El cuerpo de Bonkowski Pachá permanecía cubierto bajo montones de hielo traído desde la cocina, en un almacén situado dos plantas por debajo de la ventana ante la que estaba el escritorio donde en esos momentos Pakize Sultan redactaba sus cartas. Tras el asesinato, unos funcionarios llevaron primero el cadáver al hospital Theodoropoulos, pero cuando comprobaron que estaba totalmente ocupado por enfermos de peste, el gobernador emitió una segunda orden para que lo trasladaran a la sede de la gobernación y lo ocultaran allí. El gobernador deseaba un funeral multitudinario para el inspector jefe, pues así apaciguaría tanto a las facciones disidentes de la isla como a Abdülhamit y a la burocracia de Estambul, además de intimidar a los perpetradores del crimen.
El gobernador acudió a la plaza Hrisopolitissa en el momento en que tuvo noticia del suceso y quedó profundamente impresionado al ver el cadáver de Bonkowski Pachá maltratado con tanta crueldad, cubierto de sangre y con el rostro desfigurado e irreconocible, así que en cuanto volvió a su despacho comenzó a ordenar detenciones. En los dos días transcurridos hasta la llegada del damat doctor a la isla, ya había arrestado a cerca de veinte sospechosos de tres facciones diferentes.
En cumplimiento de las órdenes llegadas de Estambul, el gobernador convocó al damat Nuri y al director del servicio de inteligencia, Mazhar Efendi, para tratar de estos asuntos antes de que dieran comienzo las reuniones del Comité de Cuarentena.
—Estoy convencido de que este crimen es fruto de un complot —comenzó el gobernador—, y nos resultará imposible detener esta epidemia si no aclaramos antes la muerte de Bonkowski Pachá y descubrimos y atrapamos a quienes estén detrás de su asesinato. Su Majestad es de la misma opinión, por lo que les ha encargado a ustedes la misión de trabajar en ambos frentes. De hecho, los cónsules no les tomarán en serio si no tienen en consideración el aspecto político del asunto.
—La mitad de nuestro trabajo en la organización de la cuarentena del Hiyaz fue de carácter político.
—Entonces empezamos a entendernos —repuso el gobernador—. Incluso lo que a simple vista parece que no tiene nada que ver con la política, puede ocultar bajo la superficie todo tipo de complots y oscuras intenciones. Si me lo permiten, déjenme explicarles el delicado problema que me cayó encima el primer día de llegar a la isla y ocupar este cargo hace ya cinco años.
»Por aquellos días, cada una de las cuadrillas de barqueros y porteadores que salían al encuentro de los barcos que venían al puerto trabajaba bajo la supervisión de una empresa naviera extranjera distinta. Por ejemplo, la compañía Lloyd’s solo trabajaba con el capataz Aleko el Bigotudo, mientras que Pantaleon solo lo hacía con la cuadrilla de barqueros y porteadores de Kozma Efendi; y ambas navieras solo les daban trabajo a estos hombres. El representante de Thomas Cook, una de las compañías más importantes, era miembro de una de las familias rums más antiguas del lugar, los Theodoropoulos, por lo que solo trabajaban con el barquero Istepan Efendi y sus hombres.
»Al tiempo que actuaban como representantes de las compañías navieras, estos acaudalados rums ejercían también como vicecónsules de países extranjeros. El representante de la compañía Messageries Maritimes, el grecochipriota Andon Hampuri, era el cónsul de Francia, y aún lo es hoy día. El agente de la naviera Lloyd’s, monsieur Franguli, rum de Creta, era el vicecónsul del Imperio austro-húngaro y de Alemania, y el delegado de la compañía Fraissinet, monsieur Takela, era el de Italia. Aunque, por supuesto, todos insisten en que se dirijan a ellos con el más ostentoso título de “cónsul”. Por aquel entonces, todos aquellos representantes de navieras despreciaban a los capataces musulmanes, los seyit, tachándolos de gente ruda e ignorante y aprovechando cualquier excusa para no darles trabajo ni a ellos ni a sus cuadrillas. La descarga de todos los barcos que arribaran al puerto, fueran de bandera otomana o no, debería haberse asignado a todos los barqueros y porteadores por igual. Pero los barqueros musulmanes trabajaban mucho menos y a veces se veían obligados a vender sus botes para poder subsistir. Cuando quise proteger a los porteadores musulmanes, comenzaron a enviar escritos a Su Majestad y al Palacio Imperial para intentar desacreditarme. Y publicaron en sus periódicos: “Cuando el Estado empieza a hacer distinciones entre sus ciudadanos basadas en la religión, y favorece a un grupo religioso frente a otros, el Imperio comienza a desmoronarse”. ¿Comparten ustedes esta idea?
—Tal vez un poco, Excelencia… Todo es cuestión de medida.
—Pero ellos favorecen a los cristianos deliberadamente. ¿No resulta significativo que nuestro sultán no tomara en cuenta todas aquellas denuncias contra mí y me mantuviera en el cargo aquí, cuando a todos los gobernadores los cambian constantemente de destino? Por lo visto, Su Majestad encontró apropiado que en aquel incidente yo no cediera a la presión de los cónsules. Pues bien, está claro que el asesinato del químico jefe es una respuesta a todo aquello, y también al conocido como Incidente del Barco de Peregrinos.
»En mi opinión, detrás de este crimen se encuentran Ramiz, hermanastro del jeque Hamdullah, y Memo el Albanés, el esbirro que utiliza para asaltar y saquear los pueblos rums de la isla. Esa gente hará todo lo posible para señalar a los médicos cristianos como el enemigo y para provocar el conflicto entre cristianos y musulmanes. No se les ocurre pensar que, si estalla ese conflicto que buscan, la situación para los musulmanes en la isla podría ser muchísimo peor. Estamos muy cerca de averiguar quién decidió el asesinato, a quién se lo encargaron y qué ideas tenían en esas cabezas huecas. Mazhar Efendi les hará hablar a todos ellos en la mazmorra y estoy seguro de que conseguirá que incriminen a otros también.
—Pero, excelencia, ¡usted ya ha decidido quiénes son los culpables!
—Su Majestad quiere que solucionemos esto inmediatamente. Cree que si no castigamos pronto a los que han planeado y ejecutado este acto deleznable, el Estado ofrecerá una imagen de debilidad y no se podrán aplicar las medidas de cuarentena.
—¡Pero es imperativo que arrestemos y condenemos a los verdaderos asesinos, o al menos a quienes lo planearon!
—¡Según mi lógica, los nacionalistas griegos no tienen nada que ver con este crimen! —exclamó el gobernador—. Ellos no quieren que la población rum de la isla muera por la peste, lo cual significa que habrían apoyado a Bonkowski Pachá para que acabara con la epidemia, y por eso nunca se les habría pasado por la cabeza matarlo. Usted es un médico joven y brillante que se ha ganado la confianza del sultán. Voy a hablarle sin rodeos por el bien supremo de nuestro país: Su Majestad el sultán envió primero a un químico cristiano. Y ahora está muerto. Eso pesa sobre mi conciencia. Después nos ha enviado a un médico musulmán. Yo, por mi parte, pondré especial cuidado en protegerlo y tomaré todas las precauciones necesarias para ello. Pero usted deberá escucharme con atención.
—Soy todo oídos, Excelencia.
—¡No solo deberá tener cuidado con los cónsules! Si cualquier periodista, ya sea rum o musulmán, se le acerca con alguna excusa (por ejemplo, mañana durante el funeral), deberá negarse rotundamente a concederle una entrevista. Los periódicos que se publican en rum, todos sin excepción, actúan bajo las órdenes del cónsul de Grecia. En cuanto se produzca cualquier situación de inestabilidad, el objetivo último de los rums es recurrir a la ayuda de las potencias internacionales para apoderarse de la isla o, por lo menos, desmembrarla del Imperio otomano, como ya hizo en el caso de Creta. También publicarán bulos y falsedades. Y si yo los acusara de difundir noticias falsas y calumnias y les exigiera explicaciones, los cónsules enviarían inmediatamente telegramas de queja a sus embajadores en Estambul, quienes a su vez remitirían esas quejas a la Sublime Puerta y el Mabeyn. Entonces, la Sublime Puerta y el Mabeyn intentarían calmarlos un poco, pero luego me enviarían un mensaje cifrado diciendo: «Deja libre al periodista rum». Así que, aunque me decidiera a clausurar uno de sus periódicos, no pasaría mucho tiempo antes de que se volviera a publicar, tal vez con otro nombre pero con el mismo equipo y en la misma imprenta, y yo me vería obligado a hacer la vista gorda.
»Nuestra isla no es un lugar tan estricto como Tesalónica, Esmirna o Estambul. Mantengo buenas relaciones con esos periodistas, y cuando me cruzo por la calle con ellos después de haberlos soltado, les digo en broma: “Espero que te recuperes pronto”. Por supuesto, tenemos detectives e informadores en todos esos periódicos, incluyendo los que se publican en turco. Aun así, si surgiera el tema y oye a algún cónsul afirmar que los ortodoxos aquí son mayoría, ¡usted proteste! En nuestra isla hay aproximadamente el mismo número de cristianos y de musulmanes. De hecho, esa es la verdadera razón por la que el abuelo de su esposa, el difunto sultán Abdülmecit, decretó poco después del edicto del Tanzimat que la isla de Minguer se constituyera como una provincia separada, después de haber sido solo un modesto distrito de la provincia del Archipiélago. En todas las demás islas la proporción entre musulmanes y cristianos era de uno a diez, mientras que aquí es casi la misma. Y el motivo de esto reside en que nuestros antepasados cargaban barcos con los miembros de las tribus rebeldes del Imperio y los seguidores de grupos religiosos insumisos, los traían a la isla y los desterraban a los valles y montañas del norte. Esta tradición de asentamientos forzosos, que se prolongó durante más de dos siglos y que se repitió a menudo con nuevas comunidades, es la que imprimió su sello distintivo a nuestra isla. Pero ingleses y franceses reclamaban que los otomanos pusieran fin a estas prácticas, así que el sultán Abdülmecit sorprendió a todo el mundo en 1852 con un decreto que cambió de la noche a la mañana el estatus de la isla. Por supuesto, los isleños se mostraron muy satisfechos de que su pequeño territorio se convirtiera en una provincia. Hay unos pocos más ortodoxos que musulmanes, pero eso resulta irrelevante, ya que las comunidades ortodoxas y católicas son nativas de Minguer y hablaron minguerense hasta la invasión bizantina. Todavía muchos lo hablan. La buena fortuna de nuestra isla es que la mayoría de la gente habla minguerense en sus casas, en el mercado, en todas partes, y que, como afirmó el arqueólogo Selim Sahir Bey cuando vino para extraer unas estatuas de una cueva, son descendientes directos de la antigua tribu de los minguerenses, un pueblo que se asentó aquí tras dejar hace miles de años su territorio de origen allá por el norte de lo que hoy conocemos como mar de Aral. Estoy convencido de que estos ortodoxos, que en sus casas hablan su propia lengua materna, no tienen excesivo afán por buscar cobijo bajo el ala griega. Los que sí me preocupan son las familias que hablan rum en casa y que aún preservan su identidad helénica desde los tiempos de Bizancio, así como esas nuevas generaciones de inmigrantes griegos llegados desde Atenas. En la actualidad, esas dos facciones conforman el mismo bando ideológico. Por otra parte, también tenemos algunos grupos de agitadores formados por cretenses e incluso por griegos, que han llegado a la isla en los últimos meses envalentonados por su éxito en Creta. Se han infiltrado en los pueblos rums del norte de la isla y han estado causando problemas allí, exigiendo que se les paguen a ellos los impuestos y no a los recaudadores de Su Majestad. Mañana en el funeral se los señalaré uno a uno.
—Excelencia, ¿es cierto que también ha metido en la mazmorra al ayudante de Bonkowski Pachá, el doctor İlias, que cuando menos merece el mismo respeto que él?
—¡Hemos arrestado al doctor İlias y al farmacéutico Nikiforo Bey! —exclamó el gobernador—. Estoy totalmente convencido de su inocencia, pero Bonkowski Pachá mantuvo una larga conversación con el farmacéutico el día antes de su muerte. Eso es motivo suficiente para retenerlo.
—Si enoja a los rums, excelencia, tendremos muchos problemas incluso para decretar la cuarentena.
—El doctor İlias se encontraba junto a otros testigos cuando Bonkowski Pachá desapareció de repente de la oficina de correos. Él no puede ser el culpable. Pero está tan asustado que, si le dejáramos en libertad, saldría huyendo de inmediato a Estambul. Y es nuestro principal testigo. Si cayera en sus manos, también le asesinarían para que no testificase. Ya lo han amenazado para que no hable.
—¿Y quién lo ha amenazado?
El gobernador intercambió una significativa mirada con el director de inteligencia. Luego le explicó al damat doctor que la reunión de la cuarentena no se podría celebrar hasta el día siguiente, ya que los cónsules no estaban muy por la labor.
—Evidentemente, los ciudadanos otomanos no pueden ejercer como cónsules de otros países, así que en realidad todos ellos son vicecónsules, aunque no les hace ninguna gracia que los llame así. Esa panda de tenderos, impertinentes, presuntuosos e ignorantes, montaron un escándalo diciendo que todo esto de la epidemia era una tontería solo para fastidiarme.
El hospital Hamidiye, cuya inauguración se había programado para el año anterior con ocasión del vigésimo quinto aniversario de la subida al trono del sultán, se puso en funcionamiento por orden del gobernador a pesar de no haber finalizado aún las obras y de contar con poco equipamiento. Luego, como de pasada, el gobernador les informó de que por la mañana pondrían en libertad al farmacéutico Nikiforo y al doctor İlias. Después, si así lo deseaba, el damat doctor podría ir a visitar a los pacientes acompañado por el doctor.