En las últimas horas del día anterior a que se implantara la cuarentena a los barcos, había tal aglomeración de gente en el puerto que las tiendas de la avenida Estambul no cerraron hasta medianoche. Aunque algunos historiadores consideran que esta multitud constituyó por vez primera una «identidad minguerense colectiva», nosotros creemos que eso es una exageración sin mucho fundamento. Si nos guiamos por los comentarios de Pakize Sultan, los hechos que se vivieron en los muelles al anochecer de aquel día no tenían nada que ver con una «conciencia nacional», sino más bien todo lo contrario: sus motores principales fueron la angustia y la incertidumbre. A esas alturas, los rums y los musulmanes más ilustrados de la isla ya eran relativamente conscientes de que se encontraban a las puertas de una gran catástrofe.
Pero también había algunos isleños que no tenían miedo porque su capacidad de imaginación no alcanzaba para tanto. Según Pakize Sultan, quien había pasado veintiún años de su vida concibiendo el mundo exterior encerrada en un palacio, esas personas no tenían la capacidad —en comparación con otras— de visualizar su futuro, ni tampoco de sentirse felices o infelices al respecto. Mientras reflexionaban sobre estas profundas cuestiones en su habitación, marido y mujer se acercaban de vez en cuando a la ventana para contemplar al gentío de la dársena. La multitud que atestaba la zona del puerto y las calles que bajaban al mar no estaba formada únicamente por ciudadanos que tenían la intención de marcharse de la isla. Una parte sustancial de aquella gente eran curiosos que, conscientes de la magnitud del desastre que se les venía encima, se veían simplemente incapaces de quedarse quietos en sus casas.
—¡Mire a toda esa muchedumbre! —dijo el gobernador pachá cuando se reunió con el doctor Nuri en su despacho—. Colgar y castigar: por desgracia, cada vez tengo más claro que esa es la única manera de que esa gente obedezca nuestras órdenes.
A última hora de aquella tarde, la isla estaba dividida en dos grandes grupos: los que estaban decididos a marcharse y los que habían optado por quedarse. Y la sensación era que los que habían decidido quedarse, ya fueran rums o musulmanes, eran los verdaderos isleños. El resto eran como desertores que huían del campo de batalla para volver a la comodidad de sus hogares.
El gobernador pachá subió al landó blindado con el damat doctor Nuri y su guardaespaldas, el mayor Kâmil, y fueron a dar una vuelta por la ciudad. El objetivo de esa salida de reconocimiento era observar, mesurar y tratar de comprender a aquella multitud angustiada que estaba abarrotando el puerto.
Mientras recorrían los barrios de Hora y Hrisopolitissa, vieron que dos de las familias rums más antiguas y eminentes de la isla —los Aldonis, que se habían enriquecido con el comercio del mármol de Minguer, y los Mimiyanos, que tenían su propio pueblecito en el norte de la isla y solían contribuir económicamente al hospital, la escuela y otras obras benéficas— ya se habían marchado (sus mansiones tenían las persianas bajadas). El landó serpenteó por las calles que iban desde la avenida Hamidiye hasta el edificio de aduanas, seguido de cerca por el carruaje de los escoltas. Observaron que se habían formado largas colas delante de las oficinas de las agencias de viajes, y que en la dársena y en las calles que bajaban al puerto se vivía una especie de histeria colectiva, pero en las atestadas terrazas de los hoteles y las cafeterías de estilo europeo aún había gente sentada leyendo tranquilamente el periódico. La farmacia Pelagos, la más grande de las tres que había en Arkaz, se había visto obligada a cerrar porque no daba abasto para satisfacer toda la demanda y su propietario, Mitsos, se había hartado de tener que discutir a gritos con los clientes más alterados. En las entradas de los hoteles Splendid y Levant aún había botones que empapaban de líquido desinfectante a la gente que entraba y salía, ya fueran hombres sin afeitar con sombreros occidentales o señores que llevaban fez. También vieron a mozos que rociaban con el mismo desinfectante a las puertas del carísimo restaurante Estambul y de los almacenes Bazaar du Île, donde se vendían muebles, chocolates y cigarrillos importados desde Esmirna en barcos marselleses. La situación en los barrios más retirados era parecida. Algunas tiendas ni siquiera habían abierto, y varias familias habían cerrado sus casas y se habían marchado.
A los tenderos y verduleros no les había venido mal esta situación, ya que la gente que había decidido atrincherarse en sus casas o esconderse en algún refugio aislado había acudido en tropel a las tiendas para aprovisionarse de harina, lentejas, garbanzos, judías, galletas saladas y todos los alimentos que pudieran guardar en sus despensas. El gobernador había sido informado de que algunos tenderos y horneros habían empezado a esconder algunos productos, a la vez que subían los precios de los que ponían a disposición del público. No podía decirse que esta subida de los precios fuera ilegal, pero todos tenían claro que muy pronto afloraría un próspero mercado negro. Pero lo que hacía que las calles presentaran un aspecto más siniestro era el hecho que todas las escuelas estuvieran cerradas. También había llegado a oídos del gobernador que cada vez había más niños musulmanes que habían perdido a sus padres por la peste y ahora vagaban solos por las calles. Mientras el landó subía pesadamente por una calle muy empinada, oyeron a alguien tocando a Chopin al piano; a través de las ventanas de las casas, captaron imágenes fugaces de rosas de Minguer florecientes, ciclámenes y hiedras con olor a pino y musgo.
En los cinco años que llevaba en el gobierno de la isla, Sami Pachá nunca la había visto tan lúgubre. La atmósfera jubilosa y animada que caracterizaba a la ciudad en los días primaverales —cuando los naranjos empezaban a echar flores y flotaba en el ambiente un agradable aroma a tila, rosas y madreselva, cuando de repente emergían los pájaros, los insectos, las abejas, y las gaviotas se apareaban frenéticamente sobre los tejados— ahora había sido reemplazada por un silencio angustioso. No se veía a nadie por las calles: ni en las esquinas donde los haraganes y los desocupados solían imprecar a los transeúntes; ni en las cafeterías de barrio donde señores muy arreglados se sentaban para charlar y cotillear; ni en las aceras por donde las madames rums y sus sirvientes salían a pasear con sus niños vestidos de marineritos; ni en los dos parques de estilo europeo que el gobernador había inaugurado, el parque de Hamidiye y el parque del Levante. Mientras el landó avanzaba lentamente por las calles de la ciudad, los tres pasajeros discutieron largo rato sobre todo tipo de cuestiones, desde las medidas que podrían adoptarse para combatir el mercado negro hasta las características que debería tener la nueva área de aislamiento; era importante solventar la situación de los niños que se habían quedado sin padres, plantar cara a los ladrones que entraban en las casas vacías, conseguir más voluntarios para la división del mayor y averiguar por qué el cónsul francés estaba tan enfadado. Debían dar con la mejor forma de inspeccionar todas las viviendas, limpiar los carteles de cuarentena sobre los cuales se habían garabateado palabrotas en turco y rum, incinerar lo antes posible las ratas muertas acumuladas en el patio posterior de la sede de la gobernación, hallar el modo de que los fieles que acudían a las oraciones del viernes y otros servicios concurridos fueran desinfectados de forma efectiva al entrar dentro de la mezquita, no en el patio. Y convendría despedir a ese bombero insolente sobre el cual les habían llegado tantas quejas.
Pero lo que más les preocupaba era hasta qué extremos estaba llegando la gente más desesperada para abordar los últimos barcos que zarparían de la isla ese día a fin de evitar la cuarentena. Hoy día resulta fácil comprender la ansiedad vivida por los angustiados isleños que se agolpaban en la dársena para esperar subir a aquellas embarcaciones, pues sabemos que en el año 1901, cuando todavía no se habían descubierto los antibióticos, era la reacción más razonable ante una epidemia de peste. Pero, combinada con el frenesí comercial promovido por las agencias de viajes, aquella comprensible actitud había dado lugar a un estado de ánimo inaudito que podríamos resumir con la expresión «¡Sálvese quien pueda!».
Los representantes de las grandes compañías navieras, que formaban parte del Comité de Cuarentena en calidad de cónsules, habían ejercido presión para retrasar la implantación de la cuarentena alegando razones humanitarias, aunque en realidad solo velaban por sus propios intereses económicos: cuantas más horas sin cuarentena, más barcos podrían llenar, y por tanto más dinero podrían ganar. Todas las agencias grandes y pequeñas, empezando por Messageries Maritimes, Lloyd’s, Hidiviye y la Compañía Naviera Rusa, habían telegrafiado a los puertos más cercanos pidiendo embarcaciones adicionales para abastecer la demanda, y, antes siquiera de recibir la confirmación de sus otras sucursales, algunas habían empezado a anunciar travesías suplementarias y a vender pasajes. En realidad, lo último que querían esas compañías era que sus barcos fueran puestos en cuarentena en una isla apestada y que sus nombres aparecieran en toda la prensa europea vinculados a un asunto tan desagradable.
Algunas familias habían decidido esperar en casa la llegada de los barcos. Otras habían encontrado algún rincón en la dársena y se habían instalado allí sin moverse ni un milímetro. Dos familias ortodoxas estaban tan seguras de la validez de los billetes que habían comprado con la esperanza de reunirse pronto con sus parientes en Tesalónica que, después de cerrar sus residencias en los barrios de Flizvos y Hora, habían cargado un par de carros con muebles, colchones, cortinas, objetos y sacos llenos de nueces y habían bajado al puerto, pero, al enterarse de que su barco iba «con retraso», en vez de regresar a sus casas habían decidido esperar en el nuevo parque inaugurado por el gobernador adyacente al edificio de aduanas.
Parte de la muchedumbre se había puesto a hacer cola con sus baúles y maletas delante de la parada de los barqueros que debían llevarlos hasta las embarcaciones ancladas cerca de la bahía. Los porteadores y remeros intentaban rapiñar propinas extra camelando a esas personas con todo tipo de argucias, asegurándoles que los nuevos barcos se vislumbrarían por detrás del castillo en cuestión de minutos. Algunos de los viajeros expectantes esperaban sentados en los cafés del puerto; otros recordaban de repente que se habían dejado en casa algo importante y enviaban a su criada a buscar una tetera o algo parecido. En medio de toda aquella conmoción, había algunos ilusos que iban de agencia en agencia pensando que aún podrían encontrar billetes. Algunos estaban tan desesperados que incluso habían comprado pasajes de todas las compañías para ir sobre seguro.
A pesar del alboroto que se estaba viviendo en el puerto, exceptuando a los rums más ricos e instruidos la gran mayoría de los isleños no estaban intentando escapar. Prácticamente toda la población musulmana, incluso aquella reducida minoría que era capaz de prever y temer la virulencia de la peste, había optado por permanecer impasible en la isla. ¿Hasta qué punto es legítimo explicar esta reacción (o más bien la falta de ella) hoy día, ciento dieciséis años después, basándose en factores como pobreza, ausencia de recursos, indiferencia, fatalismo, coraje, religión o cultura? La intención de este libro no es intentar «dilucidar» este singular fenómeno, pero quisiéramos remarcar el hecho que los pocos musulmanes que sí se marcharon de la isla eran un puñado de personas que tenían casas, familias y trabajos en Estambul y Esmirna. Una de las principales razones del escaso interés por escapar demostrado por tantos isleños es que no eran conscientes, ni siquiera podían concebir, la gravedad de la inminente catástrofe que se les venía encima, y que intentaremos explicar con la máxima veracidad histórica en este libro. Esa incapacidad de anticipar el desastre que se avecinaba propició la inevitabilidad del propio desastre, y provocó que el rumbo de la historia de la isla diera el giro que tomó.
Cuando el landó se adentró por las estrechas callejuelas de la zona del Mercado Viejo, los pasajeros vieron que los chamarileros, fruteros y verduleros habían desmontado sus paradas. En el barrio de Tatlısu, los niños seguían jugando en la calle después de ponerse el sol; detrás del tekke de Bektaşi, el olor de la tila se mezclaba con el hedor de la carroña de las ratas; las fuerzas del orden comisionadas por el gobernador para prevenir robos en las casas vacías hacían sus rondas por las calles; y mientras bajaban hacia la dársena pasando junto a la Escuela Rum, el mayor Kâmil le explicó al gobernador que su división de soldados de cuarentena había empezado a recibir instrucción militar. Aunque todavía se hallaba en un estado embrionario, el gobernador pensaba que debería pasarse por la guarnición para inspeccionar de primera mano el regimiento que estaba formando el mayor y manifestarles claramente todo su apoyo.
Era tentador intentar autoconvencerse de que la calamidad venidera quizá no sería tan terrible; que, como cualquier epidemia, la peste iría reculando hasta desaparecer, que bastaría con aislarse en algún rincón apartado del resto del mundo y permanecer escondido unas cuantas semanas sin salir. A partir de testimonios orales publicados mucho tiempo después, ahora sabemos que hubo algunas personas que, tras abandonar Arkaz y huir a las zonas rurales del norte sin tener allí casa, amigos ni conocidos, fueron expulsadas de los pueblos acusadas de llevar la peste y acabaron —junto a otras que ni siquiera intentaron buscar refugio en las aldeas— viviendo en bosques, colinas y montes, como si fueran Robinson Crusoe.
Uno de los barcos programados para esa noche, el Bagdad, llegó a la hora prevista y en él embarcaron mil doscientos cincuenta pasajeros, mucho más del doble de su capacidad. Pero después no llegó ninguno de los cinco siguientes barcos anunciados por las agencias, aunque insistían en que aparecerían en cualquier momento. Mientras tanto, una embarcación cuya compañía nadie fue capaz de identificar había entrado en la bahía y echado el ancla a cierta distancia de la costa. El gobernador dio orden de que el landó girara por la avenida Hamidiye y se detuviera en una esquina de la plaza. Entrecerró los ojos para ver mejor a través de la ventanilla del carruaje lo que estaba sucediendo en el puerto. Una barca cargada de pasajeros y baúles se dirigía a toda prisa hacia el misterioso barco que había anclado en aguas de la bahía. La muchedumbre que miraba desde la orilla gritaba y abucheaba. Los de la barca hicieron caso omiso de sus imprecaciones y, al llegar a las inmediaciones del Faro Árabe, los remeros ralentizaron la marcha hasta que el bote se detuvo por completo y empezó a esperar balanceándose sobre las olas. Poco después, un coche de caballos procedente de la parte del castillo irrumpió a toda velocidad en el muelle, cargado con baúles, maletas y cestos, y acto seguido los miembros ensombrerados de una familia rum ortodoxa —marido, mujer, varios niños, sirvientes y criadas— bajaron del vehículo con absoluta parsimonia, como si acabaran de enterarse de que había una epidemia de peste en la isla. Al momento, un funcionario municipal se les acercó y los roció de líquido desinfectante. En cuestión de segundos estalló una acalorada discusión, a la cual se sumaron también el cochero y los porteadores.
—El doctor İlias ha insistido mucho en marcharse de la isla —dijo el gobernador sin apartar la mirada de la escena que estaba observando por la ventanilla—. Al parecer, le cuesta entender que la gravedad de la situación a la que nos enfrentamos va más allá de conseguir unos billetes o de intentar implantar la cuarentena. El deseo de Su Majestad es que permanezca en la isla. ¡Y pensar que incluso tiene miedo de salir de la guarnición…! Le ruego que mañana, en la ceremonia de juramento de sus soldados, haga todo lo posible para levantarle los ánimos.
—Querido pachá…, todavía no estamos listos para una inspección. ¡No tenemos ni la cantidad óptima de reclutas ni los equipamientos necesarios! —dijo el mayor con una expresión un poco avergonzada, ya que fue él quien había propuesto esa ceremonia con la presencia del gobernador, pensando que eso ayudaría a motivar a los soldados de cuarentena.
—¿No ha comparecido el sargento Hamdi Baba? Se lo envié ayer —preguntó el gobernador—. Él es un ejército por sí solo.
El landó se metió por las callejuelas de la ciudad, por cuyas estrechas pendientes apenas se veía un alma. En una calleja completamente desierta vislumbraron un par de ratas recién muertas, una apartada contra una pared, la otra justo en medio de la calle polvorienta. ¿Cómo era posible que hubieran eludido los certeros ojos de los niños, que detectaban rápidamente las ratas exterminadas por el veneno de las trampas y las vendían a las autoridades municipales?
—¿Y esto cómo lo explica? —le preguntó el gobernador al doctor Nuri.
—Si las ratas y la peste vuelven con renovadas fuerzas, ¡quién sabe lo que podría pasar!
Poco después regresaron atravesando las calles vacías hasta la sede de la gobernación. El tumulto en los muelles se prolongó hasta medianoche. Desde la habitación de invitados, el doctor Nuri y Pakize Sultan podían oír con total claridad, al igual que el gobernador desde su despacho, las peleas esporádicas que estallaban entre la gente cada vez que una barca zarpaba en dirección a alguno de los últimos navíos de pasajeros, así como los gritos y blasfemias entre los barqueros. Algunas personas que habían comprado billetes entraron en cólera al llegar a la conclusión de que el barco que les habían prometido no llegaría, e irrumpieron en las oficinas de la agencia Lloyd’s para ajustar cuentas. Después de que agredieran a los empleados de la compañía —a uno de ellos le rompieron de un puñetazo las gafas nuevas que acababa de comprarse en la tienda Essel de Tesalónica—, la policía se vio obligada a intervenir para poner la situación bajo control.
También se vivieron disturbios parecidos en el punto de venta de billetes de Messageries Maritimes (la empresa que más navíos traía a la isla), un quiosco de colores rojo y naranja cuyas paredes estaban cubiertas de fotografías en blanco y negro de lejanos parajes exóticos. Monsieur Andon, el director de la agencia, un rácano hombre de negocios miembro de una de las familias rums más eminentes de Arkaz (y, recordemos, también cónsul francés), se personó en el quiosco para intentar poner fin al altercado, dirigiéndose en voz alta a la airada e histérica muchedumbre histérica y malhumorada. Hizo unas declaraciones en francés donde insinuaba que de hecho su barco ya estaba de camino, pero que la gobernación no les daba permiso para acercarse a la bahía.
Resulta difícil describir con palabras la devastación psicológica que debieron de experimentar aquellas familias rums que desde hacía días soñaban con la idea de escaparse a Creta, Tesalónica, Esmirna y Estambul con todas sus maletas y pertenencias. Ninguno de ellos tenía ganas de dar media vuelta a medianoche y regresar a las casas que habían clausurado claveteando a conciencia puertas y ventanas. Y peor aún: como no contaban con quedarse en la isla, no habían llevado a cabo los preparativos de cuarentena necesarios: llenar la despensa —y otros espacios de almacenaje como armarios cerrados y elevados donde no pudieran llegar las ratas— de legumbres, pasta, galletas saladas, truchas encurtidas y sardinas en salazón.
A pesar de todo esto, fueron días tranquilos para las gentes más pobres e incultas de la isla, ya fuera porque eran ajenos a lo que estaba sucediendo, ya fuera porque eran incapaces de sentir y concebir el miedo a la peste con suficiente intensidad. Esto lo mencionamos para que nadie nos critique alegando que estamos prestando demasiada atención al destino de las familias burguesas, terratenientes y adineradas de la isla (la mayoría de las cuales solían dejar sus propiedades y negocios locales a cargo de administradores y pasaban la mayor parte del año en Estambul o Esmirna). Dos de las familias que esa noche se quedaron desamparadas en el puerto y de madrugada tuvieron que regresar amargamente a sus casas —los Sifiropolus y la familia del pendenciero Pangiris— perderían en el transcurso de la epidemia a la mayoría de sus integrantes, y una tercera —los chipriotas Faros— también sufriría varias pérdidas.
A medida que avanzaba la noche, la alegación de que el gobernador no había dado permiso a los barcos para acercarse al puerto y llevarse a los pasajeros que habían comprado billetes adicionales fue dando paso al rumor de que la cuarentena se había pospuesto un día para permitir que los barcos retrasados pudieran finalmente entrar en la bahía. En esos momentos, un hombre de aspecto taciturno que había estado observando de pie lo que sucedía en los muelles, y que no parecía que fuera a marcharse de la isla pues no llevaba cestas, baúles, billetes ni indumentaria de viaje, causó una pequeña conmoción cuando, de repente, se sentó en el suelo en un punto entre el edificio de aduanas y la zona donde esperaban los carros de caballos, y segundos después cayó medio desmayado quejándose de un horrible dolor de cabeza. Bajo la pálida luz de las farolas era difícil discernir lo que sucedía. Los funcionarios desinfectadores que se paseaban entre la muchedumbre corrieron a atender al enfermo, y el gentío se dispersó durante unos minutos. Algunos, creyendo que finalmente habían atrapado al hombre que había traído la peste a la ciudad y se dedicaba a esparcir ratas muertas por las noches, corrieron a ver qué pasaba pensando que asistirían a un linchamiento público.
Cuando el gobernador se enteró de que un grupo de ciudadanos motivados se habían reunido en la cafetería Cenup de la avenida Estambul para redactar una petición conjunta exigiendo que la cuarentena se pospusiera hasta que llegaran los últimos barcos, tras lo cual planeaban ir por las casas en mitad de la noche para conseguir las firmas de los cónsules, los representantes de las agencias de viajes, los cabezas de familia más importantes de la ciudad y cualquier otra persona que quisiera huir de la isla, para finalmente comparecer en la sede de la gobernación y entregarle el documento en persona (o tal vez incluso al damat doctor), envió a todos los bomberos de desinfección disponibles al café para disolver la reunión empapándolos a todos con su líquido de fuerte olor a lisol. Más tarde, el joven que había sido identificado como cabecilla del plan fue detenido, junto con su tío, y ambos fueron encerrados en la mazmorra del castillo.
Hacia las once de la noche, mientras la agitación en el muelle seguía aumentando (a raíz de los hechos que acabamos de mencionar), sucedió algo que reavivó los ánimos de todo el mundo: se vislumbró al Persépolis de Messageries Maritimes, el último barco que había recibido el permiso oficial para anclar en la bahía, surcando las aguas por detrás del castillo. Era imposible ver claramente la embarcación desde el puerto, pero si se forzaba la vista podía entreverse la luz temblorosa de sus luces. Todos corrieron a recoger sus cajas, sus baúles y a sus familias. Al poco salió la primera barca del capataz Lazar en dirección al barco, cargada de pasajeros y maletas. En cuanto a la segunda lancha, había tantos desesperados que querían subirse para escapar de la isla que empezaron a empujarse, insultarse y golpearse entre ellos, un guirigay que terminó con la intervención de los guardias de aduanas, policías y bomberos para imponer orden. Una vez que se hubo calmado el tumulto, la segunda barca del capataz Lazar también zarpó del muelle y se perdió en la oscuridad infinita.
Los momentos que se vivieron a continuación fueron de una soledad estremecedora. Aquellos que se habían quedado en tierra —calculamos que debían de ser unas quinientas personas— hubieron de enfrentarse con pesadumbre a la situación que tenían delante de sus ojos: el último barco estaba zarpando, y se habían quedado atrapados en aquella isla apestada. Algunas familias, incapaces de lidiar con la cruda realidad y creyéndose los rumores que ellas mismas se habían inventado, permanecieron en los muelles hasta la mañana convencidas de que llegarían más barcos. Otras, aunque ya no se hacían ningún tipo de ilusiones, decidieron esperar al amanecer porque tenían miedo de transitar por las calles en medio de la noche. Sin embargo, la mayoría cargaron sus pertenencias en los coches de caballos (y las que no encontraron carruaje, se marcharon a pie) y regresaron en la oscuridad a sus casas con dura resignación. (Curiosamente, esa noche nadie se topó con el hombre del saco que arrojaba ratas por las calles y esparcía la peste por la ciudad). Para ser principios de mayo, fue una noche inusualmente fría e inhóspita. El viento ululaba ominosamente sobre los tejados de las casas vacías de la ciudad.