor o peor aprendizaje del arte de percibir a la persona afectará a la sensibilidad moral de cada uno; y no es menos importante comprender las complejidades de la cooperación social. Pero estas facultades no bastan. Alguien cuyos propósitos sean puramente manipuladores, y que desee explotar a los demás en beneficio propio, también debe poseer estas cualidades si carece de una fuerza irresistible. Las tretas de la persuasión y del engaño requieren las mismas facultades intelectuales. Debemos, pues, examinar cómo llegamos a apegarnos a nuestros compañeros de asociación y, posteriormente, a los ordenamientos sociales en general. Consideremos el caso de una asociación cuyas normas públicas reconocen todos como justas. ¿Cómo es posible que quienes toman parte en el ordenamiento se hallen unidos por lazos de amistad y de mutua confianza, y que estén seguros, unos de otros, de que todos cumplirán con su deber? Podemos suponer que estos sentimientos y actitudes han sido generados por la participación en la asociación. Así, una vez comprobada la capacidad de una persona de sentir simpatía hacia otras, puesto que ha adquirido afectos de acuerdo con la primera ley psicológica, mientras sus compañeros tienen el evidente propósito de cumplir sus deberes y obligaciones, desarrolla sentimientos amistosos hacia ellos, juntamente con sentimientos de lealtad y confianza. Y este principio es una segunda ley psicológica. Como los individuos ingresan en la asociación uno por uno a lo largo de un determinado periodo, o grupo por grupo (de magnitudes convenientemente limitadas), adquieren estas adhesiones cuando los otros, de más larga permanencia en la sociedad, cumplen su función y realizan los ideales de su posición social. Así, si los que se hallan comprometidos en un sistema de cooperación social actúan de modo regular, con el propósito evidente de mantener sus justas normas, entre ellos tienden a desarrollarse lazos de amistad y de confianza mutua, lo que les une al esquema cada vez más sólidamente.
Una vez establecidos estos lazos, una persona tiende a experimentar sentimientos de culpa cuando no consigue realizar su función. Estos sentimientos se manifiestan de diversos modos: por ejemplo, en la inclinación a compensar los daños causados a otros (reparación), si tales daños se han producido, así como en la disposición de admitir que nuestra conducta ha sido injusta (errónea) y a disculparnos por ello. Los sentimientos de culpa se manifiestan igualmente reconociendo que el castigo y la censura son justos, y descubriendo que es más difícil disgustarse e indignarse contra los demás cuando tampoco ellos aciertan a cumplir su función. La ausencia de estas inclinaciones revelaría una falta de lazos de amistad y de confianza mutua. Con ello se pondría de manifiesto una facilidad para asociarse con otros, sin tener en cuenta las normas y criterios de legítimas expectativas que son públicamente reconocidos y utilizados por todos para determinar sus disensiones. Una persona sin estos sentimientos de culpa no se preocupa por las cargas que caen sobre otros, ni se preocupa de los abusos de confianza por los que se ven defraudados. Pero cuando existan las relaciones de amistad y de confianza, esas inhibiciones y reacciones tienden a ser suscitadas por el incumplimiento de los deberes y obligaciones. Si estas coacciones emocionales se pierden, sólo habrá, en el mejor de los casos, una simulación de simpatía y de confianza mutua. Así, de igual modo que en la primera etapa se desarrollan ciertas actitudes naturales respecto a los padres, también aquí se desarrollan lazos de amistad y de confianza entre los asociados. En cada caso, ciertas actitudes naturales subyacen en los correspondientes sentimientos morales: la carencia de estos sentimientos pondría de manifiesto la ausencia de estas actitudes.
La segunda ley psicológica se desarrolla, probablemente, en formas similares a la primera. Como se reconoce que las disposiciones de una asociación son justas (y en las más complejas funciones los principios de la justicia se comprenden y sirven para definir el ideal adecuado), asegurando con ello que todos sus miembros se beneficien y sepan que se benefician de sus actividades, se considera que la conducta de los demás, al cumplir su función, es provechosa para cada uno. Aquí, la evidente intención de aceptar los propios deberes y obligaciones se interpreta como una forma de buena voluntad, y este reconocimiento despierta, en compensación, sentimientos de amistad y de confianza. Con el tiempo, los efectos recíprocos de que cada quien cumpla con su deber se fortalecen entre sí, hasta alcanzar una especie de equilibrio. Pero también podemos suponer que los miembros más recientes de la asociación reconocen unos modelos morales, es decir, personas que son admiradas de diversas formas y que muestran en alto grado el ideal correspondiente a su posición. Estas personas despliegan aptitudes y facultades, y virtudes de carácter y de temperamento que atraen nuestro afecto y despiertan en nosotros el deseo de ser como ellos y de ser capaces de hacer las mismas cosas. En parte, este deseo de emulación surge del hecho de que consideramos sus atributos como requisitos indispensables para alcanzar sus privilegiadas posiciones, pero es también un efecto que acompaña al principio aristotélico, porque gozamos con la exhibición de actividades más complejas y sutiles, y estas exhibiciones tienden a despertar el deseo de hacer nosotros mismos esas cosas. Así, cuando los ideales morales correspondientes a las diversas funciones de una asociación justa son realizados con evidente propósito por personas atractivas y admirables, es probable que estos ideales sean adoptados por quienes son testigos de su realización. Estas concepciones son percibidas como una forma de buena voluntad, y la actividad en que se manifiestan se muestra como una excelencia humana que también otros pueden apreciar. Se hallan presentes los dos mismos procesos psicológicos de antes: otras personas actúan con el evidente propósito de afirmar nuestro bienestar y, al propio tiempo, muestran unas cualidades y unas formas de hacer las cosas que nos atraen y despiertan en nosotros el deseo de emularlas.
La moral de la asociación adopta muchas formas, según la asociación y la función de que se trate, y estas formas representan muchos niveles de complejidad. Pero, si consideramos las funciones más exigentes, definidas por las instituciones más importantes de la sociedad, se reconocerá que los principios de la justicia regulan la estructura básica y corresponden al contenido de un gran número de ideales importantes. En realidad, estos principios se aplican a la función de ciudadanos que a todos nos corresponde, pues se entiende que todos —y no solamente los que desempeñan cargos públicos— tenemos opiniones políticas acerca del bien común. Así, podemos suponer que hay una moral de la asociación en que los miembros de la sociedad se consideran entre sí como iguales, como amigos y asociados, reunidos en un sistema de cooperación, del que se sabe que es beneficioso para todos y que está regido por una común concepción de la justicia. El contenido de esta moral se caracteriza por las virtudes cooperativas: las de la justicia y la rectitud, la fidelidad y la confianza, la integridad y la imparcialidad. Los vicios típicos son la avaricia y la injusticia, la falta de probidad y el dolo, la parcialidad y la arbitrariedad. Entre asociados, el hecho de caer en estas faltas tiende a despertar sentimientos de (asociación) culpa, por una parte, y de resentimiento y de indignación, por otra. Estas actitudes morales tienen que existir, una vez que nos hayamos adherido a los que cooperan con nosotros en un esquema justo (o recto).
Quien alcance las formas más complejas de la moral de la asociación, tal como se expresan, por ejemplo, en el ideal de ciudadano igual, tiene, ciertamente, un conocimiento de los principios de la justicia. Ha desarrollado también un afecto a muchos individuos y comunidades particulares, y está dispuesto a seguir las normas morales que se le aplican en sus diversas posiciones y que son mantenidas por la aprobación y desaprobación social. Tras haberse afiliado con otros y aspirar a vivir según estas concepciones éticas, tiene interés en ganar la aprobación para su conducta y para sus propósitos. Parecería que, si bien el individuo conoce los principios de la justicia, su estímulo para cumplir con ellos, al menos durante algún tiempo, surge principalmente de sus lazos de amistad y simpatía hacia los demás, y de su interés por la aprobación de la sociedad. Deseo ahora considerar el proceso por el cual una persona llega a adherirse a estos principios del más alto orden, de tal modo que, así como durante la fase anterior de la moral de la asociación, puede querer ser, por ejemplo, un buen deportista, ahora desea ser una persona justa. La idea de actuar justamente y de promover instituciones justas viene a tener para él un atractivo análogo al que antes poseían los ideales subordinados.
Al hacer conjeturas acerca del modo en que puede surgir esta moral de los principios (principios, aquí, significan primeros principios, como los considerados en la situación original), señalaremos que la moral de la asociación conduce, de modo enteramente natural, a un conocimiento de las normas de la justicia. En una sociedad bien ordenada, sin embargo, esas normas no sólo definen la concepción pública de la justicia, sino que los ciudadanos que tienen un interés en los asuntos políticos, y los que ejercen funciones legislativas y judiciales y otras similares, se ven constantemente requeridos a aplicarlas y a interpretarlas. Tienen que adoptar, a menudo, el punto de vista de los demás, no sólo para saber lo que desearán y probablemente harán, sino con el propósito de alcanzar un equilibrio razonable entre derechos opuestos y para concertar los diversos ideales subordinados de la moral de la asociación. La realización de los principios de la justicia requiere que adoptemos los puntos de vista definidos por la secuencia de cuatro etapas (§ 31). Como la situación lo aconseja, adoptamos la perspectiva de una convención constitucional, o de una legislatura, o de algo semejante. Con el tiempo, se alcanza un dominio de estos principios y se comprenden los valores que aseguran y la forma en que benefician a todos. Ahora bien, esto conduce a una aceptación de estos principios por una tercera ley psicológica. Esta ley determina que, una vez que las actitudes de amor y de confianza y de sentimientos amistosos y de mutua fidelidad han sido generadas de acuerdo con las dos leyes psicológicas precedentes, entonces el reconocimiento de que nosotros y aquellos a quienes estimamos somos los beneficiarios de una institución justa, establecida y duradera, tiende a engendrar en nosotros el correspondiente sentimiento de justicia. Desarrollamos un deseo de aplicar y de actuar según los principios de la justicia, una vez que comprobamos que los ordenamientos sociales que responden a ellos han favorecido nuestro bien y el de aquellos con quienes estamos afiliados. Con el tiempo, llegamos a apreciar el ideal de la cooperación humana justa.
Ahora bien, un sentimiento de justicia se manifiesta, por lo menos, de dos maneras. Primera: nos induce a aceptar las instituciones justas que se acomodan a nosotros, y de las que nosotros y nuestros compañeros hemos obtenido beneficios. Necesitamos llevar a cabo la parte que nos corresponde para mantener aquellos ordenamientos. Tendemos a sentirnos culpables cuando no cumplimos nuestros deberes y obligaciones, aunque no estemos unidos a aquellos de quienes obtenemos beneficios por ningún lazo de especial simpatía. Es posible que éstos no hayan tenido aún suficientes oportunidades para mostrar una evidente intención de llevar a cabo su parte, y no son, por tanto, objeto de tales movimientos de simpatía, en virtud de la segunda ley. O acaso el esquema institucional en cuestión puede ser tan general, que los lazos particulares nunca lleguen a fortalecerse mucho. En todo caso, el cuerpo ciudadano como conjunto no se halla, en general, unido por lazos de simpatía entre los individuos, sino por la aceptación de unos principios de justicia públicos. Aunque cada ciudadano sea amigo de algunos ciudadanos, ningún ciudadano es amigo de todos. Pero su común sumisión a la justicia proporciona una perspectiva unificada, desde la cual pueden juzgar sus diferencias. Segunda: un sentimiento de justicia da origen a un deseo de trabajar en favor de la implantación de instituciones justas (o, por lo menos, de no oponerse) y en favor de la reforma de las existentes cuando la justicia así lo requiera. Deseamos operar sobre el deber natural para fomentar los ordenamientos justos. Y esta inclinación va más allá del apoyo a los esquemas particulares que han asegurado nuestro bien. Trata de extender la concepción que ellos encarnan a nuevas situaciones, para bien de una comunidad más vasta.
Cuando actuamos contra nuestro sentido de la justicia, explicamos nuestros sentimientos de culpa con referencia a los principios de justicia. Entonces, tales sentimientos se razonan de un modo totalmente distinto de las emociones de culpa de la autoridad y de la asociación. El desarrollo moral completo ya ha tenido lugar, y por primera vez experimentamos sentimientos de culpa en el sentido estricto; y esto es válido también para las otras emociones morales. En el caso del niño, la noción de un ideal moral y la adecuación de intenciones y motivos no se comprenden y, en consecuencia, no existe el marco apropiado para los sentimientos de (principio) culpa. Y, en la moral de la asociación, los sentimientos morales dependen esencialmente de los lazos de amistad y confianza con determinados individuos o comunidades, y la conducta moral se basa, en gran parte, en la necesidad de la aprobación de los compañeros. Esto puede ser verdad también en las fases más exigentes de esta moral. Los individuos, en su papel de ciudadanos, con un pleno conocimiento del contenido de los principios de justicia, pueden sentirse impulsados a actuar sobre ellos, principalmente, a causa de sus lazos con determinadas personas y como consecuencia de su adhesión a su propia sociedad. Pero, una vez aceptada una moral de principios, las actitudes morales ya no sólo se relacionan con el bienestar y con la aprobación de determinados individuos o grupos, sino que se configuran de acuerdo con una concepción del derecho elegida sin tener en cuenta estas contingencias. Nuestros sentimientos morales muestran una independencia de las circunstancias accidentales de nuestro mundo, cuya significación viene dada por la descripción de la posición original y por su interpretación kantiana.
Pero aunque los sentimientos morales sean, en este sentido, independientes de las contingencias, nuestras naturales adhesiones a personas y grupos determinados siguen teniendo un lugar apropiado. Porque, dentro de la moral de los principios, las infracciones que antes daban origen a culpa y resentimiento (asociación), y a los sentimientos morales, originan ahora sentimientos en el sentido estricto. Al explicar las emociones propias se hace referencia al principio adecuado. Sin embargo, cuando se hallan presentes los lazos naturales de amistad y de mutua confianza, estos sentimientos morales son más intensos que cuando aquellos están ausentes. Los afectos existentes exaltan el sentimiento de culpa y de indignación, o cualquier otro sentimiento, también en la etapa de la moral de los principios. Ahora bien, admitiendo que esta exaltación sea congruente, se sigue que las violaciones de estos lazos naturales son inconvenientes. Porque, si suponemos, por ejemplo, que un sentimiento racional de culpa (es decir, un sentimiento de culpa que surge de la aplicación de los principios morales correctos, a la luz de creencias verdaderas o razonables) implica una falta por nuestra parte, y que un sentimiento de culpa mayor implica una falta mayor, entonces, ciertamente, la violación de la confianza y la traición de la amistad, etc., están especialmente vedadas. La violación de estos lazos con individuos y grupos determinados suscita sentimientos morales más intensos, y ello supone que estas faltas son más graves. Desde luego, el engaño y la infidelidad son siempre malos por ser contrarios a los deberes y obligaciones naturales. Pero no siempre son igualmente malos. Son peores cuando se han formado lazos de afectos y de buena fe, y esta consideración debe tenerse en cuenta al elaborar las correspondientes normas de prioridad.
Puede parecer extraño, al principio, que lleguemos a tener el deseo de actuar, a partir de una concepción del derecho y de la justicia. ¿Cómo es posible que los principios morales comprometan nuestros afectos? En la justicia como imparcialidad hay varias respuestas a esta pregunta. En primer lugar, como hemos visto (§ 25), los principios morales deben tener un cierto contenido. Como fueron elegidos por personas juiciosas para decidir entre pretensiones diferentes, definen las formas convenidas de favorecer los intereses humanos. Las instituciones y las acciones son valoradas desde el punto de vista de la garantía de estos objetivos y, por tanto, los principios insustanciales, como, por ejemplo, el de no mirar al cielo en martes, son rechazados como requerimientos pesados e irracionales. En la situación original las personas juiciosas no tienen razón alguna para aceptar normas de este tipo. Pero, en segundo lugar, también es cierto que el sentido de la justicia se halla unido al amor a la humanidad. Con anterioridad (§ 30) he señalado que la filantropía se desconcierta cuando los muchos objetos de su amor se oponen entre sí. Los principios de la justicia son necesarios para guiarla. La diferencia entre el sentido de la justicia y el amor a la humanidad consiste en que el segundo es supererogatorio, pues va más allá de los requerimientos morales y no invoca las exenciones que permiten los principios de deberes y obligaciones naturales. Pero es claro que los objetos de estos dos sentimientos se hallan estrechamente relacionados, pues se definen en gran parte por la misma concepción de la justicia. Si uno de ellos parece natural e inteligible, también lo es el otro. Además, los sentimientos de culpa e indignación son provocados por los daños y extorsiones de otros, injustamente causados por nosotros mismos o por terceros, y nuestro sentido de la justicia es ofendido de igual modo. Esto se explica por el contenido de los principios de la justicia. Por último, la interpretación kantiana de estos principios demuestra que, al actuar sobre ellos, los hombres expresan su naturaleza de seres racionales libres e iguales (§ 40). Como esto forma parte de su bien, el sentido de la justicia tiende a su bienestar todavía más directamente. Contribuye a sostener los ordenamientos que permiten a todos expresar su naturaleza común. En realidad, sin un sentido de la justicia común o coincidente, la amistad social no puede existir. Así, el deseo de actuar justamente no es una forma de obediencia ciega a unos principios arbitrarios, ajenos a unas aspiraciones racionales.
Naturalmente, yo no diría que la justicia como imparcialidad sea la única doctrina que pueda interpretar el sentido de la justicia de modo natural. Como lo señala Sidgwick, un utilitario jamás considera que esté actuando simplemente en virtud de una ley impersonal, sino siempre al servicio del bienestar de algún ser o de algunos seres por los que tiene un cierto grado de simpatía.[13] La interpretación utilitaria e, indudablemente, la perfeccionista también, satisfacen la condición de que el sentido de la justicia puede caracterizarse de tal modo que sea psicológicamente comprensible. Por lo demás, una teoría debe ofrecer una descripción de un estado de cosas idealmente justo, una concepción de una sociedad bien ordenada, de tal manera que la aspiración a realizar ese estado de cosas, y a mantenerlo vigente responda a nuestro bien y sea congruente con nuestros sentimientos naturales. Una sociedad perfectamente justa formaría parte de un ideal que los seres humanos racionales podrían desear más que ninguna otra cosa, una vez que tuvieran pleno conocimiento y experiencia de lo que era.[14] El contenido de los principios de la justicia, la forma en que se derivan y las etapas del desarrollo moral demuestran que en la justicia como imparcialidad es posible tal interpretación.
Parecería, pues, que la doctrina del acto puramente consciente es irracional. Esta doctrina sostiene, en primer lugar, que el más alto motivo moral es el deseo de hacer lo que es recto y justo, simplemente porque es recto y justo, sin que sea adecuada ninguna otra descripción y, en segundo lugar que, si bien otros motivos tienen, ciertamente, un valor moral, como, por ejemplo, el deseo de hacer lo que es recto porque el hacer esto acrecienta la felicidad humana, o porque tiende a fomentar la igualdad, estos deseos son menos valiosos, moralmente, que el de hacer lo que es recto sólo porque es recto. Ross sostiene que el sentido de lo recto es un deseo de un objeto distinto (e inanalizable), porque una propiedad específica (e inanalizable) caracteriza las acciones que constituyen nuestro deber. Los otros deseos moralmente valiosos, aunque desde luego son deseos de cosas necesariamente relacionadas con lo que es recto, no son deseos de lo recto en cuanto tal.[15] Pero, según esta interpretación, el sentido de lo recto carece de toda razón aparente; se parece a una preferencia del té en lugar del café. Aunque esa preferencia pueda existir, sería enteramente caprichoso erigirla en norma de la estructura básica de la sociedad; y no lo será menos porque se oculte tras una afortunada relación necesaria con unas bases razonables en que se fundamenten unos juicios de lo que es recto.
Pero, para quien comprende y acepta la doctrina contractual, el sentimiento de justicia no es un deseo diferente del deseo de actuar según unos principios en que los individuos racionales estarían de acuerdo en una situación inicial que da a cada individuo igual representación como persona moral. Tampoco es diferente del deseo de actuar de acuerdo con unos principios que expresen la naturaleza de los hombres como seres racionales, libres e iguales. Los principios de la justicia responden a estas descripciones, y este hecho nos permite dar una interpretación aceptable al sentido de la justicia. A la luz de la teoría de la justicia, comprendemos que los sentimientos morales puedan ser normativos en nuestra vida y que desempeñen el papel que las condiciones formales les atribuyen sobre los principios morales. El hecho de estar regidos por estos principios significa que deseamos vivir con otros en unos términos que todos reconocerían como justos, desde una perspectiva que todos aceptarían como razonable. El ideal de unas personas que cooperen sobre esta base ejerce una atracción natural sobre nuestras inclinaciones.
Por último, podemos observar que la moral de los principios adopta dos formas, una que corresponde al sentimiento de rectitud y de justicia, y la otra al amor a la humanidad y al autodominio. Como hemos señalado, la segunda es supererogatoria, mientras la primera no. En su forma normal de rectitud y de justicia, la moralidad de los principios incluye las virtudes de las morales de la autoridad y de la asociación. Define la última etapa, en que todos los ideales subordinados son, al fin, comprendidos y organizados en un sistema coherente, por unos principios satisfactoriamente generales. Las virtudes de las otras moralidades reciben su explicación y su justificación dentro de este esquema más general; y sus respectivas exigencias se ven modificadas por las prioridades que les asigna una concepción más extensa. La moral de supererogación tiene dos aspectos, según la dirección en que sean voluntariamente superados los requerimientos de la moralidad de los principios. Por una parte, el amor a la humanidad se muestra en la cooperación al bien común, en forma que exceda de nuestros deberes y obligaciones naturales. Esta no es una moral para personas ordinarias, y sus virtudes peculiares son las de la buena voluntad, una elevada sensibilidad para los sentimientos y deseos de los otros, y una adecuada humildad y un decoroso desinterés respecto a sí mismo. La moral del dominio propio, por otra parte, en su forma más sencilla se manifiesta en la realización, con total facilidad e indulgencia, de los requerimientos de la rectitud y de la justicia. Se hace verdaderamente supererogatoria, cuando el individuo muestra sus virtudes características de valor, de magnanimidad y de autocontrol, en acciones que presuponen una gran disciplina y adiestramiento. Y el individuo puede hacer esto, o bien mediante la libre adopción de ocupaciones y situaciones que requieren esas virtudes para un buen desempeño de sus deberes o, en otro caso, mediante la búsqueda de unos fines superiores, de un modo coherente con la justicia, pero sobrepasando las exigencias del deber y de la obligación. Así, las morales de supererogación, las del santo y las del héroe, no contradicen las normas de la rectitud y de la justicia; se caracterizan por la voluntaria adopción, por parte del propio individuo, de unos propósitos congruentes con estos principios, pero que van más allá de lo que éstos prescriben.[16]
En las próximas secciones analizaré con más detalle varios aspectos de las tres etapas de la moral. El concepto de un sentimiento moral, la naturaleza de las tres leyes psicológicas y el proceso mediante el cual se realizan requieren nuevo comentario. Volviendo a la primera de estas cuestiones, quiero aclarar que utilizaré el término más antiguo de “sentimiento” para familias permanentes y ordenadas de disposiciones rectoras, como el sentido de la justicia y el amor a la humanidad (§ 30), y para adhesiones duraderas a individuos o asociaciones particulares que ocupan un lugar importante en la vida de una persona. Así, hay sentimientos morales y naturales. Utilizo en sentido más general el término “actitud”. Al igual que los sentimientos, las actitudes son familias ordenadas de disposiciones, tanto morales como naturales, pero, en su caso, las tendencias no tienen que ser necesariamente normativas ni duraderas. Por último, utilizaré las denominaciones “impresión moral” y “emoción moral” para las impresiones y las emociones que experimentamos en ocasiones determinadas. Quiero aclarar también la relación entre sentimientos, actitudes e impresiones morales, de una parte, y los correspondientes principios morales, de otra.
Los principales rasgos de los sentimientos morales tal vez puedan dilucidarse mejor considerando las diversas cuestiones que se plantean al tratar de identificarlos, y los diversos sentimientos en que se manifiestan.[17] Vale la pena observar las formas en que se distinguen unos de otros y de las actitudes e impresiones naturales con las que pueden confundirse. Así, pues, ante todo, hay preguntas como las siguientes: a) ¿cuáles son las expresiones lingüísticas que se emplean para manifestar una impresión moral determinada, y las variaciones significativas, si las hay, de estas expresiones?; b) ¿cuáles son las indicaciones conductuales características de una impresión dada, y cuáles son las formas en que una persona revela típicamente cómo se siente impresionada?; c) ¿cuáles son las sensaciones características y las impresiones cinestésicas, si las hay, que se relacionan con las emociones morales? Cuando una persona está irritada, por ejemplo, puede sentir calor, puede temblar y puede experimentar una tensión en el estómago. Puede ser incapaz de hablar sin que su voz se estrangule, y acaso no pueda suprimir ciertos gestos. Aunque existan esas sensaciones características y esas manifestaciones conductistas de una impresión moral, no constituyen la impresión de culpa, vergüenza, indignación o cualquier otra. Esas sensaciones y manifestaciones características no son necesarias ni suficientes, en ciertos casos, para que alguien se sienta culpable, avergonzado o indignado. Esto no equivale a negar que ciertas sensaciones características y manifestaciones conductistas de perturbación puedan ser necesarias, si llegamos a vernos abrumados por impresiones de culpa, vergüenza o indignación. Pero, para tener esas impresiones basta, muchas veces, que una persona diga, sinceramente, que tiene la impresión de ser culpable, de estar avergonzada o indignada, y que está dispuesta a dar una explicación adecuada de las razones por las que siente esa impresión (suponiendo, desde luego, que acepte esta explicación como correcta).
Esta última consideración introduce la principal cuestión a la hora de distinguir las impresiones morales de las otras emociones, así como unas de otras, concretamente: d) ¿cuál es el tipo definitivo de explicación requerido para tener una impresión moral, y cómo estas explicaciones difieren de una impresión a otra? Así, cuando preguntamos a alguien por qué tiene la impresión de ser culpable, ¿qué clase de respuesta deseamos? Desde luego, no toda contestación es aceptable. No bastará simplemente una referencia a que se espera un castigo; esto podría explicar el temor, la angustia, pero no los sentimientos de culpa. De modo semejante, la mención a unos daños o desgracias que hayan caído sobre uno a consecuencia de sus acciones pasadas explica las impresiones de pesar, pero no las de culpa, y mucho menos las de remordimiento. Es claro que el temor y la angustia acompañan frecuentemente a las impresiones de culpa, por razones evidentes, pero estas emociones no deben confundirse con las impresiones morales. No debemos suponer, pues, que la experiencia de culpa es, en cierto modo, una mezcla de temor, de angustia y de pesar. La angustia y el temor no son impresiones morales, en absoluto, y el pesar está relacionado con alguna interpretación de nuestro bien, al ser originado, tal vez, por los fracasos sufridos a consecuencia de la imposibilidad de favorecer nuestros intereses de un modo sensato. Incluso fenómenos como impresiones de culpa neurótica, y otras desviaciones del caso normal, son aceptados como impresiones de culpa y no simplemente como temores y angustias irracionales, a causa del tipo especial de explicación por desviarse de la norma. En esos casos, se supone siempre que una investigación psicológica más profunda descubrirá (o ha descubierto) la correspondiente semejanza con otras impresiones de culpa.
En general, es característica necesaria de las impresiones morales —y forma parte de lo que las distingue de las actitudes naturales— que la explicación que la persona da de su experiencia invoque un concepto moral y sus principios asociados. Su información acerca de sus impresiones hace referencia a una justicia o a una injusticia reconocidas. Cuando preguntamos eso, probablemente estamos ofreciendo varias formas de impresiones de culpa como contraejemplos. Esto es fácil de comprender porque las primeras formas de impresiones de culpa son las de culpa de autoridad, y no es probable que hayamos crecido sin tener lo que podría llamarse residuos de impresiones de culpa. Por ejemplo, a una persona educada en una secta religiosa estricta puede habérsele enseñado que es malo ir al teatro. Aunque ya no lo cree, nos dice que continúa considerándose culpable cuando acude al teatro. Pero estas no son verdaderas impresiones de culpa, porque no está tratando de disculparse ante nadie, ni de decidir que no verá más obras teatrales, etc. En realidad, lo que nos diría, más bien, sería que tiene ciertas sensaciones e impresiones de disgusto, etc., que se parecen a las que sufre cuando se siente culpable. Así, pues, al aceptar lo correcto de la interpretación contractual, la explicación de ciertas impresiones morales se basa en principios de derecho que serían elegidos en la situación original, mientras las otras impresiones morales se relacionan con el concepto de bondad. Por ejemplo, una persona se siente culpable porque sabe que se ha apoderado de una parte mayor de la que le corresponde (según se define en algún esquema justo), o ha tratado injustamente a otros. O una persona se siente avergonzada porque ha sido cobarde y no ha hablado claramente. No ha acertado a conducirse de acuerdo con una concepción del valor moral que se ha propuesto alcanzar (§ 68). Lo que distingue unas impresiones morales de otras son los principios y las faltas que sus explicaciones típicamente invocan. En su mayor parte, las sensaciones características y las manifestaciones conductistas son las mismas, pues son perturbaciones psicológicas y tienen los rasgos comunes de éstas.
Es de señalar que la misma acción puede dar origen a varias impresiones morales a la vez, siempre que, como suele ocurrir, pueda darse la explicación adecuada para cada una (§ 67). Por ejemplo, una persona que comete un fraude puede sentirse culpable y avergonzada: culpable, porque ha violado una confianza y se ha beneficiado injustamente, siendo su culpa una respuesta a los daños causados a otros; avergonzada, porque, al recurrir a tales medios, se ha mostrado, a sus propios ojos (y a los de los otros), como débil e indigna de confianza, como una persona que recurre a medios ilícitos y ocultos para alcanzar sus fines. Estas explicaciones se refieren a distintos principios y valores, distinguiendo así las impresiones correspondientes; pero a menudo se aplican ambas explicaciones. Podemos añadir que, para que una persona tenga una impresión moral, no es necesario que todo lo afirmado en su explicación sea cierto; basta que acepte la explicación. Una persona puede estar equivocada, pues, al pensar que se ha apoderado de una parte mayor de la que le corresponde. Puede no ser culpable. De todos modos, tiene la impresión de que lo es, porque su explicación es correcta y, aunque erróneas, las creencias que expresa son sinceras.
A continuación viene un grupo de preguntas acerca de la relación de las actitudes morales con la acción: e) ¿cuáles son las intenciones, los esfuerzos y las inclinaciones que caracterizan a una persona que experimenta una impresión dada? ¿Qué tipos de cosas quiere hacer o se encuentra incapaz de hacer? Un hombre irritado trata, característicamente, de golpear o de impedir los propósitos de la persona con quien está irritado. Al verse atormentado por impresiones de culpa, por ejemplo, un hombre desea actuar correctamente en el futuro y se esfuerza por modificar en consecuencia su conducta. Se siente inclinado a reconocer lo que ha hecho y solicitar su rehabilitación, y a reconocer y aceptar reproches y castigos; y se encuentra menos capaz de condenar a los demás cuando se conducen indebidamente. La situación particular determinará cuáles de estas disposiciones se realizan; y también podemos suponer que la familia de disposiciones que pueden manifestarse varía según la moral del individuo. Está claro, por ejemplo, que las expresiones típicas de la culpabilidad y las explicaciones adecuadas serán totalmente distintas, a medida que los ideales y las funciones de la moral de la asociación se hagan más complejos y exigentes; y estas impresiones, a su vez, serán distintas de las emociones relacionadas con la moral de los principios. En la justicia como imparcialidad estas variaciones se explican, en primer lugar, por el contenido de la correspondiente interpretación moral. La estructura de preceptos, ideales y principios revela qué tipos de explicaciones se requieren.
Además, podemos preguntar: f) una persona que tenga una impresión particular, ¿qué emociones y respuestas espera de parte de otras personas? ¿Cómo prevé que reaccionarán respecto a él, según esto se revela, por ejemplo, en varias distorsiones características de su interpretación de la conducta de los otros respecto a él? Así, el que se siente culpable, al reconocer su acción como una transgresión de las legítimas aspiraciones de otros, espera que éstos se consideren ofendidos por su conducta y le castiguen de diversos modos. Supone que también otros individuos se indignarán contra él. De modo que el que se siente culpable teme el enojo y la indignación de los otros, y las ambigüedades que esto suscita. Por el contrario, el que se siente avergonzado teme la burla y el desprecio. Ha sido incapaz de alcanzar una norma de selección, ha caído en falta y se ha mostrado indigno de la asociación con otros que comparten sus ideales. Teme ser apartado y rechazado, convertido en objeto de escarnio y de ridículo. De igual modo que las impresiones de culpa y de vergüenza tienen diferentes principios en sus explicaciones, también nos inducen a temer diferentes actitudes en otras personas. En general, la culpa, el enojo y la indignación invocan el concepto de derecho, mientras que la vergüenza, el desprecio y el ridículo atañen al concepto de bondad. Y estas observaciones se extienden, evidentemente, a las impresiones de deber y de obligación (si las hay) y al propio orgullo y al sentimiento de la autovaloración.
Por último, podemos preguntar: g) ¿cuáles son las tentaciones características de actos que originan la impresión moral y cómo se resuelve típicamente la impresión? También aquí hay marcadas diferencias entre las emociones morales. Las impresiones de culpa y de vergüenza tienen diferentes marcos y son superadas de distintos modos, y estas variaciones reflejan los principios definidores con los que se relacionan y sus peculiares bases psicológicas. Por ejemplo, la culpa se remedia con la reparación y con el olvido que permite la reconciliación; la vergüenza, en cambio, se anula mediante la superación de pruebas de observación de defectos y mediante la renovada confianza en la excelencia de una persona. También está claro, por ejemplo, que el enfado y la indignación tienen sus soluciones características, porque el primero está provocado por lo que consideramos como daños causados a nosotros mismos, y la segunda es producida por los daños causados a otros.
Pero los contrastes entre las impresiones de culpa y de vergüenza son tan notables que es conveniente señalar cómo corresponden a las distinciones establecidas entre los diversos aspectos de la moral. Según hemos visto, una quiebra en cualquier virtud puede dar origen a la vergüenza; basta que se aprecien las formas de acción entre las excelencias de una persona (§ 67). De modo análogo, una mala acción siempre puede ser origen de una impresión de culpa, cuando de alguna manera se daña a otros o se violan sus derechos. Así, pues, la culpa y la vergüenza reflejan la referencia a los otros y a uno mismo, que debe estar presente en toda conducta moral. Pero determinadas virtudes y, por consiguiente, las moralidades que las destacan, son más típicas del punto de vista de una impresión que las otras y, por tanto, se hallan más estrechamente relacionadas con ella. Las morales de supererogación, en especial, facilitan el marco para la vergüenza, porque representan las más altas formas de excelencia moral, el amor a la humanidad y el autodominio, y al elegirlas nos exponemos a no estar a la altura de su verdadera condición. Sería un error, sin embargo, conceder a la perspectiva de una impresión más importancia que a las otras en la totalidad de la concepción moral. Porque la teoría del derecho y de la justicia se funda en el concepto de reciprocidad que reconcilia los puntos de vista de uno mismo y de los demás como personas morales iguales. Esta reciprocidad tiene como consecuencia que ambas perspectivas caractericen el pensamiento y el sentimiento moral, muchas veces en una medida casi igual. Ni el interés por los demás ni el interés por uno mismo tienen prioridad, porque todos somos iguales; y el equilibrio entre las personas viene dado por los principios de la justicia. Y cuando este equilibrio se inclina hacia un cierto lado, como sucede a las morales de supererogación, lo hace a causa de la elección del individuo que libremente opta por la parte más general. Así, aunque podemos pensar que los puntos de vista de uno mismo y de los demás son característicos de ciertas morales históricamente, o de ciertas perspectivas dentro de una concepción total, una doctrina moral completa incluye ambas posibilidades. En sí mismas, una moral de vergüenza o una moral de culpa no son más que una parte de una visión moral.
En estas observaciones he subrayado dos puntos principales. Ante todo, las actitudes morales no deben identificarse con sensaciones características ni con manifestaciones conductistas, aunque éstas existan. Las impresiones morales requieren ciertos tipos de explicaciones. Así, en segundo lugar, las actitudes morales implican la aceptación de virtudes morales específicas; y los principios que definen estas virtudes se utilizan para explicar las impresiones correspondientes. Los juicios que esclarecen diferentes emociones se distinguen entre sí por las normas citadas en su explicación. Culpa y vergüenza, remordimiento y pesar, indignación y enojo, todos se refieren a principios pertenecientes a distintas partes de moral o los invocan desde puntos de vista contrarios. Una teoría ética debe explicar y encontrar un lugar para estas distinciones, aunque probablemente cada teoría tratará de hacerlo a su manera.
Hay otro aspecto de las actitudes morales que yo he señalado en el esbozo del desarrollo del sentido de la justicia: concretamente, su relación con ciertas actitudes naturales.[18] Así, al examinar una impresión moral, deberíamos preguntar: ¿cuáles son —en el caso de que las haya— las actitudes naturales con las que se relaciona? Ahora bien: aquí hay dos cuestiones, una la inversa de la otra. La primera se refiere a las actitudes naturales que se hallan ausentes cuando una persona no llega a tener unas determinadas impresiones morales. La segunda, en cambio, pregunta qué actitudes naturales se muestran presentes cuando alguien experimenta una emoción moral. Al esbozar las tres etapas de la moral he atendido sólo a la primera cuestión, porque su inversa plantea otros y más difíciles problemas. He sostenido que, en el contexto de la situación de autoridad, las actitudes naturales del niño de amor y confianza en los que ejercen la autoridad le conduce a impresiones de (autoridad) culpa, cuando viola las prescripciones que se le señalan. La ausencia de estas impresiones morales evidenciaría una carencia de esos lazos naturales. De modo semejante, dentro del marco de la moral de la asociación, las actitudes naturales de amistad y de confianza mutua dan origen a impresiones de culpa, a causa del incumplimiento de los deberes y obligaciones reconocidos por el grupo. La ausencia de estas impresiones implicaría la ausencia de estas adhesiones. Estas proposiciones no deben confundirse con sus inversas, porque, si bien las impresiones de indignación y de culpa, por ejemplo, pueden ser consideradas, muchas veces, como prueba de tales afectos, también puede haber otras explicaciones. En general, los principios morales se ven confirmados por varias razones, y su aceptación normalmente basta para las impresiones morales. Desde luego, en la teoría contractual, los principios de derecho y de la justicia tienen un cierto contenido y, como acabamos de ver, hay un sentido en el que el comportamiento de acuerdo con ellos puede ser interpretado como un comportamiento inspirado por un interés por la humanidad o por el bien de otras personas. Si este hecho demuestra que un individuo actúa, en parte, en virtud de ciertas actitudes naturales, especialmente en cuanto éstas implican adhesiones a determinados individuos, y no simplemente en virtud de las formas generales de la simpatía y de la buena voluntad, es algo que no voy a tratar aquí. Desde luego, el anterior informe sobre el desarrollo de la moral supone que ese afecto a determinadas personas desempeña un papel esencial en la adquisición de la moral. Pero hasta qué punto estas actitudes son precisas para una ulterior motivación moral es cuestión que puede quedar pendiente, aunque sería raro, en mi opinión, que tales adhesiones no fuesen, en alguna medida, necesarias.
Ahora bien, la relación entre las actitudes naturales y los sentimientos morales puede expresarse como sigue: estos sentimientos y actitudes son familias ordenadas de disposiciones características, y estas familias coinciden de tal modo que la ausencia de ciertas impresiones morales muestra la ausencia de ciertos lazos naturales. O bien, la presencia de ciertas adhesiones naturales da origen a la probabilidad de ciertas emociones morales, una vez que se haya realizado el desarrollo moral preciso. Podemos ver que esto es así, mediante un ejemplo. Si A estima a B, entonces, a falta de una especial explicación, A tiene miedo por B cuando B está en peligro, y trata de acudir en auxilio de B. Además, si C proyecta tratar a B injustamente, A se indigna contra C e intenta evitar que tales proyectos se hagan realidad. En ambos casos, A está dispuesto a proteger los intereses de B. Asimismo, a menos que concurran circunstancias especiales, A está contento cuando se halla junto a B y, cuando B sufre algún daño o muere, A siente una gran aflicción. Si A es responsable del daño que sufre B, A sentirá remordimiento. El amor es un sentimiento, una jerarquía de disposiciones para experimentar y manifestar estas emociones primarias cuando la ocasión surge y para actuar del modo adecuado.[19] Para confirmar la relación entre las actitudes naturales y los sentimientos morales, señalemos, sencillamente, que la disposición por parte de A a sentir remordimiento cuando causa daño a B, o culpa cuando viola las legítimas aspiraciones de B, o la disposición de A a sentir indignación cuando C intenta oponerse al derecho de B, guardan una estrecha relación psicológica con las actitudes naturales del amor como la disposición a estar contento en la presencia del otro, o a sufrir cuando el otro sufre. Los sentimientos morales son, en algunos aspectos, más complejos. En su forma íntegra, presuponen una comprensión y una aceptación de ciertos principios y una capacidad de juzgar de acuerdo con ellos. Pero, al admitir estas cosas, la probabilidad de impresiones morales parece ser una parte de los sentimientos naturales, como la tendencia a estar contento, o la posibilidad de sufrir. El amor, a veces, se expresa como pesar, y otras veces como indignación. Por cierto, que lo uno sin lo otro sería igualmente excepcional. El contenido de los principios morales racionales hace inteligibles estas relaciones.
Pero una consecuencia importante de esta doctrina es que las impresiones morales son un rasgo normal de la vida humana. No podríamos prescindir de ellas sin eliminar, al mismo tiempo, ciertas actitudes naturales. Entre personas que nunca actuasen de acuerdo con su deber de justicia, excepto por razones de propio interés y de conveniente utilidad, no podría haber lazos de amistad ni de confianza mutua. Porque, cuando existen estas adhesiones, se reconocen otras razones para actuar rectamente. Esto parece bastante claro. Pero de lo dicho se sigue también que los egoístas son incapaces de sentir enojo e indignación, salvo que ellos mismos sean los defraudados. Si uno de dos egoístas engaña al otro y esto se descubre, ninguno de ellos tiene motivo para quejarse. Ninguno acepta los principios de la justicia ni cualquiera otra concepción que sea razonable desde el punto de vista de la situación original; tampoco experimentan inhibición alguna a causa de impresiones de culpa debidas a incumplimientos de sus deberes. Como hemos visto, el enojo y la indignación son impresiones morales y, por consiguiente, presuponen una explicación referida a una aceptación de los principios del derecho y de la justicia. Pero, por hipótesis, no pueden facilitarse las explicaciones adecuadas. Negar que las personas sólo atentas a su propio interés sean capaces de sentir enojo e indignación, no quiere decir, naturalmente, que no puedan estar irritadas y molestas entre sí. Una persona sin un sentido de la justicia puede estar enfurecida con alguien que no se conduzca rectamente. Pero la irritación y la molestia son distintas de la indignación y del enojo; no son, como éstas, emociones morales. Tampoco podría negarse que los egoístas deseen que los otros reconozcan los lazos de amistad y les traten amistosamente. Pero estos deseos no deben confundirse con lazos de afecto que conduzcan a una persona a sacrificarse por sus amigos. Indudablemente, hay dificultades a la hora de distinguir entre el enojo y la irritación, y entre la amistad aparente y la real. Desde luego, las manifestaciones claras y las acciones pueden parecer las mismas cuando se observa un margen limitado de comportamiento. Pero, a largo plazo, puede establecerse, por lo general, la diferencia.
Podemos decir, pues, que una persona carente de un sentido de justicia, y que nunca actuaría tal como la justicia requiere, a no ser que así se lo aconsejen su propio interés y su conveniencia, no sólo carece de lazos de amistad, de afecto y de confianza mutua, sino que es incapaz de experimentar enojo e indignación. Carece de ciertas actitudes naturales y de impresiones morales de un tipo especialmente elemental. Dicho de otro modo, el que carece de un sentido de la justicia carece de ciertas actitudes y capacidades fundamentales, incluidas en la noción de humanidad. Ahora bien: las impresiones morales, según se admite generalmente, son ingratas, en un cierto sentido amplio; pero no podemos, en modo alguno, evitar una cierta tendencia a ellas, sin deformarnos a nosotros mismos. Esta tendencia o posibilidad es el precio del amor y de la confianza, de la amistad y del afecto, y de una devoción a las instituciones y a las tradiciones, de las que nos hemos beneficiado y que sirven a los intereses generales de la humanidad.
Además, al admitir que las personas están poseídas de intereses y aspiraciones propios, y que se hallan preparadas, en la persecución de sus propios fines e ideales, a ejercer presiones recíprocas con sus pretensiones —es decir, en la medida en que entre las personas prevalezcan las condiciones que dan origen a cuestiones de justicia—, es inevitable que, dadas la tentación y la pasión, se realice aquella posibilidad. Y como el hecho de ser impulsado por fines e ideales excelentes implica una posibilidad de humillación y de vergüenza, y como una ausencia de una posibilidad de humillación y de vergüenza implica una carencia de esos fines e ideales, también de la humillación y de la vergüenza puede decirse que constituyen una parte del concepto de humanidad. Ahora bien: el hecho de que un individuo que carezca de sentido de la justicia y, por consiguiente, de una posibilidad de culpa, carece de ciertas actitudes y capacidades fundamentales no debe considerarse como una razón para actuar como la justicia ordene. Pero tiene esta significación: al comprender lo que supondría no tener un sentido de la justicia —que equivaldría a carecer también de una parte de nuestra humanidad—, nos sentimos inclinados a aceptar que tenemos ese sentimiento.
De ello se sigue que los sentimientos morales son una parte normal de la vida humana. No podemos prescindir de ellos sin menoscabar también, al mismo tiempo, las actitudes naturales. Y ya hemos visto (§§ 30, 72) que los sentimientos morales son congruentes con estas actitudes, en el sentido de que el amor a la humanidad y el deseo de contribuir al bien común incluyen los principios del derecho y de la justicia como necesarios para definir su objeto. Con todo esto no se pretende negar que nuestras impresiones morales existentes pueden ser, en muchos aspectos, irracionales y nocivas para nuestro bien. Freud tiene razón cuando asegura que estas actitudes son, muchas veces, punitivas y ciegas, pues incorporan muchos de los más duros aspectos de la situación de autoridad en que se adquirieron por primera vez. El enojo y la indignación, las impresiones de culpa y de remordimiento, un sentido del deber y la censura de los otros, frecuentemente toman formas perversas y destructivas, y embotan sin razón la espontaneidad y la alegría humanas. Cuando digo que las actitudes morales son parte de nuestra humanidad, me refiero a aquellas actitudes que fundan su explicación en los sanos principios del derecho y de la justicia. La racionalidad de la concepción ética subyacente es una condición necesaria y, así, la adecuación de los sentimientos morales a nuestra naturaleza viene determinada por los principios sobre los que se alcanzaría un consenso en la situación original.[20] Estos principios regulan la educación moral y la expresión de la aprobación y de la desaprobación morales, exactamente igual que rigen los proyectos de las instituciones. Pero, aun cuando el sentido de la justicia es el resultado normal de las actitudes humanas naturales dentro de una sociedad bien ordenada, también es verdad que nuestras impresiones morales presentes pueden ser irracionales y caprichosas. Sin embargo, una de las virtudes de una sociedad bien ordenada es la de que, por haber desaparecido la autoridad arbitraria, sus miembros sufren mucho menos a causa de las cargas de la conciencia opresiva.
Seguidamente debemos examinar la relativa estabilidad de la justicia como imparcialidad a la luz del esbozo del desarrollo moral. Pero, antes de hacerlo, deseo formular unas observaciones acerca de las tres leyes psicológicas. Será conveniente hacer un resumen de las mismas. Admitiendo que representan tendencias y que son eficaces, en igualdad de circunstancias, puede formularse como sigue:
Primera ley: dado que las instituciones familiares son justas, y que los padres quieren al niño y expresan manifiestamente su amor preocupándose por su bien, el niño, reconociendo el evidente amor que sus padres le tienen, llega a quererlos.
Segunda ley: dado que la capacidad de simpatía de una persona ha sido comprobada mediante la adquisición de afectos, de acuerdo con la primera ley, y dado que un ordenamiento social es justo y reconocido públicamente por todos como justo, entonces esa persona desarrolla lazos de sentimientos amistosos y de confianza respecto a los otros con quienes se halla asociada, cuando éstos cumplen, con evidente intención, sus deberes y obligaciones y viven de acuerdo con los ideales de su posición.
Tercera ley: dado que la capacidad de simpatía de una persona se ha desarrollado mediante su formación de afectos, de acuerdo con las dos primeras leyes, y dado que las instituciones de una sociedad son justas y reconocidas públicamente por todos como justas, entonces esa persona adquiere el correspondiente sentido de la justicia cuando reconoce que ella y aquellos a quienes estima son los beneficiarios de tales disposiciones.
Tal vez el rasgo más notable de estas leyes (o tendencias) sea que su formulación se refiere a un marco institucional considerado como justo y, en las dos últimas, reconocido públicamente como tal. Los principios de la psicología moral tienen un lugar para una concepción de la justicia, y estos principios se ofrecen en diferentes formulaciones cuando se utilizan concepciones diferentes. Así, alguna visión de la justicia interviene en la explicación del desarrollo del sentimiento correspondiente; las hipótesis acerca de este proceso psicológico incorporan conceptos morales, aun cuando éstos se consideren sólo como parte de la teoría psicológica. Esto parece obvio y, si se admite que las ideas éticas pueden exponerse claramente, no es difícil comprender que puede haber leyes de este tipo. El precedente esbozo del desarrollo moral indica cómo pueden tratarse estas cuestiones. Después de todo, el sentido de la justicia es una disposición convenida para adoptar y desear actuar según el punto de vista moral, por lo menos en la medida en que los principios de la justicia lo definen. No es de extrañar que tales principios se hallen implícitos en la formación de este sentimiento regulador. En realidad, parece probable que nuestra comprensión del aprendizaje moral no pueda ir mucho más allá de nuestro conocimiento de las concepciones morales que es necesario aprender. De modo análogo, nuestra comprensión del modo en que aprendemos nuestro lenguaje está limitada por lo que sabemos de su estructura gramatical y semántica. Así como la psicolingüística depende de la lingüística, la teoría del aprendizaje moral depende de una interpretación de la naturaleza de la moral y de sus diversas formas. Nuestras ideas de sentido común acerca de estas cuestiones no bastan para los propósitos de la teoría.
Indudablemente, algunos prefieren que las teorías sociales eviten el uso de conceptos morales. Por ejemplo, pueden desear explicar la formación de lazos afectivos mediante leyes que se remiten a la frecuencia de la interacción entre los que se hallan comprometidos en alguna tarea común, o a la regularidad con que algunas personas toman la iniciativa o ejercen una dirección autoritaria. Así, una ley puede establecer que, entre iguales que cooperen conjuntamente, donde la igualdad es definida por las reglas aceptadas, es muy frecuente que los individuos interactúen recíprocamente, y es muy probable que entre ellos se desarrollen sentimientos amistosos. Otra ley puede asegurar que cuanto mayor sea el uso que una persona en posición de autoridad haga de sus poderes, y cuanto más sólida sea la dirección que ejerza sobre quienes le están sometidos, más le respeten éstos.[21] Pero, como estas leyes (o tendencias) no mencionan la justicia (o imparcialidad) del ordenamiento en cuestión, tienen que ser de alcance muy limitado. Los que están sometidos a otro que ejerce la autoridad seguramente le considerarán de un modo distinto según que el ordenamiento, en su totalidad, sea justo y esté bien proyectado para favorecer lo que ellos consideran que son sus legítimos intereses. Y esto es válido también para la cooperación entre iguales. Las instituciones son pautas de conducta humana definidas por sistemas públicos de normas, y el propio desempeño de los oficios y de las profesiones que definen indica, normalmente, ciertas intenciones y finalidades. La justicia o injusticia de los ordenamientos de una sociedad y las creencias de los hombres acerca de estas cuestiones influyen profundamente en los sentimientos sociales; en buena medida, determinan la forma en que hemos de considerar la aceptación o el rechazo de una institución por otra, o su intento de reformarla o defenderla.
Puede objetarse que muchas teorías sociales se sostienen bastante bien, sin utilizar ideas morales en absoluto. El ejemplo evidente es la economía. Sin embargo, la situación de la teoría económica es muy peculiar en el sentido de que, a menudo, puede suponerse una estructura fija de normas y exigencias que definen las acciones que se ofrecen a individuos y empresas, y ciertos supuestos causales simplificadores son sumamente plausibles. La teoría del precio (sus partes más elementales, en todo caso) es un buen ejemplo. No se tiene en cuenta por qué los compradores y los vendedores se comportan de acuerdo con las normas de la ley que rige la actividad económica ni cómo se forman las preferencias o se establecen las normas legales. En su mayor parte, estas cosas se aceptan ya como dadas y, hasta cierto punto, no hay objeción alguna que hacer. Por otra parte, la llamada teoría económica de la democracia, la idea que extiende las ideas y métodos básicos de la teoría del precio al proceso político, debe ser considerada cautelosamente, a pesar de sus méritos.[22] Porque una teoría de un régimen constitucional no puede aceptar las reglas como dadas ni suponer simplemente que serán seguidas. Evidentemente, el proceso político tiene como una de sus más importantes características la de establecer y revisar normas, así como la de tratar de controlar los poderes legislativo y ejecutivo del gobierno. Aun cuando todo se haga de acuerdo con los procedimientos constitucionales, necesitamos explicar por qué se aceptan éstos. Nada análogo a las exigencias de un mercado competitivo es válido para este caso; y no hay sanciones legales, en el sentido ordinario, para muchos tipos de acción inconstitucional por parte de parlamentos y miembros del poder ejecutivo, y de las fuerzas políticas que representan. Los dirigentes políticos, por tanto, son guiados en parte por lo que ellos consideran como moralmente permisible; y como ningún sistema de frenos y equilibrios constitucionales es capaz de establecer una mano invisible que pueda garantizar la conducción del proceso hacia un resultado justo, es necesario un cierto grado de sentido público de la justicia. Parecería, pues, que una teoría correcta de la política en un régimen constitucional justo presupone una teoría de la justicia que explique cómo los sentimientos morales influyen en la administración de los asuntos públicos. He tocado esta cuestión en relación con el papel de la desobediencia civil; basta añadir aquí que una prueba de la doctrina contractual es la de saber en qué medida sirve a este propósito.
Un segundo punto acerca de las leyes psicológicas es que rigen los cambios de los lazos afectivos que corresponden a nuestros objetivos finales. Para aclarar esto, podemos observar que explicar una acción intencional es demostrar cómo, dadas nuestras creencias y las alternativas a nuestro alcance, tal acción está de acuerdo con nuestro proyecto de vida o con esa subparte de él propia de las circunstancias. Esto suele hacerse mediante una serie de explicaciones, diciendo que una primera cosa se hace para conseguir una segunda; que la segunda cosa se hace para conseguir una tercera, y así sucesivamente, siendo la serie finita y terminando en un objetivo, en virtud del cual se han hecho las cosas precedentes. Al explicar nuestras diversas acciones podemos citar muchas diferentes cadenas de razones, y éstas, normalmente, se detienen en diferentes puntos, dada la complejidad de un proyecto de vida y su pluralidad de fines. Además, una cadena de razones puede tener varias ramas porque una acción puede llevarse a cabo para facilitar más de un fin. Cómo se catalogan y se equilibran entre sí las actividades que fomentan los numerosos fines es algo que se resuelve mediante el propio proyecto y los principios en que se basa.
Ahora bien: entre nuestros objetivos finales se encuentran los afectos que sentimos por las personas, el interés que tenemos en la realización de sus intereses y el sentido de la justicia. Las tres leyes describen cómo nuestro sistema de deseos llega a tener nuevos objetivos finales, a medida que adquirimos lazos afectivos. Estos cambios deben distinguirse de nuestra formación de deseos derivados como consecuencia de conocimiento adicional o de nuevas oportunidades, o de nuestra determinación de nuestras carencias existentes, de un modo más específico. Por ejemplo, el que desea viajar a un sitio determinado se informa que una ruta determinada es la mejor. Al aceptar este informe, tiene el deseo de avanzar en una dirección determinada. Los deseos derivados de este tipo tienen una explicación racional. Son deseos de hacer lo que, a juzgar por la evidencia de que se dispone, realizará, del modo más efectivo, nuestras actuales aspiraciones; cambian juntamente con los conocimientos y con las creencias, y con las oportunidades que se ofrecen. Las tres leyes psicológicas no ofrecen explicaciones racionales de los deseos en este sentido; más bien, caracterizan transformaciones de nuestra pauta de objetivos finales, que surgen de nuestro reconocimiento de la manera en que las instituciones y las acciones de los otros afectan nuestro bien. Naturalmente, no siempre es fácil comprobar si un objetivo es final o derivado. La distinción se hace sobre la base del proyecto racional de vida de una persona, y la estructura de este proyecto no es evidente, en general, ni siquiera para el interesado. Mas para efectos de lo que ahora nos importa, la distinción es lo bastante clara.
Una tercera observación es que las tres leyes no son simplemente principios de asociación o de refuerzo. Aunque tienen una cierta semejanza con estos principios de aprendizaje, sostienen que los sentimientos activos de amor y de amistad, e incluso el sentido de la justicia, surgen de la manifiesta intención de otras personas de actuar en favor nuestro. Precisamente porque reconocemos que ellos tienen buenos deseos respecto a nosotros, nos preocupamos de su bienestar, como compensación. Así, adquirimos afectos a unas personas o a unas instituciones según percibamos la forma en que ellas se preocupan de nuestro bien. La idea básica es una idea de reciprocidad, una tendencia a “pagar en la misma moneda”. Pero esta tendencia es un profundo hecho psicológico. Sin ella, nuestra naturaleza sería muy diferente, y la beneficiosa operación social sería frágil, cuando no imposible. Porque es seguro que una persona racional no puede permanecer indiferente ante cosas que atañen notablemente a su bien; y si suponemos que esa persona desarrolla alguna actitud respecto a ellas, adquirirá o un nuevo afecto o una nueva aversión. Si se correspondiese con odio a nuestro amor, o si aborreciésemos a quienes se conducen honradamente para con nosotros, o si nos opusiésemos a las actividades que favoreciesen nuestro bien, pronto se disolvería cualquier comunidad. Los seres con una psicología diferente nunca han existido o tuvieron que desaparecer muy pronto en el curso de la evolución. Parece que la posibilidad de un sentido de la justicia sobre la base de que a los sentimientos de los demás respondamos nosotros con sentimientos análogos es una condición de la sociabilidad humana. Las concepciones más estables de la justicia son, probablemente, aquellas en que el correspondiente sentido de la justicia está más firmemente basado en estas tendencias (§ 76).
Para terminar, hagamos algunos comentarios acerca del desarrollo moral en conjunto. La confianza en los tres principios de la psicología moral es, naturalmente, una simplificación. Una descripción más completa distinguiría entre formas diferentes de aprendizaje y, por consiguiente, entre condicionantes instrumentales (reforzamiento) y condicionantes clásicos, configurando así, probablemente, nuestras emociones y nuestros sentimientos. También sería necesaria una consideración del modelo y de la imitación, y del aprendizaje de conceptos y principios.[23] No hay razón alguna para negar la importancia de estas formas de aprendizaje. Para nuestros propósitos puede bastar, sin embargo, el esquema de las tres etapas. En la medida en que destaca la formación de afectos como objetivos finales, el esbozo del aprendizaje moral se asemeja a la tradición empírica cuando hace hincapié en la importancia de adquirir nuevas motivaciones.
Hay también nexos con lo que he llamado la interpretación racionalista. En primer lugar, la adquisición del sentido de la justicia se produce en etapas relacionadas con el desarrollo del conocimiento y de la comprensión. Para adquirir el sentido de la justicia es preciso adquirir una concepción del mundo social y de lo que es justo e injusto. Las intenciones manifiestas de los demás se reconocen sobre un fondo de instituciones públicas tal como son interpretadas por la propia visión del yo y de la situación. Pero no he sostenido que las etapas de desarrollo sean innatas o estén determinadas por mecanismos psicológicos. He dejado aparte la cuestión de decidir si diversas propensiones naturales influyen en estas etapas. Antes bien, se utiliza una teoría del derecho y de la justicia para describir lo que podría ser el curso esperado de desarrollo. La manera en que se halla dispuesta una sociedad bien ordenada, y todo el sistema de principios, ideas y preceptos que rigen el esquema completo, facilita un modo de distinguir los tres niveles de moral. Parece plausible que, en una sociedad regulada por la doctrina contractual, el aprendizaje moral siguiese al orden presentado. Las etapas son determinadas por la estructura de lo que se ha de aprender, avanzando de lo más sencillo a lo más complejo, a medida que se hacen realidad las aptitudes requeridas.
Por último, al basar la descripción del aprendizaje moral, explícitamente, en una teoría ética determinada, es evidente en qué sentido la sucesión de las etapas representa un desarrollo progresivo y no sólo una sucesión regular. Así como las personas formulan, gradualmente, proyectos racionales de vida que responden a sus más profundos intereses, así llegan a conocer cómo los preceptos e ideales morales se derivan de los principios que aceptarían en una situación inicial de igualdad. Las normas éticas ya no se experimentan simplemente como exigencias, sino que se hallan reunidas en una concepción coherente. Ahora se comprende la relación entre estas normas y las aspiraciones humanas, y las personas entienden su sentido de la justicia como una extensión de sus apegos naturales y como una forma de velar por el bien colectivo. Las numerosas cadenas de razones con sus diversos puntos de parada ya no son simplemente distintas, sino que se consideran como elementos de una interpretación sistemática. Estas observaciones presuponen, sin embargo, una particular teoría de la justicia. Los que defienden una teoría distinta apoyarán otra exposición de estas cuestiones. Pero, en todo caso, alguna concepción de la justicia tiene, seguramente, un lugar reservado, a la hora de explicar el aprendizaje moral, aunque esta concepción pertenezca solamente a la teoría psicológica, y no sea aceptada, en sí misma, como filosóficamente correcta.
Vuelvo ahora a la comparación entre la justicia como imparcialidad y otras concepciones con respecto a la estabilidad. Tal vez sea conveniente recordar que el problema de la estabilidad se plantea porque un esquema justo de cooperación no puede estar en equilibrio y, mucho menos, en equilibrio estable. Naturalmente, desde el punto de vista de la situación original, los principios de la justicia son colectivamente racionales; todos podemos esperar que nuestra situación mejorará si todos cumplimos con estos principios, al menos en comparación con lo que serían los proyectos de cada uno en ausencia de todo acuerdo. El egoísmo general representa este punto de desacuerdo. Sin embargo, desde la perspectiva de cada uno, separadamente, el egoísmo de primera persona y de oportunismo sería aún mejor. Naturalmente, dadas las circunstancias de la situación original, ninguna de estas opciones es un candidato serio (§ 23). Pero en la vida cotidiana un individuo, si tiene inclinación a ello, puede a veces obtener incluso mayores beneficios para sí mismo aprovechándose de los esfuerzos cooperativos de los demás. Acaso sean muchas las personas que estén haciendo su aportación, de tal modo que cuando las circunstancias les permitan no contribuir (quizá su omisión no será descubierta) consiguen lo mejor de ambos sistemas: en estos casos, sin embargo, las cosas suceden casi como si hubiera sido reconocido el egoísmo oportunista.
Los ordenamientos justos pueden no estar en equilibrio entonces, porque el actuar correctamente no es, en general, la mejor respuesta de cada quien a la conducta justa de sus compañeros. Para asegurar la estabilidad, los hombres deben tener un sentido de la justicia o un interés por aquellos que resultarían perjudicados por su defección, aunque sería preferible que tuvieran las dos cosas. Cuando estos sentimientos son lo bastante fuertes para superar las tentaciones de violar las normas, los esquemas justos son estables. El cumplimiento de los propios deberes y obligaciones es considerado ahora por cada persona como la respuesta correcta a las acciones de los demás. Su proyecto racional de vida, regido por su sentido de la justicia, conduce a esta conclusión.
Como lo he señalado antes, Hobbes relacionaba la cuestión de la estabilidad con la de la obligación política. Podemos considerar al soberano hobbesiano como un mecanismo agregado a un sistema de cooperación que sin él sería inestable. La creencia general en la eficacia del soberano elimina los dos tipos de inestabilidad (§ 42). Ahora es evidente que las relaciones de amistad y de confianza mutua, y el público conocimiento de un sentido de la justicia común y normalmente eficaz producen el mismo resultado. Porque, dadas estas actitudes naturales y el deseo de hacer lo que es justo, nadie desea mejorar sus intereses injustamente, con perjuicio de los demás; esto elimina la inestabilidad del primer tipo. Y como todos reconocen que estos sentimientos e inclinaciones son predominantes y efectivos, no hay razón para que nadie piense que tiene que violar las normas para proteger sus intereses legítimos; así queda también ausente la inestabilidad del segundo tipo. Naturalmente, es posible que se produzcan algunas infracciones, pero cuando esto ocurre las impresiones de culpa que surgen de la amistad y de la confianza mutua, juntamente con el sentido de la justicia, tienden a restablecer el ordenamiento.
Además, una sociedad regulada por un sentido público de la justicia es intrínsecamente estable: en circunstancias iguales, las fuerzas que favorecen la estabilidad aumentan (hasta cierto límite) a medida que el tiempo pasa. Esta estabilidad intrínseca es consecuencia de la relación recíproca entre las tres leyes psicológicas. El funcionamiento más eficaz de una ley fortalece el de las otras dos. Por ejemplo, cuando la segunda ley conduce a adhesiones más sólidas, el sentido de la justicia adquirido por la tercera ley se refuerza a causa del mayor interés por los beneficiarios de las instituciones justas. Y, por otra parte, un sentido más eficaz de la justicia conduce a una más segura intención de cumplir con el deber, y el reconocimiento de este hecho suscita más intensos sentimientos de amistad y de confianza. Una vez más, parece que con una más firme seguridad del propio merecimiento y con una capacidad más viva de simpatía introducidas por unas condiciones más favorables para la primera ley, los efectos regidos por las otras dos leyes serían acrecentados de un modo similar. Por el contrario, las personas que han desarrollado un sentido regulador de la justicia y confían en su propia estimación cuidarán, más probablemente, de sus hijos, con manifiesta intención. Así, pues, los tres principios psicológicos contribuyen, juntamente, a sostener las instituciones de una sociedad bien ordenada.
No parece dudoso, pues, que la justicia como imparcialidad sea una concepción moral razonablemente estable. Pero una decisión en la situación original depende de una comparación: en igualdad de circunstancias, la concepción de la justicia preferida es la más aceptable. Idealmente, compararíamos la interpretación contractual con todas sus rivales a este respecto, pero, como tantas veces, sólo tendré en cuenta el principio de utilidad. Con este fin, es conveniente recordar tres elementos que intervienen en el funcionamiento de las leyes psicológicas: concretamente, un cuidado incondicional de nuestro bien, una clara conciencia de las razones favorables a los preceptos e ideales morales (ayudada por la explicación y la instrucción, y por la posibilidad de dar justificaciones precisas y convincentes), y el reconocimiento de que los que cumplen con estos preceptos e ideales, y aportan el esfuerzo que les corresponde a los ordenamientos sociales, aceptan estas normas y expresan, en su vida y en su carácter, unas formas del bien humano que suscitan nuestra admiración y nuestra estima (§ 70). El sentido de la justicia que de ello resulta es más fuerte cuanto más se verifican estos tres elementos. El primero vivifica el sentido de nuestra propia estimación al fortalecer la tendencia a “pagar en la misma moneda”, el segundo presenta la concepción moral de tal modo que pueda ser fácilmente comprendida, y el tercero muestra la adhesión a él como atractiva. Por tanto, la concepción de la justicia más estable es probablemente la que tiene en cuenta nuestra razón, congruente con nuestro bien, y arraigada, no en la abnegación, sino en la afirmación del propio yo.
Ahora bien: algunas cosas sugieren que el sentido de la justicia que corresponde a la justicia como imparcialidad es más fuerte que el sentimiento paralelo inculcado por las otras concepciones. En primer término, el interés incondicional de otras personas e instituciones por nuestro bien es considerablemente más fuerte en la interpretación contractual. Las restricciones contenidas en el principio de la justicia garantizan a todos una libertad igual y nos aseguran que nuestros derechos no serán menospreciados ni conculcados a cambio de una suma más elevada de beneficios, ni siquiera para toda la sociedad. Sólo tenemos que recordar las diversas normas de prioridad, y la significación del principio diferencial en su interpretación kantiana (las personas no deben ser tratadas como medios, en ningún caso), y su relación con la idea de fraternidad (§§ 29, 17). El efecto de estos aspectos de la justicia como imparcialidad es realzar la acción del principio de reciprocidad. Como hemos señalado, un cuidado más incondicional de nuestro bien y una más clara renuncia por parte de los demás a aprovecharse de un accidente o de una casualidad, deben fortalecer nuestra autoestimación; y este mayor bien debe conducir, a su vez, a una unión más estrecha con personas e instituciones por la vía del “pago en la misma moneda”. Estos efectos son más intensos que en el caso del principio de utilidad y, por ello, las adhesiones resultantes deberán ser más fuertes.
Podemos confirmar esta sugerencia, considerando la sociedad bien ordenada paralelamente con el principio de utilidad. En este caso, las tres leyes psicológicas tienen que alterarse. Por ejemplo, la segunda ley sostiene ahora que las personas tienden a desarrollar sentimientos amistosos hacia aquellos que evidentemente cumplen su función en los esquemas cooperativos cuya finalidad, reconocida por todos, es la de elevar al máximo la suma de beneficios o el promedio de bienestar (cualquiera que sea la variante empleada). En ambos casos, la ley psicológica resultante no es tan plausible como antes. Porque supongamos que ciertas instituciones se adoptan sobre la base del común entendimiento de que los mayores beneficios de unos compensan las pérdidas menores de otros. ¿Por qué la aceptación del principio de utilidad (en cualquiera de sus formas), por parte de los más afortunados, ha de inspirar a los menos beneficiados sentimientos amistosos hacia aquellos? Esta respuesta, en realidad, parecería más bien sorprendente, sobre todo si los que se encuentran en una situación mejor han impuesto sus pretensiones sosteniendo que una mayor cantidad (o promedio) de bienestar sería el resultado de la satisfacción de tales pretensiones. En este caso, no actúa ningún principio de reciprocidad, y la apelación a la utilidad puede suscitar simplemente recelos. El interés que se expresa por todas las personas, considerando a cada una separadamente (mediante la valoración imparcial de la utilidad de cada uno) es débil, si se compara con el interés suscitado por los principios de la justicia. Así, las adhesiones generadas, dentro de una sociedad bien ordenada, regida por el criterio de utilidad, probablemente experimentarán grandes variaciones entre los distintos sectores de la sociedad. Ciertos grupos pueden adquirir pocos deseos o ninguno de actuar justamente (lo que ahora se define mediante el principio utilitarista), con una correspondiente pérdida de estabilidad.
Desde luego, en cualquier tipo de sociedad bien ordenada, la fuerza del sentido de la justicia no será igual en todos los grupos sociales. Pero, con el fin de asegurar que los lazos mutuos unan a toda la sociedad, y a todos y a cada uno de sus miembros, es preciso adoptar algo semejante a los dos principios de la justicia. Es evidente por qué el utilitarista hace hincapié en la capacidad de simpatía. Los que no se benefician de la mejor situación de los otros deben identificarse con la mayor cantidad (o promedio) de satisfacción, o no desearán seguir el criterio de utilidad. Ahora bien, esas inclinaciones altruistas sin duda existen. Pero probablemente son menos fuertes que las producidas por las tres leyes psicológicas formuladas como principios de reciprocidad; y una marcada capacidad de identificación por simpatía parece relativamente rara. Por tanto, estos sentimientos facilitan menos apoyo a la estructura básica de la sociedad. Además, como hemos visto, la aceptación de la concepción utilitaria tiende a destruir la autoestima de los que pierden, sobre todo cuando ya son menos afortunados (§ 29). Ahora bien: es característico de la moral de la autoridad, cuando se concibe como moral para el orden social en conjunto, exigir un autosacrificio en aras de un bien más alto y menospreciar el valor de las asociaciones individuales y menores. La vacuidad del yo debe superarse al servicio de fines más grandes. Es probable que esta doctrina estimule el autodesprecio con sus destructivas consecuencias. Ciertamente, el utilitarismo no llega a este extremo, pero tiene que haber un efecto similar que debilite aún más la capacidad de simpatía y deforme el desarrollo de lazos afectivos.
Por el contrario, en un sistema social regido por la justicia como imparcialidad, podrían ser muy fuertes la identificación con el bien de los demás y una apreciación de lo que ellos hacen como elemento de nuestro propio bien (§ 29). Pero esto sólo es posible gracias a la reciprocidad ya implícita en los principios de la justicia. Con la constante seguridad expresada por estos principios, las personas desarrollarán un sentido seguro de su propio valor, que forma la base del amor a la humanidad. Al apelar directamente a la capacidad de simpatía como un fundamento de conducta justa en ausencia de reciprocidad, el principio de utilidad no sólo requiere más que la justicia como imparcialidad, sino que depende de inclinaciones más débiles y menos comunes. Otros dos elementos afectan la fuerza del sentido de la justicia: la claridad de la concepción moral y el poder atractivo de sus ideales. En el próximo capítulo, atenderé al segundo elemento. Allí trato de demostrar que la interpretación contractual es más congruente con nuestro bien que sus rivales; y, al admitir aquí esta conclusión, presta un nuevo apoyo a las consideraciones precedentes. La mayor claridad de los principios de la justicia se ha examinado ya antes (§ 49). He señalado que, en comparación con las doctrinas teleológicas, los principios de la justicia definen una concepción lúcida. Por el contrario, la idea de elevar al máximo la suma de bienestar, o de alcanzar la mayor perfección, es vaga e imprecisa. Es más fácil comprobar cuándo se infringen las libertades iguales y establecer las discrepancias a partir del principio de la diferencia que decidir si un tratamiento desigual incrementa el bienestar social. La estructura más definida de los dos principios (y de las diversas normas de prioridad) los presenta con mayor precisión al entendimiento, y con ello asegura su conservación en la memoria. Las explicaciones y razones dadas para ellos son comprendidas y aceptadas más fácilmente; el comportamiento que se espera de nosotros está más claramente definido por criterios de general reconocimiento. En los tres casos, pues, la interpretación contractual parece poseer una mayor estabilidad.
Es de señalar que Mill está de acuerdo, al parecer, con esta conclusión. Observa que, con el avance de la civilización, las personas van reconociendo, cada vez más, que la sociedad entre seres humanos es manifiestamente imposible sobre cualquier otra base que no sea la de que se deben consultar los intereses de todos. El perfeccionamiento de las instituciones políticas elimina la oposición de intereses, así como las barreras y desigualdades que estimulan a los individuos y a las clases a despreciar los derechos de los demás. El fin natural de este desarrollo es un estado del espíritu humano en que cada persona tiene un sentimiento de unidad con los otros. Mill sostiene que, cuando tal estado de espíritu se completa, conduce al individuo a desear para sí mismo sólo aquellas cosas en cuyos beneficios se hallan incluidos también los demás. Uno de los deseos naturales de una persona es que exista una armonía entre sus sentimientos y los de sus conciudadanos. Desea saber que sus derechos y los de ellos no se encuentran en oposición, que él no está enfrentándose al bien de ellos, sino que en realidad está apoyando lo que ellos desean.[24]
Ahora bien, el deseo que Mill caracteriza aquí es el deseo de actuar según el principio de la diferencia (o algún criterio similar) y no un deseo de actuar de acuerdo con el principio de utilidad. Mill no advierte esta discrepancia, pero parece reconocer intuitivamente que una sociedad perfectamente justa, en que las aspiraciones de los hombres estuviesen acordes en formas aceptables para todos, ello sería una sociedad que seguiría el concepto de reciprocidad expresado por los principios de la justicia. Sus observaciones están de acuerdo con la idea de que es más probable que estos principios se hallen incorporados, no en la pauta utilitaria, sino en una concepción estable de la justicia que ponga de manifiesto los sentimientos naturales humanos de unidad y simpatía. Y esta conclusión está corroborada por la descripción de Mill de la raíces del sentido de la justicia, pues cree que este sentimiento surge, no sólo de la simpatía sino también del instinto natural de autoprotección y del deseo de seguridad.[25] Este doble origen sugiere que, en su opinión, la justicia descubre un equilibrio entre el altruismo y las aspiraciones propias y, por consiguiente, implica una noción de reciprocidad. La doctrina contractual llega al mismo resultado, pero no lo hace mediante una valoración ad hoc de las dos tendencias competidoras, sino mediante una construcción teórica que conduce, como conclusión, a los principios adecuados de reciprocidad.
Al defender la mayor estabilidad de los principios de la justicia, he admitido que determinadas leyes psicológicas son verdaderas, o que lo son aproximadamente. No me detendré por más tiempo en la cuestión de la estabilidad. Pero señalemos que podríamos preguntarnos cómo los seres humanos hemos adquirido una naturaleza descrita por estos principios psicológicos. La teoría de la evolución sugeriría que es el resultado de la selección natural; la capacidad de un sentido de la justicia y de las impresiones morales constituye una adaptación de la humanidad a su lugar en la naturaleza. Como sostienen los etólogos, los patrones de conducta de una especie y los mecanismos psicológicos de su adquisición son tan característicos de esa especie como los rasgos distintivos de sus estructuras corporales; y estas pautas de conducta tienen una evolución, exactamente como los órganos y los huesos.[26] Parece claro que, para los miembros de una especie que vive en grupos sociales estables, la posibilidad de cumplir con unos ordenamientos cooperativos correctos y de desarrollar los sentimientos necesarios para sostenerlos es muy beneficiosa, especialmente cuando los individuos tienen una vida larga y dependen unos de otros. Estas condiciones garantizan innumerables ocasiones en que la justicia recíproca consistentemente adherida a ellas es beneficiosa para todos los interesados.[27]
La cuestión fundamental aquí, sin embargo, es saber si los principios de la justicia están más próximos a la tendencia de la evolución que el principio de utilidad. A primera vista, parecería que, si la selección es siempre de individuos y de sus líneas genéticas, y si la capacidad de diversas formas de conducta moral tiene alguna base genética, entonces el altruismo, en sentido estricto, se limitaría, por lo general, a la familia y a grupos menores y cercanos. En estos casos, la disposición a hacer sacrificios considerables favorecería a los propios descendientes y tendería a una selección. Atendiendo al otro extremo, una sociedad que tuviera una fuerte propensión a la conducta supererogatoria en sus relaciones con otras sociedades pondría en peligro la existencia de su propia cultura distintiva, y sus miembros correrían el riesgo de ser sometidos. Por tanto, podría suponerse que la capacidad de actuar según las más universales formas de benevolencia racional debe ser eliminada, probablemente, mientras la capacidad de seguir los principios de la justicia y del derecho natural en las relaciones entre grupos e individuos, al margen de la familia, se vería favorecida. Podemos ver también cómo el sistema de las impresiones morales podría evolucionar como inclinaciones que apoyan los deberes naturales y como mecanismos estabilizadores de esquemas justos.[28] Si esto es correcto, de nuevo los principios de la justicia tienen bases más seguras.
Estas observaciones no pretenden ser razones que justifiquen la interpretación contractual. Los fundamentos más importantes de los principios de la justicia ya se han presentado. En este punto estamos revisando, simplemente, si la concepción ya adoptada es factible y no tan inestable que pudiera ser mejor alguna otra elección. Estamos en la segunda parte del tema, en la que nos preguntamos si el reconocimiento previamente efectuado se debería reconsiderar (§ 25). Yo no afirmo que la justicia como imparcialidad sea la concepción de la justicia más estable. El conocimiento que se requiere para contestar a esta pregunta rebasa considerablemente la primitiva teoría que yo he esbozado. La concepción coincidía en la necesidad de ser sólo suficientemente estable.
Volvamos ahora a la base de la igualdad, a los aspectos de los seres humanos en virtud de los cuales deben ser tratados de acuerdo con los principios de la justicia. Nuestra conducta respecto a los animales no está regida por estos principios, o así se cree generalmente. ¿Sobre qué bases, pues, distinguimos entre la humanidad y otras cosas vivas, y consideramos que las exigencias de la justicia se refieren sólo a nuestras relaciones con las personas humanas? Debemos examinar qué es lo que determina el orden de aplicación de las concepciones de la justicia.
Para aclarar nuestra pregunta, podemos distinguir tres niveles a los que se aplica el concepto de igualdad. El primero es a la administración de las instituciones como sistemas públicos de normas. En este caso, la igualdad es esencialmente la justicia como regularidad. Implica la aplicación imparcial y la interpretación coherente de las normas de acuerdo con preceptos tales como el de tratar los casos similares de un modo similar (tal como se define en las leyes y en la jurisprudencia, etc. (§ 38). La igualdad en este nivel es el elemento menos controvertido de la idea de la justicia correspondiente al sentido común.[29] La segunda aplicación de la igualdad, mucho más difícil, es la que se establece con la estructura sustantiva de las instituciones. Aquí, el significado de igualdad se especifica mediante los principios de la justicia que requieren que a todas las personas se asignen derechos básicos iguales. Se supone que esto excluye a los animales; éstos tienen alguna protección, ciertamente, pero su situación no es la de los seres humanos. Sin embargo, este resultado sigue sin explicar. Tenemos que considerar todavía a qué clase de seres se deben las garantías de la justicia. Esto nos conduce al tercer nivel en el que se plantea la cuestión de la igualdad.
La respuesta natural parece ser que son precisamente las personas morales las que tienen derecho a una justicia igual. Las personas morales se distinguen por dos características: la primera, que son capaces de tener (y se supone que de adquirir) un sentido de su bien (expresada por un proyecto racional de vida); y segunda, que son capaces de tener (y se supone que de adquirir) un sentido de la justicia, un deseo normalmente eficaz de aplicar y de actuar según los principios de la justicia, por lo menos en cierto grado mínimo. Utilizamos la caracterización de las personas en la situación original para indicar la clase de seres a los que se aplican los principios elegidos. Después de todo, se considera que los individuos adoptan estos criterios para regir sus instituciones comunes y sus comportamientos recíprocos; y la descripción de su naturaleza forma parte del razonamiento mediante el cual se seleccionan estos principios. Así, la igualdad de la justicia se debe a los que tienen la capacidad de tomar parte en la pública comprensión de la situación inicial, y de actuar de acuerdo con ella. Es de observar que la personalidad moral se define aquí como una potencialidad que, por lo general, se hace realidad más adelante. Esta potencialidad es la que pone en juego las aspiraciones a la justicia. Después volveré a este punto.
Vemos, pues, que la capacidad de personalidad moral es condición suficiente para tener derecho a una justicia igual.[30] No se requiere más que el mínimo esencial. Si la personalidad moral constituye también una condición necesaria es cuestión que voy a dejar a un lado. Doy por supuesto que la capacidad de un sentido de la justicia es poseída por la abrumadora mayoría de la humanidad y, por consiguiente, esta cuestión no plantea un grave problema práctico. Lo esencial es que la personalidad moral baste para convertir al individuo en un sujeto de derechos. Sería un grave error suponer que siempre se satisface la condición suficiente. Aunque la capacidad sea necesaria, sería una imprudencia, en la práctica, reducir la justicia a esa base. El riesgo para las instituciones justas sería excesivo.
Es conveniente subrayar que la condición suficiente de la justicia igual, es decir, la capacidad de personalidad moral, no es imprescindible, en absoluto. Cuando alguien carece de la potencialidad requerida, ya sea por nacimiento o por accidente, esto se considera como un defecto o como una privación. No hay raza ni grupo reconocido de seres humanos que carezca de este atributo. Solamente los individuos dispersos no gozan de esta capacidad, o de su realización en un grado mínimo, y la imposibilidad de realizarla es la consecuencia de circunstancias sociales injustas o deterioradas, o de contingencias fortuitas. Además, aunque puede suponerse que los individuos tienen distintas capacidades de un sentido de la justicia, este hecho no es razón para privar de la plena protección de la justicia a los que tienen una capacidad menor. Dentro de un determinado mínimo, una persona tiene derecho a una libertad igual, en la misma medida que cualquier otra. Una mayor capacidad de un sentido de la justicia, como la que se revela por ejemplo en una mayor disposición y facilidad en la aplicación de los principios de la justicia y en el acopio de argumentos en casos particulares, es una facultad natural, como cualquier otra habilidad. Los beneficios especiales que una persona recibe por su ejercicio han de regirse por el principio de la diferencia. Así, si alguien posee, en grado preeminente, las virtudes judiciales de imparcialidad e integridad que son necesarias en determinadas situaciones, puede, verdaderamente, obtener cualesquiera beneficios inherentes al desempeño de esa función. Pero la aplicación del principio de libertad igual no se ve afectado por esas diferencias. Se cree, a veces, que los derechos y las libertades fundamentales deberían variar según la capacidad, pero la justicia como imparcialidad lo niega: siempre que se alcance el mínimo de personalidad moral, una persona tiene derecho a todas las garantías de la justicia.
Esta exposición de la base de la igualdad requiere algunos comentarios. En primer lugar, tal vez se objete que la igualdad no puede apoyarse en atributos naturales. No hay ningún rasgo natural con respecto al cual todos los seres humanos seamos iguales, es decir, que todos (o un número lo bastante elevado) lo tengamos en el mismo grado. Podría parecer que, si queremos sostener una doctrina de la igualdad, debemos interpretarla de otro modo: en concreto, como un principio de procedimiento, simplemente. Así, decir que los seres humanos son iguales equivale a decir que ninguno tiene derecho a un tratamiento preferencial, a no ser que razones especiales lo impongan. Todas las pruebas abogan en favor de la igualdad: definen una presunción de procedimiento, según la cual las personas tienen que ser tratadas del mismo modo. Las desviaciones del tratamiento igual tienen que ser, en cada caso, defendidas y juzgadas imparcialmente por el mismo sistema de principios que es válido para todos; se entiende que la igualdad esencial es la igualdad de consideración.
Esta interpretación procesal suscita varias dificultades.[31] En primer lugar, no es más que el precepto de tratar los casos similares de modo similar, aplicado al más alto nivel, juntamente con una asignación del peso de la prueba. La igualdad de consideración no plantea restricciones acerca de las bases que pueden ofrecerse para justificar las desigualdades. No hay garantía alguna de un tratamiento sustantivo igual, porque incluso los sistemas de esclavitud y de castas (para mencionar casos extremos) pueden satisfacer esta concepción. La auténtica seguridad de la igualdad descansa en el contenido de los principios de la justicia y no en esas presunciones procesales. El empleo del peso de la prueba no basta. Pero, además, aun cuando la interpretación procesal imponga ciertas restricciones auténticas a las instituciones, subsiste todavía la cuestión de por qué tenemos que seguir el procedimiento en unos casos y no en otros. Seguramente, se aplica a individuos que pertenecen a determinada clase, pero, ¿a cuál? Seguimos necesitando una base natural para la igualdad, de modo que esa clase pueda ser identificada.
Por otra parte, no es cierto que el hecho de fundar la igualdad en las facultades naturales sea incompatible con una interpretación igualitaria. Todo lo que tenemos que hacer es elegir una condición específica (como luego diré) y dar una justicia igual a los que la satisfagan. Por ejemplo, la condición de estar en el interior de un determinado círculo es una condición específica de unos puntos del plano. Todos los puntos que se encuentran dentro de este círculo tienen esta propiedad, aunque sus coordenadas varíen dentro de una cierta extensión. Y tienen esta propiedad en grado igual porque ningún punto interior al círculo es más o menos interior a él que cualquier otro punto interior. Ahora bien: si hay alguna condición específica adecuada para identificar el respeto en cuyo marco los seres humanos deben ser considerados iguales, es la que establece la concepción de la justicia. Pero la descripción de las partes en la situación original identifica esa condición, y los principios de la justicia nos aseguran que cualesquiera variaciones en la capacidad, dentro de la gama correspondiente, deben ser consideradas como cualquier otra facultad natural. Nada impide pensar que una capacidad natural constituye la base de la igualdad.
¿Cómo, entonces, puede parecer creíble que el hecho de fundar la igualdad en atributos naturales socave la justicia igual? El concepto de condición específica es demasiado evidente para ser descuidado. Tiene que haber una explicación más profunda. La respuesta, en mi opinión, consiste en que suele darse por supuesta una teoría teleológica. Así, si es justo elevar al máximo el saldo neto de satisfacciones, por ejemplo, entonces los derechos y los deberes tienen que fijarse de tal modo que alcancen ese fin. Entre los aspectos importantes del problema figuran las distintas facultades productivas de los hombres y sus capacidades de satisfacción. Puede ocurrir que, para elevar al máximo el total de bienestar, sea preciso ajustar los derechos básicos a las variaciones en estas características. Naturalmente, dados los supuestos utilitarios normales, hay una tendencia a la igualdad. Lo importante, sin embargo, es que, tanto en un caso como en el otro, la base natural correcta y la adecuada fijación de derechos depende del principio de utilidad. Es el contenido de la doctrina ética, y el hecho de que es una noción maximizadora, lo que permite que las variaciones en la capacidad justifiquen unos derechos fundamentales desiguales, y no la idea de que la igualdad se funda en atributos naturales. Un examen del perfeccionismo, a mi parecer, conduciría a la misma conclusión. Pero la justicia como imparcialidad no es una teoría maximizadora. No estamos interesados en buscar las diferencias en los rasgos naturales que afecten a ciertos principios y, en consecuencia, sirvan como posibles bases para los distintos grados de derechos ciudadanos. Aunque de acuerdo con muchas teorías teleológicas en la importancia de los atributos naturales, la interpretación contractual necesita supuestos mucho más débiles acerca de su distribución para establecer derechos iguales. Basta que, en general, se cumpla un cierto mínimo.
Señalemos brevemente algunos otros puntos. En primer término, la concepción de personalidad moral y el mínimo requerido pueden resultar, muchas veces, perturbadores. Aunque muchos conceptos son vagos hasta cierto punto, parece que el de personalidad moral tiene que serlo especialmente. Pero, en mi opinión, estas cuestiones se analizan mejor en el contexto de unos problemas morales definidos. La naturaleza de la cuestión específica y la estructura de los hechos generales disponibles pueden sugerir una forma provechosa de ordenarlas. En todo caso, no debe confundirse la vaguedad de una concepción de la justicia con la tesis de que los derechos básicos varíen según la capacidad natural.
He dicho que los requerimientos mínimos que definen la personalidad moral se refieren a una capacidad, y no a su realización. Un ser que tiene esta capacidad, tanto si está desarrollada como si todavía no lo está, debe recibir la plena protección de los principios de la justicia. Como se considera que los niños y los muchachos tienen derechos básicos (por lo general, ejercidos en su nombre por padres y tutores), esta interpretación de las condiciones requeridas parece necesaria para coincidir con nuestros juicios. Además, el hecho de considerar como suficiente la potencialidad está de acuerdo con la naturaleza hipotética de la situación original, y con la idea de que, en la medida de lo posible, la elección de los principios no se vería influida por contingencias arbitrarias. Por tanto, es razonable decir que los que puedan tomar parte en el acuerdo inicial, de no ser por circunstancias fortuitas, tienen asegurada la justicia igual.
Pero, desde luego, nada de esto es literalmente un argumento. No he formulado las premisas de las que se sigue esta conclusión, como he intentado hacerlo, aunque no muy rigurosamente, con la elección de las concepciones de la justicia en la situación original. Tampoco he tratado de demostrar que la caracterización de los individuos debe emplearse como base de la igualdad. Más bien, esta interpretación parece ser el perfeccionamiento natural de la justicia como imparcialidad. Un análisis completo abarcaría los diversos casos especiales de falta de capacidad. He comentado ya, brevemente, la de los niños, en relación con el paternalismo (§ 39). El problema de los que han perdido su capacidad, temporalmente, a causa de una desgracia, un accidente o una tensión intelectual, puede ser considerado de modo similar. Pero los que se ven privados más o menos permanentemente, de personalidad moral, pueden presentar una dificultad. No puedo examinar aquí este problema, pero creo que la descripción de la igualdad no se verá materialmente afectada.
Deseo concluir esta sección con unos comentarios generales. Ante todo, merece destacarse la simplicidad de la interpretación contractual de la base de igualdad. La capacidad mínima de un sentido de la justicia asegura que todos tengan derechos iguales. Los derechos de todos tienen que ser determinados mediante los principios de la justicia. La igualdad se apoya en los hechos generales de la naturaleza y no simplemente en una norma procesal sin fuerza sustantiva. La igualdad tampoco presupone una apreciación del valor intrínseco de las personas o una evaluación comparativa de sus concepciones del bien. Los que pueden hacer justicia tienen derecho a la justicia.
Las ventajas de estas rectas proposiciones se hacen más evidentes cuando se examinan otras descripciones de la igualdad. Por ejemplo, podría pensarse que la justicia igual significa que la sociedad tiene que hacer la misma contribución proporcional a la realización, por parte de cada persona, de la mejor vida de que ésta es capaz.[32] De pronto, esto puede parecer una sugerencia atractiva, pero presenta graves dificultades. En primer lugar, no sólo requiere un método para estimar la relativa bondad de los proyectos de vida, sino que también presupone alguna forma de valorar lo que considera como una contribución proporcional igual a personas que tienen distintas concepciones de su propio bien. Los problemas de la aplicación de esta norma son evidentes. Una dificultad más importante consiste en que las mayores facultades de unos puedan darles un derecho más sólido a los recursos sociales, sin consideración a los beneficios compensatorios de los demás. Debe suponerse que las variaciones en las facultades naturales influirán en lo que es necesario para facilitar una asistencia proporcional igual a los que tienen diferentes proyectos de vida. Pero, además de violar el principio de mutuo beneficio, esta concepción de la igualdad significa que la solidez de las exigencias de los hombres se ve directamente influida por la distribución de las facultades naturales y, en consecuencia, por contingencias que son arbitrarias desde un punto de vista moral. La base de la igualdad en la justicia como imparcialidad elude estas objeciones. La única contingencia decisiva es la de tener o no la capacidad de un sentido de la justicia. Al hacer justicia a los que, a su vez, pueden hacer justicia, el principio de reciprocidad se cumple en el más alto grado.
Otra observación es que ahora podemos conciliar más plenamente dos concepciones de la igualdad. Algunos autores han distinguido entre la igualdad tal como se invoca en relación con la distribución de determinados bienes, algunos de los cuales, casi seguramente, darán una superior posición o un mayor prestigio a los más favorecidos, y la igualdad tal como se aplica al respeto debido a las personas, cualquiera que sea su posición social.[33] La igualdad del primer tipo es definida por el segundo principio de la justicia que regula la estructura de las organizaciones y las porciones distributivas, de modo que la cooperación social sea eficiente y correcta. Pero la igualdad del segundo tipo es fundamental. Se define por el primer principio de la justicia y por deberes naturales como el del respeto mutuo; tienen derecho a ella los seres humanos como personas morales. La base natural de la igualdad revela su más profunda significación. La prioridad del primer principio sobre el segundo nos permite no tener que equilibrar estas concepciones de igualdad de manera ad hoc, mientras el argumento desde el punto de vista de la situación original muestra cómo se produce esta precedencia (§ 82).
La aplicación coherente del principio de igualdad de oportunidades requiere que consideremos a las personas independientemente de las influencias de su posición social.[34] Pero, ¿hasta dónde puede mantenerse esta tendencia? Parece que aun cuando la igualdad de oportunidades (como ha sido definida) se satisface, la familia conducirá a oportunidades desiguales entre los individuos (§ 46). ¿Debe, entonces, abolirse la familia? Tomada en sí misma y dotada de una cierta primacía, la idea de oportunidad igual se inclina en esa dirección. Pero, dentro del contexto de la teoría de la justicia en conjunto, es mucho menos urgente emprender ese camino. El conocimiento del principio de la diferencia define nuevamente las bases de las desigualdades sociales tal como se conciben en el sistema de igualdad liberal; y cuando a los principios de fraternidad y satisfacción se les atribuye su valor adecuado, la distribución natural de facultades y las contingencias de las circunstancias sociales pueden aceptarse más fácilmente. Estamos más dispuestos a hacer hincapié en nuestra buena fortuna ahora que se hace actuar en favor nuestro a estas diferencias, más que a sentirnos deprimidos por el hecho de que habríamos podido estar mucho mejor si hubiéramos tenido una oportunidad igual a la que han tenido los otros, sólo con que se hubieran eliminado todas las barreras sociales. La concepción de la justicia, si fuese verdaderamente efectiva y públicamente reconocida como tal, ofrecería, al parecer, más probabilidades que sus rivales de transformar nuestra perspectiva del mundo social y de reconciliarnos con las disposiciones del orden natural y con las condiciones de la vida humana.
Por último, recordemos aquí los límites de una teoría de la justicia. No solamente se dejan de lado muchos aspectos de la moral, sino que tampoco se hace ninguna explicación de la conducta recta en relación con los animales y con el resto de la naturaleza. Una concepción de la justicia no es más que una parte de una visión moral. Aunque no he sostenido que la capacidad de un sentido de la justicia sea necesaria para tener derecho a los servicios de la justicia, parece que no se nos exige, sin embargo, que se haga una estricta justicia a criaturas que carezcan de esta capacidad. Pero de esto no se sigue que no haya, en absoluto, exigencias respecto a ellas ni en nuestras relaciones con el orden natural. Desde luego, es injusto conducirse cruelmente con los animales, y la destrucción de una especie entera puede ser un gran mal. La capacidad de sentimientos de placer y de dolor, y de las formas de vida de que son capaces los animales, imponen evidentemente deberes de compasión y de humanidad en su caso. No intentaré explicar estas creencias aquí consideradas. Se hallan fuera del campo de la teoría de la justicia, y no parece posible ampliar la doctrina contractual hasta incluirlas de modo natural. Una concepción correcta de nuestras relaciones con los animales y con la naturaleza parecería depender de una teoría del orden natural y de nuestro lugar en él. Una de las tareas de la metafísica es elaborar una visión del mundo adecuada a este propósito; identificaría y sistematizaría las verdades decisivas para estas cuestiones. Es imposible decir en qué medida tendría que ser revisada la justicia como imparcialidad para insertarse en esta teoría más vasta. Pero parece razonable esperar que, si es correcta como descripción de la justicia entre las personas, no puede ser muy errónea cuando se tienen en consideración estas relaciones de mayor amplitud.
[Notas]
[1] Por consiguiente se excluyen los recursos como el de la noble mentira de Platón en La República, libro III, así como la defensa de la religión (cuando no se cree en ella) para afianzar un sistema social que de otro modo no podría sobrevivir, como en el caso del Gran Inquisidor en Los hermanos Karamazov, de Dostoievski.
[2] Aunque Bentham es interpretado, a veces, como un egoísta psicológico, no le interpreta así Jacob Viner, “Bentham and J. S. Mill: The Utilitarian Background” (1949), reproducido en The Long View and the Short (Glencoe, Ill., Free Press, 1958); véase, pp. 312-314. Viner da también la que puede ser la versión correcta de la concepción de Bentham acerca de la función del legislador, pp. 316-319.
[3] Para los conceptos de equilibrio y estabilidad aplicados a sistemas, véase, por ejemplo, W. R. Ashby, Design for a Brain, 2ª ed. revisada (Londres, Chapman and Hall, 1960), caps. 2-4, 19-20. El concepto de estabilidad que utilizo es, realmente, el de quasi-estabilidad: si un equilibrio es estable, todas las variables vuelven a sus valores de equilibrio después de que una perturbación ha apartado de su equilibrio el sistema; un equilibrio quasi-estable es aquel en que sólo algunas de sus variables vuelven a su configuración de equilibrio. Para esta definición, véase Harvey Leibenstein, Economic Backwardness and Economic Growth (Nueva York, John Wiley and Sons, 1957), p. 18. Una sociedad bien ordenada es quasi-estable con respecto a la justicia de sus instituciones y al sentido de justicia necesario para mantener esta condición. Aunque un cambio en las circunstancias sociales puede hacer que sus instituciones no sigan siendo justas, más adelante se reforman a medida que la situación lo requiere, y se restablece la justicia.
[4] Este esbozo de formación moral fue tomado de James Mill, de la sección del Fragment on Mackintosh que J. S. Mill incluía en una nota al cap. XXIII de la obra de su padre, Analysis of the Phenomena of the Human Mind (1869). El pasaje está en [J. S.] Mill’s Ethical Writings, ed. J. B. Schneewind (Nueva York, Collier Books, 1965), pp. 259-270. Para una descripción de la teoría social del aprendizaje, véase Albert Bandura, Principles of Behavior Modification (Nueva York, Holt, Rinehart, and Winston, 1969). Para un reciente estudio del aprendizaje moral, véase Roger Brown, Social Psychology (Nueva York, The Free Press, 1965), cap. VIII; y Martin L. Hoffman, “Moral Development”, en Carmichael’s Manual of Psychology, ed. Paul H. Mussen, 3ª ed. (Nueva York, John Wiley and Sons, 1970), vol. 2, cap. 23, pp. 282-332 sobre la teoría social del aprendizaje.
[5] Para información sobre la teoría del aprendizaje moral de Freud, véase Roger Brown, Social Psychology, pp. 350-381; y Ronald Fletcher, Instinct in Man (Nueva York, International Universities Press, 1957), cap, VI, esp. pp. 226-234.
[6] Para Rousseau, véase Emilio, libs. II y IV; para Kant, La crítica de la razón práctica, parte II, con el equívoco título: “La metodología de la razón práctica pura”; y J. S. Mill, tal como se cita en la nota 7 siguiente. Para Jean Piaget, véase El juicio moral del niño. Un ulterior desarrollo de esta posición se encuentra en Lawrence Kohlberg; véase “The Development of Children’s Orientation Toward a Moral Order: 1. Sequence in the Development of Moral Thought”, Vita Humana, vol. 6 (1963); y “Stage and Sequence: The Cognitive Developmental Approach to Socialization”, en Handbook of Socialization Theory and Research, ed. D. A. Goslin (Chicago, Rand McNally, 1969), cap. VI. Para una crítica, véase Hoffman, “Moral Development”, pp. 264-275 (sobre Piaget), pp. 276-281 (sobre Kohlberg).
[7] Para la interpretación de Mill, véase Utilitarianism, caps. III y V, párrs. 16-25; On Liberty, cap. III, párr. 10; y Mill’s Ethical Writings, ed. J. B. Schneedwind, pp. 257-259.
[8] Aunque la interpretación del desarrollo moral que aparece en los §§ 70-72 siguientes pretende ajustarse a la teoría de la justicia, he utilizado diversas fuentes. La idea de tres etapas, cuyo contenido viene dado por preceptos, ideales de funciones y principios, es similar a la de William McDougall, An Introduction to Social Psychology (Londres, Methuen, 1908), caps. VII- VIII. El juicio moral del niño, de Piaget, me sugirió el contraste entre la moral de la autoridad y las morales de la asociación y de los principios, y gran parte de la descripción de estas etapas. Véase, también, la ulterior elaboración de Kohlberg de este tipo de teoría en las referencias citadas en la precedente nota 6, esp. pp. 369-389, en sus seis etapas. Al final del § 75, señalo algunas diferencias entre mi enfoque y los de estos autores. En relación con la teoría de Kohlberg, agregaré aquí que, en mi opinión, la moral de asociación es paralela a sus etapas 3ª a 5ª. El desarrollo dentro de esta etapa puede asumir funciones más complejas, más exigentes y más amplias. Pero —lo que es más importante— considero que la etapa final, es decir, la moral de los principios, puede tener diferentes contenidos, dados por alguna de las doctrinas filosóficas tradicionales que hemos discutido. Es cierto que yo defiendo la teoría de la justicia como superior, y que sobre ese supuesto elaboro la teoría psicológica; pero esta superioridad es una cuestión filosófica, y, en mi opinión, no puede establecerse tan sólo mediante la teoría psicológica del desarrollo.
[9] La formulación de esta ley psicológica está tomada del Emilio de Rousseau. Este autor dice que, si bien gustamos, desde el comienzo, de lo que contribuye a nuestra conservación, esta adhesión es totalmente inconsciente e instintiva. “Ce qui transforme cet instinct en sentiment, I’attachement en amour, I’aversion en haine, c’est l’intention manifestée de nous nuire ou de nous être utile”.
[10] Aquí, recurro y adapto a E. E. Maccoby, “Moral Values and Behavior in Childhood”, en Socialization and Society, ed. J. A. Clausen (Boston, Little, Brown, 1968), y a Hoffman, “Moral Development”, pp. 282-319.
[11] Por las observaciones siguientes, estoy en deuda con John Flavell, The Development of Role-Taking and Communication Skills in Children (Nueva York, John Wiley and Sons, 1968), pp. 208-211. Véase, también, G. H. Mead, Mind, Self and Society (Chicago, University of Chicago Press, 1934), pp. 135-164.
[12] Para una discusión de estos puntos, véase Roger Brown, Social Psychology, pp. 239-244.
[13] Methods of Ethics, 7ª ed. (Londres, Macmillan, 1907), p. 501.
[14] Sobre este punto, véase G. C. Field, Moral Theory, 2ª ed. (Londres, Methuen, 1932), pp. 135 ss., 141 ss.
[15] Para el concepto del acto puramente consciente, véase W. D. Ross, The Right and the Good (Oxford, The Clarendon Press, 1930), pp. 157-160; y The Foundations of Ethics (Oxford, The Clarendon Press, 1939), pp. 205 ss. Que esta noción convierta lo recto en una preferencia arbitraria es idea que tomo de J. N. Findlay, Values and Intentions (Londres, George Allen and Unwin, 1961), pp. 213 ss.
[16] En esta descripción de los aspectos de la moral de supererogación, me he acercado a J. O. Urmson, “Saints and Heros”, en Essays in Moral Philosophy, ed. A. I. Melden (Seattle, University of Washington Press, 1958). La noción del autodominio está tomada de Adam Smith, The Theory of the Moral Sentiments, parte VI, sec. III, que puede encontrarse en Adam Smith’s Moral and Political Philosophy, ed. H. W. Schneider (Nueva York, Hafner, 1948), pp. 251-277.
[17] Estas cuestiones se suscitan cuando se aplica al concepto de las impresiones morales el tipo de investigación realizada por Wittgenstein en las Philosophical Investigations (Oxford, Basil Blackwell, 1953). Véase también, por ejemplo, G. E. M. Anscombe, “Pretending”, Proceedings of the Aristotelian Society, sup. vol. 32 (1958), pp. 285-289; Phillipa Foot, “Moral Beliefs”, Proceedings of the Aristotelian Society, vol. 59 (1958-1959), pp. 86-89; y George Pitcher, “On Approval”, Philosophical Review, vol. 67 (1958). Véase también B. A. O. Williams, “Morality and the Emotions”, Inaugural Lecture (Bedford College, University of London, 1965). Puede haber una dificultad con la teoría emotiva de la ética, tal como la presenta C. L. Stevenson en Ethics and Language (New Haven, Yale University Press, 1944), consistente en que no pueda identificar y distinguir las impresiones morales de las no morales. Para una discusión de esta cuestión, véase W. P. Alston, “Moral Attitudes and Moral Judgments”, Nôus, vol. 2 (1968).
[18] Por toda esta sección, y realmente por el tema de las emociones morales en general, es mucho lo que debo a David Sachs.
[19] Sobre este punto, véase A. F. Shand, The Foundations of Character, 2ª ed. (Londres, Macmillan, 1920), pp. 55 ss.
[20] Mill observa en On Liberty, cap. III, § 10, que, si bien el mantenerse adicto a unas rígidas normas de justicia por consideración a los otros desarrolla la parte social de nuestra naturaleza y, por consiguiente, es compatible con nuestro bienestar, el detenernos en nuestro avance, no por su bien, sino por simple mortificación embota nuestra naturaleza, si consentimos en ello.
[21] Para ejemplos de las leyes (o tendencias) indicadas de este tipo, véase G. C. Homans, The Human Group (Nueva York, Harcourt, Brace, 1950), pp. 243, 247, 249, 251. En un libro posterior, sin embargo, se introduce explícitamente el concepto de justicia. Véase Social Behavior: Its Elementary Forms (Nueva York, Harcourt, Brace and World, 1961), p. 295 ss., que aplica la teoría desarrollada en las pp. 232-264.
[22] Para referencias a esta teoría de la democracia, véase § 31, nota 2, y § 54, nota 18. Naturalmente, los que han desarrollado la teoría conocen esta limitación. Véase, por ejemplo, Anthony Downs, “The Public Interest: Its Meaning in a Democracy”, Social Research, vol. 29 (1962).
[23] Véase Brown, Social Psychology, pp. 411 ss.
[24] Utilitarianism, cap. III, §§ 10-11.
[25] Ibid., cap. IV, §§ 16-25.
[26] Véase Konrad Lorenz, su introducción a la obra de Darwin, The Expression of the Emotions in Man and Animals (Chicago, University of Chicago Press, 1965), pp. XII-XIII.
[27] Los biólogos no siempre distinguen entre el altruismo y otras formas de conducta moral. Frecuentemente, la conducta se clasifica como altruista o como egoísta. Pero no lo hace así R. B. Trivers en “Evolution of Reciprocal Altruism”, Quarterly Review of Biology, vol. 46 (1971). Traza una distinción entre altruismo recíproco (o lo que yo preferiría llamar, sencillamente, reciprocidad). El segundo es el equivalente biológico de las virtudes cooperativas de rectitud y buena fe. Trivers discute las condiciones naturales y las ventajas selectivas de la reciprocidad y las posibilidades de sostenerla. Véase también G. C. Williams, Adaption and Natural Selection (Princeton, Princeton University Press, 1966), pp. 93-96, 113, 195-197, 247. Para un análisis de la reciprocidad entre las especies, véase Irenäus Eibl-Eigesfeldt, Ethology, trad. Erich Klinghammer (Nueva York, Holt, Rinehart and Winston, 1970), pp. 146 ss.; 292-302.
[28] Sobre este último punto, véase Trivers, ibid., pp. 47-54.
[29] Véase Sidgwick, Methods of Ethics, p. 496.
[30] Este hecho puede utilizarse para interpretar el concepto de derechos naturales. En primer lugar, explica por qué es apropiado dar este nombre a los derechos que la justicia protege. Estos derechos dependen solamente de ciertos atributos naturales cuya presencia puede comprobarse mediante la razón natural, empleando métodos de investigación de sentido común. La existencia de estos atributos y de los derechos en ellos basados se establece independientemente de las convenciones sociales y de las normas legales. La propiedad del término “natural” consiste en que sugiere el contraste entre los derechos identificados por la teoría de la justicia y los derechos definidos por la ley y por la costumbre. Pero, además, el concepto de derechos naturales incluye la idea de que estos derechos se asignan, desde el principio, a las personas, y de que se les atribuye un valor especial. Los derechos fácilmente anulables por otros valores no constituyen derechos naturales. Ahora bien, los derechos protegidos por el primer principio tienen ambas características, en atención a las normas de prioridad. Así, pues, la justicia como imparcialidad tiene los sellos distintivos de una teoría de derechos naturales. No sólo basa los derechos fundamentales en atributos naturales y distingue sus bases de las normas sociales, sino que asigna los derechos a las personas mediante principios de igual justicia, teniendo estos principios una fuerza especial contra la que otros valores no pueden prevalecer normalmente. Aunque los derechos específicos no son absolutos, el sistema de libertades iguales es absoluto, prácticamente hablando, en condiciones favorables.
[31] Para un análisis de éstas, véase S. I. Benn, “Egalitarianism and the Equal Consideration of Interests”, Nomos IX: Equality, ed. J. R. Pennock y J. W. Chapman (Nueva York, Atherton Press, 1967), pp. 62-64, 66-68; y W. K. Frankena, “Some Beliefs about Justice” (The Lindley Lecture, The University of Kansas, 1966), pp. 16 ss.
[32] Para esta idea, véase W. K. Frankena, “Some Beliefs about Justice”, pp. 14 ss.; y J. N. Findlay, Values and Intentions, pp. 301 ss.
[33] Véase B. A. O. Williams, “The Idea of Equality”, Philosophy, Politics, and Society, segunda serie, ed. Peter Laslett y W. G. Runciman (Oxford, Basil Blackwell, 1962), pp. 129-131; y W. G. Runciman, Relative Deprivation and Social Justice (Londres, Routledge and Kegan Paul, 1966), pp. 274-284.
[34] Véase Williams, ibid., pp. 125-129.