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Cuando la reunión del comité estaba llegando a su fin, las agencias de viajes ubicadas en la avenida Estambul y los alrededores del puerto recibieron, a través de los escribanos, la información confidencial de que a partir de la medianoche del domingo todos los pasajeros de los barcos que zarparan de la isla serían sometidos a una cuarentena de cinco días. Hasta que llegara esa fecha, solo había programados oficialmente dos barcos, pero en tres días y medio se produciría una emigración masiva de la isla.

Las compañías enviaron de inmediato telegramas a sus oficinas centrales solicitando navíos adicionales y alquilando barcos para añadir pasajes a su programación habitual. En el puerto empezó a acumularse una enorme multitud de gente que había cerrado rápidamente sus casas y corrido hasta el puerto para comprar billetes, otros que querían tantear lo que estaba pasando antes de tomar una decisión definitiva, y también había algunos (una cantidad significativa) que ya habían decidido no marcharse de la isla pero que habían acudido para curiosear. La mayoría de los que habían cerrado sus casas y empaquetado sus pertenencias para irse de la isla fuera de temporada eran las grandes familias adineradas de rums. Por ejemplo, los Aldonis, que se habían hecho de oro durante los años gloriosos del comercio del mármol de Minguer; los Hristos, los nuevos magnates del negocio del aceite de oliva; o Tomadis Efendi, pro­pietario de la galería Dafni, que importaba a la isla los cubrecamas, enaguas y manteles de mejor calidad de Tesalónica. (Había clausurado su tienda a medianoche y había enviado los productos a su residencia fuera de la ciudad para evitar que los desinfectaran y echasen a perder).

También habían acudido al puerto los hijos de algunas de las familias musulmanas más prominentes de Minguer, como Fehim Efendi, funcionario de aduanas de la estirpe de Mahmut Pachá el Ciego; o Celal, hijo de Ferit, quien de hecho vivía en Estambul pero que había venido a la isla para controlar las obras de renovación de su residencia de verano. Sin embargo, la mayor parte de la población musulmana no se inmutó ante esta primera ola de pánico. Con esto no pretendemos sugerir, como suelen hacer algunos historiadores orientalistas, que su actitud fuera producto del «fatalismo» musulmán frente a la epidemia. La realidad es más simple: la población musulmana era más pobre e inculta en comparación con los cristianos, y estaba más desconectada del mundo exterior.

Cuando los delegados del Comité de Cuarentena se estaban dispersando, estalló una tormenta con rayos y truenos que los dejó empapados a todos. Los estruendos procedentes de los negros nubarrones que habían descendido hasta rozar las torres del castillo retumbaban como si fueran vaticinios de muerte. Un relámpago de luz verdosa impactó sobre el mar en las inmediaciones del Faro Árabe, evocando por un momento en los prisioneros que lo vieron desde las troneras de la mazmorra la sensación de un recuerdo lejano. A continuación, se desató un chaparrón demencial que los más propensos al simbolismo equipararon al «diluvio universal».

Mientras los torrentes del ensordecedor aguacero fluían hacia el puerto, mezclándose con el agua sucia de los desagües, badenes y canales que corrían por el centro de las calles, los escribanos municipales estaban preparando la publicación de las medidas de cuarentena en los dos periódicos principales de la isla, uno en turco y el otro en rum. En las mismas imprentas se confeccionaron carteles con los mismos textos, en los que se anunciaban en letras enormes las palabras PESTE y CUARENTENA, y que serían colgados por todas las paredes de la ciudad. Un cartel elegantemente ilustrado informaba a los ciudadanos de que el municipio pagaría seis kuruş de plata por cada rata muerta.

El director de cuarentenas Nikos y el gobernador sabían que muchos tenderos esconderían sus productos para evitar que quedaran arruinados por los líquidos desinfectantes, y que prácticamente la mitad de los establecimientos del Mercado Viejo ya habían sido vaciados. El damat doctor envió a los bomberos desinfectadores más avezados, corpulentos y diligentes a dos vetustas tiendas de antiguallas y objetos de segunda mano de la puerta de Saraçlar en el Mercado Viejo. Los chamarileros utilizaban los solares y vertederos situados detrás de sus locales para almacenar cosas, y estaban revendiendo todo tipo de pertenencias de víctimas de la peste —relojes decrépitos, iconos orto­doxos, pipas de fumar, colchones, ropa, pantalones, sábanas y prendas de lana— que probablemente estaban infectadas con el microbio. En este tipo de tiendas también había artículos suministrados por los ladrones que entraban en las casas desocupadas, las saqueaban o incluso vaciaban por completo, por lo que ponían en letal circulación ropa, alfombras, mantas y otros productos textiles. El gobernador era de la opinión de que estos establecimientos gestionados por rums cretenses particularmente astutos y emprendedores eran focos de enfermedad, inmundicia y miseria, y de hecho albergaba desde hacía tiempo la intención de clausurarlas con alguna excusa. Hasta entonces había tenido miedo de la posible reacción de los comerciantes.

Los funcionarios de cuarentenas, provistos de máscaras y guantes, no tardaron mucho en llenar un carro con todos los objetos y productos textiles que acumulaban estos dos chamarileros y los de otras tiendas más pequeñas en calles cercanas, y los transportaron cuesta arriba hasta la colina de Dikili, avanzando penosamente a lo largo del riachuelo. Allí las autoridades municipales estaban cavando dos grandes fosas donde se arrojarían e incinerarían con cal viva todos los materiales infectados con el microbio de la peste: tejidos, géneros de lana y demás objetos.

Este tipo de prácticas, que recordaban a tiempos de epidemias de muchos siglos atrás, tenían su justificación científica. Quemar y destruir era una opción más básica y barata que recoger las posesiones de los muertos entregadas por sus asustados familiares, desinfectarlas arduamente una por una con lisol y ácido carboxílico (sustancias que no abundaban en la isla) y devolverlas a sus dueños.

Los funcionarios de cuarentenas no se dejaban conmover por las súplicas llorosas de los tenderos más codiciosos, aunque, a partir de diversas cartas de reclamación que fueron presentadas esos días, sabemos que algunos comerciantes gozaron de trato de favor. Algunos propietarios no protestaron porque, cuando confiscaron sus productos, vaciaron de arriba abajo sus locales y los desinfectaron con cal, los miembros del Comité de Daños y Perjuicios les dejaron por escrito generosas promesas de indemnización. Otros, como los zapateros y marroquineros de los alrededores del puente Viejo, ofrecieron más resistencia, pero aparte de gritar y lamentarse tampoco podían hacer mucho más. La sensación generalizada era la siguiente: «Se está utilizando la cuarentena para castigar a la población cristiana, y eso que han sido los peregrinos musulmanes los que han traído la peste a la isla».

Los funcionarios de desinfección, equipados con bombas de líquido a la espalda, voluminosas máscaras y ponchos de linóleo, ofrecían un aspecto verdaderamente aterrador. Los primeros nueve hombres reclutados, que pervivirían en los sueños y pesadillas de los niños de la isla durante años, eran bomberos ordinarios que habían recibido una formación especial para utilizar los dispositivos de bombeo. Años atrás, cuando era necesario esparcir líquidos desinfectantes mediante el uso de bombas, quien se encargaba de realizar esta labor era el equipo de apagafuegos de Minguer —que acabaron siendo conocidos popularmente como «bomberos»—, y con el paso del tiempo estas tareas de desinfección o rociamiento de líquidos les fueron asignadas de manera definitiva. Recordemos que, después del descubrimiento de las bacterias (o microbios, como los llamaba la gente), se puso de moda inventar artefactos con bombas y elegantes dispositivos llamados «espráis» para pulverizar y rociar con líquidos desinfectantes (algunos efectivos, otros no tanto) los objetos y superficies a fin de limpiarlos de gérmenes. Kiryako Efendi, el propietario de los almacenes de artículos de lujo Bazaar du Île, encargó que le trajeran de Tesalónica dos modelos distintos de pulverizador desinfectante para el hogar.

Desde el inicio de la epidemia, en las entradas de muchos edificios estatales se habían apostado funcionarios que esparcían por el aire agua desinfectante (una solución de ácido carboxílico), agua con lisol o alguna otra mezcla parecida, algo que también hacían los botones en las puertas de los hoteles Levant y Splendid. Estas precauciones iniciales —que hoy sabemos que resultaban muy poco efectivas— concienciaron a la gente de que tenía que ir con cuidado y mantener unos estándares elevados de higiene, pero también transmitieron el equívoco mensaje de «¡Que no cunda el pánico, no pasará nada!», creando la ilusión de que la epidemia era una amenaza menor de la que para protegerse bastaba con recurrir a pulverizadores e impregnarse de líquidos desinfectantes con agradable olor a perfume.

En Arkaz, durante los brotes de diarrea que cada verano se daban sobre todo en los barrios de Germe y Çite y en los tugurios cercanos al puerto, la gente estaba acostumbrada a ver a un bombero de edad avanzada que recorría penosamente las calles desinfectando con un líquido de color verde botella los retretes, los desagües y los canales saturados de aguas sucias y enfangadas a cuyo alrededor revoloteaban los mosquitos. Los niños no le tenían miedo a aquel agradable viejo que guerreaba contra la diarrea y correteaban arriba y abajo por los callejones siguiéndole los pasos. Los vecinos y los tenderos siempre estaban a disposición del anciano bombero: cuando este decía «abre», le abrían la puerta; cuando decía «muéstrame», le mostraban los recovecos y agujeros que quería inspeccionar. Todo el mundo se prestaba a ayudarle de buena gana para que llevara a cabo satisfactoriamente sus operaciones de desinfección.

Ahora la situación era justo la contraria: todo el mundo evitaba a los aterradores bomberos que desinfectaban las calles. ¿Se debía a su ominosa presencia en grupos más numerosos por todas las esquinas de la ciudad? ¿O al centelleo del sol poniente reflejándose al anochecer sobre sus dispositivos de bombeo y sus largas y negras máscaras? Los niños no se andaban con bromas ante aquellos bomberos enmascarados, y al verlos huían asustados como si hubieran visto a uno de aquellos tepegöz que portaban la peste y la propagaban por las fuentes y los pomos de las puertas. Por su parte, los taberneros, carniceros, fruteros y vendedores de siropes y bebidas no querían cooperar con ellos, sino proteger sus negocios y productos.

Pero no todos los comerciantes eran tan «espabilados». Un verdulero de la zona del mercado se había imaginado que si, crucifijo en mano, juraba que sus lechugas y pepinos procedían directamente de su huerto, los funcionarios municipales lo dejarían en paz. (Después de que fuera detenido y torturado se reveló que tenía conexiones con los separatistas griegos.) Y al ver cómo dos bomberos de poncho negro desinfectaban sin ningún miramiento su mostrador, se encolerizó tanto que cayó redondo al suelo. Kosti Efendi, el afable propietario de la tienda de siropes más apreciada de Arkaz, también había supuesto que bastaría con mostrar una sonrisa y buenas intenciones. Cuando los doctores y funcionarios de cuarentenas enmascarados entraron en su célebre establecimiento, especialmente popular entre los niños de la ciudad, el tendero quiso demostrar que sus bebidas no estaban en absoluto contaminadas llenando delante de todo el mundo cuatro vasos de sus siropes —de agua de rosas, naranja, bergamota y cereza— y bebiéndoselos uno tras otro de un trago. Pero en cuestión de segundos los funcionarios de cuarentenas y la cuadrilla de bomberos ya estaban manos a la obra vertiendo el contenido de todas las jarras de sirope y desinfectando con líquido cargado de fenol todos los rincones del es­tablecimiento. Después se presentó otro equipo para sanearlo con cal y —igual que había hecho en el Hiyaz el doctor damat con los comercios de los tenderos árabes— tapiar la puerta con planchas de madera a fin de dejarlo completamente sellado, y acto seguido se le prohibió al propietario llevar a cabo ningún tipo de actividad comercial hasta el final de la epidemia.

—¡Les regalo todos los siropes que han vertido! Pero díganme, ¿nosotros ahora de qué comeremos en casa? ¿Cómo nos las apañaremos? —preguntó Kosti Efendi.

Cuando las lamentaciones del tendero llegaron a oídos del gobernador —que seguía el desarrollo de los acontecimientos minuto a minuto desde su despacho (al igual que Abdülhamit controlaba minuciosamente todo su imperio desde el palacio de Yıldız)—, envió otro telegrama a Estambul solicitando ayuda. Y como el gobernador hacía constantemente las mismas peticiones utilizando siempre el mismo tono y las mismas expresiones, el escribano de encriptación a veces confeccionaba de memoria los mensajes sin necesidad de consultar el manual de codificación. «Solución desinfectante», «tiendas de campaña», «hornos de vacío», «médicos» y «voluntarios» eran las palabras que más figuraban en esos telegramas enviados a Estambul.

El doctor Nuri sabía por su experiencia en las epidemias vividas en otras ciudades lo rápidamente que algunos funcionarios de desinfección podían abandonar la actitud amable y compasiva propia de los antiguos bomberos de Estambul para adoptar una agresividad pendenciera, como si fueran matones. Algunos bomberos rociaban el líquido desinfectante con un movimiento de mano grácil y elegante, como si estuvieran regando flores. Otros parecían incluso estar pidiendo disculpas cuando se dirigían a los tenderos. Si se pronunciaba con el tono adecuado y en el momento apropiado, la expresión «¡Aquí no, por el amor de Dios!» podía reblandecer el corazón del bombero más diligente y hacer que pasara por alto algún rincón. Pero a veces podía ocurrir todo lo contrario. De pie en una de las entradas laterales del Mercado Viejo, el doctor Nuri presenció desde lejos la disputa que mantenían un funcionario de cuarentenas y un comerciante local: molesto por las imprecaciones del carnicero, el bombero, blandiendo el dispositivo pulverizador como si sostuviera el cañón de un fusil, se puso a fumigar con un ansia punitiva las mesas bañadas en sangre donde se despedazaban las carnes, las pieles rosáceas y amarillentas de pollos y codornices desplumados, sus pechugas, muslos y despojos, y finalmente empapó de desinfectante al carnicero y su joven aprendiz. El doctor Nuri, que había intercedido en muchas ocasiones para poner fin a las luchas que surgían entre los soldados otomanos y los tenderos y camelleros en localidades de la península Arábiga, sabía que para que la cuarentena prosperase y salvar así la ciudad era necesario minimizar este tipo de trifulcas antes de que la situación se agravara.

El gobernador pachá planeó con especial meticulosidad la desinfección del tekke del jeque Hamdullah, y para ello pidió a sus espías que trazaran un detallado mapa del interior. Antes de pasar a la acción, la cuadrilla de bomberos fue informada de dónde dormía el jeque Hamdullah y dónde oficiaba sus liturgias (dos lugares que habría que evitar a toda costa), las habitaciones de invitados, los talleres textiles de hilado, el cuarto donde se guardaba la preciada lana del tekke, las letrinas del patio y las alcobas de los derviches.

—No pidáis permiso para entrar —les dijo el gobernador pachá—, limitaos a enseñar la orden de cuarentena y poneos a desin­fectar con total naturalidad. Pero si alguien os agarra del brazo, si intentan deteneros por la fuerza, no respondáis, simplemente os retiráis al jardín. Pase lo que pase, no os metáis en peleas o discusiones, ni verbales ni físicas.

En el patio posterior de la sede de la gobernación había doce soldados fornidos del Quinto Ejército con los fusiles al hombro y a la espera de órdenes. Sus uniformes eran viejos y estaban desteñidos, aunque limpios. Habían sido escogidos porque eran de los pocos que sabían chapurrear algunas palabras en turco, y estaban bajo el mando de un veterano oficial de Sinope que, como ellos, no sabía leer ni escribir.

Con su patrulla de corpulentos soldados armados, su cuadrilla de bomberos enmascarados y un grupo de funcionarios municipales que portaban diez ratoneras recién fabricadas para regalarlas al tekke, la delegación constituía una imponente fuerza de cuarentena. Detrás de ellos iba el mayor Kâmil, a quien el doctor Nuri había encargado que los acompañara como una especie de observador. Los detalles de lo que realmente ocurrió ese día en el tekke los sabemos gracias a las explicaciones que el mayor le dio al doctor Nuri, y lo que este le contó a Pakize Sultan.

El equipo de desinfección irrumpió en el tekke como si de una redada se tratase. Antes de que los porteros, los derviches y los discípulos que rondaban cerca de la entrada del patio se dieran cuenta de lo que estaba pasando, los bomberos ya estaban sometiendo los primeros objetivos de su exhaustivo plan a una intensa lluvia de lisol de olor agrio: el taller de hilado de lana, la cocina y la puerta del patio que daba a las alcobas de los der­viches.

El altercado empezó cuando se dirigían hacia las alcobas y la pequeña mezquita de al lado, uno de los edificios más antiguos del tekke. Los porteros y guardianes encargados de proteger el recinto derribaron a uno de los bomberos más mayores y empezaron a golpearlo con bastones que habían cortado y preparado previamente. Alertados por los gritos e improperios, los discípulos se pusieron en pie, los derviches salieron de sus alcobas —algunos a medio vestir, otros sin siquiera ponerse los sombreros—, y, blandiendo azuelas de jardinería que habían cogido rápidamente, corrieron todos al patio principal del tekke para sumarse a la trifulca.

Viendo que estaba a punto de estallar una batalla campal, el comandante de los soldados árabes, desoyendo las repetidas advertencias del gobernador, decidió hacer más caso a su instinto militar y ordenó a la tropa que se preparara para combatir.

Justo en ese momento, la voz del jeque Hamdullah resonó por todo el patio.

—Sean bienvenidos, nos honra su visita —anunció.

En escuchar su voz, os acólitos, que pensaban que su líder estaba durmiendo o quizá incluso enfermo, pararon en seco y bajaron las armas. Luego el jeque se dirigió brevemente en árabe a los soldados del Quinto Ejército, recitando los versículos de la sura de Al-Hujurat (Los aposentos) del Corán que venían a decir: «Todos los creyentes son hermanos». Aunque en ese momento muchos no entendieron exactamente el significado de sus palabras, la franqueza de su voz y la dulzura de su árabe convencieron a los presentes de que cualquier enfrentamiento resultaría fútil.

Pero, mientras tanto, varios de los bomberos más diligentes seguían desinfectando las alcobas con lisol. Algunos observadores afirman que lo que enojó de verdad al jeque Hamdullah no fue que hubieran detenido a su hermanastro como principal sospechoso del asesinato de Bonkowski Pachá (el jeque creía sinceramente que Ramiz sería absuelto de toda culpa), sino que, a pesar de sus palabras conciliadoras que habían apaciguado a sus acólitos, aquellos bomberos rompieran sin ningún miramiento el cerrojo de la cámara que contenía el tesoro más preciado del tekke —su lana sagrada— y lo dejaran todo empapado con aquel líquido con lisol de olor nauseabundo.

Rociar con lisol el kenz-i mahfi («tesoro oculto», un concepto salido de uno de los hadices más conocidos) constituía una transgresión tan inaceptable, una falta de respeto tan extrema, que al enterarse de ello algunos de los ancianos más venerables de la isla fruncieron el ceño como si les acabaran de contar una mentira calumniosa, aseverando que era imposible que se hubiera producido tal aberración. El gobernador también hizo todo lo posible por transmitir el mismo mensaje a la opinión pública, temiendo que la situación se agravara. Pero aun así otros muchos estaban convencidos de que el tekke había sido injuriado, que el templo sagrado había sido profanado con lisol. Por su parte, los periodistas rums más cizañeros y los cónsules sostenían justo lo contrario: que el gobernador no había tratado con suficiente mano dura el tekke, que la desinfección debería haber sido más exhaustiva. Estas afirmaciones estaban basadas en el testimonio de un anciano bombero presente en el lugar de los hechos.

En el transcurso de la desinfección, dicho bombero había visto a dos discípulos afectados por la peste que yacían en una alcoba. Había reconocido la gravedad de su estado por los bubones en el cuello y por la aturdida expresión de sus rostros, febril y delirante. Algunos cónsules se apoyaron en estas declaraciones para bombardear Estambul con telegramas y para ejercer presión sobre el gobernador exigiéndole que acordonara cuanto antes no solo el tekke, sino el barrio entero. Pero el gobernador, convencido de que aquello colmaría la paciencia del jeque Hamdullah y desataría su ira, decidió que la mejor estrategia era la misma que había adoptado después del Motín del Barco de los Peregrinos: acallar los rumores y esperar tranquilamente a que desaparecieran. Sin embargo, en lo que todo el mundo coincidió a raíz de este incidente fue en que los soldados árabes del Quinto Ejército de Damasco, que no hablaban ni turco ni minguerense, no deberían utilizarse nunca más como fuerza de cuarentena.

Así pues, el gobernador y el doctor Nuri presionaron al mayor Kâmil para que se apresurara en la formación de un grupo de soldados, incluso un pequeño ejército, que solo se ocuparía de las labores de cuarentena. A pesar de las diversas complicaciones de los últimos tres días, y realizando una labor que a muchos les llevaría tres semanas, el mayor había logrado reclutar a catorce «soldados» de aquella pequeña fuerza de cuarentena, cuyo mando, recordemos, se le había encomendado durante la reunión del comité.

Se decidió que el cuartel general de la nueva división se instalaría dentro del recinto de la guarnición militar, en un barracón situado cerca del horno que hasta entonces había sido utilizado como almacén y que esa misma mañana se había empezado a vaciar. La oficina principal de reclutamiento del ejército otomano, ubicada en el puerto, también se cedió con carácter provisional a esta nueva División de Cuarentena. Allí el mayor dispondría de su propia mesa para llevar a cabo el registro de voluntarios. El director de cuarentenas Nikos comentó que los isleños sentían un aprecio especial por aquel encantador edificio de la época veneciana, y aseguró que muchos hombres (tanto rums como musulmanes) se alistarían en el nuevo regimiento provisional con la condición de que se les pagara un pequeño salario y pudieran volver a sus hogares por la noche.

—Dado que el cuartel general se ubicará dentro de la guarnición militar, el reclutamiento para esta División de Cuarentena seguirá las convenciones del ejército otomano y se realizará solo entre la población musulmana de la isla —declaró categóricamente el gobernador—. Su Majestad el sultán ya ha introducido todas las reformas que había prometido a las grandes potencias internacionales, encabezadas por los británicos y los franceses, y al igual que su tío y su abuelo antes que él, ha demostrado gran esfuerzo y determinación para acabar con las desigualdades existentes entre cristianos y musulmanes. Y, como consecuencia, la población cristiana del Imperio otomano ha superado a la comunidad musulmana en términos de riqueza, educación y dotes artesanales, algo que también ha sucedido en Minguer. Pero algo en lo que nuestro sultán no cedió ante las grandes potencias fue en admitir cristianos en las filas del ejército. Hoy nos hemos reunido aquí para debatir sobre la mejor forma de obligar a la gente a acatar las prohibiciones de la cuarentena; no vayamos a perder el tiempo discutiendo a gritos como si estuviéramos bregando con los cónsules.