El damat doctor Nuri, el doctor Nikos y dos doctores rums trataron de encontrar un antídoto que lograra que el enfermo regurgitara el veneno, pero sus intentos fueron en vano. Tras vomitar sangre y entrar en coma, se declaró oficialmente fallecido al doctor Ilias en el hospital Theodoropoulos solo un día después de haber ingerido el çörek de nueces y rosas. Se ocultó a toda la población de la isla, exceptuando a los doctores, que la muerte había sido causada por un envenenamiento, ya que temían que esa información pudiera dar paso a actitudes que entorpecieran los esfuerzos de la cuarentena, y el difunto doctor Ilias fue enterrado junto al resto de víctimas de la peste.
En las cartas de Pakize Sultan de esos días aparece en repetidas ocasiones la cuestión del asesinato por envenenamiento, sobre el cual, según sus propias palabras, quería reflexionar «minuciosamente». Ella y su marido trataron de adoptar el tipo de razonamiento lógico promovido por Abdülhamit y pensar «como Sherlock Holmes»: analizando los hechos en su habitación, desde la distancia, para poder hallar el autor de tan misterioso asesinato.
—Como siempre, todo apunta a mi tío y los príncipes —dijo Pakize Sultan cuando su esposo le explicó el envenenamiento con çörek del doctor İlias y la misma muerte del perro y el caballo de pelaje rojizo.
Aunque Abdülhamit constituía el tema estrella sobre el que más solían discutir marido y mujer, otro asunto que salía a menudo en sus conversaciones era la proliferación cada vez mayor de príncipes indolentes en los palacios otomanos. Nuestros lectores no deberían pensar que nos estamos alejando demasiado del relato principal si dedicamos un momento a indagar sobre el porqué de este fenómeno.
La vida de los damats, es decir, aquellos que esposaban hijas de sultanes y por tanto pasaban a formar parte de la familia real otomana, tendía a convertirse gradualmente en una vida parecida a la de los príncipes ociosos y sin responsabilidades que llenaban las dependencias imperiales. El doctor Nuri no tenía la menor intención de renunciar a su profesión, pero tampoco podía librarse de la sensación de que, por mucho que se resistiera, al final se vería condenado a llevar la misma existencia superficial y vacua de esos príncipes.
Abdülhamit había concedido el título de pachá a los maridos de las tres sobrinas que había separado de su padre, y a las tres les había regalado sendas mansiones en el Bósforo y asignado unos generosos estipendios mensuales, todo por cortesía del presupuesto del Estado. La mansión que había obsequiado a Pakize Sultan y su marido se hallaba, al igual que las de sus hermanas y las de las hijas de Abdülhamit, en Ortaköy. Los maridos de sus hermanas ya habían visto reducidas sus obligaciones en el Mabeyn, y pronto dejarían de trabajar definitivamente. Al entrar a formar parte de la familia imperial, resultaba francamente incómodo darles órdenes, exigirles tareas o imponerles responsabilidades. Se trataba de una peculiar situación que, naturalmente, derivaba de siglos de evolución de la historia del Imperio otomano.
En sus primeros quinientos años de existencia, el estado otomano contaba con tres posibles vías para instruir a sus príncipes: la escuela del Palacio, el ejército y la administración provincial. Pero como la educación académica y la instrucción militar habían sufrido una profunda occidentalización, y la labor de gobernar provincias había sido cedida a pachás asalariados de la burocracia y militares de oficio, los príncipes se habían quedado sin aspiraciones profesionales ni en el ejército ni en la gobernación. En la primera época del Imperio otomano, el trono pasaba de padres a hijos, algo que podía desembocar en graves problemas; por ejemplo, uno de los hijos menores que ejerciera de gobernador en una provincia alejada como Trebisonda o Manisa podía expresar su disconformidad con la línea de sucesión e intentar desbaratarla llamando a filas a su ejército provincial y marchando hacia Estambul para ocupar el trono antes de que sus hermanos pudieran llegar a la capital. Dado que esta tradición sucesoria solía conducir a guerras civiles, al final los príncipes empezaron a ser retenidos en Estambul. Pero esto dio paso a una tradición aún más ignominiosa, siendo el caso más notorio el de Mehmet III, que en el día de su coronación ordenó que estrangularan a sus dieciocho hermanos. Para poner fin a este tipo de incidentes, se decidió que el trono pasara de hermano a hermano, y no de padres a hijos. Pero, al igual que Abdülhamit, la mayoría de sus predecesores en el trono habían sido tan aprensivos como él, y para evitar que no solo sus hermanos más próximos en la línea de sucesión, sino prácticamente todos los hombres de la familia pudieran conspirar con los miembros de la oposición y maquinar intrigas y golpes para destronarlos, empezaron a encerrar físicamente a todos los miembros de la dinastía dentro de los palacios, en las llamadas «dependencias de los príncipes», con el objeto de aislarlos por completo de la vida exterior, de Estambul y del resto del mundo.
A lo largo de la historia otomana, uno de los príncipes más famosos encerrados en palacio de esta forma fue el hermano mayor de Pakize Sultan, el príncipe Mehmet Selahattin Efendi, quien por entonces tenía cuarenta años de edad. Cuando Mehmet Selahattin Efendi tenía quince años presenció con gran alegría cómo su padre Murat V ascendía al trono, y solo tres meses después sufrió el derrocamiento del soberano y sus consecuencias: su familia entera fue encarcelada forzosamente. Y durante veinticinco años había estado llevando una vida en cautividad, encerrado en el mismo palacete. Tocaba el piano, al igual que su padre y sus hermanas. Llenaba cuadernos con todo tipo de reflexiones, memorias, obras de teatro. Era muy diferente del resto de los príncipes, que solían ser incultos y holgazanes. Leía libros, como su padre, aunque no fuera muy a menudo. Sus sentimientos de amistad y compasión por Pakize Sultan eran genuinos. Ella, que sabía que su hermano era muy diferente a todos aquellos principitos vagos y malcriados, atisbaba de vez en cuando en su rostro una expresión de profunda tristeza, allí rodeado de sus hermanas y demás familiares cautivos, lacayos y sirvientes, y en esos momentos sentía una tremenda pena por él. En el palacete donde estaba encerrado vivían también sus siete hijos, y contaba asimismo con su propio harén (formado por más de cuarenta bellas mujeres de rangos y títulos distintos, todas peleándose por su atención).
Una de las mayores preocupaciones de Pakize Sultan era su temor a que su esposo se volviera «igual que» los otros príncipes, ociosos, ignorantes y desconectados del mundo exterior. Eso se debía en parte al hecho de que se sentía muy orgullosa de los éxitos profesionales de su marido doctor, quien era una figura reconocida —aunque no ampliamente— en la comunidad médica internacional. Otra de las razones que apuntaban las malas lenguas era que Pakize Sultan (de quien se decía que no era tan linda ni deslumbrante como sus hermanas mayores) tan solo estaba siendo realista y preparándose para lo que pronto sería una vida poco lujosa y bastante gris. Su tercer motivo de preocupación tenía que ver con las anécdotas sobre los príncipes otomanos que había escuchado de su hermana.
Hatice y Fehime, sus hermanas mayores, habían sido separadas de sus padres antes que ella, cuando fueron trasladadas al harén del palacio de Yıldız, y allí fue donde entablaron amistad con las hijas solteras de su tío y conocieron de lejos a los príncipes. Las mujeres de la dinastía otomana en edad de casarse solían cotillear sobre los príncipes y los hijos de los visires y los pachás. Después de la supuesta abolición de la esclavitud, y a raíz de la paulatina occidentalización de la corte otomana y el harén, la mayoría de los príncipes de la línea sucesoria ya no mostraban demasiado interés en casarse con esclavas circasianas o ucranianas traídas de territorios remotos, algo que había sido tradición durante siglos, sino que deseaban desposarse con alguna de las jóvenes que ahora vivían en los harenes palaciegos, muchachas que habían sido educadas al estilo europeo, que habían recibido lecciones de piano, sabían hablar francés y disfrutaban leyendo novelas. Pero aquella nueva generación de jóvenes, cultas, con una buena formación de carácter occidental, encontraban que aquellos príncipes malcriados eran una panda de toscos, iletrados y tontainas. (De hecho, en aquella época se daban muy pocos «casamientos» entre príncipes e hijas de sultanes). No era nada fácil disciplinar a aquellos jóvenes, ya que resultaba inconcebible impartir castigos a alguien que en un futuro podría acceder al trono otomano y convertirse en el califa de cuatrocientos millones de musulmanes: y justo por aquel entonces, los otomanos empezaban a descubrir que era posible instruir a los pupilos sin necesidad de zurrarles.
Las hermanas mayores de Pakize Sultan y el resto de las jóvenes del harén pasaban el rato explicándose —por lo general entre risas, pero a veces también llenas de ira por lo que escuchaban— historias y anécdotas sobre aquellos príncipes que, al igual que ellas, vivían recluidos en las dependencias de los palacios y temían demasiado a Abdülhamit (o eso creían las jóvenes) para ofrecerse como novios. Por ejemplo, había un príncipe llamado Osman Celalettin Efendi, séptimo en la línea de sucesión, que, después de pasarse veintitrés años encerrado en su palacete de verano en Nişantaşı, consagrando su vida a «conocerse a sí mismo», una labor que consideraba más importante que ocupar el trono, se había vuelto loco. Aún más sobrecogedora era la historia del príncipe Mahmut Seyfettin Efendi, mejor posicionado en la línea de sucesión, que había vivido veintiocho años sin salir nunca del palacio de Çırağan y que cuando vio por primera vez en su vida una oveja paseándose por el patio interior del recinto gritó «¡Un monstruo!» y llamó a los guardias. (También se contaban anécdotas parecidas sobre su hermano Mehmet Selahattin). Luego estaba el príncipe Ahmet Nizamettin, un joven tremendamente vanidoso que había obtenido una gran cantidad de créditos prometiendo a los prestamistas que algún día les devolvería todo el dinero con un interés generosísimo (aunque era prácticamente imposible que accediera al trono), hasta que hubo tantas quejas sobre su comportamiento que el sultán se vio obligado a intervenir para escarmentarlo. Pero el príncipe más temido y odiado era, sin ninguna duda, el pequeño Mehmet Burhanettin Efendi, el cuarto hijo de Abdülhamit. En su infancia, cuando había compuesto la una marcha naval con solo siete años, había sido el hijo más querido del sultán, quien solía hacer que se sentara a su lado en el carruaje imperial y en las cámaras masculinas del palacio. Las hermanas de Pakize Sultán aborrecían y temían las groserías y las crueles bromas escabrosas de aquel niño malcriado, que era mucho más joven que ellas, y sospechaban que detrás de todas sus vilezas estaba el padre del chico. Mehmet Vahdettin Efendi, uno de los príncipes más insignificantes y tímidos de la dinastía, ejercía de informador para Abdülhamit y le enviaba notas manuscritas delatando las acciones de los otros príncipes (sus hermanos y primos) a cambio de dinero, terrenos y casas (diecisiete años después, acabó accediendo al trono). Otro personaje peculiar era el príncipe Necip Kemalettin Efendi, un gran aficionado al arte extremadamente introspectivo y sensible, que no parecía mostrar el menor interés por el sexo femenino. Había algunos, como Mehmet Hamdi Efendi y Ahmet Reşit Efendi, que estaban muy abajo en la línea de sucesión y a los que por tanto se les permitía pasearse por Estambul a su antojo, pero que eran muy aprensivos y aseguraban que el sultán los vigilaba constantemente. Incluso esos príncipes de baja categoría, cuyo acceso al trono era prácticamente imposible, tenían miedo de ser envenenados por el sultán, por lo cual evitaban adquirir productos en la farmacia del palacio de Yıldız.
—¿Usted fue alguna vez a esa farmacia? —preguntó el damat doctor.
—Yo solo viví un mes en el palacio de Yıldız antes de la boda, y salíamos muy poco de nuestras dependencias —dijo Pakize Sultan—. De hecho hay una segunda farmacia en el palacio, que está al servicio exclusivo de mi tío y a la cual también acudíamos nosotras, porque él también, al igual que los príncipes, tiene miedo de ser envenenado. Por supuesto, quien mejor conocía estos asuntos era Bonkowski Pachá, en paz descanse, ya que era él quien se ocupaba de esa farmacia privada: el laboratorio, como a veces la llamaba mi tío.
—¡Quizá el farmacéutico Nikiforo sepa algo al respecto! —dijo su marido.
Era ya casi mediodía cuando el doctor Nuri tuvo la oportunidad de preguntarle al amigo de juventud de Bonkowski Pachá, el farmacéutico Nikiforo, sobre este tema.
Lo había visto antes esa misma mañana, rodeado por otros doctores y farmacéuticos, junto a la cama del doctor İlias en el hospital Theodoropoulos. De vez en cuando, el doctor İlias levantaba la cabeza de la almohada y exclamaba «¡Despina!», el nombre de su mujer que vivía en Estambul. Acababan de darle un antídoto de fórmula mixta preparado conjuntamente por los doctores y farmacéuticos, y todos coincidieron en que esa mezcla calmaría al enfermo.
Cinco minutos después se encontraron en la farmacia Nikiforo, que estaba solo a unos pasos del hospital Theodoropoulos.
—¡Usted me contó que tiempo atrás Bonkowski Pachá elaboró un informe para Su Majestad el sultán sobre las hierbas que podían plantarse en el jardín de Yıldız para preparar venenos! —dijo el damat doctor, yendo directamente al grano.
—Debo decir que a mí también se me pasó por la cabeza cuando me enteré de que habían envenenado al doctor İlias —observó Nikiforo—. A lo que más miedo le tenía Su Excelentísima Majestad el sultán era al matarratas. Le preocupaba que alguien pudiera ir poniendo cantidades ínfimas de veneno en su comida cada día sin que lo notara. La prensa británica siempre publicaba artículos sobre ese tipo de casos truculentos. Pero esta gente ha hecho justo lo opuesto con el doctor İlias: le han dado una gran cantidad de arsénico de una única tacada.
—¿Cómo llegó a la conclusión de que este veneno es el arsénico que se utiliza para matar a las ratas?
—Una pregunta muy oportuna… y el gobernador pachá se sentiría muy complacido si escuchara que me la ha planteado, ya que me coloca en la posición de sospechoso. Con su permiso, le daré una respuesta detallada con tal de eliminar cualquier atisbo de duda que pudiera recaer sobre mi persona.
—No se lo he preguntado porque sea usted sospechoso de nada…
—Le ruego que me disculpe si me excedo con una explicación larga y quizá redundante, pero ya sabe cómo somos los farmacéuticos: incluso debemos medir y pesar nuestras palabras cuando hablamos. En primer lugar, lo cierto es que en la isla de Minguer, a diferencia de lo que ocurre en Europa, no se han dado demasiados casos de envenenamiento con matarratas que conmocionaran a la opinión pública y que fueran investigados por fiscales del Estado y comisiones nacionales o provinciales. Pero en los años que llevo gestionando aquí mi negocio, he observado que la gente ha aprendido que se puede asesinar a alguien con matarratas, envenenándolo poco a poco sin dejar rastro. Hace veintidós años, el hijo mayor de los Aldonis, una de las familias rums más adineradas de la isla, enviudó de su primera mujer, y como no habían tenido críos removió cielo y tierra y gastó también grandes cantidades de dinero para casarse por segunda vez, a ser posible con una isleña joven y linda. Al final contrajo matrimonio con la hija de Tanasis, un tabernero del barrio costero de Hora. Un tiempo después de haberse casado, el hombre empezó a venir a la farmacia para pedirme medicinas, quejándose de dolores estomacales y vómitos persistentes. Los doctores tampoco eran capaces de diagnosticar lo que le pasaba. La piel de su cara y de sus manos se había oscurecido, y presentaba pequeñas heridas en los brazos y los dedos. Solo alguien que conociera las tramas de las novelas francesas podría haber atado cabos y llegar a una conclusión. Y todos fuimos testigos de cómo, en solo unos pocos meses, aquel hombre de cuarenta años se iba marchitando delante de nuestros ojos, hasta que acabó encamado y finalmente falleció. En su funeral, al que acudió todo el mundo, quien más lloró fue su jovencísima viuda, así que nadie sospechó ningún tipo de juego sucio o perfidia. Pero tres meses después, cuando la joven viuda vendió la totalidad de su herencia y se marchó a Esmirna con su joven amante, empezó a correr el rumor de que «fueron ellos quienes lo mataron». El farmacéutico Mitsos, un gran aficionado a las novelas francesas que lee traducidas al griego, fue el primero que me planteó la posibilidad de que aquello podría haber sido un envenenamiento con arsénico. Pero ya era demasiado tarde para hacer nada: el pájaro ya había volado. Todos somos ciudadanos otomanos. Hace veinte años, la fiscalía de nuestro estado no estaba preparada, como tampoco lo está ahora, para investigar un crimen de estas características siguiendo una lógica europea y recurriendo a métodos científicos para resolver un caso de envenenamiento. No me sorprende que la gente aficionada a las novelas detectivescas, que tan de moda están en Europa y que se publican traducidas y serializadas en nuestros periódicos, admiren tanto a esos doctores ficticios a los que en el fondo querrían emular. En aquellos tiempos, y también ahora, el matarratas que conocemos aquí con el nombre de arsénico blanco se podía adquirir sin problema en las herboristerías. El caso que acabo de explicarle no apareció en la prensa de la isla, pero los periódicos rums y turcos sí que solían hablar de vez en cuando de este tipo de envenenamientos en el extranjero, básicamente con el objetivo de difundir la idea de «Miren, miren qué tipo de cosas horripilantes suceden en Europa».
»Hay otro caso importante de envenenamiento que, al igual que el anterior, tampoco fue investigado. Se trataba de una chica de diecisiete años, linda pero medio loca del barrio pobre de Tuzla, que envenenó, según mis estimaciones, a más de cuarenta personas. En el transcurso de un año, durante el cual su familia trataba de casarla, tuvo encuentros con futuras suegras, posibles pretendientes, mediadores, celestinas, familiares y otros conocidos entrometidos, y los fue envenenando a todos poniéndoles en el café pequeñas dosis no mortales, prácticamente imperceptibles, de arsénico. Nadie se dio cuenta. Además, el gobernador de esa época había prohibido que se publicaran noticias sobre asesinatos con matarratas. Es muy escabrosa la idea de que alguien pueda matar lentamente a una persona envenenándola con cantidades ínfimas de arsénico blanco, que es parecido a la harina. No obstante, debo decir que este tipo de crímenes nunca han sido habituales en nuestra isla. O bien alguien le entregó al empleado de la cocina una bolsa con el veneno y le dio instrucciones de cómo utilizarlo, o bien él mismo debió de aprender este método de la boca de alguien. Aquí hemos intentado prohibir la venta de matarratas con arsénico en las herboristerías tradicionales, al igual que hicimos en Estambul a través de la Sociedad Farmacéutica.
—¿Y por qué cree que no fue posible prohibirla?
—Paciencia, doctor pachá, paciencia, ahora se lo explico… Poco después de que el gobernador actual ocupara su cargo, se levantó la prohibición de hablar sobre la historia de aquella malévola y hermosa muchacha aficionada al arsénico. Esto formaba parte de una maniobra propagandística cuyo objetivo era dar a entender que «el gobernador anterior era un incompetente». Fue así como esta historia se convirtió en noticia años después de los hechos, sobre todo en los diarios rums, que básicamente la utilizaron para ridiculizar a todas esas comitivas casamenteras a las que recurren los hombres lujuriosos que quieren casarse con jovencitas, y así poner de manifiesto el atraso en el que siguen viviendo los musulmanes que son incapaces de contraer matrimonio sin recurrir a mediadores y celestinas. El envenenamiento con arsénico no es algo habitual en nuestra isla porque nadie lee novelas francesas. Yo soy conocedor de todo esto porque un día me trajeron a un enfermo que se había tragado puñados de matarratas después de sufrir un desengaño amoroso: en los vómitos de una persona que ha ingerido arsénico aparecen unas pequeñas partículas blanquecinas, una especie de grumos. Además, sé a ciencia cierta que se trataba de arsénico porque la persona se arrepintió en el último momento y confesó lo que se había tomado. Ese arrepentimiento es uno de los síntomas más singulares… Y la muerte es terriblemente agónica. —Calló unos segundos—. Madame Bovary, la famosa heroína de la literatura francesa, tan inmoral e inestable, se suicida de la misma forma —concluyó el viejo y cultivado amigo de Bonkowski Pachá, suponiendo acertadamente que el doctor Nuri no sabría de quién le estaba hablando.
Desde donde estaban sentados podían ver la vitrina situada en medio de la tienda, llena de frascos rebosantes de píldoras a granel, cajitas de medicinas multicolores de importación, botellas grandes y pequeñas que contenían líquidos medicinales y jarabes, y paquetes varios. En la habitación de al lado había morteros, cepillitos, tijeras, retortas y quemadores de alcohol. Mientras conversaban habían entrado y salido de la farmacia tres clientes, que habían comprado varios productos después de examinar tranquilamente las vitrinas, como si no hubiera peste en la ciudad.
—Hace veintidós años, Su Majestad el sultán encargó a Bonkowski Pachá un informe sobre cómo extraer veneno de las plantas de los jardines del palacio.
—¡Cierto! —repuso el farmacéutico Nikiforo—. Estaba seguro de que se acordaría de esto y me lo preguntaría, así que he intentado hacer memoria y rebuscar entre mis recuerdos. Y al final he llegado a la conclusión de que esta es, en definitiva, la historia del desarrollo de las farmacias modernas y occidentalizadas tanto en Estambul como en la isla de Minguer.
Por un lado, estaban los farmacéuticos jóvenes como Bonkowski y Nikiforo que, tras formarse en París y Berlín, habían vuelto a tierras otomanas profesando una devoción inquebrantable por la «farmacología científica» y que, con el apoyo de una facción de «radicales» airados que reclamaban que se prohibiera la venta de sustancias venenosas (o nocivas en algún sentido) y de medicamentos sin prescripción, habían formado una sociedad farmacológica. Y, por otro lado, había otro grupo formado por los propietarios de las grandes farmacias de los barrios de Beyoğlu y Beyazıt, establecimientos donde se vendían todo tipo de productos, ya fueran autóctonos o importados. Al igual que los de la primera facción, también eran en su mayoría cristianos. Todo el mundo en Estambul frecuentaba las farmacias Rebuller o Kanzuk, regentadas por británicos. En estas se encontraban también los productos típicos que solían venderse en las herboristerías, así como medicinas patentadas procedentes de Europa (cuyas fórmulas se modificaban sin cesar), ungüentos que venían en cajas y frascos elegantes, jarabes, cremas, y productos de lujo como conservas o chocolates europeos.
Gracias a los detectives e informadores que tenía a su servicio, Abdülhamit sabía que varios príncipes realizaban sus compras en esas farmacias grandes de Beyoğlu porque tenían miedo de ser envenenados con los productos de la farmacia del palacio. El sultán podía entender por qué incluso los príncipes situados más abajo en la línea de sucesión preferían acudir a las farmacias de Beyoğlu: o bien directamente desconfiaban de él, o simplemente lo hacían por presumir. Pero lo que más le inquietaba era la posibilidad de que los príncipes adquirieran sustancias en esos establecimientos que pudieran ser utilizadas para elaborar venenos. Los lectores de las cartas de Pakize Sultán podrán comprobar que Abdülhamit había encargado a Bonkowski Pachá un informe detallado sobre el asunto.
El sultán no solo quería tener controlada la compraventa de venenos, sino que también quería estar al tanto de las conversaciones que mantenían los doctores que se encontraban en la farmacia de Apéry del barrio de Galata (algo que consiguió con creces). En todas las grandes farmacias, los doctores tenían pequeñas consultas y una sala de espera. Pero Apéry había convertido la sala de espera de su enorme establecimiento en una especie de salón de lectura donde podían encontrarse varias publicaciones médicas europeas y los últimos libros sobre medicina recién importados de Occidente. Todos los médicos de Estambul, ya fueran rums o musulmanes, se dejaban caer de vez en cuando por este salón de lectura para consultar las últimas novedades científicas y echar la tarde platicando con sus colegas.
El sultán mostraba especial interés por apoyar a los farmacéuticos musulmanes: quería fomentar su producción propia y sus establecimientos (locales como la farmacia de Hamdi, la de Edhem Pertev y la Istikamet) y deseaba que se unieran a la sociedad fundada por Bonkowski Bey. Pero el grupo que Abdülhamit sentía que más debía proteger y regular era el numeroso gremio de herboristas de la vieja escuela que elaboraban pastillas y ungüentos caseros, y en cuyos establecimientos los clientes podían encontrar canela, polvos medicinales y matarratas en la misma estantería. Estos herboristas chapados a la antigua eran en su gran mayoría musulmanes, y mientras que por una parte Abdülhamit deseaba ayudarlos y protegerlos, por otra quería prohibir la venta de venenos, dos propósitos que, como bien sabía, eran incompatibles.
—¡A mí me parece que, como suele ocurrir con los súbditos a los que Su Majestad dedica una excesiva atención, en este asunto probablemente tenía también sentimientos encontrados! —le dijo el farmacéutico Nikiforo al doctor Nuri—. En aquellos tiempos, hablo de veinte años atrás, un día Su Majestad declaraba su apoyo incondicional a las farmacias musulmanas, y al día siguiente las ponía en la difícil tesitura de tener que adaptarse, en nombre de las «reformas y mejoras», a las modernas estipulaciones y prohibiciones dictadas por Europa que los farmacéuticos musulmanes ni conocían bien ni estaban en condiciones de implantar. Pero también es cierto que cuando Su Majestad el sultán considera que una de esas premisas exigidas por las potencias europeas, y en las que ni siquiera él mismo cree, puede convertirse en algo perjudicial para sus súbditos musulmanes, no tarda en desecharla. ¿Acaso no fue ese el motivo por el que Su Majestad ordenó la disolución de la Cámara de Diputados, alegando que las libertades introducidas por las nuevas reformas causarían gran perjuicio a la población musulmana?
El damat doctor se preguntó por un momento si la razón por la que el farmacéutico había realizado con tranquilidad unas declaraciones tan controvertidas se debía a que las había preparado con anterioridad. Al regresar poco después a sus dependencias en la sede de la gobernación, compartió con Pakize Sultan su extrañeza. Su esposa y él llegaron a la conclusión de que Nikiforo se había expresado como si tuviera algún tipo de vínculo secreto con Abdülhamit, y especularon con la posibilidad de que incluso pudiera recibir telegramas encriptados del mismísimo sultán.
Cincuenta días antes, en un momento de respiro durante las celebraciones nupciales, entre el ajetreo de lujosos carruajes de caballos y sirvientes que se afanaban de aquí para allá, el marido de Hatice Sultan, la hermana mayor de Pakize, un hombre entrado en años y mucho más experimentado en esos asuntos, le había comentado lo siguiente al doctor Nuri:
—¡Tenga mucho cuidado con quienes se atrevan a hablar mal en público de Su Excelentísima Majestad el sultán! Todos ellos son agentes provocateurs. Si les sigue la corriente, lo denunciarán a Su Majestad en un abrir y cerrar de ojos. Plantéese esto: «¿Cómo es posible que este tipo me diga a la cara estas cosas que nadie osaría siquiera pensar?». La respuesta es que son informadores, y por eso no tienen nada que temer.