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Como ocurría en todos los territorios del Imperio, en Minguer los litigios entre ciudadanos extranjeros se enjuiciaban en los consulados de la isla. Por ejemplo, la denuncia de impago presentada por el ciudadano francés monsieur Marcel, propietario de la librería Medit, contra un ciudadano británico (el cónsul monsieur George) fue llevada a juicio en el consulado francés, ya que el demandante era Marcel. Los pleitos entre ciudadanos extranjeros y ciudadanos otomanos se enjuiciaban en los juzgados otomanos, pero los cónsules podían participar como interventores o intérpretes. Los únicos litigios en los que el gobernador pachá podía ejercer su influencia y asegurarse el desenlace más apropiado a sus intereses eran aquellos pleitos entre ciudadanos musulmanes que trataban sobre deudas, propiedades y agresiones menores, pero le gustaba ostentar ese poder y siempre estaba dispuesto a expresar sus opiniones ante el juez.

La prensa de Estambul solía hacerse eco de los casos que implicaban a ciudadanos otomanos relacionados con asuntos más graves (asesinatos o raptos de doncellas), y por tanto Abdülhamit, siempre obsesionado con tener bajo su control todo lo que ocurría en el Imperio, ordenaba que el juicio se trasladara a los tribunales de la capital otomana. Tres años antes, el juicio al bandido Nadir, acusado de matar a dos personas al intentar raptar a una chica rum, había causado gran conmoción en Estambul gracias no solo a los esfuerzos de los cónsules locales, sino también de los embajadores en la capital. Algunos vieron este juicio como una buena oportunidad para demostrar que, aunque los otomanos habían llevado a cabo diversas reformas sobre el papel, en la práctica seguían estancados en el mismo sistema despótico y anticuado de siempre. Antes de que el gobernador pudiera intervenir en la sentencia, se trasladó al bandido a Estambul, donde fue ajusticiado discretamente en la horca en la lóbrega prisión de los barracones militares de Selimiye. Otro caso que había causado gran revuelo, y cuyo juicio se trasladó también a Estambul, fue el de Ramos Terzakis, un contrabandista recalcitrante y malcriado que, gracias al soplo proporcionado por el arqueólogo Selim Sahir, fue cazado intentando sacar de estraperlo una estatua de Venus, para lo cual había utilizado documentos falsificados en los que constaba que era un oficial consular, cuando en realidad no era más que un simple ciudadano otomano. (Al final, Abdülhamit no solo perdonó al contrabandista, sino que le recompensó con oro y con una insignia de tercer grado de la orden de Mecidiye, como solía hacer para engatusar a sus antiguos enemigos a fin de reconvertirlos en informadores a su servicio).

No obstante, aunque los diarios de Estambul habían dedicado bastante espacio a la muerte de Bonkowski Pachá, Abdülhamit no había ordenado que el juicio se llevara a cabo en Der­saadet (la capital otomana). El gobernador pachá había llegado a la conclusión de que este silencio del sultán se debía a la situación de cuarentena: probablemente el monarca tenía miedo de que las naves militares pudieran propagar la peste. Así pues, suponiendo que Abdülhamit quería que los responsables del crimen fueran castigados sin demasiado alboroto y que todo el asunto se olvidara lo antes posible, el gobernador convocó a su despacho al magistrado superior para comunicarle que el deseo de Su Majestad el sultán era que se juzgase y condenase a muerte a los tres sospechosos sin necesidad de contar con el informe definitivo de la comisión investigadora.

Esa misma tarde, transportaron a Ramiz y sus hombres en un carruaje blindado proporcionado por la guarnición militar hasta la sede de la gobernación, donde los encerraron en el calabozo del sótano. Después de hacerlos esperar un par de horas en la celda oscura y hedionda, los llevaron ante el tribunal. La actitud impávida y orgullosa de Ramiz, quien, a pesar de las torturas a las que había sido sometido durante los interrogatorios, en ningún momento había confesado su culpabilidad en el crimen que se le imputaba (algo poco habitual), suscitó bastante respeto en el juez enviado desde Estambul dos meses atrás, aunque tanta petulancia también acabó irritándolo un poco. Y, a diferencia de tantos otros, las torturas no habían afeado en absoluto al apuesto Ramiz, alto y de ojos verdes.

La acusación recurrió a los viejos informes redactados por los espías y detectives del servicio de inteligencia, donde se acumulaban los diversos crímenes que Ramiz había perpetrado contra el Imperio otomano y el gobernador a lo largo de los años: sus vínculos con los habitantes de los pueblos del norte, en su mayoría furiosos aún por el Incidente del Barco de los Peregrinos; sus numerosas confrontaciones con la gendarmería; y su apoyo al bandido Memo, responsable de incontables ataques contra los pueblos rums de la isla (y a quien el gobernador también respaldaba secretamente). Toda esa documentación fue presentada como evidencia de que Ramiz contaba con la motivación y el temperamento necesarios para asesinar a Bonkowski Pachá, y no se admitió como prueba de su inocencia que, mientras se cometía el crimen, muchos testigos lo hubieran visto claramente en público. La acusación sostenía que los hombres de Ramiz habían sido alertados de la posible llegada del célebre químico a los barrios y calles donde había mayor concentración de tekkes y hocas que repartían papeles bendecidos. El móvil de Ramiz para llevar a cabo el asesinato era su deseo de sabotear la inevitable cuarentena y de avivar los conflictos sociales y religiosos en la isla. Esto obligaría a las potencias occidentales a intervenir en Minguer para arrebatarle la provincia al Imperio otomano, como había sucedido con Creta. Ramiz, que apoyaba las incursiones de las guerrillas musulmanas contra los pueblecitos rums precisamente por la razón contraria, ni siquiera se dignó dar réplica a esas acusaciones.

Cuando le preguntaron si tenía unas últimas palabras que alegar ante el tribunal, dijo:

—Ninguna de esas calumnias ni las torturas a las que me habéis sometido tienen que ver con la política. Yo soy víctima de esta conjura por el mero hecho de haberme interesado por una joven. Todo esto no es más que una cuestión de amor y envidias.

—¡Se estaba refiriendo a Zeynep! —exclamó Pakize Sultan cuando su marido le relató lo que había dicho Ramiz—. ¿El mayor estaba presente?

El damat Nuri le explicó que el mayor Kâmil estaba en la sala cuando se dictó la sentencia, pero que no se le había visto en todo el juicio. Lo que más interesaba a Pakize era sin duda la historia de amor entre el mayor y Zeynep. Pero el alegato final de Ramiz los había sorprendido a ambos, ya que la imagen que todo el mundo les había pintado de aquel hombre era la de un matón y un bravucón sin sentimientos.

Marido y mujer comentaron en su habitación los últimos acontecimientos relacionados con la búsqueda del asesino de Bonkowski Pachá. Los funcionarios asignados a la comisión investigadora estaban centrando sus pesquisas —presionados por el gobernador— en el círculo de Ramiz, en los discípulos de los tekkes de Terkapçi y Halifiye y en los comerciantes que solían frecuentarlos. Pero hasta el momento habían sido incapaces de dar con ninguna prueba concluyente.

El damat doctor opinaba que los prejuicios políticos del gobernador estaban nublándole el juicio y le impedían considerar otros posibles escenarios. No le interesaban en absoluto los detalles y las realidades palpables, por lo cual estaba cometiendo un terrible error de método. Según la lógica analítica tan politizada del gobernador, ¡la persona que había ordenado el ase­sinato de Bonkowski Pachá bien podría haber sido el cónsul griego Leonidis, quien deseaba que la epidemia fuese a peor! O el responsable podría ser cualquiera de los otros cónsules, alguien lo suficientemente listo para anticipar que todo el mundo señalaría como culpable a gente como Ramiz.

En aquellos días, Pakize Sultan y su marido dedicaron gran parte de su tiempo a hablar del asesinato de Bonkowski Pachá, intentando resolverlo mediante el uso de la lógica deductiva como si fueran los protagonistas de las novelas detectivescas que tanto le gustaban a Abdülhamit. Pero a veces Pakize Sultan se dejaba arrastrar demasiado por el odio que sentía hacia su tío, y se sumía en una irracionalidad excesivamente emocional que no habría sido en absoluto del agrado de Sherlock Holmes. Dejando a un lado la lógica, llegaba a la conclusión drástica y brusca de que el verdadero artífice del crimen no era otro que el perverso sultán. En una ocasión llegó a arremeter directamente contra su marido diciéndole que le parecía absurdo y denigrante que se negara a aceptar la realidad de la implicación de Abdülhamit, solo para seguir recreándose en su fantasía de ejercer de gran detective para su tío.

—¡Debo decir que no salgo de mi asombro! ¿Cómo es posible que todavía sea incapaz de ver que siempre es él quien está detrás moviendo los hilos? —dijo—. Y ahora le está echando la culpa a otros, como hizo con el asesinato de Mithat Pachá. Es usted muy ingenuo, la verdad…

Sintiéndose dolido y abatido por vez primera desde que se habían casado —hasta entonces, su mujer nunca le había hablado en ese tono—, el doctor Nuri salió apresuradamente de la habitación. Cuando estaba absorto en sus pensamientos, le gustaba perderse por las calles, prestar oídos al silencio insólito de la ciudad, comprobar por sí mismo los estragos de la enfermedad y las señales de la epidemia, y observar los remedios y soluciones que la gente adoptaba para sobrevivir a aquel calvario. A esas alturas era evidente, incluso en el murmullo de los árboles mecidos por la brisa, que todo el mundo estaba atemorizado. Al­gunas puertecitas de los patios de las casas parecían haber sido cerradas y selladas, pero un vistazo a las ventanas abiertas del primer piso revelaba la presencia de gente en su interior. Flotaba una sensación pesada en el ambiente, casi como un espíritu cerniéndose sobre las calles, en la que el temor suscitado por la propagación de la epidemia se mezclaba con las acciones del asesino. El doctor Nuri reparó en que algunos vecinos habían sacado a los patios cacharros de cocina, baúles de viaje y vajillas; en otro patio vio a un padre y un hijo afanándose en lo que parecían labores de reparación y carpintería. Pensó que quizá estaban preparándose para una posible escalada de la epidemia, y que planeaban encerrarse dentro de la casa tapiando la puerta con clavos. Mientras examinaba los objetos más ordinarios de la ciudad —poleas de pozos, picaportes, lámparas de gas, una estora abandonada al sol—, el doctor Nuri albergaba la esperanza de comprender algo sobre la enfermedad y la epidemia de lo que nadie se había percatado aún, algo que resultara tan obvio que nadie se había fijado en que estaba allí mismo.

Tenía la sensación de que resolver el crimen y frenar la epidemia eran dos caras de una misma moneda, algo que querría explicarle al gobernador pachá. Pero al anochecer, cuando fue a verlo de nuevo a su despacho, solo fue capaz de preguntarle lo que más le perturbaba moralmente sobre el veredicto del juez.

—Querido pachá…, ¿realmente cree que ese hombre es el verdadero asesino? ¿Y si solo ha dicho «Sí, lo hice yo» porque no ha podido soportar los durísimos interrogatorios?

—Sabe tan bien como yo, por los comunicados imperiales que han llegado a mi despacho y por los telegramas que le han enviado a usted, que Su Majestad el sultán nos está exigiendo la condena inmediata del asesino, ¡y eso es algo que no admite discusión! —dijo el gobernador pachá—. Por eso lo enviaron a usted aquí de inmediato, claro. Si en una provincia se comete un asesinato y la investigación se prolonga y complica demasiado, al final Estambul y el sultán acaban interfiriendo y la gobernación pierde el derecho a actuar de manera autónoma. En otros tiempos, si en una situación como esta yo hubiera declarado que «¡Estoy buscando al responsable, pero no lo encuentro!», esta declaración se habría visto como una confesión de mi incompetencia y una prueba de que he perdido el control de la provincia, y me habrían destituido automáticamente. Es más, algunos de los antiguos sultanes quizá incluso habrían interpretado esas palabras como una muestra de subversión por mi parte, una señal de que estaba desafiando su autoridad amparando a criminales, ¡y al final me habrían cortado el cuello!

—Está hablando de cosas del pasado. Una de las ideas fundamentales de las reformas del Tanzimat es que los ciudadanos individuales, y no las comunidades, son los responsables de sus acciones. Y ese es el motivo principal por el que Su Majestad me envió aquí.

—En un asunto tan crucial como este, es el Estado el que debe dictaminar quién es culpable —dijo el gobernador—. De lo contrario, las minorías que controlan aspectos menores de la isla pero también gran parte de la actividad mercantil intentarán aprovecharse de la situación. En cualquier caso, nosotros ya hemos capturado a los asesinos. Y ellos han admitido claramente su culpabilidad.

—Así no es como el sultán desea que encontremos al responsable de la muerte de Bonkowski Pachá.

—Está hablando como si supiera más que nosotros sobre qué desea Su Majestad… y cómo lo desea.

—En efecto —dijo el damat doctor—. Lo que quiere Su Ilustre Majestad es que encontremos al verdadero asesino de Bonkowski Pachá tal como Sherlock Holmes lo haría, examinando de manera minuciosa todos los detalles del crimen y resolviendo el caso sobre la base de evidencias constatables. Y no mediante torturas y palizas.

—¿Quién es ese Sherlock Holmes?

—Es un detective inglés que resuelve los casos recogiendo primero las pruebas que se encuentran en el escenario del crimen, y luego, en la tranquilidad de su casa, descubre vínculos entre ellas haciendo uso de la razón para desentrañar el misterio. Su Majestad desea que resolvamos este asesinato como lo hacen los europeos, siguiendo todas las pistas que nos llevarán hasta el criminal.

—Puede que Su Ilustre Majestad reconozca la pericia y los logros de los ingleses…, pero más allá del respeto, no se crea usted que le hacen demasiada gracia. Téngalo también en cuenta cuando hable de lógica.

Nos gustaría añadir, para provocar la curiosidad de nuestros lectores, que esas últimas palabras del gobernador tendrían algo de profético.