IX. El bien de la justicia

En este capítulo examinaré la segunda y última parte del problema de la estabilidad. La cuestión a que se refiere es la de saber si la justicia como imparcialidad y la bondad como racionalidad son congruentes. Queda por demostrar que, dadas las circunstancias de una sociedad bien ordenada, el proyecto racional de vida de una persona sostiene y afirma su sentido de la justicia. Abordo este problema mediante la discusión sucesiva de los diversos desiderata de una sociedad bien ordenada y las formas en que sus justas disposiciones contribuyen al bien de sus miembros. Así, observo en primer lugar que esa sociedad permite la autonomía de las personas y la objetividad de sus juicios de derecho y de justicia. Muestro después cómo la justicia se combina con el ideal de la unión social, atenúa la propensión a la envidia y al rencor, y define un equilibrio en el que prevalece la prioridad de la libertad. Finalmente, mediante un examen del contraste entre la justicia como imparcialidad y el utilitarismo hedonista, intento demostrar cómo las instituciones justas facilitan la unidad del yo y permiten a los seres humanos expresar su naturaleza como personas morales libres e iguales. Reuniendo todos estos aspectos, sostengo entonces que, en una sociedad bien ordenada, un eficaz sentido de la justicia corresponde al bien de una persona, y así se refrenan, cuando no se eliminan, las tendencias a la inestabilidad.

78. Autonomía y objetividad

Antes de abordar los diversos aspectos de una sociedad bien ordenada, deseo advertir que el problema de la congruencia sólo me interesa en cuanto a esta forma social. Estamos, pues, limitándonos todavía a una estricta teoría del cumplimiento. Pero este caso es el primero que examinamos, porque si falla la congruencia en una sociedad bien ordenada, parece que tendrá que fallar en todas partes. Además, ni siquiera en este caso es una conclusión predeterminada la de que lo justo y lo bueno sean congruentes. Porque esta relación implica que los miembros de una sociedad bien ordenada, cuando valoren su proyecto de vida por los principios de la elección racional, decidirán mantener su sentido de la justicia como regulador de sus conductas respecto a los demás. La equivalencia requerida existe entre los principios de la justicia en los que habría acuerdo a falta de información y los principios de elección racional, que no se eligen, en absoluto, y que se aplican con pleno conocimiento. Pero unos principios explicados en formas notablemente distintas se ajustan cuando los de justicia se realizan perfectamente. Desde luego, esta congruencia tiene su explicación en la forma en que se expone la doctrina contractual. Pero la relación no es cosa natural, y su base necesita ser elaborada.

Proseguiré examinando un cierto número de aspectos de una sociedad bien ordenada que, en su conjunto, conducen a las personas racionales a confirmar su sentido de la justicia. El argumento es acumulativo y depende de una convergencia de observaciones cuya fuerza no se manifiesta hasta más adelante (§ 86).

Comienzo señalando que, a veces, dudamos de la corrección de nuestras actitudes morales cuando reflexionamos sobre sus orígenes psicológicos. Considerando que estos sentimientos han surgido en situaciones marcadas, por ejemplo, por la sumisión a la autoridad, nos preguntamos si no deben ser rechazados totalmente. Como el argumento en favor del bien de la justicia depende de que los miembros de una sociedad bien ordenada tengan un deseo eficaz de actuar justamente, debemos atenuar estas incertidumbres. Imaginemos, entonces, que alguien experimenta los dictados de su sentido moral como inhibiciones inexplicables que, de momento, es incapaz de justificar. ¿Por qué no podría considerarlas como simples compulsiones neuróticas? Si resultase que estos escrúpulos están, en realidad, ampliamente conformados y explicados por las contingencias de la primera infancia, tal vez por el curso de nuestra historia familiar y de nuestra situación de clase, y que no hay nada que añadir en su defensa, entonces no hay, seguramente, razón alguna por la que deban seguir rigiendo nuestras vidas. Pero, naturalmente, hay muchas cosas que decir a quien se encuentre en una sociedad bien ordenada. Se le pueden indicar los aspectos esenciales del desarrollo del sentimiento de justicia, y cómo debe entenderse, finalmente, la moral de principios. Además, su propia educación moral ha estado regulada por los principios de derecho y de la justicia a los que él otorgaría su consentimiento en una situación inicial, en la que todos tienen una representación igual como personas morales. Como hemos visto, la concepción moral adoptada es independiente de las contingencias naturales y de las circunstancias sociales accidentales y, por consiguiente, los procesos psicológicos a través de los cuales ha adquirido su sentido moral se ajustan a los principios que él habría elegido en unas condiciones que él mismo aceptaría como correctas y no afectadas por la suerte y por la casualidad.

En una sociedad bien ordenada, tampoco puede nadie objetar las prácticas de instrucción moral que inculcan un sentido de justicia. Porque, de acuerdo con los principios de lo justo, los que se hallan al mismo tiempo en la situación original dan su aprobación a las disposiciones necesarias para hacer efectivos estos principios en su conducta. En realidad, la adaptabilidad de estas disposiciones a las limitaciones de la naturaleza humana son consideraciones importantes a la hora de elegir una concepción de la justicia. Así, las convicciones morales de un individuo no son resultado de un adoctrinamiento coercitivo. La instrucción es, desde el principio hasta el fin, tan razonada como el desarrollo del entendimiento lo permite, tal como lo exige el deber natural del respeto mutuo. Ninguno de estos ideales, principios y preceptos mantenidos en la sociedad obtiene ventajas indebidas de la flaqueza humana. El sentido de justicia de una persona no es un mecanismo psicológico compulsivo hábilmente instalado por los que tienen autoridad, para asegurar la inalterable sumisión de esa persona a reglas destinadas a favorecer sus intereses. Tampoco es el proceso de educación, simplemente, una sucesión causal, cuyo propósito consista en producir, como resultado final, los sentimientos morales apropiados. En la medida de lo posible, cada etapa prefigura, en su enseñanza y en sus explicaciones, la concepción del derecho y de la justicia a la que aspira y con referencia a la cual reconoceremos, más adelante, que las normas morales que se nos presentan están justificadas.

Estas observaciones son consecuencias evidentes de la doctrina contractual y del hecho de que sus principios regulen las prácticas de la instrucción moral en una sociedad bien ordenada. Siguiendo la interpretación kantiana de la justicia como imparcialidad, podemos decir que, al actuar partiendo de estos principios, las personas están actuando autónomamente: están actuando sobre principios que aceptarían en las condiciones que mejor expresasen su naturaleza como seres racionales, libres e iguales. Desde luego, estas condiciones también reflejan la situación de los individuos en el mundo y su estado de sujeción a las circunstancias de la justicia. Pero esto significa, simplemente, que la concepción de la autonomía es la adecuada a los seres humanos; el concepto adecuado a naturalezas superiores o inferiores es, muy probablemente, distinto (§ 40). Así, la educación moral es una educación para la autonomía. Cuando el momento llegue, cada quien sabrá por qué debe adoptar los principios de la justicia y cómo éstos se derivan de las condiciones que caracterizan al hombre como igual en una sociedad de personas morales. De ello se sigue que, al aceptar estos principios sobre esta base, no estamos influidos primordialmente por la tradición ni por la autoridad, ni por las opiniones de los demás. Por necesarias que puedan ser estas influencias para que nosotros alcancemos un entedimiento completo, llegamos, con el tiempo, a elaborar una concepción de lo justo sobre unas bases razonables que podemos fijar independientemente por nosotros mismos.

Ahora bien: en la interpretación contractual, los conceptos de autonomía y de objetividad son compatibles, pues no hay antinomia entre libertad y razón.[1] Tanto la autonomía como la objetividad se caracterizan de un modo coherente por referencia a la situación original. La idea de la situación inicial es fundamental para la teoría en conjunto, y en función de ella se definen otros conceptos básicos. Así, actuar autónomamente es actuar sobre unos principios en los que estaríamos de acuerdo como seres racionales libres e iguales, y que tenemos que comprender de este modo. Además, estos principios son objetivos. Son los principios que desearíamos que todos (incluidos nosotros mismos) siguiéramos, aunque sólo fuera para adoptar en común el punto de vista general adecuado. La situación original define esta perspectiva, y sus condiciones incorporan también las de la objetividad: sus estipulaciones expresan las restricciones según argumentos que nos obligan a considerar la elección de principios libres de las singularidades de las circunstancias en que nos encontramos. El velo de la ignorancia nos impide configurar nuestra visión moral de acuerdo con nuestros afectos e intereses particulares. No miramos al orden social desde nuestra situación, sino que adoptamos un punto de vista que todos pueden adoptar sobre una base igual. En este sentido, miramos objetivamente nuestra sociedad y nuestro lugar en ella: compartimos con otros un punto de vista común, y no formamos nuestros juicios desde una inclinación personal. Así, nuestros principios y convicciones morales son objetivos en la medida en que han sido alcanzados y probados por la adopción de este punto de vista general y por la valoración de los argumentos en su favor mediante las restricciones expresadas por la concepción de la situación original. Las virtudes judiciales, como la imparcialidad y la prudencia, son las excelencias del entendimiento y de la sensibilidad que nos permiten hacer bien estas cosas.

Una consecuencia de tratar de ser objetivos, de intentar la elaboración de nuestras concepciones y juicios morales desde un punto de vista compartido, es que estamos más dispuestos a llegar a un acuerdo. Realmente, en igualdad de circunstancias, la descripción preferida de la situación inicial es la que introduce la mayor convergencia de opinión. Es en parte por esta razón por lo que aceptamos las exigencias de un punto de vista común, porque no podemos esperar, razonablemente, que nuestras opiniones no disuenen cuando se vean afectadas por las contingencias de nuestras diversas circunstancias. Pero, naturalmente, nuestros juicios no coincidirán en todas las cuestiones y, de hecho, muchas cuestiones sociales, cuando no la mayoría, pueden seguir siendo insolubles, especialmente si se consideran en su total complejidad. Por eso se reconocen las muchas simplificaciones de la justicia como imparcialidad. Sólo tenemos que recordar las razones de ciertos conceptos, como el velo de la ignorancia, la justicia procesal pura (como opuesta a la justicia distributiva), el ordenamiento lexicográfico, la división de la estructura básica en dos partes, etc. En conjunto, las partes esperan que éstos y otros recursos simplifiquen las cuestiones políticas y sociales, de modo que el saldo de justicia resultante, que se ha hecho posible gracias al mayor consenso, supere lo que puede haberse perdido por pasar por alto ciertos aspectos, potencialmente pertinentes, de las situaciones morales. Corresponde a las personas que se encuentran en la situación original decidir acerca de la complejidad de los problemas de la justicia. Aunque las diferencias éticas pueden persistir, la visión del mundo social desde la situación original permite alcanzar acuerdos esenciales. La aceptación de los principios del derecho y de la justicia forja los lazos de la amistad social y establece la base de la cortesía entre las disparidades persistentes. Los ciudadanos pueden reconocer, recíprocamente, la buena fe y el deseo de justicia, aun cuando en ocasiones pueda romperse el acuerdo sobre cuestiones constitucionales y, seguramente, sobre muchas cuestiones políticas. Pero, a menos que existiese una perspectiva común, cuya adopción reduciría las diferencias de opinión, el razonamiento y la argumentación serían insustanciales y no tendríamos bases racionales para creer en la rectitud de nuestras convicciones.

Es claro que esta interpretación de la autonomía y de la objetividad depende de la teoría de la justicia. La idea de la situación original se emplea para dar una versión coherente de ambos conceptos. Naturalmente, si se creyese que los principios de la justicia no serán elegidos, el contenido de estas concepciones tendría que ser debidamente alterado. El que sostenga que el principio de utilidad sería aceptado cree que nuestra autonomía se expresa siguiendo este criterio. De todos modos, la idea general será la misma, y tanto la autonomía como la objetividad se explican todavía con referencia a la situación inicial. Pero algunos han caracterizado la autonomía y la objetividad de modo enteramente distinto. Han sugerido que la autonomía es la completa libertad de formar nuestras opiniones morales y que el juicio consciente de todo agente moral debe ser respetado en absoluto. La objetividad se atribuye luego a aquellos juicios que satisfacen todas las normas que el propio agente, en su libertad, ha decidido que son pertinentes.[2] Estas normas pueden tener algo que ver, o no, con la adopción de un punto de vista común, del que sería razonable esperar que fuese compartido por otros; tampoco está relacionada con esa perspectiva, naturalmente, la correspondiente idea de la autonomía. Menciono estas otras interpretaciones sólo para indicar, por contraste, la naturaleza de la doctrina contractual.

Desde el punto de vista de la justicia como imparcialidad, no es cierto que los juicios conscientes de cada persona deban ser respetados absolutamente; tampoco es verdad que los individuos sean completamente libres de formar sus convicciones morales. Estas declaraciones son erróneas si lo que significan es que, al haber alcanzado nuestras opiniones morales conscientemente (según creemos), siempre tenemos derecho a que se nos permita actuar de acuerdo con ellas. Al analizar la objeción consciente, hemos señalado que aquí el problema consiste en decidir cómo hay que responder a los que se esfuerzan por actuar según su falible conciencia les ordena (§ 56). ¿Cómo nos aseguramos de que es su conciencia la que está equivocada y no la nuestra, y en qué circunstancias se les puede obligar a desistir? Ahora bien, la respuesta a estas preguntas se encuentra ascendiendo hasta la situación original: la conciencia de una persona está descarriada cuando esa persona trata de imponernos unas condiciones que violan los principios a los que cada uno prestaría su consentimiento en aquella situación. Y nosotros podemos rechazar sus proyectos en las formas que se autorizarían cuando el conflicto se observa desde aquella perspectiva. No tenemos que respetar, literalmente, la conciencia de un individuo. Más bien, tenemos que respetarlo como persona, y lo hacemos limitando sus acciones cuando ello es necesario, sólo en la medida en que lo permiten los principios que ambos reconocemos. En la situación original, los individuos convienen en considerarse responsables de la concepción elegida de la justicia. No hay violación de nuestra autonomía mientras se observen debidamente sus principios. Además, estos principios estipulan que, en muchas ocasiones, no podemos desviar hacia otros la responsabilidad de lo que hacemos. Los que ocupan cargos de autoridad son responsables de los programas que ponen en práctica y de las instrucciones que dictan. Y los que consienten en ejecutar órdenes injustas o en estimular malos propósitos no pueden, en general, alegar que no sabían o que la culpa es solamente de los que ocupan posiciones superiores. Los detalles relativos a estas cuestiones pertenecen a la teoría del consentimiento parcial. El punto esencial aquí consiste en que los principios que mejor se adecuan a nuestra naturaleza de seres racionales, libres e iguales, establecen, por sí solos, nuestra responsabilidad. De otro modo, es probable que la autonomía conduzca a una simple colisión de voluntades que se autoproclaman justas, y que la objetividad origine la adhesión a un sistema coherente, pero individual.

Señalemos ahora que, en épocas de incertidumbre social y de pérdida de fe en valores establecidos de mucho tiempo atrás, hay una tendencia a retroceder hacia las virtudes de la integridad: veracidad y probidad, claridad y responsabilidad o, como algunos dicen, autenticidad. Si nadie sabe lo que es cierto, por lo menos podemos hacer que nuestras creencias sean nuestras a nuestro propio modo, y no adoptarlas tal como otros nos las entregan. Si las normas morales tradicionales ya no son adecuadas y no podemos convenir en las que han de sustituirlas, podemos, en todo caso, decidir, con un juicio claro, cómo pensamos actuar, y cerrar el paso al que pretenda que, de una u otra forma, alguien ha decidido ya por nosotros y que debemos aceptar esta o aquella autoridad. Ahora bien, las virtudes de la integridad, naturalmente, son virtudes, y figuran entre las excelencias de las personas libres. Pero, aunque son necesarias, no son suficientes, pues su definición permite casi cualquier contenido: un tirano podría desplegar esos atributos en alto grado y, al hacerlo así, mostrar un cierto atractivo, sin engañarse a sí mismo con pretextos políticos ni excusas de la fortuna. Es imposible construir una concepción moral solamente a partir de estas virtudes; al ser virtudes de forma, son, en cierto sentido, secundarias. Pero, unidas a la adecuada concepción de la justicia —una concepción que permita la autonomía y la objetividad correctamente entendidas—, se convierten en lo que verdaderamente son. La idea de la situación original y los principios en ella elegidos muestran cómo se lleva esto a cabo.

En conclusión, pues, una sociedad bien ordenada afirma la autonomía de las personas y estimula la objetividad de sus juicios considerados de la justicia. Todas las dudas que sus miembros puedan tener acerca de la rectitud de sus sentimientos morales cuando reflexionan sobre la forma en que se adoptaron estas disposiciones, pueden disiparse al ver que sus convicciones se ajustan a los principios que se elegirían en la situación original o, si no se ajustan, al revisar sus juicios para que se ajusten.

79. La idea de unión social

Ya hemos visto que, a pesar de los aspectos individualistas de la justicia como imparcialidad los dos principios de la justicia ofrecen un punto de apoyo para valorar las instituciones existentes, así como los deseos y aspiraciones que ellas generan. Estos criterios proporcionan una norma independiente para dirigir el curso del cambio social, sin invocar una concepción perfeccionista o una concepción orgánica de la sociedad (§ 41). Pero queda la cuestión de saber si la doctrina contractual es un marco satisfactorio para comprender los valores de la comunidad y para elegir entre los ordenamientos sociales que han de realizarlos. Es natural suponer que la congruencia de lo justo y de lo bueno depende, en gran parte, de que una sociedad bien ordenada lleve a cabo el bien de la comunidad. Me detendré, en esta sección y en las tres siguientes, en algunos aspectos de esta cuestión.

Podemos comenzar recordando que una de las condiciones de la situación original es que los individuos sepan que están sujetos a las circunstancias de la justicia. Dan por sentado que cada uno tiene una concepción de su bien y, a la luz de esta concepción, ejerce presión con sus demandas contra los demás. Así, aunque consideran la sociedad como una empresa de cooperación para mutuo beneficio, ésta se halla típicamente marcada por un conflicto y, a la vez, por una identidad de intereses. Ahora bien: hay dos formas de interpretar estas suposiciones. La primera es la adoptada por la teoría de la justicia: la idea consiste en derivar principios satisfactorios de los supuestos más débiles posibles. Las premisas de la teoría serían condiciones sencillas y razonables que todos o casi todos aceptarían, y para las que pueden darse argumentos filosóficos convincentes. Y, al propio tiempo, cuanto mayor sea la colisión inicial de demandas en la que los principios pueden introducir un orden aceptable, más amplia deberá ser la teoría. Por eso, se supone que se dará una profunda oposición de intereses.

La otra forma de enjuiciar estas suposiciones es la de considerar que describen un cierto tipo de orden social, o un cierto aspecto de la estructura básica que realmente se realiza. Así, nos vemos conducidos al concepto de sociedad privada.[3] Sus principales rasgos son, primero, que las personas que la comprenden, ya sean individuos humanos o asociaciones, tienen sus propios fines privados, que son contrarios o independientes, pero en ningún caso complementarios. Y, segundo, no se considera que las instituciones tengan valor alguno por sí mismas, pues la actividad de ocuparse en ellas no se estima como un bien, sino, en todo caso, como una carga. Así, pues, cada persona valora los ordenamientos sociales sólo como un medio para sus fines privados. Nadie tiene en cuenta el bien de los demás, ni lo que poseen; más bien, cada uno prefiere el esquema más eficaz, que le dé la mayor proporción de beneficios. (Dicho de modo más formal, las únicas variables en la función de la utilidad de un individuo son los bienes y los valores que posee, y no los bienes que poseen los demás, ni su nivel de utilidad.)

Podemos suponer también que la auténtica distribución de los beneficios viene determinada, en gran parte, por el saldo de poder y de posición estratégica que resulta de las circunstancias existentes. Pero esta distribución, desde luego, puede ser perfectamente justa y satisfacer las aspiraciones de reciprocidad. Por fortuna, es posible que la situación conduzca a este resultado. Los bienes públicos se componen, en buena medida, de los elementos y de las condiciones que el Estado mantiene para que cada uno los utilice atendiendo a sus propios fines, como sus medios le permitan, de igual modo que cada uno tiene su destino propio en los viajes por carretera. La teoría de los mercados competitivos es una descripción modelo de este tipo de sociedad. Como los miembros de esta sociedad no se sienten impulsados por el deseo de actuar justamente, la estabilidad de los ordenamientos justos y eficaces, cuando existen, requiere, normalmente, el uso de sanciones. Por tanto, la coincidencia de los intereses privados y de los colectivos es resultado de estabilizar los recursos institucionales aplicados a personas que se oponen recíprocamente como poderes indiferentes, cuando no hostiles. La sociedad privada no se mantiene unida por una convicción pública de que sus ordenamientos básicos son justos y buenos en sí mismos, sino por los cálculos de todos, o de un número lo bastante alto para mantener el esquema de que cualquier cambio posible reduciría el volumen de los medios que los individuos emplean para buscar sus fines personales.

Se sostiene, a veces, que la doctrina contractual implica que la sociedad privada es el ideal, por lo menos cuando la distribución de los beneficios satisface una adecuada norma de reciprocidad. Pero esto no es así, como lo demuestra el concepto de una sociedad bien ordenada. Y, como acabo de decir, la idea de la situación original tiene otra interpretación. La descripción de la bondad como racionalidad y de la naturaleza social de la humanidad requiere también un enfoque diferente. Pero la sociabilidad de los seres humanos no debe entenderse de modo trivial. No significa, simplemente, que la sociedad es necesaria para la vida humana o que, por vivir en una comunidad, los hombres adquieren necesidades e intereses que les impulsan a trabajar juntos, en beneficio mutuo, mediante determinadas formas específicas que sus instituciones permiten y estimulan. Tampoco se expresa mediante la perogrullada de que la vida social es condición indispensable para nuestro desarrollo de la facultad de hablar y de pensar y para tomar parte en las actividades comunes de la sociedad y de la cultura. Indudablemente, incluso los conceptos que utilizamos para describir nuestros proyectos y nuestra situación, y también para expresar nuestros deseos y propósitos personales, presuponen muchas veces un marco social, así como un sistema de creencias e ideas que es el resultado de los esfuerzos colectivos de una larga tradición. Ciertamente estos hechos no son triviales, pero emplearlos para caracterizar nuestros lazos recíprocos es dar una interpretación trivial de la sociabilidad humana. Porque todo esto es igualmente válido para las personas que consideran sus relaciones de modo puramente instrumental.

La naturaleza social de la humanidad se manifiesta claramente en el contraste con la concepción de la sociedad privada. Así, los seres humanos tienen, de hecho, objetivos finales compartidos, y valoran sus instituciones y actividades comunes como buenas en sí mismas. Nos necesitamos unos a otros como participantes de unos modos de vida comprometidos en la persecución de sus propios objetivos, y los éxitos y las satisfacciones de los demás son necesarios y halagüeños para nuestro propio bien. Estas cuestiones son bastante evidentes, pero exigen alguna elaboración. En la descripción de la bondad como racionalidad, llegamos a la conclusión familiar de que los proyectos racionales de vida facilitan, normalmente, el desarrollo de algunas de las facultades de una persona, por lo menos. El principio aristotélico se orienta en esa dirección. Pero una característica básica de los seres humanos es que ninguna persona puede hacer todo lo que podría, ni es forzoso que pueda hacer todo lo que cualquier otra persona puede. Las posibilidades de cada individuo son mayores que las que puede confiar en realizar y, en general, son muy inferiores a los poderes humanos. Así, cada uno debe seleccionar cuáles de sus facultades y de sus posibles intereses desea estimular; debe diseñar su preparación y su ejercicio, y plantear su persecución de un modo ordenado. Personas diferentes, con capacidades similares o complementarias, pueden cooperar, por así decirlo, en la realización de su naturaleza común o semejante. Cuando los hombres están seguros en el disfrute del ejercicio de sus propios poderes, se hallan dispuestos a apreciar las perfecciones de los demás, especialmente cuando sus diversas excelencias tienen un lugar convenido en una forma de vida cuyos objetivos todos aceptan.

Podemos decir, pues, siguiendo a Humboldt, que es a través de la unión social fundada en las necesidades y posibilidades de sus miembros como cada persona puede participar en la suma total de los valores naturales realizados de los otros. Llegamos así a la noción de la comunidad del género humano cuyos miembros gozan de las excelencias recíprocas y de la individualidad suscitadas por las instituciones libres, y reconocen el bien de cada quien como elemento de la actividad completa, cuyo esquema, en su conjunto, es objeto de general consentimiento y complace a todos. Puede imaginarse también que esta comunidad se extiende a lo largo del tiempo y, en consecuencia, en la historia de una sociedad, pueden imaginarse, de un modo semejante, las aportaciones conjuntas de sucesivas generaciones.[4] Nuestros predecesores en la consecución de ciertas cosas nos dejan a nosotros la tarea de proseguirlas; sus realizaciones influyen en nuestra elección de esfuerzos y definen una base más amplia para la comprensión de nuestros propósitos. Decir que el hombre es un ser histórico equivale a decir que las realizaciones de las facultades de los individuos humanos que viven en un momento dado requieren la cooperación de muchas generaciones (o incluso sociedades), durante un largo periodo. Implica también que esta cooperación está dirigida, en todo momento, por una comprensión de lo que se ha hecho en el pasado, tal como lo interpreta la tradición social. En contraste con lo que ocurre con la humanidad, cada animal, separadamente, puede hacer y hace casi todo lo que sería capaz de hacer, o lo que podría o puede hacer cualquier otro animal de su especie que viva en el mismo tiempo. La amplitud de las facultades realizadas de un determinado individuo de la especie no es, en general, materialmente menor que las posibilidades de otros similares a él. La notable excepción es la diferencia de sexo. Esto se debe, tal vez, a que la afinidad sexual es el ejemplo más evidente de la necesidad que los individuos, tanto humanos como animales, tienen los unos de los otros. Pero es posible que esta atracción no adopte más que una forma puramente instrumental, al tratar cada individuo al otro como un medio de alcanzar su propio placer o la continuación de su linaje. A menos que esta adhesión se funda con elementos de afecto y de amistad, no mostrará los rasgos característicos de la unión social.

Ahora bien: muchas formas de vida poseen las características de la unión social, consistentes en objetivos finales compartidos y en actividades comunes valoradas por sí mismas. La ciencia y el arte pueden ofrecer muchos ejemplos. Y también las familias, las amistades y otros grupos son uniones sociales. Pero será conveniente observar los ejemplos más sencillos de los juegos. Aquí podemos distinguir fácilmente cuatro tipos de fines: el objetivo del juego tal como se define en sus reglas, como, por ejemplo, el de ganar el mayor número de carreras; los diversos motivos de los jugadores para tomar parte en el juego, como la excitación que les produce, el deseo de hacer ejercicio, etc., que pueden ser diferentes para cada persona; los propósitos sociales servidos por el juego, que pueden ser impensados y desconocidos para los jugadores, o incluso para cualquier individuo de la sociedad, correspondiendo al observador reflexivo la investigación de estas cuestiones y, por último, el fin compartido, el común deseo de todos los jugadores de que se consiga una buena ejecución del juego. Este fin compartido sólo puede realizarse, si el juego se desarrolla correctamente, de acuerdo con las reglas, si los bandos están más o menos igualados, y si todos los jugadores creen que están jugando bien. Pero, cuando esta finalidad se consigue, todos obtienen placer y satisfacción exactamente en lo mismo. Un buen desarrollo del juego es, por así decirlo, una realización colectiva que requiere la cooperación de todos.

Ahora bien: es claro que el fin compartido de una unión social no es simplemente un deseo de la misma cosa determinada. Grant y Lee tenían el mismo deseo de estar en posesión de la ciudad de Richmond, pero este deseo no estableció una comunidad entre ellos. Las personas, en general, desean tipos similares de cosas, como libertad y oportunidad, abrigo y alimento, pero estos deseos pueden enfrentarlas. Que los individuos tengan un fin compartido depende de los más detallados aspectos de la actividad a que sus intereses les inclinan, cuando éstos se hallan regidos por los principios de la justicia. Debe haber un esquema convenido de conducta, en el que las excelencias y las satisfacciones de cada quien sean complementarias del bien de todos. Cada uno puede, entonces, complacerse en las acciones de los otros, cuando ejecutan conjuntamente un proyecto aceptable para todos. A pesar de su vertiente competitiva, muchos juegos son un claro ejemplo de este tipo de fin: el público deseo de una actuación buena y correcta del juego debe constituir la norma y ser efectivo, si no se quiere que languidezcan el gusto y la satisfacción de todos.

El desarrollo del arte y de la ciencia, de la religión y de la cultura de todo tipo, alta y baja, puede considerarse, naturalmente, de un modo muy similar. Aprendiendo de los esfuerzos de unos y otros, y apreciando sus diversas aportaciones, los seres humanos fueron levantando, gradualmente, sistemas de conocimiento y de creencias; crearon técnicas reconocidas para hacer las cosas y elaboraron estilos de sentimientos y de expresión. En estos casos, el propósito común es, frecuentemente, profundo y complejo, al estar definido por la respectiva tradición artística, científica o religiosa; y la comprensión de este propósito requiere, con frecuencia, años de disciplina y de estudio. Lo esencial es que haya un fin último compartido y unas formas aceptadas de favorecerlo que permitan el público reconocimiento de las conquistas de todos. Cuando este fin se logra, todos encuentran satisfacción exactamente en lo mismo; y este hecho, unido a la complementariedad del bien de los individuos, afirma el vínculo de la comunidad.

No quiero subrayar, sin embargo, los casos del arte y de la ciencia, y las altas formas de la religión y de la cultura. De acuerdo con la repulsa del principio de perfección y con la aceptación de la democracia en la valoración de las excelencias de unos y otros, carecen de todo mérito especial desde el punto de vista de la justicia. En realidad, la referencia a los juegos no sólo tiene la virtud de la sencillez, sino que, en algunos sentidos, es más apropiada. Contribuye a demostrar que el interés principal consiste en que hay muchos tipos de unión social y, desde la perspectiva de la justicia política, no debemos tratar de clasificarlos según su valor. Además, estas uniones no tienen unas dimensiones definidas; van desde las familias y las amistades hasta asociaciones mucho más amplias. También carecen de límites de tiempo y de espacio, porque las que se encuentran muy separadas por la historia y por las circunstancias pueden, sin embargo, cooperar en la realización de su naturaleza común. Una sociedad bien ordenada y, en realidad, la mayoría de las sociedades, cuentan, probablemente, con innumerables uniones sociales de muchos tipos diferentes.

Con estas observaciones como prefacio, podemos ver ahora cómo los principios de la justicia se relacionan con la sociabilidad humana. La idea principal consiste, sencillamente, en que una sociedad bien ordenada (correspondiente a la justicia como imparcialidad) es, en sí misma, una forma de unión social. En realidad, es una unión social de uniones sociales. Concurren en ella los dos rasgos característicos: el positivo funcionamiento de instituciones justas es el fin último compartido de todos los miembros de la sociedad, y estas formas institucionales son apreciadas como buenas en sí mismas. Consideremos estos rasgos sucesivamente. El primero es totalmente correcto. De un modo muy similar a aquel en que los jugadores tienen el fin compartido de ejecutar un desarrollo bueno y correcto del juego, así los miembros de una sociedad bien ordenada tienen el propósito común de cooperar, en conjunto, para realizar su propia naturaleza y la ajena, en formas permitidas por los principios de la justicia. Esta intención colectiva es la consecuencia de que todos tengan un efectivo sentido de la justicia. Cada ciudadano desea que todos (incluso él mismo) actúen de acuerdo con unos principios a los que todos darían su consentimiento en una situación inicial de igualdad. Este deseo es regulador, según requiere la condición de finalidad en los principios morales; y cuando cada uno actúa justamente, todos encuentran satisfacción exactamente en lo mismo.

La explicación del segundo rasgo es más complicada, pero bastante clara después de lo que se ha dicho. Sólo tenemos que señalar los diversos modos en que las instituciones fundamentales de la sociedad, la justa constitución y las principales partes del orden legal pueden considerarse buenas en sí mismas una vez que la idea de unión social se aplica a la estructura básica en conjunto. Así, en primer lugar, la interpretación kantiana nos permite decir que la acción de todos tendiente al mantenimiento de instituciones justas sirve al bien de cada uno. Los seres humanos tienen un deseo de expresar su naturaleza como personas morales, libres e iguales, y el modo más adecuado de hacer esto es actuar según los principios que admitirían en la situación original. Cuando todos se esfuerzan por cumplir con estos principios y cada uno lo consigue, entonces su naturaleza como personas morales se realiza más plenamente, tanto desde el punto de vista individual como desde el colectivo y, con ella, su bien individual y colectivo.

Pero, además, el principio aristotélico aboga por las formas institucionales, así como por cualquier otra actividad humana. Desde este punto de vista, un orden constitucional justo, cuando se une a las uniones sociales menores de la vida cotidiana, proporciona un marco para estas numerosas asociaciones y determina la más compleja y diversa actividad de todas. En una sociedad bien ordenada, cada persona comprende los primeros principios que rigen el esquema en conjunto, tal como éste ha de ponerse en práctica a lo largo de muchas generaciones; y todos tienen un decidido propósito de adherirse a esos principios en su proyecto de vida. Así, el proyecto de cada quien adquiere una estructura más amplia y más rica de la que tendría en otro caso; se ajusta a los proyectos de los otros mediante unos principios mutuamente aceptables. La vida más privada de cada uno es, por así decirlo, un proyecto dentro de un proyecto, realizándose este superordenado proyecto en las instituciones públicas de la sociedad. Pero este proyecto más general no establece un fin dominante, como el de la unidad religiosa o el de la máxima excelencia de la cultura, y mucho menos el de la potencia y el prestigio nacionales, al que se subordinen los objetivos de todos los individuos y asociaciones. La intención pública reguladora es, más bien, la de que el orden constitucional realice los principios de la justicia. Y esta actividad colectiva, si el principio aristotélico es justo, debe experimentarse como un bien.

Hemos visto que las virtudes morales son excelencias, atributos de la persona que es racional que las personas deseen en sí mismas y en los otros como cosas que se aprecian por su propio valor o, en otro caso, por manifestarse en actividades así estimuladas (§§ 66-70). Pero es claro que estas excelencias se despliegan en la vida pública de una sociedad bien ordenada. Por tanto, el principio que acompaña al aristotélico implica que los hombres aprecian y gozan de estos atributos recíprocamente según se manifiestan al cooperar en la afirmación de las instituciones justas. De ello se sigue que la actividad colectiva de la justicia es la forma preeminente del florecimiento humano. Porque, dadas unas circunstancias favorables, es mediante el mantenimiento de estos ordenamientos públicos como las personas expresan mejor su naturaleza y consiguen las más amplias excelencias reguladoras de que cada uno es capaz. Al propio tiempo, las instituciones justas permiten y estimulan la variada vida interna de las asociaciones en las que los individuos realizan sus objetivos más personales. Así, la realización pública de la justicia es un valor de la comunidad.

A modo de comentario final, deseo señalar que una sociedad bien ordenada no se desentiende de la división del trabajo, en el sentido más general. Desde luego, los peores aspectos de esta división pueden ser superados: nadie necesita depender servilmente de otros, ni está hecho para elegir entre ocupaciones monótonas y rutinarias que embotan el pensamiento y la sensibilidad del hombre. Puede ofrecerse a cada individuo una variedad de tareas, de tal modo que los diferentes elementos de su naturaleza encuentren una expresión adecuada. Pero, aun cuando el trabajo es plenamente significativo para todos, no podemos superar nuestra dependencia de los demás, ni debemos desearlo. En una sociedad enteramente justa, las personas buscan su propio bien mediante unos procedimientos que les son peculiares, y confían en sus asociados para hacer cosas que no podrían haber hecho, y cosas que podían haber hecho pero que no hicieron. Es tentador suponer que todos puedan realizar plenamente sus facultades, y que algunos, por lo menos, pueden convertirse en ejemplares completos de humanidad. Pero esto es imposible. Es una característica de la sociabilidad humana que no somos más que partes de lo que podríamos ser. Debemos cuidar de que los demás alcancen las excelencias que nosotros tenemos que dejar a un lado, o de las que carecemos totalmente. La actividad colectiva de la sociedad, las numerosas asociaciones y la vida pública de la comunidad más amplia que las regula, mantiene nuestros esfuerzos y suscita nuestra colaboración. Pero el bien alcanzado gracias a nuestra cultura común sobrepasa considerablemente nuestro trabajo, en el sentido de que dejamos de ser simples fragmentos: la parte de nosotros mismos que realizamos directamente se une a un ordenamiento más amplio y más justo, cuyos objetivos nosotros afirmamos. La división del trabajo es superada, no por cada uno que logra hacerse completo en sí mismo, sino por el trabajo voluntario y significativo, dentro de una justa unión social de uniones sociales, en la que todos pueden participar libremente según sus inclinaciones.

80. El problema de la envidia

Vengo suponiendo siempre que, en la situación original las personas no son impulsadas por ciertas propensiones psicológicas (§ 25). Un individuo racional no se halla sujeto a la envidia, al menos cuando las diferencias entre él y los demás no se consideran resultado de la injusticia y no superan ciertos límites. Los individuos tampoco están influidos por diferentes actitudes hacia el riesgo y la incertidumbre, o por diversas tendencias a dominar o a someter, y así sucesivamente. He imaginado también que estas psicologías especiales se encuentran detrás del velo de la ignorancia, juntamente con el conocimiento que los individuos tienen de su concepción del bien. Una explicación de estas aseveraciones consiste en que, en la medida de lo posible, la elección de una concepción de la justicia no debe verse afectada por contingencias accidentales. Los principios adoptados deben ser invariantes respecto a las diferencias en esas inclinaciones, por la misma razón que deseamos que se mantengan independientes de las preferencias individuales y de las circunstancias sociales.

Estos supuestos se enlazan con la interpretación kantiana de la justicia como imparcialidad, y simplifican considerablemente el tema desde el punto de vista de la situación original. Los individuos no están influidos por las diferencias personales en estas propensiones, evitando así las complicaciones en el proceso de ajuste que de ello resultaría. Sin una información bastante definida acerca de cuál era la configuración de actitudes que existía, no puede decirse qué acuerdo se alcanzaría, suponiendo que se alcanzase alguno. En cada caso, eso dependería de las hipótesis particulares formuladas. A menos que pudiésemos exponer algún mérito distintivo desde un punto de vista moral en el dispositivo postulado de psicologías especiales, los principios adoptados serían arbitrarios, ya no constituirían el resultado de unas condiciones razonables. Y puesto que la envidia está considerada, generalmente, como algo que debe ser evitado y temido, por lo menos cuando se hace muy vehemente, parece deseable que, de ser posible, la elección de principios no se vea influida por este rasgo. En consecuencia, tanto por razones teóricas como prácticas, he supuesto una ausencia de envidia y una carencia de conocimiento de las psicologías especiales.

Pero estas inclinaciones existen y de algún modo hay que contar con ellas. Así, he dividido en dos partes el tema de los principios de la justicia: la primera parte continúa con los supuestos que acabamos de mencionar, y se sirve de la mayor parte de lo discutido hasta ahora; la segunda parte pregunta si la sociedad bien ordenada correspondiente a la concepción adoptada generará, realmente, sentimientos de envidia y pautas de actitudes psicológicas que socavarán los ordenamientos que dicha sociedad considera justos. Al principio, razonamos como si no existiesen el problema de la envidia y el de las psicologías especiales y después, tras haber investigado qué principios se establecerían, nos detenemos a considerar si las instituciones justas así definidas pueden suscitar y estimular tales propensiones hasta un punto en que el sistema social se hace inviable e incompatible con el bien humano. Si así fuera, habría que reconsiderar la adopción de la concepción de la justicia. Pero, si las inclinaciones producidas sostuviesen los ordenamientos justos, o fuesen fácilmente adecuadas por ellos, se confirmaría la primera parte del argumento. La ventaja esencial de la progresión en dos etapas consiste en que no se da por sentado ningún conjunto especial de actitudes. Simplemente, revisamos la racionalidad de nuestros supuestos iniciales y las consecuencias que hemos extraído de ellos, a la luz de las coacciones impuestas por los hechos generales de nuestro mundo.

Analizaré el problema de la envidia como ilustración de la forma en que las psicologías especiales entran en la teoría de la justicia. Aunque cada psicología especial suscita, sin duda, cuestiones diferentes, el procedimiento general puede ser casi el mismo. Empiezo señalando la razón por la que la envidia plantea un problema: concretamente, el hecho de que las desigualdades autorizadas por el principio de la diferencia puedan ser tan grandes que despierten la envidia en una medida socialmente peligrosa. Para aclarar esta posibilidad, es conveniente distinguir entre envidia general y envidia particular. La envidia experimentada por los menos favorecidos respecto a los que se encuentran en mejor situación es, normalmente, envidia general, en el sentido de que envidian a los más favorecidos por las clases de bienes y no por los objetos particulares que poseen. Las clases más elevadas dicen que son envidiadas por sus mayores riquezas y posibilidades; los que les envidian quieren para sí mismos unas ventajas similares. Por el contrario, la envidia particular es típica de la rivalidad y de la competencia. Los que son derrotados en la búsqueda de cargos y honores, o de los afectos de los demás, se sienten inclinados a envidiar los éxitos de sus rivales y a codiciar precisamente lo mismo que éstos han conquistado. Nuestro problema, pues, consiste en saber si los principios de la justicia, y en especial el principio de la diferencia con una justa igualdad de oportunidades, probablemente engendrará, en la práctica, una envidia general excesivamente destructiva.

Vuelvo ahora a la definición de la envidia que parece adecuada a esta cuestión. Para fijar ideas, supongamos que las comparaciones interpersonales necesarias se hacen en términos de los bienes primarios objetivos, la libertad y la oportunidad, los ingresos y la riqueza que, para simplificar, he solido definir, normalmente, como expectativas en la aplicación del principio de la diferencia. Luego, podemos considerar la envidia como la propensión a mirar con hostilidad el mayor bien de los demás, aun cuando el hecho de que ellos sean más afortunados que nosotros no mengua nuestras ventajas. Envidiamos a las personas cuya situación es superior a la nuestra (estimada según cierto índice convenido de bienes, como hemos señalado antes), y deseamos despojarlos de sus mayores beneficios, aunque también nosotros tengamos que perder algo. Cuando los demás tienen conocimiento de nuestra envidia, pueden volverse celosos de su mejor situación y ansiosos de tomar precauciones contra los actos hostiles a los que nuestra envidia nos induce. Así comprendida, la envidia es colectivamente perjudicial: el individuo que envidia a otro está dispuesto a hacer cosas que empeoren las situaciones de ambos, sólo para que la diferencia entre ellos se reduzca. Así, Kant, cuya definición yo he seguido en buena medida, analiza la envidia, muy justamente, como uno de los vicios de la humanidad que odia.[5]

Esta definición requiere un comentario. En primer lugar, como observa Kant, hay muchas ocasiones en que hablamos abiertamente del mayor bien de los demás como envidiable. También podemos subrayar la envidiable armonía y felicidad de un matrimonio o de una familia. De un modo semejante, podemos decir a otro que envidiamos sus mayores oportunidades o sus mejores éxitos. En estos casos —a los que llamaré de envidia amable—, no hay mala voluntad, ni tácita ni expresa. No deseamos, por ejemplo, que el matrimonio o la familia sean menos felices o peor avenidos. Con estas expresiones convencionales afirmamos el valor de ciertas cosas que otros tienen. Indicamos que, si bien no poseemos nada semejante ni de valor igual, esas cosas merecen, verdaderamente, la pena de esforzarse por ellas. Esperamos que aquellos a quienes hacemos estas observaciones las reciban como una especie de elogio y no como una señal de nuestra hostilidad. Un caso algo diferente es el de la envidia emuladora, que nos induce a tratar de conseguir lo que otros tienen. La visión de su mayor bien nos impulsa a esforzarnos, en formas socialmente beneficiosas, por conseguir cosas similares para nosotros mismos.[6] Así, la verdadera envidia, en contraste con la envidia amable que expresamos libremente, es una forma de rencor, que tiende a perjudicar tanto a su objeto como a su sujeto. Es lo que la envidia emuladora puede llegar a ser, en determinadas condiciones de derrota y de sentimiento de fracaso.

Otro punto es que la envidia no constituye un sentimiento moral. No es necesario citar ningún principio moral para su explicación. Basta decir que la mejor situación de otros llama nuestra atención. Nos molesta su mejor fortuna, y ya no valoramos tanto lo que tenemos nosotros, y este sentimiento de perjuicio y de pérdida despierta nuestro rencor y nuestra hostilidad. Debe tenerse cuidado, pues, de no excitar simultáneamente la envidia y el resentimiento. Porque el resentimiento es un sentimiento moral. Si experimentamos resentimiento por el hecho de tener menos que otros, puede ser porque consideramos que su mejor situación es el resultado de instituciones injustas, o de un comportamiento personal indigno. Los que expresan resentimiento deben estar preparados para demostrar por qué ciertas instituciones son injustas, o cómo les han perjudicado los otros. Lo que distingue la envidia de los sentimientos morales es la forma diferente en que se explica, el tipo de perspectiva desde el cual se observa la situación (§ 73).

Son de señalar también los sentimientos no morales relacionados con la envidia, pero que no deben confundirse con ella. Sobre todo, el recelo y la renuencia son el reverso, por así decirlo, de la envidia. Una persona que se encuentra en buena situación puede desear que los menos afortunados que él permanezcan en la situación en que se encuentran. Está celoso de su propia situación superior, y renuente a la hora de concederles las ventajas superiores que les equipararían con él. Y si esta propensión se acentuase hasta negarles unos beneficios que él no necesita ni puede utilizar por sí mismo, entonces se halla impulsado por el odio.[7] Estas inclinaciones son colectivamente perjudiciales en la forma en que lo es la envidia, porque el hombre receloso y amargado está dispuesto a dar por perdido algo, a condición de mantener la distancia entre él y los demás.

Hasta ahora, he considerado la envidia y el recelo como vicios. Como hemos visto, las virtudes morales figuran entre los rasgos del carácter de base amplia, que es racional que unas personas deseen en las demás como asociados (§ 66). Así, los vicios son rasgos de base amplia que no se desean, siendo casos claros el rencor y la envidia, porque van en detrimento de todos. Los individuos preferirán, seguramente, concepciones de la justicia cuya realización no despierte tales propensiones. Normalmente, se espera que nos abstengamos de las acciones a que esas propensiones nos inducen, y que adoptemos las medidas necesarias para librarnos de ellas. Pero, a veces, las circunstancias que provocan la envidia son tan apremiantes que, dada la condición de los seres humanos, no puede pedirse a nadie, razonablemente, que supere sus sentimientos rencorosos. La mala situación de una persona, medida por el índice de bienes primarios objetivos, puede ser tal que ofenda su propio respeto y, dada su situación, podemos simpatizar con su sentimiento de pérdida. En realidad, podemos sentirnos ofendidos por hacernos envidiosos, pues la sociedad permite tan grandes disparidades en estos bienes que, en las condiciones sociales existentes, estas diferencias no pueden menos que causar una pérdida de la estima. Para los que sufren este daño, los sentimientos envidiosos no son irracionales; la satisfacción de su rencor los haría mejores. Cuando la envidia es una reacción ante la pérdida de respeto propio, en circunstancias en las que no sería razonable esperar que alguien reaccionase de modo diferente, diré que es excusable. Como el respeto propio es el más importante de los bienes primarios, supongo que los individuos no estarían de acuerdo en considerar insignificante esta clase de pérdida subjetiva. La cuestión consiste, pues, en saber si una estructura básica que satisfaga los principios de la justicia puede despertar una envidia tan excusable que deba ser reconsiderada la elección de esos principios.

81. Envidia e igualdad

Ahora ya podemos examinar la probabilidad de una envidia general excusable en una sociedad bien ordenada. Sólo analizaré este caso porque nuestro problema consiste en determinar si los principios de la justicia constituyen un empeño razonable, dadas las propensiones de los seres humanos y, en especial, su aversión a las disparidades en bienes objetivos. Ahora bien: yo supongo que la principal raíz psicológica de la propensión a envidiar es una falta de confianza en nuestro propio valor, combinada con una sensación de impotencia. Nuestro modo de vida carece de vigor, y nos sentimos incapaces de cambiarlo o de alcanzar los medios de hacer lo que aún queremos hacer.[8] Por el contrario, el que está seguro del valor de su proyecto de vida y de su capacidad de realizarlo no se entrega al rencor ni está inconforme con su buena fortuna. Aunque pudiera, no desearía ni desea rebajar el nivel de ventajas de los demás a costa propia, por mínima que ésta fuese. Esta hipótesis implica que los menos favorecidos tienden a ser más envidiosos de la mejor situación de los más favorecidos cuando menos seguro sea su propio respeto y mayor su convicción de que no pueden mejorar sus perspectivas. De modo análogo, la envidia particular suscitada por la competencia y la rivalidad puede hacerse más profunda cuanto peor sea la derrota propia, porque el golpe a la confianza en sí mismo es más duro y la pérdida puede parecer irreparable. Pero aquí es la envidia general la que realmente nos interesa.

Hay tres condiciones, en mi opinión, que estimulan los accesos hostiles de la envidia. La primera de ellas es la condición psicológica que acabamos de señalar: las personas carecen de una confianza segura en su propio valor y en su posibilidad de hacer algo que valga la pena. La segunda (y una de las dos condiciones sociales) consiste en que se presentan muchas ocasiones cuando esta condición psicológica se experimenta como dolorosa y humillante. La diferencia entre uno mismo y los demás se hace visible por la estructura social y por el estilo de vida de la sociedad a que se pertenece. En consecuencia, a los menos afortunados se les obliga a recordar a menudo su situación, a veces conduciéndoles a una estimación aún más baja de sí mismos y de su modo de vida. Y tercera: ven que su situación social no les permite ninguna alternativa constructiva que oponer a las circunstancias favorables de los mejor situados. Para aliviar estos sentimientos de angustia y de inferioridad, creen que no tienen más elección que la de imponer una pérdida a los mejor situados, aunque ello implique un cierto perjuicio para sí mismos, a no ser, naturalmente, que caigan en la resignación y en la apatía.

Ahora bien: muchos aspectos de una sociedad bien ordenada contribuyen a mitigar, cuando no a impedir, estas condiciones. Respecto a la primera condición, es claro que, si bien se trata de un estado psicológico, las instituciones sociales son una causa inductora básica. Pero he afirmado que la concepción contractual de la justicia sostiene la autoestimación de los ciudadanos, por lo general, de modo más firme que otros principios políticos. En el foro público, cada persona es tratada con el respeto debido a un soberano igual; y todos tienen los mismos derechos básicos que se admitirían en una situación inicial considerada como justa. Los miembros de la comunidad tienen un común sentido de la justicia y están unidos por lazos de amistad social. He discutido ya estos puntos en relación con la estabilidad (§§ 75-76). Podemos añadir que las ganancias mayores de algunos se devuelven para compensar beneficios a los menos favorecidos; y nadie supone que los que tienen una mayor participación son los que más merecen desde un punto de vista moral. La idea de que la felicidad se concede a la virtud es rechazada como principio de distribución (§ 48). Y lo mismo sucede con el principio de perfección: cualesquiera que sean las excelencias que las personas o las asociaciones manifiesten, sus derechos a los recursos sociales se adjudican siempre por los principios de la justicia mutua (§ 50). Por todas estas razones, los menos afortunados no tienen motivo para considerarse inferiores, y los principios públicos generalmente aceptados confirman su seguridad. Las disparidades entre ellos y los demás, tanto absolutas como relativas, serán para ellos más fáciles de aceptar que en otras formas de comunidad.

Volviendo a la segunda condición, las diferencias absolutas y las relativas permitidas en una sociedad bien ordenada son, probablemente, menos que las que han solido prevalecer. Aunque en teoría el principio de la diferencia permite desigualdades indefinidamente grandes a cambio de pequeñas ganancias para los menos favorecidos, la difusión de los ingresos y de la riqueza no será excesiva en la práctica, dadas las instituciones de fondo requeridas (§ 26). Además, la pluralidad de asociaciones en una sociedad bien ordenada, con su propia vida interna segura, tiende a reducir la visibilidad o, al menos, la visibilidad dolorosa, de las variaciones en las perspectivas de los hombres. Porque tendemos a comparar nuestras circunstancias con las de quienes se encuentran en el mismo grupo o en un grupo similar al nuestro, o en situaciones que consideramos pertinentes para nuestras aspiraciones. Las diversas asociaciones de una sociedad tienden a dividirla en muchos grupos no comparables, de modo que las diferencias entre esas divisiones no atraigan el tipo de atención que perturba las vidas de los que se encuentran peor situados. Y esta ignorancia de las diferencias en riquezas y en recursos resulta más fácil por el hecho de que, cuando los ciudadanos se encuentran unos con otros, como tienen que encontrarse por lo menos en los asuntos públicos, se reconocen los principios de la justicia igual. Además, en la vida cotidiana, los deberes naturales se respetan de tal modo que los más beneficiados no hacen un despliegue ostentoso de su posición más elevada con el propósito de rebajar así la condición de los que tienen menos. Después de todo, si se eliminan las condiciones que incitan a la envidia, probablemente se eliminarán también las que predisponen al recelo, a la renuencia y al rencor, concomitantes de la envidia. Cuando los sectores menos afortunados de la sociedad carecen de una, los más afortunados carecen de otra. Tomados en conjunto, estos rasgos de un régimen bien ordenado disminuyen el número de ocasiones en que los menos favorecidos están expuestos a experimentar su situación como empobrecida y humillante. Aunque ellos tengan una cierta predisposición a la envidia, ésta no podrá hacerse muy vehemente.

Por último, considerando la condición final, parecería que una sociedad bien ordenada ofrece, como cualquier otra, alternativas constructivas frente a las hostiles irrupciones en la envidia. El problema de la envidia general, en todo caso, no nos obliga a reconsiderar la elección de los principios de la justicia. En cuanto a la envidia particular, es, hasta cierto punto, propia de la vida humana; estando asociada con la rivalidad, puede existir en todas las sociedades. El problema más específico de la justicia política es el grado de penetración de rencor y de recelo provocado por la búsqueda de cargos y posiciones, y la posibilidad de que perturbe la justicia de las instituciones. Es difícil resolver esta cuestión si se carece del más detallado conocimiento de las formas sociales de que se dispone en el campo legislativo. Pero no parece que haya razón alguna para que los riesgos de la envidia particular sean más graves en una sociedad regulada por la justicia como imparcialidad, que por cualquier otra concepción.

Concluyo, pues, que no es probable que los principios de la justicia despierten una envidia general excusable (ni tampoco una envidia particular), hasta un grado perturbador. Sometida a esta prueba, la concepción de la justicia parece también relativamente estable. Ahora deseo examinar brevemente las posibles conexiones entre envidia e igualdad, entendiendo la igualdad en los diversos sentidos especificados por la teoría de la justicia en cuestión. Si bien hay muchas formas de igualdad, y el igualitarismo admite grados, hay concepciones de la justicia que son reconocidamente igualitarias, aun cuando se permitan ciertas disparidades importantes. En mi opinión, los dos principios de la justicia caen bajo este rubro.

Muchos autores conservadores han afirmado que la tendencia a la igualdad en los movimientos sociales modernos es expresión de la envidia.[9] De este modo, intentan desacreditar esta orientación, atribuyéndola a impulsos colectivamente nocivos. Pero, antes de que esta tesis pueda ser seriamente considerada, debemos señalar, primero, que la forma de igualdad contra la que se hace la objeción es ciertamente injusta y está destinada, en última instancia, a empeorar la situación de todos, incluidos los peor situados. Pero insistir en la igualdad, tal como los dos principios de la justicia la definen, no constituye una manifestación de envidia. Esto se demuestra mediante el contenido de esos principios y la caracterización de la envidia. Es evidente también, por la naturaleza de las partes en la situación original: la concepción de la justicia se elige en unas circunstancias en las que, por hipótesis, nadie es impulsado por el rencor ni por el odio (§ 25). Así, pues, las aspiraciones a la igualdad sostenidas por los dos principios no surgen de estos sentimientos. Las aspiraciones de los que afirman los principios pueden, a veces, expresar resentimiento pero, como hemos visto, esta es otra cuestión.

Para demostrar que los principios de la justicia se basan, en parte, en la envidia, habría que probar que una o más de las condiciones de la situación original surgen de esta propensión. Como la cuestión de la estabilidad no obliga a hacer una reconsideración de la elección ya realizada, la suposición en favor de la influencia de la envidia debe hacerse con referencia a la primera parte de la teoría. Pero cada una de las estipulaciones de la situación original tiene una justificación que no hace mención alguna a la envidia. Por ejemplo, se invoca la función de los principios morales como forma convenientemente general y pública de ordenar las aspiraciones (§ 23). Naturalmente, puede haber formas de igualdad que surjan de la envidia. El igualitarismo estricto, la doctrina que insiste en una distribución igual de todos los bienes primarios, acaso se derive de esta propensión. Esto significa que tal concepción de la igualdad sólo se habría adoptado en la situación original suponiendo que los individuos fuesen suficientemente envidiosos. Esta posibilidad no afecta, en modo alguno, los dos principios de la justicia. La concepción diferente de la igualdad que ellos definen se admite sobre el supuesto de que la envidia no existe.[10]

La importancia de separar la envidia de los sentimientos morales puede observarse en varios ejemplos. Supongamos, en primer lugar, que se considera que la envidia es omnipresente en las sociedades campesinas pobres. Puede sugerirse que la razón de ello es la creencia general en que la suma de la riqueza social es más o menos fija, de modo que lo que una persona gana es lo que otra pierde. Podría decirse que se considera el sistema social como un juego de suma cero, convencionalmente establecido e invariable. Pero, en realidad, si esta creencia se extendiese y si se considerase, en general, que el volumen de bienes es fijo, entonces habría que admitir que prevalecería una estricta oposición de intereses. En este caso, sería correcto pensar que la justicia requiere porciones iguales. La riqueza social no está considerada como la consecuencia de una cooperación mutuamente beneficiosa y, por tanto, no hay una base justa para una distribución desigual de los beneficios. Lo que se dice que es envidia puede, en realidad, ser resentimiento, que podría resultar o no justificado.

Las especulaciones de Freud acerca del origen del sentido de la justicia adolecen del mismo defecto. Freud señala que este sentimiento es el resultado de la envidia y del recelo. Como algunos miembros del grupo social se esfuerzan celosamente por proteger sus ventajas, los menos favorecidos se ven impulsados por la envidia a quitárselas. Al final, todos reconocen que no pueden mantener sus actitudes hostiles recíprocas sin perjudicarse a sí mismos. Así, aceptan como compromiso la exigencia de un tratamiento igual. El sentido de la justicia es una formación reactiva: lo que originalmente era recelo y envidia se transforma en un sentimiento social, en el sentido de la justicia que insiste en la igualdad para todos. Freud cree que este proceso se manifiesta en la guardería infantil y en otras muchas circunstancias sociales.[11] Pero la verosimilitud de esta exposición supone que las actitudes iniciales estén correctamente descritas. Con unos pocos cambios, los rasgos subyacentes de los ejemplos que él describe corresponden a los de la situación original. Que las personas tengan intereses opuestos y traten de imponer su propia concepción del bien no quiere decir, en absoluto, que sean impulsadas por la envidia y por el recelo. Como hemos visto, este tipo de oposición da origen a las circunstancias de la justicia. Así, cuando los niños compiten por la atención y el afecto de sus padres, a los que podríamos decir que tienen exactamente el mismo derecho, no se puede asegurar que su sentido de la justicia surja del recelo y de la envidia. Ciertamente, los niños son, muchas veces, envidiosos y celosos e, indudablemente, sus nociones morales son tan primitivas que son incapaces de captar las distinciones necesarias. Pero, haciendo caso omiso de estas dificultades, podríamos decir también que su sentido social surge del resentimiento, de una sensación de que están siendo injustamente tratados.[12] Y, de modo análogo, podríamos decir a los autores conservadores que se trata, simplemente, de renuencia, cuando los que se hallan mejor situados rechazan las demandas de los menos favorecidos en orden a una mayor igualdad. Pero esta afirmación requiere también un cuidadoso análisis. No puede darse crédito a ninguna de estas acusaciones y contraacusaciones sin examinar antes las concepciones de la justicia sinceramente sostenidas por los individuos y su comprensión de la situación social para determinar hasta qué punto estas aspiraciones se fundan, realmente, en estos motivos.

Ninguna de estas observaciones pretende negar que la apelación a la justicia sea, muchas veces, una máscara para la envidia. Lo que se dice que es resentimiento puede ser, realmente, rencor. Pero las racionalizaciones de este tipo presentan un nuevo problema. Además de demostrar que la concepción de la justicia de una persona no se funda en la envidia, debemos determinar si los principios de la justicia citados en su explicación se hallan tan sinceramente sostenidos cuando los aplica a otros casos en los que esa persona no está interesada o, mejor aún, en casos en que sufriría una pérdida, si los siguiera. Freud quiere afirmar algo más que una perogrullada cuando asegura que la envidia, muchas veces, se enmascara como resentimiento. Quiere decir que la energía que motiva el sentido de la justicia procede de la envidia y del recelo, y que, sin esa energía, no habría deseo alguno de hacer justicia (o habría un deseo mucho menor). Las concepciones de la justicia tienen pocos atractivos para nosotros, fuera de los que se derivan de estos sentimientos y de otros similares. En esta pretensión se apoya al unir erróneamente envidia y resentimiento.

Por desgracia, no podemos tocar el problema de las otras psicologías especiales. En todo caso, deberían tratarse de modo muy semejante al de la envidia. Se pretende señalar la configuración de las actitudes hacia el riesgo y la incertidumbre, hacia la dominación y la sumisión, etc., que las instituciones justas tienden a generar, y luego estimar si pueden convertir estas instituciones en inviables e ineficaces. Tenemos que preguntar también si, desde el punto de vista de las personas en la situación original, la concepción elegida es aceptable o por lo menos tolerable, cualesquiera que puedan ser nuestras especiales inclinaciones. La alternativa más favorable es la que tiene un lugar para todas estas tendencias diferentes, en la medida en que pueden ser estimuladas por una estructura básica justa. Hay, por así decirlo, una división del trabajo entre las personas que tienen inclinaciones contrarias. Naturalmente, algunas de estas actitudes pueden ser premiadas, a la manera en que lo son ciertas facultades ejercitadas, como, por ejemplo, el deseo de correr aventuras o de afrontar riesgos insólitos. Pero en ese caso, el problema continúa en pie con la vuelta a los valores naturales y se oculta mediante la discusión de las porciones distributivas (§ 47). Lo que un sistema social no debe hacer, evidentemente, es estimular propensiones y aspiraciones que luego tiene que reprimir y frustrar. Mientras la pauta de psicologías especiales creada por la sociedad sostiene sus ordenamientos o puede ser razonablemente acomodado por ellos, no hay necesidad de reconsiderar la elección de una concepción de la justicia. Yo creo, aunque no lo he demostrado, que los principios de la justicia como imparcialidad soportan esta prueba.

82. Fundamentos para la prioridad de libertad

Ya hemos examinado la significación de la primacía de la libertad y cómo se halla incorporada en las diversas reglas de prioridad (§§ 39, 46). Ahora que tenemos a la vista todos los elementos que conforman el convenio, podemos ya analizar los fundamentos principales de esta prioridad. He partido del supuesto de que las personas pertenecientes a la situación inicial tienen conciencia de que sus libertades básicas pueden ser efectivamente ejercidas y no cambiaban una libertad menor por mayores ventajas económicas (§ 26). Es tan sólo cuando las condiciones sociales impiden el establecimiento de estos derechos cuando se llega a tener conciencia de su restricción. Las libertades justas sólo pueden ser negadas cuando se hace necesario un cambio cualitativo en la civilización, a fin de que a su debido tiempo, todo el mundo pueda gozar de estas libertades. En una sociedad bien ordenada, la realización efectiva de todas estas libertades es la tendencia constante de los dos principios y reglas de prioridad, cuando se les observa en profundidad, en condiciones razonablemente favorables. Entonces nuestro problema estriba en resumir y concertar las razones para la prioridad de libertad en una sociedad bien ordenada, desde la perspectiva de la situación inicial.

Empecemos por recordar las razones contenidas en la primera parte de la exposición de los dos principios. Una sociedad bien ordenada se define como una sociedad regulada con eficiencia por una concepción pública de la justicia (§ 69). Los miembros de dicha sociedad son y se consideran personas libres y con la misma igualdad moral; o sea que cada uno tiene y cree poseer objetivos e intereses básicos en nombre de los que es legítimo ejercer mutuas exigencias; a la vez, cada uno de ellos tiene y se sabe poseedor del derecho a igual respeto y consideración en la determinación de los principios, según los que ha de ser organizada la estructura básica de su sociedad. Tienen, además, un sentido de la justicia que normalmente gobierna su conducta. La posición inicial está pensada para incorporar la apropiada igualdad y reciprocidad entre personas así concebidas y dado que sus objetivos e intereses fundamentales están protegidos por las libertades amparadas por el primer principio, le otorgan a éste dicha prioridad. En cuanto a los intereses religiosos, garantizados por una libertad de conciencia justa, ya la hemos discutido en un ejemplo (§§ 33-35). A este respecto, debemos siempre recordar que las partes interesadas tratan de conservar algunos intereses fundamentales particulares, aunque debido al velo de la ignorancia tan sólo llegan a tomar conciencia de la naturaleza general de sus intereses, como por ejemplo, de que se trata de un interés religioso. Su aspiración no estriba tan sólo en que les sea permitido practicar religión alguna, sino que les sea permitido practicar una religión específica: la propia, cualquiera que ésta sea (§ 28). Y con el fin de proteger sus intereses particulares —aunque desconocidos— desde la perspectiva de la posición inicial, se ven conducidos, debido a las obligaciones derivadas del convenio (§ 29), a dar precedencia a las libertades básicas.

Una sociedad bien ordenada también favorece los intereses de orden superior de las partes interesadas, por la forma en que los intereses —incluyendo a veces los más fundamentales— son adaptados y regulados por las instituciones sociales (§ 26). Los participantes se conciben a sí mismos como personas libres con posibilidad de revisar y alterar sus objetivos finales y dar prioridad a este respecto, a la conservación de su libertad. La forma en la que los principios de la justicia gobiernan la estructura básica, ilustrada por el compendio de autonomía y objetividad (§ 78), demuestra que en una sociedad bien ordenada, se realiza este interés del orden superior.

De este modo, las personas en la posición inicial se ven movidas por una cierta jerarquía de intereses. Deben, primero, asegurar sus intereses de orden superior y sus objetivos fundamentales (de los que tan sólo perciben la forma general) y este hecho se ve reflejado en la precedencia que dan a la libertad: la obtención de medios que les permitan avanzar hacia sus otros fines y deseos pasa a un lugar subordinado. Aunque los intereses fundamentales en la libertad poseen un objetivo definido, esto es, el establecimiento efectivo de la libertades básicas, estos intereses pueden no siempre aparecer como rectores. La realización de estos intereses puede imponer ciertas condiciones sociales y un grado de satisfacción de las necesidades y deseos materiales, lo que explica por qué las libertades básicas puedan algunas veces verse restringidas. Pero una vez alcanzadas las condiciones sociales indispensables y el nivel de satisfacción de los deseos y las necesidades materiales, tal como ocurre en circunstancias favorables en una sociedad bien ordenada, los intereses de orden superior son, a partir de este momento, reguladores. De hecho, tal como lo suponía Mill, estos intereses se vuelven más intensos conforme la situación social les permite expresarse con eficacia, por lo que, en un momento dado, se vuelven reguladores y revelan su posición prioritaria.[13] La estructura básica va dirigida entonces a asegurar la libre vida interna de las diversas comunidades de intereses en que personas y grupos tratan de alcanzar, en formas de unión social congruentes con una libertad equitativa, los fines y excelencias a los que son inducidos (§ 79). Las personas quieren ejercer un control sobre las reglas y leyes que gobiernan sus asociaciones, ya sea tomando parte directamente en estos asuntos o, indirectamente, a través de representantes con los que están unidas por lazos culturales y de situación social.

Hasta aquí los fundamentos de la precedencia a la libertad que cubre la primera parte de la exposición de los dos principios de la justicia. Ahora debemos concentrarnos en la segunda parte de la exposición y preguntarnos hasta qué punto esta precedencia puede ser socavada por las diversas actitudes y pasiones que suelen generarse dentro de una sociedad bien ordenada ( § 80). Ahora podrá parecer que aunque las necesidades esenciales estén cubiertas y los medios materiales indispensables alcanzados, habrá de persistir la preocupación de la gente por su relativa posición dentro de la distribución de los bienes. En efecto, si suponemos que cada uno desea una mayor parte proporcional, el resultado podría ser, de todos modos, un deseo creciente de abundancia material. Como cada quien se esfuerza por un fin que no puede ser alcanzado colectivamente, cabe imaginar que la sociedad se preocupará cada vez más por elevar la productividad y mejorar la eficiencia económica. Y estos objetivos pueden llegar a ser tan dominantes que socaven la primacía de la libertad. Algunos han hecho objeciones a la tendencia a la igualdad, fundándose precisamente en esta base, de la que se cree que despierta en los individuos una obsesión por su porción relativa de la riqueza social. Pero, si bien es cierto que en una sociedad debidamente ordenada es muy probable una tendencia a una mayor igualdad, sus miembros tienen poco interés en su posición relativa como tales. Según hemos visto, no son muy afectados por la envidia ni por el recelo y, en su mayor parte, hacen lo que les parece mejor a juzgar por su propio proyecto de vida, sin desanimarse por las mayores comodidades y satisfacciones de los otros. Así, no hay fuertes propensiones psicológicas que les predispongan a mutilar su libertad en aras de un mayor bienestar económico, absoluto o relativo. El deseo de un lugar relativo superior en la distribución de los bienes materiales sería lo bastante débil para que la prioridad de la libertad no se viese afectada.

Naturalmente, de esto no se sigue que, en una sociedad justa, nadie se preocupe por las cuestiones de posición social. La descripción del respeto propio como tal vez el más importante bien primario ha subrayado la gran significación del modo en que creemos que nos valoran los otros. Pero, en una sociedad bien ordenada, la necesidad de una posición se satisface mediante el público reconocimiento de las instituciones justas, junto con la vida interna plena y diversa de las muchas y libres comunidades de intereses que la libertad igual permite. La base de la autoestimación, en una sociedad justa, no es, por tanto, la parte de beneficios que corresponda al individuo, sino la distribución públicamente confirmada de derechos y libertades fundamentales. Y, al ser igual esta distribución, todos tienen una posición similar y segura cuando se reúnen para regir los asuntos comunes de la sociedad en general. Nadie se siente inclinado a ver más allá de la afirmación constitucional de igualdad, en busca de nuevos medios políticos de asegurar su posición. Ni los hombres, por otra parte, están dispuestos a admitir nada que sea inferior a una libertad igual. En primer lugar, porque esto les pondría en desventaja y debilitaría su posicion política desde un punto de vista estratégico. Además, daría origen a que se estableciese públicamente su inferioridad, definida por la estructura básica de la sociedad. Esta situación subordinada en el ámbito público, experimentada en el intento de tomar parte en la vida política y económica, y percibida al tratar con los que tienen una libertad mayor, sería, en realidad, humillante y destructora de la autoestima. Y así, al aceptar algo inferior a una libertad igual, el individuo podría perder en ambos conceptos. Esto resulta especialmente probable cuando una sociedad se hace más justa, porque los derechos iguales y las actitudes públicas de respeto mutuo ocupan un lugar esencial en el mantenimiento de un equilibrio político y en la garantía a los ciudadanos de sus propios merecimientos. Así, mientras las diferencias sociales y económicas entre los diversos sectores de la sociedad —los grupos no comparables, tal como podemos imaginarlos—, probablemente no generan animosidad, las injusticias surgidas de la desigualdad política y civil, así como de la discriminación cultural y étnica, no son fáciles de aceptar. Cuando es la posición de derechos civiles iguales la que responde a la necesidad de situación social, la primacía de las libertades iguales se hace tanto más imprescindible. Tras haber elegido una concepción de la justicia que trata de eliminar la significación de las ventajas económicas y sociales relativas como apoyos de la confianza de los hombres, es esencial que se mantenga firmemente la prioridad de la libertad. Así, también por esta razón los individuos se ven impulsados a adoptar un ordenamiento sucesivo de los dos principios.

En una sociedad bien ordenada, pues, el respeto propio está asegurado por la pública afirmación del status de igual ciudadanía para todos; la distribución de los recursos materiales se deja a su propio cuidado, de acuerdo con la idea de pura justicia procesal. Naturalmente, esto supone las indispensables instituciones de fondo, que reducen la gama de desigualdades de modo que la envidia excusable no pueda surgir. Ahora bien: este modo de tratar el problema del status tiene varios aspectos dignos de atención que pueden exponerse como sigue. Supongamos, por el contrario, que la valoración de un individuo por los demás depende del lugar relativo del individuo en la distribución del ingreso y de la riqueza. En este caso, la posesión de un status más elevado implica la posesión de más recursos materiales que una vasta fracción de la sociedad. Así, no todos pueden tener el máximo status, y mejorar la posición de una persona es rebajar la de alguna otra. Es imposible la cooperación social para aumentar las condiciones del respeto propio. Los medios del status, por así decirlo, son fijos, y la ganancia de cada quien es la pérdida de otro. Evidentemente, esta situación es una gran desgracia. Las personas se enfrentan entre sí, en la persecución de su autoestima. Dada la preeminencia de este bien primario, los individuos en la situación original seguramente no quieren encontrarse así enfrentados. Ello tendería, en primer término, a dificultar, cuando no a imposibilitar, la consecución del bien de la unión social. Además, como lo he señalado en el análisis de la envidia, si los medios de proporcionar un bien son, en realidad, fijos, y no pueden ampliarse con la cooperación, entonces la justicia parece requerir porciones uniformes, en igualdad de circunstancias. Pero una distribución uniforme de todos los artículos primarios es irracional, dada la posibilidad de mejorar las circunstancias de cada uno mediante la aceptación de ciertas desigualdades. Así, pues, la mejor solución es apoyar el bien primario del respeto propio lo más posible, mediante la asignación de las libertades básicas que pueden, ciertamente, hacerse iguales al definir el mismo status para todos. Al propio tiempo, la justicia distributiva tal como se entiende frecuentemente, es decir, la justicia en las porciones relativas de los recursos materiales, se relega a un lugar subordinado. Llegamos así a otra razón para dividir el orden social en dos partes, según lo indican los principios de la justicia. Mientras estos principios permiten desigualdades a consecuencia de las contribuciones que se realizan en beneficio de todos, la preeminencia de la libertad implica la igualdad en las bases sociales de la estimación.

Ahora bien: es muy posible que esta idea no pueda realizarse por completo. En cierta medida, el sentido de los hombres de su propio valor puede depender de su situación institucional y de su porción de ingresos. Pero si la descripción de la envidia y del recelo sociales es correcta, entonces con los adecuados ordenamientos de fondo, estas inclinaciones no serían excesivas, o no lo serán por lo menos cuando la prioridad de la libertad se mantenga efectivamente. Pero, teóricamente, en caso necesario, podemos incluir el respeto propio entre los bienes primarios, cuyo índice define las expectativas. Luego, en las aplicaciones del principio de la diferencia, ese índice puede permitir los efectos de la envidia excusable (§ 80); las expectativas de los menos afortunados son menores cuanto más severos son estos efectos. Si hay que hacer algún ajuste para el respeto propio, lo mejor será decidirlo desde el punto de vista del campo legislativo, donde los individuos tienen más información acerca de las circunstancias sociales y se aplica el principio de determinación política. Indudablemente, este problema es una complicación enojosa. Como la simplicidad es por sí misma deseable en una concepción pública de la justicia, las condiciones que provocan a la envidia excusable deberían eliminarse, de ser posible. He mencionado este punto, no para resolverlo, sino solamente para señalar que, en caso necesario, las expectativas de los menos afortunados pueden interpretarse de modo que incluyan el bien primario de la propia estimación.

Ahora bien: no faltarán quienes objeten, a esta descripción de la prioridad de la libertad, que las sociedades tienen otras formas de afirmar el respeto propio y de enfrentarse a la envidia y otras inclinaciones destructivas. Así, en un sistema feudal o de castas, se cree que cada persona tiene asignada su posición en el orden natural de las cosas. Sus comparaciones, supuestamente, se limitan al marco de su estamento o de su casta, convirtiéndose estos rangos, en realidad, en otros tantos grupos no comparables, establecidos fuera de todo control humano y sancionados por la religión y la teología. Los hombres se resignan a su posición, aunque alguna vez se les ocurra cuestionarla; y como todos pueden considerarse señalados por su vocación, cada uno se cree igualmente predestinado e igualmente noble a los ojos de la providencia.[14] Esta concepción de la sociedad resuelve el problema de la justicia social, eliminando del concepto las circunstancias que lo originan. Se dice que la estructura básica ya está determinada, y no es algo que los seres humanos puedan afectar. Desde este punto de vista, considera erróneamente el lugar de los hombres en el mundo al suponer que el orden social se ajustaría a unos principios en los que consentirían como iguales.

Pero, en contra de esta idea, he supuesto siempre que las partes deben ser guiadas en su elección de una concepción de la justicia por un conocimiento de los hechos generales acerca de la sociedad. Dan por sentado, pues, que las instituciones no son inalterables, sino que cambian a lo largo del tiempo, modificadas por circunstancias naturales y por las actividades y conflictos de los grupos sociales. Se reconocen las presiones de la naturaleza, pero los hombres no son incapaces de configurar sus ordenamientos sociales. Este supuesto forma parte también del fondo de la teoría de la justicia. De ello se sigue que ciertas formas de afrontar la envidia y otras propensiones aberrantes están vedadas a una sociedad bien ordenada. Por ejemplo, no puede refrenarlas mediante la propagación de creencias falsas o infundadas. Porque nuestro problema consiste en la forma en que se ordenará la sociedad si se quiere que se ajuste a los principios que las personas racionales, con verdaderas creencias generales, reconocerían en la situación original. La condición de la publicidad requiere que los individuos supongan que, como miembros de la sociedad, conocerán también los hechos generales. El razonamiento que conduzca al acuerdo inicial tiene que ser accesible a la comprensión pública. Naturalmente, al elaborar los que constituyen principios indispensables, debemos apoyarnos en el conocimiento corriente, tal como está reconocido por el sentido común, y en el consenso científico existente. Tenemos que admitir que, así como cambian las creencias establecidas, es posible que cambien también los principios de la justicia que parece razonable elegir. Así, cuando se abandona la creencia en un orden natural fijo que sanciona una sociedad jerárquica, suponiendo ahora que esta creencia no es verdadera, se produce una tendencia que señala en la dirección de los dos principios de la justicia, en orden sucesivo. La protección eficaz de las libertades iguales es, cada vez más evidentemente, de primerísima importancia en apoyo del autorrespeto y la afirmación de la precedencia del primer principio.

83. Felicidad y fines dominantes

Para poder luego abordar la cuestión del bien de la justicia, analizaré la manera en que las instituciones justas determinan nuestra elección de un proyecto racional e incorporan el elemento regulador de nuestro bien. Afrontaré el tema de un modo indirecto, volviendo en esta sección al concepto de felicidad y señalando la tentación de pensar en ella como determinada por un fin dominante. Esto nos conducirá, naturalmente, a los problemas del hedonismo y de la unidad del yo. En su momento, se verá cómo se relacionan estas materias.

Antes dije que, con ciertas salvedades, una persona es feliz cuando se encuentra en camino de una ejecución afortunada (más o menos) de un proyecto racional de vida, trazado en condiciones (más o menos) favorables, y confía razonablemente en que sus propósitos pueden realizarse (§ 63). Así, somos felices cuando nuestros proyectos racionales se desenvuelven bien, nuestras aspiraciones más importantes se cumplen y estamos, con razón, totalmente seguros de que nuestra buena fortuna continuará. La consecución de la felicidad depende de las circunstancias y de la suerte, y de aquí la referencia a las condiciones favorables. Aunque no discutiré el concepto de felicidad detalladamente, consideraré algunos puntos más, a fin de manifestar la relación con el problema del hedonismo.

Ante todo, la felicidad tiene dos aspectos: uno es la ejecución afortunada de un proyecto racional (el inventario de actividades y propósitos) que una persona se esfuerza por realizar, y el otro es el estado de ánimo, su confianza segura, sostenida por buenas razones, en que su éxito continuará. La condición de ser feliz implica un cierto logro en la acción y una racional seguridad en cuanto al resultado.[15] Esta definición de la felicidad es objetiva: los proyectos deben ajustarse a las condiciones de nuestra vida, y nuestra confianza debe fundarse en juicios correctos. Alternativamente la felicidad podría definirse, de un modo subjetivo, como sigue: una persona es feliz cuando cree que está en camino de una ejecución afortunada (más o menos) de un proyecto racional, y así sucesivamente como antes, agregando el dato de que, si se equivoca o se engaña, entonces, por casualidad o por coincidencia, nada motiva el desengaño de sus concepciones erróneas. Por fortuna, no se ve expulsado de su ilusorio paraíso. Ahora bien: la definición que debe preferirse es la que mejor se ajuste a la teoría de la justicia y la que mejor se adapte a los que consideramos nuestros juicios de valor. A este respecto, basta observar, como he indicado unas páginas atrás (§ 82), que hemos supuesto que los individuos en la situación original tienen juicios correctos. Reconocen una concepción de la justicia, a la luz de unas verdades generales acerca de las personas y de su lugar en la sociedad. Así, parece natural suponer que son igualmente lúcidos a la hora de construir sus proyectos de vida. Naturalmente, nada de esto es, en sentido estricto, un razonamiento. Al fin, lo que tenemos que hacer es valorar la definición objetiva como una parte de la teoría moral a que pertenece.

Adoptando esta definición y recordando la descripción de los proyectos racionales presentada anteriormente (§§ 63-65), podemos interpretar las características especiales atribuidas, a veces, a la felicidad.[16] Por ejemplo, la felicidad se autocontiene, es decir, se elige solamente por sí misma. Desde luego, un proyecto racional incluirá muchos (o, por lo menos, varios) objetivos finales, y alguno de ellos puede ser perseguido parcialmente, porque complementa y contribuye también a uno o varios objetivos más. El apoyo recíproco entre fines perseguidos por sí mismos es un importante rasgo de los proyectos racionales y, en consecuencia, estos fines no suelen ser buscados por sí mismos. Sin embargo, la ejecución de todo el proyecto, y la constante confianza con que esto se realiza es algo que deseamos hacer y tener sólo por sí mismo. Todas las consideraciones, incluidas las del derecho y la justicia (empleando aquí la teoría general del bien), han sido ya examinadas al trazar el proyecto. Y, por consiguiente, toda la actividad es autocontenida.

La felicidad también es autosuficiente: un proyecto racional, cuando se realiza con seguridad, hace una vida plenamente digna de elección, y no exige nada más. Cuando las circunstancias son especialmente favorables y la ejecución particularmente afortunada, la felicidad de una persona es completa. Dentro de la concepción general que se deseaba seguir, no falta nada esencial, ni hay forma alguna en que todo pudiera haber sido claramente mejor. Así, aun cuando los medios materiales que sostienen nuestro modo de vida siempre pueden imaginarse mayores, y a menudo podría haberse elegido una distinta pauta de objetivos, lo cierto es que la verdadera realización del proyecto mismo puede tener —como frecuentemente tienen las composiciones musicales, los cuadros y los poemas— una cierta unidad, que si bien desfigurada por las circunstancias y por la imperfección humana, es evidente desde el conjunto. Así, algunos se convierten en ejemplos de florecimiento humano y en modelos dignos de emulación, al ser sus vidas tan instructivas respecto al modo de vivir como cualquier doctrina filosófica.

Una persona es feliz, pues, durante aquellos periodos en que está llevando a cabo con éxito un proyecto racional, y cuando confía, con razón, en que sus esfuerzos darán fruto. Puede decirse de él que se acerca a la beatitud, en la medida en que las condiciones son sumamente favorables y su vida plena. Pero esto no significa que, al desarrollar un proyecto racional, se esté persiguiendo la felicidad o, por lo menos, no en el sentido en que esto se entiende normalmente. En primer término, la felicidad no es un propósito entre otros a los que aspiramos, sino que es la realización del proyecto mismo en su conjunto. Pero también hemos supuesto, al principio, que los proyectos racionales satisfacen las exigencias del derecho y de la justicia (como estipula la teoría completa del bien). Decir de alguien que busca la felicidad no implica, al parecer, que se prepara para violar ni para ratificar esas limitaciones. Por tanto, la aceptación de tales exigencias se haría más explícita. Y, en segundo lugar, la persecución de la felicidad sugiere, a menudo, la persecución de ciertos tipos de fines, como por ejemplo, la vida, la libertad y el bienestar propio.[17] Así, de las personas que se consagran desinteresadamente a una causa justa, o que dedican sus vidas a contribuir al bienestar de los otros, no se piensa, normalmente, que busquen la felicidad. Sería un error decir esto de los santos y de los héroes, o de aquellos cuyo proyecto de vida es señaladamente supererogatorio. No tienen los tipos de aspiraciones que corresponden a este epígrafe, indudablemente no bien definido. Pero los santos y los héroes, así como las personas cuyas intenciones reconocen los límites del derecho y de la justicia, son realmente felices cuando sus proyectos se realizan. Aunque no se esfuerzan por la felicidad, pueden ser felices de todos modos al colaborar con los designios de la justicia y con el bienestar de los demás, o al alcanzar las excelencias a que se sienten atraídos.

Pero, ¿cómo es posible, en general, elegir entre proyectos, razonablemente? ¿Qué procedimiento puede seguir un individuo cuando se enfrenta a este tipo de decisiones? Quiero volver ahora a esta cuestión. Antes dije que un proyecto racional es un proyecto que se elegiría con racionalidad deliberativa entre la clase de proyectos, todos los cuales satisfacen los principios de elección racional y resisten a ciertas formas de reflexión crítica. Al fin, llegamos a un punto, sin embargo, en el que ya tenemos que decidir qué proyecto preferimos, sin ulterior orientación del principio (§ 64). Pero hay un procedimiento de deliberación que todavía no he mencionado, y es el de analizar nuestros objetivos. Es decir, podemos tratar de encontrar una descripción más detallada o más esclarecedora del objeto de nuestros deseos esperando que los principios correspondientes resuelvan luego el caso. Así, puede ocurrir que una caracterización más plena o más profunda de lo que deseamos revele que, en última instancia, existe un proyecto inclusivo.

Consideremos de nuevo el ejemplo del plan de unas vacaciones (§ 63). Muchas veces, cuando nos preguntamos por qué deseamos visitar dos lugares distintos, descubrimos que en el fondo se encuentran ciertos fines más generales, y que todos ellos pueden cumplirse yendo a un lugar mejor que al otro. Así, podemos querer estudiar ciertos estilos artísticos, y una ulterior reflexión puede aclararnos que un proyecto es superior o igualmente bueno a este respecto. En este sentido, podemos descubrir que nuestro deseo de ir a París es más intenso que nuestro deseo de ir a Roma. Frecuentemente, sin embargo, una descripción más clara no llega a ser decisiva. Si queremos ver la iglesia más célebre de la cristiandad y el museo más famoso, podemos quedarnos paralizados.

Naturalmente, estos deseos pueden ser sometidos a nuevo examen. Dada la forma en que se expresa la mayoría de los deseos, nada demuestra que exista una caracterización más reveladora de lo que realmente deseamos. Pero tenemos que reconocer la posibilidad —mejor dicho, la probabilidad— de que, tarde o temprano, alcanzaremos objetivos incomparables, entre los cuales tenemos que elegir con racionalidad deliberativa. Podemos arreglar, remodelar y transformar nuestros objetivos de muy diversos modos, según tratamos de ajustarlos entre sí. Utilizando como guías los principios de elección racional, y formulando nuestros deseos en la forma más lúcida que nos sea posible, podemos reducir el campo de la elección puramente preferencial, pero no eliminarlo por completo.

La indeterminación de la decisión parece surgir, pues, del hecho de que una persona tenía muchos objetivos para los que no se dispone de ninguna pauta comparativa adecuada para decidir entre ellos cuando entran en conflicto. Hay muchos puntos de parada en la deliberación práctica, y son muchas las formas en que caracterizamos las cosas que deseamos por sí mismas. Así, es fácil ver por qué la idea de que haya un único fin dominante (como opuesto a un fin inclusivo) al que es racional aspirar resulta sumamente atractiva.[18] Porque, si existe ese fin al que se subordinan todos los demás fines, es probable que todos los deseos, en la medida en que sean racionales, admitan un análisis que muestre cuáles son los principios que corresponde aplicar. El procedimiento para hacer una elección racional y la concepción de esa elección, estarían, pues, perfectamente claros: la deliberación atendería siempre a unos medios para unos fines, estando todos los fines menores, a su vez, ordenados como medios para un solo fin dominante. Las numerosas cadenas finitas de razones acaban concluyendo y encontrándose en el mismo punto. De ahí que una decisión racional sea siempre un principio posible, porque sólo quedan las dificultades de cómputo y de falta de información.

Ahora bien, es esencial comprender lo que desea el teórico del fin dominante: a saber, un método de elección que el propio agente pueda seguir siempre, a fin de tomar una decisión racional. Hay, pues, tres exigencias: la concepción de la deliberación tiene que especificar: 1) un procedimiento de primera persona que es 2) generalmente aplicable, y 3) que ofrezca la garantía de conducir al mejor resultado (por lo menos, en condiciones favorables de información y dada la facultad de calcular). No tenemos procedimientos que satisfagan estas condiciones. Un recurso fortuito proporciona un método general, pero será racional sólo en circunstancias especiales. En la vida cotidiana, empleamos esquemas de deliberación adquiridos de nuestra cultura y modificados en el curso de nuestra vida. Pero no hay seguridad alguna de que estas formas de reflexión sean racionales. Tal vez sólo satisfagan algunas pautas mínimas que nos permitan “ir tirando”, aunque queden muy por debajo de lo mejor que podríamos hacer. Así, si buscamos un procedimiento general que nos permita equilibrar nuestros objetivos opuestos, de modo que determinemos, o al menos identifiquemos en el pensamiento el mejor método de acción, la idea de un fin dominante parece dar una respuesta sencilla y natural.

Consideremos ahora lo que puede ser este fin dominante. No puede ser la felicidad misma, porque este estado se alcanza mediante la ejecución de un proyecto racional de vida ya trazado independientemente. Lo más que podemos decir es que la felicidad es un fin inclusivo, en el sentido de que el proyecto mismo, cuya realización hace feliz a una persona, incluye y ordena una pluralidad de objetivos, cualesquiera que éstos sean. Por otra parte, es sumamente inadecuado imaginar el fin dominante como un objetivo personal o social que podría consistir en el ejercicio del poder político, o en la consecución de una aclamación social, o en elevar al máximo las propias posesiones materiales. Seguramente, es contrario a los que consideramos nuestros juicios de valor —y, desde luego, inhumano— estar tan dominado sólo por uno de esos fines que no nos moderamos en su persecución, por ninguna otra cosa. Porque un fin dominante es, por lo menos lexicográficamente, anterior a todos los demás objetivos, y el propósito de alcanzarlo adquiere siempre una primacía absoluta. Así, dice Ignacio de Loyola que el fin dominante es servir a Dios, y con ello quiere decir salvar nuestra alma. Es coherente al reconocer que favorecer las divinas intenciones es el único criterio para equilibrar los objetivos secundarios. Es por esta única razón por la que debemos preferir la salud a la enfermedad, la riqueza a la pobreza, el honor al deshonor, una vida larga a una vida corta y, podríamos añadir, la amistad y el afecto a la aversión y a la animosidad. Dice que debemos ser indiferentes a cualesquiera otros apegos, porque éstos llegan a desordenarse, toda vez que nos impiden ser como los equilibrados platillos de una balanza y estar dispuestos a emprender el camino que creemos más conveniente para la mayor gloria de Dios.[19]

Se debe observar que este principio de indiferencia es compatible con el disfrute de placeres menores y con la participación en juegos y entretenimientos. Porque estas actividades relajan la mente y descansan el espíritu, de modo que nos hallamos mejor dispuestos a afrontar objetivos más importantes. Así, aunque Tomás de Aquino cree que la visión de Dios es el fin último de todo conocimiento y de todo esfuerzo humano, concede a los juegos y entretenimientos un lugar en nuestra vida. De todos modos, estos placeres sólo se permiten en la medida en que colaboran al fin más alto o, por lo menos, no lo dificultan. Debemos disponer las cosas de modo que nuestra complacencia en la frivolidad y en la broma, en el afecto y en la amistad, no impida el más pleno logro de nuestro fin último.[20]

El carácter extremado de las concepciones propias del fin dominante se oculta, frecuentemente, bajo la vaguedad y la ambigüedad del fin propuesto. Por ejemplo, si Dios es concebido (como debe serlo) cual ser moral, el fin de servirle sobre todas las cosas queda sin especificar en la medida en que las divinas intenciones no están claras en la revelación, ni resultan evidentes a la razón natural. Dentro de estos límites, una doctrina teológica de las costumbres se halla sometida a los mismos problemas de equilibrar los principios y de determinar la primacía que perturban a otras concepciones. Como las cuestiones disputadas suelen situarse en este punto, la solución propuesta por la ética religiosa es sólo aparente. Y, desde luego, cuando el fin dominante está especificado con claridad, en el sentido de que se trata de alcanzar alguna meta objetiva, como el poder político o la riqueza material, el fanatismo y la inhumanidad subyacentes son manifiestos. El bien humano es heterogéneo, porque los propósitos del yo son heterogéneos. Aunque la subordinación de todos nuestros propósitos a un solo fin no viola, estrictamente hablando, los principios de la elección racional (ni los principios correspondientes), nos impresiona, sin embargo, como irracional o, más probablemente, como insensata. El yo se deforma y se pone al servicio de uno solo de sus fines por una razón de sistema.

84. El hedonismo como método de elección

El hedonismo se interpreta, tradicionalmente, en una de estas dos maneras: como la afirmación de que el único bien intrínseco es una emoción placentera, o como la tesis psicológica de que lo único por lo que los individuos se esfuerzan es el placer. Pero yo lo interpretaré en una tercera forma, a saber, en el sentido de que trata de realizar la concepción de la deliberación, propia de un solo fin dominante. Intenta mostrar cómo siempre es posible una elección racional, al menos en principio. Aunque este esfuerzo se frustre, lo examinaré brevemente por la luz que arroja sobre el contraste entre el utilitarismo y la doctrina contractual.

Imagino que el hedonista razona como sigue. En primer lugar, piensa que, si la vida humana ha de ser guiada por la razón, debe existir un fin dominante. No hay modo racional de equilibrar nuestros propósitos, enfrentados entre sí, a no ser como medios de algún fin superior. En segundo lugar, interpreta el placer estrictamente como emoción agradable. Se considera que lo placentero como atributo de la emoción y de la sensación es el único candidato aceptable al papel de fin dominante y, por tanto, es el único bien en sí mismo. Esta concepción del placer como único bien no se postula directamente como un primer principio y, en consecuencia, no contradice los que consideramos nuestros juicios de valor. Más bien, se llega al placer como fin dominante por un proceso de eliminación. Dando por sentado que son posibles las elecciones racionales, ese fin tiene que existir. Al propio tiempo, ese fin no puede ser la felicidad, ni ninguna otra meta objetiva. Para evitar el círculo vicioso de unos y la inhumanidad y el fanatismo de los otros, el hedonista se vuelve hacia dentro. Encuentra el fin último en alguna cualidad definida de sensación o de emoción, identificable mediante la introspección. Podemos suponer, si lo deseamos, que el placer puede ser ostensiblemente definido como aquel atributo común a las emociones y a las experiencias hacia las cuales tenemos una actitud favorable y que deseamos prolongar, siendo iguales otras cosas. Para mayor claridad, podemos decir que lo placentero es ese rasgo común a la experiencia de oler rosas, de saborear chocolate, de la correspondencia en el afecto, etc., procediendo de un modo análogo para el atributo opuesto, es decir, para el dolor.[21]

El hedonista sostiene, pues, que un agente racional sabe exactamente cómo ha de proceder para determinar su bien: tiene que comprobar cuál de los proyectos que se le ofrecen promete el máximo saldo neto de placer sobre dolor. Este proyecto define su elección racional, es decir, el mejor modo de ordenar sus aspiraciones encontradas. Los principios correspondientes se aplican ahora de un modo trivial, porque todas las cosas buenas son homogéneas y, por consiguiente, comparables como medios para el fin único del placer. Naturalmente, estas valoraciones se hallan cargadas de incertidumbres y de falta de información y, por lo general, sólo pueden hacerse estimaciones muy burdas. Pero esto, para el hedonismo, no es una gran dificultad: lo que importa es que el máximo del placer facilita una clara idea del bien. Ahora se nos dice que conocemos lo único cuya persecución da una forma racional a nuestra vida. En buena medida, es por estas razones por lo que Sidgwick piensa que el placer debe ser el único fin racional que ha de orientar la deliberación.[22]

Es importante señalar dos puntos. Primero, cuando el placer se considera como atributo especial de la emoción y de la sensación, se le concibe como una medida definida en la que pueden basarse los cálculos. Calculando en términos de la intensidad y de la duración de las experiencias placenteras, pueden establecerse teóricamente los cómputos necesarios. El método del hedonismo facilita un procedimiento de elección de primera persona, lo que no ocurre con la pauta de la felicidad. Segundo, la adopción del placer como fin dominante no implica que tengamos determinadas metas objetivas. Encontramos placer en las más variadas actividades y en la búsqueda de gran número de cosas. Por tanto, la pretensión de elevar al máximo las emociones placenteras parece, al menos, evitar la aparición del fanatismo y de la inhumanidad, a la vez que define un método racional de elección de primera persona. Además, las dos interpretaciones racionales del hedonismo se explican ahora con facilidad. Si el placer es, efectivamente, el único fin cuya persecución nos permite identificar los proyectos racionales, sin duda el placer habrá de parecer el único bien intrínseco, y así habremos alcanzado el principio del hedonismo mediante un debate de las condiciones de la deliberación racional. De ello se sigue también una variante de hedonismo psicológico: porque, si bien es ir demasiado lejos afirmar que una conducta racional siempre aspiraría, conscientemente, al placer, estaría regulada, en todo caso, por una serie de actividades destinadas a elevar al máximo el saldo neto de las emociones placenteras. Como esto conduce a las interpretaciones más comunes, la tesis de que la persecución del placer facilita el único método racional de deliberación parece constituir la idea fundamental del hedonismo.

Parece evidente que el hedonismo es incapaz de definir un fin dominante razonable. Sólo nos queda por señalar que, toda vez que el placer se concibe —como debe concebirse— de un modo lo bastante definido, hasta el punto de que su intensidad y su duración pueden entrar en los cálculos del agente, ya no es aceptable que se adopte como el único fin racional.[23] Sin duda, la preferencia de un cierto atributo de la emoción o de la sensación sobre todos los demás es tan desequilibrado e inhumano como un deseo excesivo de elevar al máximo nuestro poder sobre los demás o nuestra riqueza material. Indudablemente, es por esta razón por lo que Sidgwick se muestra reacio a admitir que el placer sea una cualidad particular de la emoción; pero tiene que concederlo, si el placer ha de servir, según él desea, como el criterio último para sopesar entre sí los valores ideales, como el conocimiento, la belleza y la amistad.[24]

Y también existe el hecho de que hay diferentes clases de emociones agradables incomparables entre sí, así como las dimensiones cuantitativas de placer, intensidad y duración. ¿Cómo tenemos que equilibrarlas cuando entran en conflicto? ¿Tenemos que elegir una experiencia placentera breve, pero intensa, de un tipo de emoción, sobre una experiencia placentera menos intensa, pero más duradera, de otro tipo? Aristóteles dice que el hombre bueno, si es necesario, sacrifica su vida por sus amigos, porque prefiere un corto periodo de placer intenso a un periodo largo de disfrute moderado, un año de vida noble a muchos años de monótona existencia.[25] Pero, ¿cómo decide esto? Además, según observa Santayana, tenemos que fijar el valor relativo del placer y del dolor. Cuando Petrarca dice que mil placeres no valen un dolor, adopta una pauta para compararlos que es más fundamental que ninguno de los dos. Es la propia persona que debe tomar esta decisión, teniendo en cuenta toda la gama de sus inclinaciones y deseos, presentes y futuros. Está claro que no hemos ido más allá de la racionalidad deliberativa. El problema de una pluralidad de fines surge de nuevo, por todas partes, en el orden de las emociones subjetivas.[26]

Puede objetarse que, en la economía y en la teoría de la decisión, estos problemas están superados. Pero esta afirmación se basa en un equívoco. En la teoría de la demanda, por ejemplo, se supone que las preferencias del consumidor satisfacen varios postulados: definen un ordenamiento completo en el conjunto de alternativas y muestran las propiedades de convexidad y continuidad, etc. Dados estos supuestos, puede demostrarse que existe una función utilitaria que afronta estas preferencias en el sentido de que se elige una alternativa, y no otra, en el caso —y sólo en el caso— de que sea mayor el valor de la función para la alternativa seleccionada. Esta función caracteriza las elecciones del individuo, lo que él, en efecto, prefiere, siempre que sus preferencias satisfagan ciertas estipulaciones. No dice nada, en absoluto, acerca de la forma en que una persona dispone sus decisiones en un orden tan coherente, en primer lugar, ni puede claramente aspirar a ser un procedimiento de elección de primera persona que alguien pueda seguir razonablemente, porque sólo registra el resultado de sus deliberaciones. En el mejor de los casos, los principios que los economistas han supuesto que satisfacen las lecciones de los individuos racionales pueden ser presentados como guías para que nosotros los consideremos cuando adoptemos nuestras decisiones. Pero, así entendidos, estos criterios son precisamente los principios de elección racional (o sus análogos), y una vez más volvemos a encontrarnos con la racionalidad deliberativa.[27]

Parece, pues, indiscutible que no existe ningún fin dominante cuya persecución esté de acuerdo con los que consideramos nuestros juicios de valor. El fin inclusivo de realizar un proyecto racional de vida es una cosa totalmente diferente. Pero la incapacidad del hedonismo de facilitar un procedimiento racional de elección no debe sorprendernos. Wittgenstein demostró que es un error postular ciertas experiencias especiales para explicar cómo distinguimos los recuerdos de las imaginaciones, las creencias de las suposiciones, así como en el caso de otras actividades mentales. De un modo análogo, no hay precedentes de que ciertos tipos de emoción agradable puedan definir una unidad de referencia cuyo uso explique la posibilidad de la deliberación racional. Ni el placer ni ningún otro fin determinado pueden desempeñar la función que los hedonistas les asignarían.[28]

Ahora bien: los filósofos han supuesto que las experiencias características existen y dirigen nuestra vida mental, a través de muchas razones diferentes. Así, mientras parece sencillo demostrar que el hedonismo no nos lleva a ninguna parte, lo importante es comprender por qué podríamos vernos impulsados a recurrir a tan desesperado expendiente. He señalado ya una posible razón: el deseo de reducir el campo de la elección puramente preferencial en la determinación de nuestro bien. En una teoría teleológica, toda vaguedad o ambigüedad en la concepción de lo bueno se transfiere a la concepción de lo justo. De ahí que, si el bien de los individuos es algo que, por así decirlo, corresponde precisamente a ellos decidir como individuos, lo mismo ocurre, dentro de ciertos límites, con lo que es justo. Pero es natural pensar que lo que es justo no constituye una cuestión de simple preferencia y que, por tanto, se trata de encontrar una concepción definida del bien.

Pero hay otra razón: una teoría teleológica necesita un modo de comparar los diversos bienes de los diferentes individuos, de manera que pueda elevarse al máximo el bien total. ¿Cómo pueden hacerse estas valoraciones? Aun cuando ciertos fines sirvan para organizar los proyectos de los individuos tomados separadamente, no bastan para definir una concepción de lo justo. Parecería, pues, que la vuelta hacia dentro, hacia la norma de la emoción agradable, es un intento de encontrar un común denominador entre la pluralidad de personas, algo así como una moneda interpersonal, mediante la cual pueda especificarse el orden social. Y esta sugerencia es tanto más apremiante si ya se mantiene, pues esta norma es la aspiración de cada persona, en la medida en que es racional.

A modo de conclusión, yo no diría que una doctrina teleológica sea necesariamente impulsada hacia alguna forma de hedonismo, con objeto de definir una teoría coherente. Parece, sin embargo, que la tendencia en esa dirección tiene una cierta lógica. Podría decirse que el hedonismo es la orientación sintomática de las teorías teleológicas, en la medida en que tratan de formular un método claro y aplicable de razonamiento moral. La debilidad del hedonismo refleja la imposibilidad de definir un fin concreto adecuado para ser maximizado. Y esto sugiere que la estructura de las doctrinas teleológicas es radicalmente equívoca: ya desde el principio, relacionan erróneamente lo justo y lo bueno. No intentaremos dar forma a nuestra vida atendiendo primero al bien, independientemente definido. No es nuestro propósito el de revelar principalmente nuestra naturaleza, sino más bien los principios que admitiríamos que gobernasen las condiciones básicas en que han de formarse estos propósitos y la manera en que deben perseguirse. Porque el yo es anterior a los fines que por él se afirman; incluso un fin dominante tiene que ser elegido entre muchas posibilidades. No hay modo de sobrepasar la racionalidad deliberativa. Invertiríamos, pues, la relación entre lo justo y lo bueno propuesta por las doctrinas teleológicas y consideraríamos lo justo como prioritario. La teoría moral se desarrolla, entonces, actuando en sentido contrario. Ahora trataré de explicar estas últimas observaciones a la luz de la doctrina contractual.

85. La unidad del yo

El resultado del análisis precedente es que no hay ningún objetivo con referencia al cual puedan hacerse razonablemente todas nuestras elecciones. Importantes elementos intuicionistas intervienen en la determinación del bien y, en una teoría teleológica, tienen que afectar al derecho. El utilitario clásico trata de evitar esta consecuencia mediante la doctrina del hedonismo, pero en vano. Sin embargo, no podemos detenernos aquí; tenemos que encontrar una solución constructiva al problema de la elección que el hedonismo trata de resolver. Así, tropezamos una vez más con la pregunta: si no hay un fin único que determine la adecuada pauta de objetivos, ¿cómo ha de identificarse, realmente, un proyecto racional? Pero la respuesta a esta pregunta ya está dada: un proyecto racional es el que se elegiría con racionalidad deliberativa, según la definición de la teoría plena del bien. Falta por asegurar que, en el contexto de una doctrina contractual, esta respuesta sea perfectamente satisfactoria y que no surjan los problemas inherentes al hedonismo.

Como he dicho, la personalidad moral se caracteriza por dos facultades: la de una concepción del bien, y la de un sentido de la justicia. Cuando se realizan, la primera se expresa mediante un proyecto racional de vida, y la segunda mediante un deseo regulador de actuar según ciertos principios de derecho. Así, una persona moral es un sujeto con fines que él ha elegido, y su preferencia fundamental se inclina en favor de las condiciones que le permitan construir un modo de vida que exprese su naturaleza de ente racional, libre e igual, tan plenamente como las circunstancias lo consientan. Ahora bien: la unidad de la persona se manifiesta en la coherencia de su proyecto, basándose esta unidad en el deseo de orden superior que ha de seguirse, en formas congruentes con su sentido del derecho y de la justicia, principios de la elección racional. Naturalmente, una persona no configura sus objetivos de súbito, sino sólo de manera gradual; pero, dentro de los modos permitidos por la justicia, puede formular y seguir un proyecto de vida, construyendo así su propia unidad.

El rasgo distintivo de una concepción de fin dominante es la forma en que supone que se realiza la unidad del yo. Así, en el hedonismo, el yo se hace uno solo al tratar de elevar al máximo la suma de experiencias placenteras en el marco de sus límites psíquicos. Un yo racional debe establecer su unidad, de este modo. Como el placer es el fin dominante, el individuo es indiferente a todos los aspectos de sí mismo, considerando sus valores naturales, espirituales y corporales, e incluso sus inclinaciones y afectos naturales, como otros tantos materiales para la obtención de experiencias placenteras. Además, no es aspirando al placer como placer suyo, sino simplemente como placer, como da unidad al yo. Si es su placer o también el de los demás el que debe procurarse, plantea una nueva cuestión que se puede dejar a un lado mientras tratamos del bien de una persona. Pero, una vez que consideramos el problema de la elección social, el principio utilitario en su forma hedonística es perfectamente natural. Porque si cualquier individuo tiene que ordenar sus deliberaciones en busca del fin dominante del placer y no puede asegurar su personalidad racional en ninguna otra forma, parece que un número de personas, con sus esfuerzos conjuntos, se esforzarían por ordenar sus acciones colectivas mediante la elevación al máximo de las experiencias placenteras del grupo. Así, de igual modo que un santo cuando está solo tiene que trabajar por la gloria de Dios, así también los miembros de una asociación de santos tienen que cooperar para hacer lo que sea necesario para alcanzar el mismo fin. La diferencia entre el ejemplo individual y el social consiste en que los recursos del yo, sus facultades mentales y físicas, así como sus sensibilidades y deseos emocionales, se hallan situados en otro contexto. En ambos ejemplos, esos materiales están al servicio del fin dominante. Pero, al depender de las otras fuerzas disponibles para cooperar con ellas, es el placer del yo o el del grupo social el que es preciso elevar al máximo.

Además, si los mismos tipos de consideraciones que conducen al hedonismo como teoría de la elección de primera persona se aplican a la teoría del derecho, el principio de utilidad parece totalmente aceptable. Porque supongamos, primero, que la felicidad (definida en términos de emoción agradable) es el único bien. Entonces, según admiten incluso los intuicionistas, es, por lo menos a primera vista, un principio de derecho el de elevar al máximo la felicidad. Si este principio no es el único regulador, tiene que haber algún otro criterio, como la distribución, al que se le asigne alguna autoridad. Pero, ¿con referencia a qué fin dominante de la conducta social han de ordenarse estas pautas? Como este fin tiene que existir si los juicios de derecho han de ser razonados y no arbitrarios, parece que el principio de utilidad especifica el objetivo requerido. Ningún otro principio tiene los rasgos necesarios para definir el fin último de la conducta justa. Yo creo que es esencialmente este razonamiento el que caracteriza la llamada prueba de la utilidad de Mill.[29]

Ahora bien: en la justicia como imparcialidad, se efectúa una total inversión de la perspectiva, por la prioridad del derecho y por la interpretación kantiana. Para comprender esto, sólo tenemos que recordar los rasgos de la situación original y la naturaleza de los principios que se eligen. Los individuos consideran la personalidad moral, y no la capacidad de placer y de dolor, como el aspecto fundamental del yo. No saben qué objetivos finales tienen las personas, y rechazan todas las concepciones de fin dominante. Así, no se les ocurriría admitir el principio de utilidad en su forma hedonística. No hay más razón para que los individuos estén de acuerdo en este criterio, que la elevación al máximo de cualquier otro objetivo particular. Se consideran a sí mismos como seres que pueden elegir y eligen sus últimos fines (siempre varios en número). De igual modo que una persona tiene que decidir acerca de su proyecto de vida a la luz de una plena información (sin restricciones de ningún tipo en este caso), así una pluralidad de personas tiene que establecer los términos de su cooperación en una situación que da toda la representación correcta como seres morales. El propósito de los individuos en la situación original consiste en establecer condiciones justas y favorables para que cada uno construya su propia unidad. Su interés fundamental por la libertad y por los medios de hacer un correcto uso de ella es la expresión de su visión de sí mismos como personas primordialmente morales, con un derecho igual a elegir su modo de vida. Así, reconocen que los dos principios de la justicia se clasifican en orden sucesivo, según las circunstancias lo permitan.

Ahora tenemos que relacionar estas observaciones con el problema de la indeterminación de la elección con que hemos comenzado. La idea principal consiste en que, dada la prioridad de lo justo, la elección de nuestra concepción de lo bueno se estructura dentro de unos límites definidos. Los principios de la justicia y su realización en formas sociales definen el marco en que se producen nuestras deliberaciones. La unidad esencial del yo es facilitada ya por la concepción de lo justo. Además, en una sociedad bien ordenada, esta unidad es la misma para todos; la concepción que cada uno tiene del bien como dado por su proyecto racional es un subproyecto del proyecto general, más amplio, que regula la comunidad como una unión social de uniones sociales. Las numerosas asociaciones de diversos volúmenes y objetivos, al ajustarse entre sí mediante la concepción pública de la justicia, simplifican la decisión ofreciendo ideales y formas de vida que han sido desarrolladas y probadas por innumerables individuos, a veces por generaciones. Así, al trazar nuestro proyecto de vida, no partimos de novo; no nos vemos obligados a elegir entre innumerables posibilidades sin una estructura dada o sin unos contornos fijos. Por eso, aunque no haya algoritmo que determine nuestro bien ni procedimiento alguno de elección de primera persona, la prioridad del derecho y de la justicia seguramente limitan estas deliberaciones, de modo que se hacen más manejables. Como los derechos y las libertades fundamentales están ya firmemente establecidos, nuestras elecciones no pueden causar perturbaciones entre nuestros objetivos.

Ahora bien: dada la precedencia del derecho y de la justicia, la indeterminación de la concepción del bien es mucho menos problemática. En efecto, pierden su fuerza las consideraciones que llevan a una teoría teleológica a adoptar el concepto de un fin dominante. Ante todo, los elementos puramente preferenciales de la elección, aunque no se eliminan, quedan de todos modos limitados dentro del marco de las exigencias del derecho ya existente. Como las aspiraciones de los hombres no se ven afectadas, la indeterminación es relativamente inocua. Además, dentro de los límites permitidos por los principios del derecho no hay necesidad de pauta alguna de corrección más allá de la racionalidad deliberativa. Si el proyecto de vida de una persona satisface este criterio y si esa persona consigue llevarlo a cabo y al hacerlo así lo encuentra valioso, no hay base alguna para decir que habría sido mejor que hubiera hecho otra cosa. No debemos suponer, simplemente, que nuestro bien racional está determinado de un modo único. Desde el punto de vista de la teoría de la justicia, este supuesto es innecesario. En segundo lugar, no se nos exige que vayamos más allá de la racionalidad deliberativa para definir una concepción clara y viable del derecho. Los principios de la justicia tienen un contenido definido, y la argumentación que los apoya sólo emplea la descripción específica del bien y su lista de bienes primarios. Una vez establecida la concepción de la justicia, la prioridad del derecho garantiza la primacía de sus principios. Así, las dos consideraciones que hacen que las concepciones de fin dominante resulten atractivas para las teorías teleológicas están ausentes en la doctrina contractual. Ese es el efecto de la inversión de la estructura.

Anteriormente, al introducir la interpretación kantiana de la justicia como imparcialidad, me he referido a que hay un sentido en el que la condición de unanimidad sobre los principios de la justicia es la adecuada para expresar incluso la naturaleza de un solo individuo (§ 40). A primera vista, esta sugerencia parece paradójica. ¿Cómo la exigencia de unanimidad puede dejar de ser una coacción? Una razón es la de que el velo de la ignorancia asegura que todos razonarán del mismo modo, y así la condición se satisface como cosa natural. Pero una explicación más profunda se encuentra en el hecho de que la doctrina contractual tiene una estructura opuesta a la de una teoría utilitaria. En esta última, cada persona traza su proyecto racional sin inconvenientes, con plena información, y la sociedad procede luego a elevar al máximo el acumulado cumplimiento de los proyectos resultantes. En la justicia como imparcialidad, en cambio, todos están de acuerdo, previamente, acerca de los principios mediante los cuales tienen que fijarse sus mutuas pretensiones. Estos principios reciben, pues, una precedencia absoluta, de modo que regulan las instituciones sociales sin discusión, y cada uno construye sus proyectos de acuerdo con ellos. Los proyectos que no se encuentran en esta línea deben ser revisados. Así, el acuerdo colectivo prioritario surge de los primeros rasgos estructurales fundamentales ciertos, comunes a los proyectos de cada uno. La naturaleza del yo, como persona moral, libre e igual, es la misma para todos, y este hecho se expresa en la semejanza de la forma básica de los proyectos racionales. Además, según se demuestra mediante el concepto de sociedad como unión social de uniones sociales, los miembros de una comunidad participan de sus naturalezas recíprocas: apreciamos lo que los demás hacen como cosas que podríamos haber hecho nosotros, pero que ellos hacen por nosotros, y lo que nosotros hacemos se hace también para ellos. Como el yo se realiza en las actividades de muchos, las relaciones de justicia que se adecuan a los principios que serían aceptados por todos son las más apropiadas para expresar la naturaleza de cada uno. Por último, la exigencia de un acuerdo unánime se relaciona con la idea de seres humanos que como miembros de una unión social persiguen los valores de la comunidad.

Puede pensarse que, una vez que se da la primacía a los principios de la justicia, hay un fin dominante que organiza nuestra vida, en última instancia. Pero esta idea se basa en un equívoco. Desde luego, los principios de la justicia son literalmente anteriores al principio de eficiencia, y el primero de aquellos principios es superior al segundo. De ello se sigue que se establece una concepción ideal de orden social, que ha de regular la dirección del cambio y los esfuerzos de la reforma (§ 41). Pero son los principios de los deberes y obligaciones individuales los que definen el derecho de este ideal sobre las personas, y éstas no lo llevan a cabo con pleno control. Además, vengo suponiendo siempre que el fin dominante propuesto pertenece a una teoría teleológica en la que, por definición, lo bueno se especifica independientemente de lo justo. La función de este fin es, en parte, la de hacer razonablemente precisa la concepción del derecho. En la justicia como imparcialidad no puede haber ningún fin dominante en este sentido y, como hemos visto, tampoco es necesario a este propósito. Por último, el fin dominante de una teoría teleológica es definido de tal modo que nunca podemos acabar alcanzándolo y, por tanto, siempre se aplica el requerimiento de avanzar hacia él. Recordemos aquí las anteriores observaciones sobre el motivo por el que el principio de utilidad no es realmente adecuado a un ordenamiento lexical: los criterios ulteriores nunca entrarán en juego, excepto en casos especiales para romper lazos. Los principios de la justicia, por otra parte, representan objetivos y restricciones sociales más o menos definidos (§ 8). Una vez que realizamos una cierta estructura de instituciones, estamos en libertad de determinar y perseguir nuestro bien, dentro de los límites que sus disposiciones le permiten.

En vista de estas reflexiones, el contraste entre una teoría teleológica y la doctrina contractual puede expresarse del siguiente modo intuitivo: la primera, define el bien localmente, por ejemplo, como una cualidad o un atributo de la experiencia más o menos homogéneos, y lo considera como una magnitud extensiva que tiene que elevarse al máximo por encima de alguna totalidad; mientras que la segunda actúa de un modo opuesto, identificando una sucesión de formas estructurales de conducta justa, cada vez más específicas, cada una de ellas situada dentro de la precedente y, de este modo, avanzando desde una organización general del conjunto hasta una determinación cada vez más clara de sus partes. El utilitarismo hedonista es el ejemplo clásico del primer procedimiento, y lo ilustra con desarmante sencillez. La justicia como imparcialidad es un ejemplo de la segunda posibilidad. Así, la secuencia en cuatro etapas (§ 41) formula un orden de acuerdos y estatutos destinado a construir, en varias fases, una estructura jerárquica de principios, pautas y normas que, cuando se aceptan y se aplican coherentemente, conducen a una constitución definida de una acción social.

Ahora bien: esta sucesión no aspira a la completa especificación de la conducta. Más bien, la idea consiste en aproximarse a las fronteras, aunque vagas, dentro de las cuales los individuos y las asociaciones están en libertad de perseguir sus fines y la racionalidad deliberativa puede jugar libremente. Desde un punto de vista ideal, la aproximación sería convergente, en el sentido de que, con nuevas etapas, los casos dejados sin explicar serían cada vez de menos importancia. El concepto que dirige toda la construcción es el de la situación original y su interpretación kantiana: este concepto contiene en sí mismo los elementos que deciden qué información es la más oportuna en cada etapa, y generan una sucesión de ajustes apropiados a las contingentes condiciones de la sociedad existente.

86. El bien del sentido de la justicia

Ahora que todas las partes de la teoría de la justicia se hallan ante nosotros, puede completarse el razonamiento en favor de la congruencia. Basta reunir los diversos aspectos de una sociedad bien ordenada y considerarlos en el contexto adecuado. Los conceptos de justicia y de bondad se enlazan con distintos principios, y la cuestión de la congruencia consiste en determinar si estas dos familias de criterios se corresponden. Más concretamente, cada concepto, con sus principios asociados, define un punto de vista desde el cual pueden valorarse las instituciones, las acciones y los proyectos de vida. Un sentido de justicia es un deseo efectivo de aplicar y de actuar según los principios de la justicia y, por tanto, desde el punto de vista de la justicia. Así, lo que hay que establecer es qué es racional (tal como se define en la teoría específica del bien) para los que se encuentran en una sociedad bien ordenada como afirmación de su sentido de justicia como regulador de su proyecto de vida. Queda por demostrar que esta disposición a adoptar y a seguir la orientación del punto de vista de la justicia está de acuerdo con el bien del individuo.

Si estos dos puntos de vista son congruentes, es probable que constituyan un factor decisivo para la determinación de la estabilidad. Pero la congruencia no es una conclusión decidida de antemano, ni siquiera en una sociedad bien ordenada. Tenemos que verificarla. Naturalmente, la racionalidad de la elección de los principios de la justicia en la situación original no se halla en discusión. El razonamiento en favor de esta decisión se ha hecho ya y, si es correcto, las instituciones justas son colectivamente racionales y beneficiosas para todos desde una perspectiva convenientemente general. También es racional que cada uno apremie a los otros a que apoyen estos ordenamientos y a que cumplan sus deberes y obligaciones. El problema consiste en determinar si el deseo regulador de adoptar el punto de vista de la justicia pertenece al propio bien de una persona, cuando se considera a la luz de la teoría específica sin restricciones sobre la información. Nos gustaría saber que este deseo es, verdaderamente, racional; al ser racional para uno, es racional para todos y, en consecuencia, no existen tendencias a la inestabilidad. Más concretamente, consideremos el caso de una persona determinada en una sociedad bien ordenada. En mi opinión, sabe que las instituciones son justas y que los otros tienen (y seguirán teniendo) un sentido de la justicia semejante al suyo y, en consecuencia, que cumplen (y seguirán cumpliendo) con estas disposiciones. Deseamos saber que, sobre la base de estos supuestos, es racional que alguien, según se define en la teoría estricta, afirme su sentido de la justicia. El proyecto de vida que hace esto es su mejor réplica a los proyectos similares de sus asociados y, al ser racional para uno cualquiera, es racional para todos.

Es importante no confundir este problema con el de atribuir la condición de hombre justo a un egoísta. Un egoísta es alguien entregado al punto de vista de sus propios intereses. Sus fines últimos están relacionados consigo mismo: su riqueza y su posición, sus placeres y su prestigio social, y así sucesivamente. Ese hombre puede actuar justamente, es decir, puede hacer cosas que haría un hombre justo; pero, en la medida en que siga siendo egoísta, no puede hacerlas por las razones del hombre justo. El hecho de tener esas razones es incongruente con su condición de egoísta. Lo que ocurre, simplemente, es que, en algunas ocasiones, el punto de vista de la justicia y el de sus propios intereses conducen a las mismas acciones. Por consiguiente, no pretendo demostrar que, en una sociedad bien ordenada, un egoísta actúe impulsado por un sentido de justicia, ni siquiera que actúe justamente porque el hacerlo así es lo que más beneficia a sus fines. Tampoco sostenemos que un egoísta, al encontrarse en una sociedad justa, comprendería, dados sus objetivos, la conveniencia de transformarse en un hombre justo. Más bien, nos interesa la bondad del deseo establecido de adoptar el punto de vista de la justicia. Supongo que los miembros de una sociedad bien ordenada ya tienen ese deseo. La cuestión radica en saber si este sentimiento regulador es congruente con su bien. No estamos examinando la justicia o el valor moral de las acciones desde ciertos puntos de vista; estamos valorando la bondad del deseo de adoptar un punto de vista determinado, precisamente el de la justicia. Y tenemos que valorar este deseo, no desde el punto de vista del egoísta, cualquiera que éste pueda ser, sino a la luz de la teoría específica del bien.

Supondré que las acciones humanas surgen de los deseos existentes, y que éstos sólo de un modo gradual pueden cambiarse. No podemos, simplemente, decidir, en un momento dado, el cambio de nuestro sistema de fines (§ 63). Actuamos ahora como la clase de personas que somos y según los deseos que tenemos ahora, y no como la clase de personas que podríamos haber sido o según los deseos que habríamos tenido sólo con haber elegido antes de un modo diferente. Los objetivos reguladores se hallan especialmente sujetos a esta presión. Así, tenemos que decidir con bastante antelación si hemos de afirmar nuestro sentido de la justicia, tratando de valorar nuestra situación a lo largo de un futuro razonablemente extenso. No podemos tener las dos opciones. No podemos mantener un sentido de justicia y todo lo que esto implica, mientras al propio tiempo estamos dispuestos a actuar injustamente siempre que el hacerlo así nos prometa algún beneficio personal. Una persona justa no está dispuesta a hacer determinadas cosas y, si cede demasiado fácilmente a la tentación, es porque en realidad ya estaba dispuesta.[30] Nuestra cuestión se refiere, pues, solamente a aquellos que tienen una cierta psicología y un sistema de deseos. Evidentemente, sería excesivo exigir que la estabilidad no dependiese de unas restricciones concretas, a este respecto.

Ahora bien: en el marco de una interpretación, la pregunta tiene una respuesta evidente. Suponiendo que alguien tenga un verdadero sentido de la justicia, también tendrá un deseo regulador de cumplir con los principios correspondientes. Los criterios de elección racional tienen que contar con este deseo. Si una persona desea, con racionalidad deliberativa, actuar según el punto de vista de la justicia, es racional que actúe así. Por tanto, en esta forma, la cuestión es trivial: siendo las clases de personas que son, los miembros de una sociedad bien ordenada desean, más que nada, actuar justamente, y el cumplimiento de este deseo forma parte de su bien. Una vez que adquirimos un sentido de la justicia que es verdaderamente final y efectivo, tal como la primacía de la justicia lo requiere, nos confirmamos en un proyecto de vida que, en la medida en que somos racionales, nos induce a mantener y a estimular este sentimiento. Como este hecho es de público conocimiento, la inestabilidad del primer tipo no existe, y de ahí que tampoco exista la del segundo. El verdadero problema de congruencia es el que se produce si imaginamos que alguien concede autoridad a su sentido de la justicia sólo en la medida en que satisface otras descripciones que lo relacionan con razones especificadas por la teoría específica del bien. No confiaríamos en la doctrina del puro acto consciente (§ 72). Supongamos, entonces, que el deseo de actuar justamente no es un deseo final como el de evitar el dolor, la miseria o la apatía, o el deseo de cumplir el interés inclusivo. La teoría de la justicia facilita otras descripciones de lo que el sentido de la justicia es un deseo; y debemos utilizar estas descripciones para demostrar que una persona que siga la teoría específica del bien confirmará, ciertamente, este sentimiento como regulador de su proyecto de vida.

Todo esto, pues, en cuanto a definir la cuestión. Ahora deseo señalar las bases de congruencia, revisando varios puntos ya expuestos. Ante todo, tal como lo requiere la doctrina contractual, los principios de la justicia son públicos: caracterizan las convicciones morales comúnmente reconocidas y compartidas por los miembros de una sociedad bien ordenada (§ 23). No nos preocupa que alguien cuestione estos principios. Por hipótesis, concede, como todos los demás, que tales principios constituyen la mejor elección desde el punto de vista de la situación original. (Desde luego, esto siempre puede ponerse en duda, pero plantea un problema enteramente distinto.) Ahora bien: como se supone que los otros tienen (y continuarán teniendo) un efectivo sentido de la justicia, nuestro hipotético individuo está considerando, en realidad, un plan de acción que pretende tener unos ciertos sentimientos morales, aunque manteniéndose dispuesto a actuar libremente siempre que se presente la oportunidad de favorecer sus intereses personales. Como la concepción de la justicia es pública, está reflexionando si ha de entregarse a una conducta sistemática de engaño y de hipocresía, profesando las ideas morales aceptadas, tal como conviene a su propósito sin creer en ellas. Que el engaño y la hipocresía sean malos no le preocupa, en mi opinión, pero tendrá que contar con el costo psicológico de tomar precauciones y de mantener su pose, y con la pérdida de espontaneidad y de naturalidad que de ello resulta.[31] Tal como están las cosas en la mayoría de las sociedades estas pretensiones pueden no tener un alto precio, porque la injusticia de las instituciones y la conducta de los demás, frecuentemente sórdida, permiten que se mantengan durante largo tiempo y con gran facilidad las imposturas, pero, en una sociedad bien ordenada, esta facilidad no existe.

Estas observaciones son corroboradas por el hecho de que hay una conexión entre la conducta justa y las actitudes naturales (§ 74). Dado el contenido de los principios de la justicia y de las leyes de la psicología moral, el deseo de ser justo con nuestros amigos y el de hacer justicia a quienes apreciamos constituye una parte de esos afectos, tanto como el deseo de estar con ellos o el dolor que sentimos cuando los perdemos. Si aceptamos, pues, que un individuo necesita esos afectos, el programa considerado es, con toda probabilidad, el de actuar justamente sólo respecto a aquellos con quienes estamos ligados por lazos de afecto y de simpatía, y el de respetar los modos de vida a los que nos hallamos entregados. Pero, en una sociedad bien ordenada, estos vínculos se extienden muy ampliamente, e incluyen lazos con las formas institucionales, suponiendo ahora que las tres leyes psicológicas sean plenamente efectivas. Además, en general, no podemos elegir a quién vamos a perjudicar con nuestra falta de honradez. Por ejemplo, si cometemos un fraude al pagar nuestros impuestos, o si encontramos alguna forma de eludir nuestra justa aportación a la comunidad, todos se perjudicarán, nuestros amigos y asociados juntamente con los demás. Desde luego, podríamos pensar, secretamente, en entregar una parte de nuestras ganancias a aquellos a quienes estimamos particularmente, pero esto se vuelve un asunto dudoso y comprometido. Así, en una sociedad bien ordenada en la que los vínculos reales se extienden tanto a las personas como a las formas sociales, y en la que no podemos elegir quién será el que ha de perder a causa de nuestras infracciones, hay sólidas bases para conservar el propio sentido de la justicia. Esto protege, de modo natural y sencillo, las instituciones y las personas que estimamos, y nos induce a aceptar gustosamente nuevos y más vastos lazos sociales.

Otra consideración fundamental es esta: del principio aristotélico (y de su efecto asociado), se sigue que la participación en la vida de una sociedad bien ordenada es un gran bien (§ 79). Esta conclusión depende del significado de los principios de la justicia y de su prioridad en los proyectos de cada uno, así como de los rasgos psicológicos de nuestra naturaleza. Son los detalles de la interpretación contractual los que establecen esta relación. Como esa sociedad es una unión social de uniones sociales, realiza en muy alto grado las diversas formas de la actividad humana y, dada la naturaleza social de la humanidad y el hecho de que nuestras facultades e inclinaciones excedan enormemente lo que puede expresarse en una vida, dependemos de los esfuerzos cooperativos de los demás, no sólo para efectos del bienestar, sino para lograr el disfrute de nuestras fuerzas latentes. Y con un cierto éxito colectivo cada quien disfruta de la mayor riqueza y diversidad de la actividad colectiva. Sin embargo, para tomar parte plenamente en esta vida tenemos que admitir los principios de su concepción reguladora, y esto significa que tenemos que afirmar nuestro sentimiento de justicia. Para apreciar algo como nuestro, hemos de profesarle una cierta lealtad. Lo que liga los esfuerzos de una sociedad en una sola unión social es el colectivo reconocimiento y la aceptación de los principios de la justicia; es esta afirmación general la que extiende los lazos de identificación por el conjunto de la comunidad y la que permite que el principio aristotélico tenga su efecto más general. Las realizaciones individuales y de grupo ya no se consideran como otros tantos bienes personales separados. En cambio, la no confirmación de nuestro sentido de la justicia equivale a reducirnos a una estrecha interpretación.

Por último, existe la razón relacionada con la exposición kantiana: la conducta justa es algo que deseamos llevar a cabo como seres racionales, libres e iguales (§ 40). El deseo de conducirnos justamente y el deseo de expresar nuestra naturaleza como personas morales libres vienen a especificar lo que es, prácticamente hablando, el mismo deseo. Cuando alguien tiene verdaderas creencias y una correcta comprensión de la teoría de la justicia, estos dos deseos le impulsan en el mismo sentido. Son dos disposiciones a actuar, precisamente, a partir de los mismos principios: concretamente, los que se elegirían en la situación original. Naturalmente, esta aseveración se basa en una teoría de la justicia. Si esta teoría es incorrecta, la identidad práctica fracasa. Pero, como sólo nos interesa el caso especial de una sociedad bien ordenada tal como aparece caracterizada en la teoría, bien podemos suponer que sus miembros tienen una clara comprensión de la concepción pública de la justicia en que se fundan sus relaciones.

Supongamos que estas son las principales razones (o las características de ello) que la escueta descripción del bien da para mantener el propio sentido de la justicia. La cuestión que ahora se plantea es saber si son decisivas. Aquí nos encontramos con la conocida dificultad de un balance de motivos que, en muchos aspectos, es similar a un balance de primeros principios. A veces, la respuesta se encuentra comparando un balance de razones con otro, porque, seguramente, si el primer balance favorece claramente un tipo de acción, el segundo lo favorecerá también, siempre que sus razones en apoyo de esta alternativa sean más fuertes y que sus razones en apoyo de las otras alternativas sean más débiles. Pero la argumentación a partir de estas comparaciones presupone ciertas configuraciones de razones que, evidentemente, se despliegan en un sentido en vez de otro, para servir como referencia. Si éstas faltan no podemos ir más allá de las comparaciones condicionales: si el primer balance favorece una cierta elección, el segundo la favorece también.

Ahora, en este punto, es evidente que el contenido de los principios de la justicia es un elemento fundamental para la decisión. Que sea para el bien de una persona que ésta tenga un sentido regulador de la justicia depende de lo que la justicia requiera de ella. La congruencia de lo justo y de lo bueno se determina mediante las normas por las que se especifica cada concepto. Como lo señala Sidgwick, el utilitarismo es más riguroso que el sentido común a la hora de exigir el sacrificio de los intereses privados del agente cuando esto es necesario para la mayor felicidad de todos.[32] También es más riguroso que la teoría contractual porque si bien los actos benéficos que sobrepasan nuestros deberes naturales son buenas acciones y suscitan nuestra estimación, no se les requiere como problema de derecho. El utilitarismo puede parecer que es un ideal más exaltado, pero su otro aspecto es que puede autorizar un menor bienestar y una felicidad menor de algunos, en aras de una mayor felicidad de otros que puedan ser ya más afortunados. Una persona racional, al formar su proyecto, dudaría antes de conceder la preeminencia a un principio tan exigente. Es probable que ambos excedan su capacidad de simpatía y que sean peligrosos para su libertad. Así, por improbable que sea la congruencia de lo justo y de lo bueno en la justicia como imparcialidad, es más probable, seguramente, que en la interpretación utilitaria. El balance condicional de razones favorece a la doctrina contractual.

Un punto algo diferente es el suscitado por la siguiente duda: concretamente, que si bien la decisión de mantener nuestro sentimiento de justicia podría ser racional, también podemos sufrir una gravísima pérdida o incluso ser destruidos por ella. Como hemos visto, una persona justa no está dispuesta a hacer ciertas cosas y, así, ante circunstancias adversas, puede optar por correr el riesgo de morir antes que actuar injustamente. Sin embargo, aunque es bastante cierto que un hombre puede perder su vida por la justicia donde otros seguirían viviendo, el hombre justo, bien consideradas las cosas, hace lo que más desea; en este sentido, no es derrotado por la mala fortuna cuya posibilidad ha previsto. La cuestión es igual a los azares del amor; en realidad es, simplemente, un caso especial. Los que se aman uno a otro, o los que adquieren profundos afectos a personas y a formas de vida, se exponen, al propio tiempo, a destruirse: su amor les hace vulnerables al infortunio y a la injusticia de los demás. Los amigos y los amantes tienen grandes oportunidades de ayudarse entre sí, y los miembros de las familias hacen lo mismo voluntariamente. El hecho de hallarse tan dispuestos corresponde a sus afectos tanto como a cualquier otra inclinación. Una vez que amamos, somos vulnerables: no hay amor, mientras nos hallamos dispuestos a reflexionar sobre si hemos de amar o no, sencillamente. Y los amores que pueden hacer menos daño no son los mejores. Cuando amamos, aceptamos los peligros del daño y la pérdida. En vista de nuestro general conocimiento del curso probable de la vida, no pensamos que estos peligros sean tan grandes como para inducirnos a dejar de amar. Cuando los males sobrevienen son objeto de nuestra aversión, y resistimos a aquellos cuyas maquinaciones los producen. Si amamos, no lamentamos nuestro amor. Ahora bien: si todo esto es válido para el amor tal como está el mundo, o tal como está muy frecuentemente, parecería que tiene que serlo asimismo para el amor en una sociedad hien ordenada, y tambien para el sentido de la justicia. Porque, en una sociedad en que los otros son justos, nuestros amores nos exponen principalmente a los accidentes de la naturaleza y a la contingencia de las circunstancias. Y algo similar ocurre con el sentimiento de justicia que se halla relacionado con estos afectos. Tomando como referencia el balance de razones que nos conduce a afirmar nuestros amores en el actual estado de cosas, parece que deberíamos estar dispuestos, una vez alcanzada nuestra mayoría de edad, a mantener nuestro sentido de la justicia, en las condiciones evidentemente más favorables de una sociedad justa.

Un rasgo especial del deseo de expresar nuestra naturaleza como personas morales confirma esta conclusión. Con otras inclinaciones del yo, hay una elección de grado y de amplitud. Nuestro plan de engaño y de hipocresía no necesita ser completamente sistemático; los lazos afectivos que nos unen a instituciones o a otras personas pueden ser más o menos fuertes, y nuestra participación en la vida general de la sociedad, más o menos plena. Hay un continuum de posibilidades, y no una decisión de todo o nada, aunque, para simplificar, ya he hablado bastante en estos términos. Pero el deseo de expresar nuestra naturaleza como seres racionales, libres e iguales, sólo puede realizarse actuando sobre la base de que los principios del derecho y de la justicia tengan la primacía. Esta es una consecuencia de la condición de finalidad: como estos principios son reguladores, el deseo de actuar de acuerdo con ellos sólo se satisface en la medida en que es también regulador con respecto a otros deseos. Es actuando según esta precedencia como expresa nuestra libertad de la contingencia y de la casualidad. Por tanto, para realizar nuestra naturaleza no tenemos más alternativa que proteger nuestro sentido de la justicia para que rija nuestros restantes objetivos. Este sentimiento no puede realizarse si está comprometido y equilibrado frente a otros fines, como un solo deseo entre tantos. Es un deseo de conducirse de un cierto modo, sobre todo lo demás, un esfuerzo que contiene en sí mismo su propia prioridad. Otros objetivos pueden alcanzarse mediante un proyecto que permita un lugar para cada uno, siendo posible su satisfacción cualquiera que sea el lugar que ocupen en la sucesión. Pero no es este el caso con el sentido del derecho y de la justicia; y, por consiguiente, el conducirse mal siempre ofrece el riesgo de despertar sentimientos de culpa y de vergüenza, emociones suscitadas por la derrota de nuestros sentimientos morales reguladores. Naturalmente, esto no significa que la realización de nuestra naturaleza como seres libres y racionales sea, en sí misma, cuestión de todo o nada. Por el contrario, la medida en que logramos expresar nuestra naturaleza depende del grado de coherencia con que actuamos a partir de nuestro sentido de la justicia como regulador último. Lo que no podemos hacer es expresar nuestra naturaleza siguiendo un proyecto que considera el sentido de la justicia sólo como un deseo que ha de valorarse frente a otros. Porque este sentimiento revela lo que la persona es, y transigir en él no es alcanzar para el yo el reino de la libertad, sino dar paso a las contingencias y a los accidentes del mundo.

Queda por tratar una última cuestión. Supongamos que incluso en una sociedad bien ordenada hay algunas personas para las que la afirmación de su sentido de la justicia no es un bien. Dados sus objetivos y deseos y las peculiaridades de su naturaleza, la simple descripción del bien no define razones suficientes para que mantengan este sentimiento regulador. Se ha alegado que a estas personas no se les puede recomendar, verdaderamente, la justicia como una virtud.[33] Y esto es seguramente correcto si se admite que tal recomendación implica que las bases racionales (identificadas por la simple teoría) aconsejan esta vía para ellos como individuos. Pero entonces queda en pie la cuestión ulterior, consistente en determinar si quienes afirman su sentido de la justicia están tratando a estas personas injustamente, al requerirlas para que cumplan con las instituciones justas.

Pero, por desgracia, no estamos todavía en condiciones de poder contestar adecuadamente a esta pregunta, porque presupone una teoría del castigo, y he hablado muy poco acerca de esta parte de la teoría de la justicia (§ 39). He supuesto un acuerdo estricto con cualquier concepción que se eligiese, y considerado después cuál de la lista presentada debería adoptarse. Pero podemos razonar de un modo muy análogo al que hemos utilizado en el caso de la desobediencia civil, otra parte de la teoría del acuerdo parcial. Así, dando por sentado que se reconoce que la adhesión a cualquier concepción será imperfecta si se deja que sea totalmente voluntaria, ¿en qué condiciones estarían de acuerdo las personas, en la situación original, en valerse de recursos penales estabilizadores? ¿Insistirían en que sólo se puede exigir a una persona que haga lo que redundará en su beneficio, tal como éste se define en la teoría específica?

A la luz de la teoría contractual en conjunto, parece claro que no lo harían. Porque esta restricción se suma, en efecto, al egoísmo general que, como hemos visto, sería rechazado. Además, los principios del derecho y de la justicia son colectivamente racionales; y va en interés de cada uno que todos los demás cumplan con las disposiciones justas. También es cierto que la afirmación general del sentido de la justicia es un gran valor social, pues establece la base de una confianza y una seguridad mutuas, a partir de la cual, normalmente, todos se benefician. Así, al estar de acuerdo con las penas que establecen un esquema de cooperación, los individuos aceptan el mismo tipo de presión sobre el interés propio que admiten al elegir los principios de la justicia, para empezar. Una vez logrado el acuerdo en estos principios, a la vista de las razones ya examinadas, es racional autorizar las medidas necesarias para mantener unas instituciones justas, suponiendo que las coerciones de la libertad igual y la norma legal sean debidamente reconocidas (§§ 38-39). Los que consideran que el hecho de estar dispuestos a actuar justamente no es para ellos un bien, no pueden negar estas aseveraciones. Desde luego, es cierto que en su caso las disposiciones justas no responden plenamente a su naturaleza y, en consecuencia, en igualdad de circunstancias serán menos felices de lo que lo serían si pudieran afirmar su sentido de la justicia. Pero entonces sólo se puede decir que su naturaleza es su desgracia.

Así, el punto principal consiste en que para justificar una concepción de la justicia no tenemos que afirmar que todo hombre, cualesquiera que sean sus facultades y sus deseos, tiene suficiente razón (tal como se define en la teoría estricta) para conservar su sentido de la justicia. Porque nuestro bien depende de la clase de personas que somos, de los tipos de deseos y aspiraciones que tenemos y de que somos capaces. Puede ocurrir incluso que haya muchos que no encuentren un sentido de la justicia para su bien; pero, en ese caso, las fuerzas que cooperan a la estabilidad son más débiles. En tales condiciones, las sanciones penales desempeñarán un papel mucho mayor en el sistema social. Cuanto mayor sea la falta de congruencia, más probable será, en igualdad de circunstancias, la inestabilidad con sus males subsiguientes. Pero nada de esto anula la racionalidad colectiva de los principios de la justicia; una vez más, redundará en beneficio de cada uno el hecho de que todos los demás los respeten. Por los menos, esto es válido mientras la concepción de la justicia no sea tan inestable que resulte preferible alguna otra concepción. Pero lo que he tratado de demostrar es que la doctrina contractual es superior a sus rivales a este respecto y, por consiguiente, que no se necesita reconsiderar la elección de principios en la situacion original. En efecto, supuesta una interpretación razonable de la sociabilidad humana (facilitada por la descripción de la forma en que se adquiere un sentido de la justicia y por la idea de la unión social), la justicia como imparcialidad parece ser una concepción suficientemente estable. Los riesgos del dilema generalizado del prisionero se eliminan mediante el concierto entre lo justo y lo bueno. Naturalmente, en condiciones normales, el conocimiento público y la confianza son siempre imperfectos. De modo que, incluso en una sociedad justa, es razonable admitir ciertos ordenamientos coercitivos para asegurar el acuerdo, pero su principal objetivo es fortalecer la recíproca confianza de los ciudadanos. Estos mecanismos raras veces serán invocados, y no comprenderán más que una parte menor del esquema social.

Nos hallamos ya al final de este análisis, un tanto extenso, de la estabilidad de la justicia como imparcialidad. El único punto que nos queda por señalar es que la congruencia nos permite completar la sucesión de aplicaciones de la definición de la bondad. Lo primero que podemos decir es que, en una sociedad bien ordenada, el hecho de que una persona sea buena (y, en especial, que tenga un efectivo sentido de la justicia) es, realmente, un bien para esa persona; y lo segundo, que esta forma de sociedad es una buena sociedad. La primera afirmación se sigue de la congruencia; la segunda es válida porque una sociedad bien ordenada tiene las propiedades que es racional desear en una sociedad, desde los dos puntos de vista respectivos. Así, una sociedad bien ordenada satisface los principios de la justicia que son colectivamente racionales desde la perspectiva de la situación original y, desde el punto de vista del individuo, el deseo de afirmar la concepción pública de la justicia como reguladora del proyecto de vida propio está de acuerdo con los principios de elección racional. Estas conclusiones defienden los valores de la comunidad y, al alcanzarlas, completo mi descripción de la justicia como imparcialidad.

87. Observaciones finales sobre la justificación

No trataré de resumir la presentación de la teoría de la justicia. En lugar de ello, prefiero terminar con unos comentarios acerca del tipo de argumento que he propuesto. Ahora que ya tenemos ante nosotros la concepción en conjunto, podemos observar, de modo general, los tipos de cosas que pueden decirse en su favor. Al hacer esto, esclareceremos algunos puntos que pueden aún estar dudosos.

Los filósofos, por lo general, tratan de justificar las teorías éticas en una de dos formas. A veces, intentan encontrar principios evidentes, de los que pueda derivarse un cuerpo suficiente de normas y preceptos para explicar nuestros juicios. Podemos considerar cartesiana una justificación de este tipo. Presupone que los primeros principios pueden ser apreciados como verdaderos, e incluso tienen que serlo necesariamente; después, el razonamiento deductivo lleva esta convicción de las premisas a la conclusión. Una segunda actitud (llamada naturalismo, por un abuso del lenguaje) consiste en introducir definiciones de conceptos morales en términos de conceptos probablemente no morales, y demostrar después, mediante procedimientos aceptados de sentido común y científicos, que son verdaderas las declaraciones así equiparadas con los juicios morales defendidos. Aunque, según esta interpretación, los primeros principios de la ética no son evidentes, la justificación de las convicciones morales no plantea especiales dificultades. Pueden establecerse, admitidas las definiciones, de igual modo que otras declaraciones acerca del mundo que nos rodea.

Yo no he adoptado ninguna de estas concepciones de la justificación. Porque, si bien algunos principios morales pueden parecer naturales e incluso evidentes, hay grandes obstáculos para sostener que son necesariamente verdaderos, o para explicar lo que se entiende por esto. En realidad, he afirmado que estos principios son contingentes, en el sentido de que son elegidos en la situación original, a la luz de hechos generales (§ 26). Los candidatos más probables a verdades morales necesarias son las condiciones impuestas a la adopción de principios; pero, en realidad, lo mejor parece considerar estas condiciones simplemente como estipulaciones razonables, que han de ser valoradas, en su momento, por el conjunto de la teoría a la cual pertenecen. No existe conjunto alguno de condiciones o primeros principios que pueda ser aceptablemente proclamado como necesario o definitorio de la moralidad y, por ello, en especial adecuado para soportar la carga de la justificación. Por otra parte, el método del llamado naturalismo debe distinguir, primero, los conceptos morales de los no morales, y luego, obtener la aceptación para las definiciones propuestas. Para lograr la justificación se presupone una teoría clara de la significación, y parece que ésta no existe. Y, en todo caso, las definiciones se convierten en la parte principal de la doctrina ética, por lo que necesitan, a su vez, ser justificadas.

Por tanto, mejor será, en mi opinión, considerar una teoría moral exactamente igual que cualquiera otra teoría, teniendo en cuenta sus aspectos socráticos (§ 9). No hay razón para creer que sus primeros principios o supuestos necesiten ser evidentes, o que sus conceptos y criterios puedan ser sustituidos por otras nociones que puedan certificarse como no morales.[34] Así, aunque yo he sostenido, por ejemplo, que el hecho de que algo sea recto o justo puede interpretarse en el sentido de que su condición está de acuerdo con los correspondientes principios que se admitirían en la situación original, y que, de este modo, podemos sustituir las primeras nociones por las últimas, estas definiciones se establecen dentro de la propia teoría (§ 18). Yo no digo que la concepción de la situación original carezca, en sí misma, de fuerza moral, o que la familia de conceptos en que se apoya sea éticamente neutral (§ 23). Lo que hago es, simplemente, dejar a un lado esta cuestión. No he continuado luego como si los primeros principios, ni las condiciones, ni tampoco las definiciones, tuvieran rasgos especiales que les permitiesen un lugar determinado en la justificación de una doctrina moral. Hay elementos fundamentales y recursos teóricos, pero la justificación descansa en la concepción total y en la forma en que ésta se ajusta y organiza nuestros juicios en un equilibrio reflexivo. Como hemos señalado antes, la justificación es un problema del recíproco apoyo de muchas consideraciones, de todo lo que se inserta en una interpretación coherente (§ 4). La aceptación de esta idea nos permite dejar a un lado cuestiones de significación y de definición, y abordar la tarea de desarrollar una teoría sustantiva de la justicia.

Con las tres partes de la exposición de esta teoría se pretende hacer un conjunto unificado, mediante el apoyo recíproco, en líneas generales, del siguiente modo. La primera parte presenta lo esencial de la estructura teórica, y los principios de la justicia se defienden sobre la base de estipulaciones razonables relativas a la elección de ciertas concepciones. He insistido en la naturalidad de estas condiciones y he presentado las razones por las que se aceptan, pero no pretendí que fueran evidentes, ni exigidas por el análisis de los conceptos morales o de la significación de los términos éticos. En la segunda parte, he examinado los tipos de instituciones que la justicia prescribe, y las clases de deberes y obligaciones que impone a los individuos. Mi propósito fue siempre demostrar que la teoría propuesta se ajusta a los puntos fijos de nuestras convicciones correspondientes, mejor que otras doctrinas comunes, y que nos conduce a revisar y a extrapolar nuestros juicios, en formas que si nos detenemos a reflexionar nos parecen más satisfactorias. Los primeros principios y los juicios particulares parecen estar en equilibrio para permanecer juntos, de un modo razonablemente aceptable, por lo menos cuando se comparan con otras teorías. Por último, nos hemos detenido a ver, en la tercera parte, si la justicia como imparcialidad es una concepción posible. Esto nos obligó a plantear la cuestión de la estabilidad y la de determinar si lo justo y lo bueno, son congruentes tal como se definen. Estas consideraciones no deciden el reconocimiento inicial de los principios en la primera parte del razonamiento, pero lo confirman (§ 81). Demuestran que nuestra naturaleza es de tal carácter que permite que se efectúe la elección original. En este sentido, podemos decir que la humanidad tiene una naturaleza moral.

Pero alguien puede sostener que este tipo de justificación tropieza con dos clases de dificultades. Primera: está expuesto a la objeción general de que apela al simple hecho del acuerdo. Segunda: existe la objeción más específica al razonamiento que yo he presentado, según la cual éste depende de un índice particular de concepciones de la justicia entre las que tienen que elegir los individuos en la situación original, y no sólo supone un acuerdo entre las personas respecto a sus propios juicios, sino también respecto a lo que consideran como condiciones razonables que deberán imponerse en la elección de los primeros principios. Puede decirse que el acuerdo en las convicciones cambia constantemente y varía entre una sociedad, o parte de ella, y otra. Algunos de los llamados puntos fijos no pueden fijarse, realmente, ni habrá nadie que acepte los mismos principios para llenar las lagunas en sus propios juicios. Y cualquier índice de concepciones de la justicia, o cualquier consenso acerca de lo que se considera como condiciones razonables en cuanto a los principios es, seguramente, más o menos arbitrario. El caso presentado en relación con la justicia como imparcialidad, tal como el debate se desarrolla, no escapa de estas limitaciones.

En cuanto a la objeción general, la réplica consiste en que la justificación es un razonamiento dirigido a los que están en desacuerdo con nosotros, o a nosotros mismos cuando estamos indecisos. Presupone un enfrentamiento de puntos de vista entre personas o dentro de una misma persona, y trata de convencer a otros, o a nosotros mismos, del carácter razonable de los principios en que se fundan nuestras pretensiones y nuestros juicios. Al estar destinada a armonizarse mediante la razón, la justificación avanza a partir de lo que tienen en común todos los que intervienen en la discusión. Desde un punto de vista ideal, el hecho de justificar ante alguien una concepción de la justicia consiste en darle una prueba de sus principios, a partir de unas premisas que ambos aceptamos, teniendo estos principios, a su vez, consecuencias que se corresponden con nuestros juicios respectivos. Así, pues, una simple prueba no es una justificación. Una prueba desarrolla, sencillamente, unas relaciones lógicas entre unas proposiciones. Pero las pruebas se convierten en justificación una vez que los puntos de partida se reconocen, o que las conclusiones son tan amplias y convincentes que nos persuaden de la validez de la concepción expresada en sus premisas.

Es perfectamente justo, pues, que la argumentación en favor de los principios de la justicia avanzase desde algún tipo de acuerdo. Esta es la naturaleza de la justificación. Pero las objeciones más específicas son correctas en cuanto implican que la fuerza de la argumentación depende de los rasgos del acuerdo a que se recurre. Aquí merecen observarse varios puntos. Para empezar, aunque se admitiese que alguna lista de alternativas puede ser, en cierta medida, arbitraria, la objeción es errónea si se entiende en el sentido de que afirma que todas las listas lo son. Una lista que incluye las más importantes teorías tradicionales es menos arbitraria que otra que deja fuera los candidatos más obvios. Ciertamente, la argumentación en favor de los principios de la justicia se reforzaría mediante la demostración de que siguen siendo la mejor elección a partir de una lista mayor, valorada más sistemáticamente. Yo no sé en qué medida puede hacerse esto. Pero dudo que los principios de la justicia (tal como yo los he definido) sean la concepción preferida en relación con algo semejante a una lista completa. (Aquí supongo que, dada una limitación superior con la complejidad y con otras presiones, la clase de alternativas razonables y practicables es, realmente, finita.) Aun cuando la argumentación que he ofrecido sea correcta, sólo demuestra que una teoría finalmente adecuada (si tal teoría existe) se asemejará más a la interpretación contractual que a ninguna otra doctrina de las que hemos visto. Y ni siquiera esta conclusión está probada en sentido estricto.

De todos modos, al comparar la justicia como imparcialidad con estas concepciones, la lista utilizada no es simplemente ad hoc: incluye teorías representativas, tomadas de la tradición de la filosofía moral que comprende el consenso histórico acerca de las que hasta ahora parecen ser las concepciones morales más razonables y practicables. Con el tiempo, se elaborarán nuevas posibilidades, facilitando así una base más convincente para la justificación, a medida que la concepción principal se somete a una prueba más rigurosa. Pero, respecto a estas cosas, no podemos hacer más que conjeturas. De momento, conviene tratar de reformular la doctrina contractual y compararla con unas pocas alternativas ya familiares. Este procedimiento no es arbitrario; no podemos avanzar por otro camino.

Volviendo a la dificultad específica acerca del consenso sobre condiciones razonables, habría que señalar que uno de los propósitos de la filosofía moral consiste en buscar posibles bases de acuerdo donde no parece que exista ninguna. Tiene que intentar extender la gama de algunos consensos existentes y someter concepciones morales más discriminatorias a nuestra consideración. La justificación de los fundamentos no está al alcance de la mano: es necesario descubrirlos y expresarlos adecuadamente, a veces mediante conjeturas afortunadas y, a veces, señalando las exigencias de la teoría. Con este propósito se reúnen en el concepto de la situación original las diversas condiciones acerca de la elección de los primeros principios. La idea consiste en que, al reunir suficientes compulsiones razonables en una determinada concepción, resultará obvio que habrá de ser preferida una de las alternativas presentadas. Nos gustaría que la superioridad de una interpretación particular (entre las comúnmente conocidas) fuese el resultado, tal vez inesperado, de este consenso recién observado.

Asimismo, el conjunto de condiciones incorporadas al concepto de la posición original no carece de explicación. Es posible sostener que estos requerimientos son razonables y relacionarlos con el propósito de los principios morales y con su función al establecer los lazos de la comunidad. Los motivos de su ordenamiento y de su finalidad, por ejemplo, parecen bastante claros. Y ahora podemos ver que la publicidad es explicable, en el sentido de que asegura que el proceso de justificación pueda realizarse (en el límite, por así decirlo) sin efectos desfavorables. Porque la publicidad permite que todos puedan justificar su conducta ante los demás (cuando su conducta es justificable), sin autodestrucción ni otras consecuencias perturbadoras. Si consideramos seriamente la idea de una unión social, y de la sociedad como una unión social de tales uniones, entonces seguramente la publicidad es condición natural. Contribuye a asegurar que una sociedad bien ordenada sea una actividad, en el sentido de que sus miembros se siguen y se conocen entre sí, y de que siguen la misma concepción reguladora; y todos participan de los beneficios de los esfuerzos de todos, en formas en las que se sabe que todos están de acuerdo. La sociedad no está dividida respecto al mutuo reconocimiento de sus primeros principios. Y, en efecto, así tiene que ser, si ha de producirse la acción unificadora de la concepción de la justicia y del principio aristotélico (y de su efecto concomitante).

Desde luego, la función de los principios morales no se define unívocamente; admite varias interpretaciones. Podríamos tratar de elegir entre ellas, observando cuál utiliza el conjunto más débil de condiciones para caracterizar la situación inicial. Con esta sugerencia, la dificultad consiste en que, si bien deben preferirse realmente las condiciones más débiles, en igualdad de circunstancias, lo cierto es que no hay conjunto que sea el más débil; no existe un mínimo falto de condiciones, en absoluto, y esto carece de interés. Por tanto, debemos buscar un mínimo obligatorio, un conjunto de condiciones débiles que nos permita, sin embargo, construir una teoría de la justicia viable. Determinadas partes de la justicia como imparcialidad podrían interpretarse de este modo. He señalado varias veces la naturaleza mínima de las condiciones en relación con los principios, cuando se consideran por separado. Por ejemplo, el supuesto de una motivación mutuamente desinteresada no es una estipulación exigente. No sólo nos permite basar la teoría en un concepto razonablemente preciso de la elección racional, sino que pide poco a las partes: de este modo, los principios elegidos pueden resolver conflictos más generales y más profundos, lo que es, evidentemente, un desiderátum (§ 40). Tiene también la ventaja de separar los elementos morales más evidentes de la situación original, en forma de condiciones generales, y el velo de la ignorancia, etc., de modo que podemos ver más claramente cómo la justicia nos exige superar una preocupación por nuestros propios intereses.

El análisis de la libertad de conciencia ilustra muy claramente el supuesto del mutuo desinterés. Aquí, la oposición de los individuos es muy grande, pero se puede demostrar de todos modos que, si algún acuerdo es posible, ése es el acuerdo sobre el principio de libertad igual. Y, como hemos señalado, esta idea puede extenderse a conflictos entre las doctrinas morales (§ 33). Si las partes suponen que en la sociedad afirman alguna concepción moral (cuyo contenido les es desconocido), también pueden convenir en el primer principio. Este principio, por tanto, parece ocupar un lugar especial entre las interpretaciones morales; define un acuerdo límite, una vez que postulamos disparidades lo bastante amplias, que sean compatibles con ciertas condiciones mínimas para una concepción práctica de la justicia.

Deseo señalar ahora diversas objeciones que son independientes del método de justificación y que se refieren, en cambio, a ciertos aspectos de la propia teoría de la justicia. Una de ellas es la crítica de que la interpretación contractual es una doctrina estrechamente individualista. Esta dificultad tiene su respuesta en las observaciones precedentes. Porque una vez que se comprende el motivo del supuesto del mutuo desinterés, la objeción parece fuera de lugar. Dentro de la estructura de la justicia como imparcialidad, podemos reformular y establecer temas kantianos, utilizando una concepción general adecuada de la elección racional. Por ejemplo, hemos encontrado interpretaciones de la autonomía y de la ley moral como expresión de nuestra naturaleza de seres racionales, libres e iguales; el imperativo categórico también tiene su análogo, como lo tiene la idea de no tratar nunca a las personas sólo como medios, ni como medios en absoluto. Además, en la última parte se ha demostrado que la teoría de la justicia explica también los valores de la comunidad; y esto refuerza el tema anterior de que implantado en los principios de la justicia hay un ideal de la persona que facilita un punto de apoyo para juzgar la estructura básica de la sociedad (§ 41). Estos aspectos de la teoría de la justicia se desarrollan con lentitud, a partir de lo que parece una concepción indebidamente racionalista que no adopta disposición alguna respecto a los valores sociales. La situación original se utiliza, ante todo, para determinar el contenido de la justicia, los principios que la definen. Sólo después se considera la justicia como una parte de nuestro bien y relacionada con nuestra sociabilidad racional. Los méritos de la idea de la situación original no pueden valorarse atendiendo sólo a algún aspecto de ella, sino, como he observado a menudo, sólo mediante el conjunto de la teoría que sobre ella se construye.

Si la justicia como imparcialidad es más convincente que las presentaciones más antiguas de la doctrina contractual, creo que esto se debe a que la situación original, como se ha indicado antes, reúne en una sola concepción un problema de elección, razonablemente claro, con condiciones que, según se reconoce ampliamente, son adecuadas para influir en la adopción de principios morales. Esta situación inicial combina la claridad requerida con las compulsiones éticas correspondientes. Es, en parte, para conservar esta claridad para lo que yo he evitado la atribución a los individuos de toda motivación ética. Éstos deciden solamente sobre la base de lo que parece mejor calculado para favorecer sus intereses, en la medida en que pueden conocerlos. De este modo, podemos explotar la idea intuitiva de la elección racional prudencial. Sin embargo, podemos definir las variaciones éticas de la situación inicial suponiendo que las partes están influidas por consideraciones morales. Es un error objetar que el concepto del acuerdo original ya no sería éticamente neutral. Porque este concepto ya incluye aspectos morales, y así deben hacerlo, por ejemplo, las condiciones formales sobre los principios y el velo de la ignorancia. Yo he separado, simplemente, la descripción de la situación original, de modo que estos elementos no aparezcan en la caracterización de los individuos, aunque también aquí podría plantearse una pregunta respecto a lo que se considera como un elemento moral y lo que no. No es necesario resolver este problema. Lo importante es que los diversos aspectos de la situación original se expresen de la manera más sencilla y más convincente.

Ocasionalmente, he tocado algunas posibles variaciones éticas de la situación inicial (§ 17). Por ejemplo, podría suponerse que las partes sostienen el principio de que nadie debe beneficiarse de ventajas inmerecidas ni de contingencias y, en consecuencia, eligen una concepción de la justicia que atenúa los efectos de los accidentes naturales y de la fortuna social. O bien puede decirse que aceptan un principio de reciprocidad que exige que las disposiciones distributivas se apoyen siempre en la porción oblicua ascendente de la curva de contribución. Una vez más, cierto concepto de cooperación justa y voluntaria puede limitar las concepciones de la justicia que los individuos están dispuestos a sostener. No hay razón alguna, a priori, para pensar que estas variaciones tienen que ser menos convincentes, o que las compulsiones morales que expresan habrán de ser menos generalmente compartidas. Además, hemos visto que las posibilidades que acabamos de mencionar parecen confirmar el principio de la diferencia, prestándole un nuevo apoyo. Aunque no he propuesto una interpretación de este género, esas posibilidades merecen, ciertamente, un nuevo examen. Lo fundamental es no emplear principios que se discuten. Así, el rechazo al principio de utilidad media a través de la imposición de una norma contra la adopción de oportunidades en la situación original haría infructuoso el método, porque algunos filósofos han tratado de justificar este principio derivándolo como consecuencia de la actitud impersonal apropiada, en determinadas situaciones de peligro. Tenemos que encontrar otros argumentos contra la norma de utilidad: lo apropiado de correr riesgos figura entre las cosas en disputa (§ 28). La idea del acuerdo inicial sólo puede tener éxito si sus condiciones son, en efecto, ampliamente reconocidas o pueden llegar a serlo.

Algunos pueden asegurar que otro defecto es que los principios de la justicia no se derivan del concepto de respeto a las personas, de un reconocimiento a su valor y dignidad inherentes. Como la situación original (según la he definido) no incluye esta idea o, en todo caso, no la incluye explícitamente, la argumentación en favor de la justicia como imparcialidad puede considerarse incorrecta. Yo creo, sin embargo, que si bien los principios de la justicia sólo serán efectivos si los hombres tienen un sentido de justicia y se respetan, por tanto, unos a otros, el concepto del respeto o del valor intrínseco de las personas no es base adecuada para llegar a esos principios. Son estas ideas, precisamente, las que requieren una interpretación. La situación es análoga a la de la benevolencia: sin los principios del derecho y de la justicia, los objetivos de la benevolencia y los requerimientos del respeto son indefinidos; presuponen estos principios como ya independientemente derivados (§ 30). Sin embargo, una vez que se dispone de la concepción de la justicia, las ideas de respeto y de dignidad humana pueden adquirir un significado más definido. Entre otras cosas, el respeto a las personas se demuestra tratándolas de modo que ellas puedan ver justificado. Pero se halla más manifiesto aún en el contenido de los principios a los cuales recurrimos. Así, respetar a las personas es reconocer que poseen una inviolabilidad fundada en la justicia, que ni siquiera el bienestar de la sociedad en conjunto puede atropellar. Esto significa que la pérdida de la libertad por parte de algunos no se compensa por el hecho de que otros gocen de un mayor bienestar. Las prioridades lexicales de la justicia representan el valor de las personas del que Kant dice que es superior a todo precio.[35] La teoría de la justicia ofrece una versión de estas ideas, pero no podemos partir de ellas. No hay modo de evitar las complicaciones de la situación original o de alguna interpretación similar si nuestros conceptos del respeto y la base natural de la igualdad han de ser presentadas sistemáticamente.

Estas observaciones nos hacen volver a la convicción de sentido común, que hemos señalado al principio, de que la justicia es la primera virtud de las instituciones sociales (§ 1). He tratado de exponer una teoría que nos permita comprender y valorar estos sentimientos acerca de la primacía de la justicia. El resultado es la justicia como imparcialidad: articula estas opiniones y mantiene su tendencia general. Y aunque no es, naturalmene, una teoría plenamente satisfactoria, ofrece, en mi opinión, una alternativa a la interpretación utilitaria que durante tanto tiempo ha ocupado el lugar preeminente en nuestra filosofía moral. He tratado de presentar la teoría de la justicia como una doctrina sistemática viable, de modo que la idea de elevar al máximo el bien no mantenga el predominio por omisión. La crítica de las teorías teleológicas no puede avanzar fructuosamente de modo fragmentario. Debemos tratar de construir otro tipo de interpretación que tenga las mismas virtudes de claridad y de sistema, pero que facilite una interpretación más diferenciadora de nuestras sensibilidades morales.

Por último, podemos recordar que la hipotética naturaleza de la situación original invita a preguntar: ¿por qué hemos de tener algún interés en esto, moral o de otra índole? Recordemos la respuesta: las condiciones incorporadas a la descripción de esta situación son unas condiciones que nosotros, realmente, aceptamos. O, si no las aceptamos, podemos persuadirnos de hacerlo mediante las consideraciones filosóficas del tipo ocasionalmente introducido. Cada aspecto de la situación original puede tener una explicación que lo confirme. Así, lo que hacemos es combinar en una sola concepción la totalidad de condiciones que, tras la debida reflexión, estamos dispuestos a reconocer como razonables en nuestra conducta para con los demás (§ 4). Una vez que hemos captado esta concepción, podemos en cualquier momento mirar al mundo social desde el punto de vista requerido. Basta razonar de ciertas maneras y seguir las conclusiones alcanzadas. Este punto de vista es también objetivo y expresa nuestra autonomía (§ 78). Sin combinar a todas las personas en una sola, sino reconociéndolas como distintas y separadas, nos permite ser imparciales, incluso entre personas que no son contemporáneas, sino que pertenecen a muchas generaciones. Así, observar nuestro lugar en la sociedad desde la perspectiva de esta situación es observarlo sub specie aeternitatis: es contemplar la situación humana, no sólo desde todos los puntos de vista sociales, sino también desde todos los puntos de vista temporales. La perspectiva de la eternidad no es una perspectiva desde un cierto lugar más allá del mundo, ni el punto de vista de un ser trascendente; más bien, es una cierta forma de pensamiento y de sentimiento que las personas racionales pueden adoptar en el mundo. Y, al hacerlo así, pueden, cualquiera que sea su generación, integrar en un solo esquema todas las perspectivas individuales, y alcanzar en conjunto unos principios reguladores que pueden ser confirmados por todos, al vivir de acuerdo con ellos, cada uno desde su propio punto de vista. La pureza de corazón, si pudiera alcanzarse, consistiría en ver claramente y en actuar con indulgencia y dominio propio desde esta posición.

[Notas]


[1] La cuestión de la compatibilidad de la autonomía y de la objetividad es revisada por H. D. Aiken en su ensayo “The Concept of Moral Objectivity”, en Reason and Conduct (Nueva York, Alfred Knopf, 1962), pp. 134-170. Véase también Huntington Terrell, “Moral Objectivity and Freedom”, Ethics, vol. 76 (1965), pp. 117-127, para un análisis con el que me declaro en deuda.

[2] Véase Aiken, ibid., pp. 162-169.

[3] El concepto de sociedad privada, o algo semejante, se encuentra en muchos sitios. Son bien conocidos los ejemplos en Platón, La República, pp. 369-372, y en Hegel, Filosofía del Derecho, §§ 182-187, bajo el epígrafe de sociedad civil. El hábitat natural de este concepto se encuentra en la teoría económica (equilibrio general), y el análisis de Hegel refleja su lectura de Adam Smith, La riqueza de las naciones.

[4] Esta idea debió de ocurrírseles a muchos y se halla implícita, seguramente, en numerosas obras. Pero sólo he podido encontrar unas pocas formulaciones definidas de ella, tal como se expresa en esta sección. Véase Wilhelm von Humboldt, The Limits of State Action, ed. J. W. Burrow (Cambridge, The University Press, 1969), pp. 16 ss., para una clara exposición. Dice: “Cada ser humano, por lo tanto, sólo puede actuar con una facultad dominante en un momento dado; o, mejor dicho, el conjunto de nuestra naturaleza nos dispone, en un momento dado, a una determinada forma de actividad espontánea. Parecería, pues, seguirse de esto, que el hombre está inevitablemente destinado a cultivarse en un sentido parcial, toda vez que al dirigir sus energías a una multiplicidad de objetos lo único que hace es debilitarlas. Pero el hombre puede evitar esta unilateralidad intentando unir las distintas facultades de su naturaleza —en general, ejercidas separadamente—, integrando en una espontánea cooperación, en cada periodo de su vida, los mortecinos destellos de una actividad, y los que el futuro alumbrará, y esforzándose por incrementar y diversificar los poderes con que trabaja, combinándolos armoniosamente, en lugar de buscar la simple variedad de objetos para su ejercicio por separado. Lo que se consigue, en el caso del individuo, con la unión del pasado y del futuro con el presente se produce en la sociedad mediante la mutua cooperación de sus diferentes miembros; porque, en todas las etapas de su vida, cada individuo sólo puede llevar a cabo una de las perfecciones que representan los posibles rasgos del carácter humano. Es, por lo tanto, a través de una unión social, basada en las necesidades y capacidades internas de sus miembros, como cada quien es capaz de participar en los ricos recursos colectivos de todos los demás” (pp. 16 ss.). Como claro ejemplo para ilustrar este concepto de la unión social, podemos considerar un grupo de músicos, cada uno de los cuales podría haberse preparado para tocar tan bien como los demás cualquier instrumento de la orquesta pero, mediante una especie de acuerdo tácito, cada quien se propuso perfeccionar sus facultades sólo en el instrumento elegido, de modo que así se realizan las facultades de todos en sus ejecuciones conjuntas. Esta idea ocupa también un lugar fundamental en la obra de Kant, “Idea para una historia universal”, en Kant’s Politics Writings, ed. Hans Reiss y trad. de H. B. Nisbet (Cambridge, The University Press, 1970). Véase pp. 42 ss., donde dice que cada individuo tendría que vivir durante un dilatado periodo si tuviera que aprender a utilizar completamente todas sus capacidades naturales, y esto, por lo tanto, requeriría tal vez una incalculable serie de generaciones de hombres. No he podido encontrar esta idea expresamente expuesta donde habría sido de esperar: por ejemplo, en las Cartas sobre la educación estética del hombre, de Schiller, especialmente en las cartas sexta y vigésimo séptima. Creo que tampoco en los primeros trabajos de Marx, particularmente en los Manuscritos económicos y filosóficos. Pero Shlomo Avineri, en su The Social and Political Thought of Karl Marx (Cambridge, The University Press, 1969), pp. 231 ss., considera que Marx formula un concepto semejante. Sin embargo, en mi opinión, Marx tiende a enjuiciar la sociedad plenamente comunista como una sociedad en la que cada persona realiza completamente su naturaleza, en la que expresa todas sus facultades. En todo caso, es importante no confundir la idea de la unión social con el alto valor asignado a la diversidad y a la individualidad humanas, tal como se encuentra en la obra de Mill, On Liberty, cap. III, y en el romanticismo alemán; véase A. O. Lovejoy, The Great Chain of Being (Cambridge, Harvard University Press, 1936), cap. X; o con la concepción del bien como el armonioso cumplimiento de las facultades naturales por individuos (completos); ni, finalmente, con los individuos bien dotados, artistas, estadistas, etc., que lo realizan para el resto de la humanidad. Más bien, en el caso límite en que los poderes de cada quien son similares, el grupo consigue, mediante una coordinación de actividades entre iguales, la misma totalidad de capacidades latentes en cada uno. O cuando estos poderes difieren y son adecuadamente complementarios, expresan la suma de potencialidades de los miembros como conjunto en actividades que son intrínsecamente buenas, y no simplemente cooperación para una ganancia social o económica. (Sobre esto último, véase Smith, La riqueza de las naciones, lib. I, caps. I-II.) Tanto en un caso como en el otro, las personas se necesitan recíprocamente, porque sólo en la activa cooperación con los demás se realizan cumplidamente las facultades de una persona. Sólo en una unión social se completa el individuo.

[5] La metafísica de las costumbres, parte II, § 36. Aristóteles señala que la envidia y el odio como pasiones no admiten término medio; sus nombres ya implican maldad. Ética a Nicómaco, 1107a11.

[6] Para la distinción entre emulación y envidia, véase al obispo Butler, Sermons, I, en British Moralists, ed. L. A. Selby-Bigge (Oxford, 1897), vol. I, p. 205.

[7] Aristóteles, Ética a Nicómaco, 1108b1-6, caracteriza el odio como la complacencia en la mala fortuna de los otros, ya sea merecida o no. Para la idea de que el recelo, la renuencia y el odio son el reverso de la envidia, sentimientos de los envidiados que poseen lo que se desea, estoy en deuda con G. M. Foster.

[8] Este tipo de hipótesis ha sido propuesto por varios autores. Véase, por ejemplo, Nietzsche, Genealogía de la moral, I, secs. 10, 11, 13, 14, 16; II, sec. 11; III, secs. 14-16; y Max Scheler, El resentimiento. Para una discusión de la noción de resentimiento en Nietzsche, véase Walter Kaufmann, Nietzsche (Princeton, Princeton University Press, 1950), pp. 325-331.

[9] Véase, por ejemplo, Helmut Schoeck, Envy: A Theory of Social Behavior, trad. al inglés de Michael Glenny y Betty Ross (Londres, Secker and Warburg, 1969). Los capítulos XIV-XV contienen muchas referencias. En un momento, incluso Marx pensó en la primera etapa del comunismo como en la expresión de la envidia. Véase Primeros escritos.

[10] Para éste y los siguientes párrafos, debo a R. A. Schultz valiosas sugerencias.

[11] Véase Group Psychology and The Analysis of the Ego, ed. rev., trad. por James Strachey (Londres, The Hogarth Press), pp. 51 ss.

[12] Véase Rousseau, Emilio. Véase también J. N. Shklar, Men and Citizens (Cambridge, The University Press, 1969), p. 49.

[13] Véase J. S. Mill, Principles of Political Economy, ed. por W. S. Ashley (Londres, Longmans Green, 1909), p. 210. La referencia se relaciona con la primera parte del último párrafo del § 3 del cap. 1 del libro II. Si leemos este pasaje para examinar el concepto de una jerarquía de intereses conducente a un ordenamiento lexicográfico, la opinión que expreso en el texto es esencialmente de Mill. Su idea conviene con lo expuesto en el pasaje de Utilitarianism, cap. II, §§ 6-8, que ya he citado con otras referencias en la nota 23 del capítulo I.

[14] Sobre este punto, véase Max Weber, Economía y sociedad, vol. II, pp. 435 ss., 598 ss. de la ed. de Guenther Roth y Claus Wittich (Nueva York, Bedminster Press, 1968). Véase también pp. 490-499 de la misma ed., para comentarios generales sobre lo que esperan de las religiones los distintos estratos sociales. Consúltese asimismo Ernst Troeltsch, La enseñanza social de las iglesias cristianas, vol. I, pp. 120-127, 132 ss. 134-138, de la edición de Londres George Allen and Unwin, 1931; y Scheler, El resentimiento, pp. 56 ss.

[15] Para este punto, véase Anthony Kenny, “Happiness”, Proceedings of the Aristotelian Society, vol. 66 (1965-1966), pp. 101 ss.

[16] Especialmente, por Aristóteles, Ética a Nicómaco, 1907a15-b21. Para un análisis de la definición de felicidad por Aristóteles, véase W. F. R. Hardie, Aristotle’s Ethical Theory (Oxford, The Clarendon Press, 1968), cap. II.

[17] Para estas dos cortapisas, véase Kenny, “Happiness”, pp. 98 ss.

[18] La terminología de fines “dominante” e “inclusivo” es de W. F. R. Hardie, “The Final Good in Aristotle’s Ethics”, Philosophy, vol. 40 (1965). En su Aristotle’s Ethical Theory no se atiene a esta utilización.

[19] Véase Los ejercicios espirituales, La Primera Semana, “Principio y Fundamento”; y La Segunda Semana, “Tres ocasiones en las que se puede hacer una elección prudente”.

[20] Summa Contra Gentiles, lib. III, cap. XXV.

[21] El ejemplo esclarecedor es de C. D. Broad, Five Types of Ethical Theory (Londres, Routledge and Kegan Paul, 1930), pp. 186 ss.

[22] The Methods of Ethics, 7ª ed. (Londres, Macmillan, 1907), pp. 405-407, 479.

[23] Como observa Broad en Five Types of Ethical Theory, p. 187.

[24] En Methods of Ethics, p. 127, Sidgwick niega que el placer sea una cualidad mensurable de la emoción, cualquiera que sea su relación con la volición. Dice que ésta es la interpretación de algunos autores, pero que él no puede aceptarla. Define el placer “como una emoción que, cuando la experimentan seres inteligentes, es, por lo menos, percibida como deseable, o —en casos de comparación— preferibles”. Parecería que la interpretación que aquí rechaza es la que después acepta como criterio final para introducir coherencia entre los fines. Véanse pp. 405-407, 479. Por otra parte, el método hedonista de elección ya no da instrucciones que se puedan seguir.

[25] Ética a Nicómaco, 1169a17-26.

[26] The Life of Reason in Common Sense (Nueva York, Charles Scribners, 1905), pp. 237 ss.

[27] Así, a la objeción de que la teoría del precio tiene que fallar porque trata de predecir lo impredecible, o sea, las decisiones de una persona con la voluntad libre, responde Walras: “En realidad, nunca hemos intentado predecir decisiones tomadas en condiciones de perfecta libertad; sólo hemos tratado de expresar los efectos de esas decisiones en términos matemáticos. Según nuestra teoría, se supone que cada comerciante puede determinar su utilidad o las curvas de carestía como le plazca”. Elements of Pure Economics, trad. William Jaffé (Homewood, Ill., Richard D. Irwin, 1954), p. 256. Véase también P. A. Samuelson, Foundations of Economic Analysis (Cambridge, Harvard University Press, 1947), las observaciones de las pp. 90-92, 97 ss. y R. D. Luce y Howard Raiffa, Games and Decisions (Nueva York, John Wiley and Sons, 1957), pp. 16, 21-24, 38.

[28] Véase The Philosophical Investigations (Oxford, Basil Blackwell, 1953). El razonamiento contra el postulado de experiencias especiales se hace mediante muchos ejemplos diferentes. Para la aplicación al placer, véanse las observaciones de G. E. M. Anscombe, Intention (Oxford, Basil Blackwell, 1957). Dice Anscombe: “Podríamos adaptar una observación de Wittgenstein acerca del significado y decir que ‘el placer no puede ser una impresión, porque ninguna impresión podría tener las consecuencias del placer’. [Los empíricos británicos] decían que, cuando pensaban en algo con especial contento o deseo, era el momento, evidentemente, de hacer cualquier otra cosa” (p. 77). Véase también Gilbert Ryle, “Pleasure”, Proceedings of the Aristotelian Society, sup. vol. 28 (1954), y Dilemas (Cambridge, The University Press, 1954), cap. IV; Anthony Kenny, Action, Emotion and Will (Londres, Foutledge and Kegan Paul, 1963), cap. VI; y C. C. W. Taylor, “Pleasure”, Analysis, vol. supl. (1963). Estos estudios presentan la interpretación que parece más correcta. En el texto, trato de explicar la motivación desde el punto de vista de la filosofía moral de la llamada concepción del placer de los empíricos británicos. Desde luego, doy por supuesto que se trata de una falacia, como lo han demostrado, en mi opinión, los autores mencionados.

[29] Véase Utilitarianism, cap. IV. Este discutidísimo capítulo, y especialmente el párrafo 3, es notable por el hecho de que Mill parece creer que, si puede establecer que la felicidad es el único bien, ha demostrado que el principio de utilidad, es la norma de lo justo. El título del capítulo se refiere a la prueba del principio de utilidad; pero lo que se nos da es un razonamiento en el sentido de que sólo la felicidad es buena. Pero nada se deduce, hasta ahora, acerca de la concepción de lo justo. Sólo mirando atrás, al capítulo primero del ensayo, y atendiendo a la noción de Mill de la estructura de una teoría moral, según he discutido en el § 8 y descrito antes en el texto, es como podemos hallar todas la premisas a cuya luz Mill consideraba que su argumento era una prueba.

[30] Véase Philippa Foot, “Moral Beliefs”, Proceedings of the Aristotelian Society, vol. 59 (1958-1959), p. 104. Debo mucho a este ensayo, aunque no lo he seguido en todos los aspectos.

[31] Véase Foot, ibid., p. 104.

[32] Methods of Ethics, pp. 246-253, 499.

[33] Véase Foot, ibid., pp. 99-104.

[34] La interpretación aquí propuesta concuerda con la descripción del §9 que sigue a “Outline for Ethics” (1951). Pero utiliza la concepción de la justificación que se encuentra en W. V. Quine, Word and Object (Cambridge, M. I. T. Press, 1960), cap. 1 passim. Véase también su Ontological Relativity and Others Essays (Nueva York, Columbia University Press, 1969), Ensayo 4. Para un desarrollo de esta concepción que incluya explícitamente el pensamiento y el juicio morales, véase Morton White, Toward Reunion in Philosophy (Cambridge, Harvard University Press, 1956), III parte, especialmente pp. 254-258, 263, 266 ss.

[35] Véase Fundamentación de la metafísica de las costumbres, vol. IV.