El jueves 16 de mayo, diez días después de que zarpara a medianoche el último barco de la isla, murieron diecinueve personas. A la mañana siguiente, mientras marcaban esos muertos en el mapa epidemiológico, el gobernador y el mayor llegaron a la conclusión de que los esfuerzos de cuarentena «no estaban dando los resultados deseados», algo que plantearon en la reunión matinal con los doctores.
El doctor Nuri, por su lado, no era tan pesimista. Era perfectamente posible que, en los siguientes días, las medidas que habían adoptado empezaran a contener la epidemia. Todo era cuestión de paciencia y mesura. En vez de caer en la desesperación y tomar decisiones equivocadas, lo que debían hacer era analizar detenidamente los acontecimientos y reflexionar sobre las posibles causas de la oposición que se estaban encontrando.
Escoltados por la nueva división de soldados de cuarentena, los médicos entraban en las casas musulmanas donde acababa de fallecer alguien, confiscaban las posesiones del difunto y se aseguraban de que el cadáver fuera enterrado con cal viva en el Nuevo Cementerio. En opinión del damat doctor, el buen funcionamiento de este sistema demostraba la eficacia de la cuarentena. Pero, como no paraban de recordarles los representantes de los barrios, a veces la gente no se tomaba en serio medidas tan básicas como los acordonamientos. En los barrios de Çite y Turunçular, las restricciones habían provocado una especie de desprecio e indiferencia que en ocasiones desembocaba en ira. Una manifestación muy clara de esto fueron las palabras de un niño de diez años llamado Tahsin, que comentó que la peste no podría hacerle nada a su padre ni a su familia porque tenían «esto», y le enseñó muy ufano al doctor Nikos una hojita con una pequeña oración escrita en letras diminutas que había sido soplado y bendecido. Este le confiscó de inmediato aquel papel grueso y amarillento, y al ver que el niño rompía a llorar tuvo que llamar a varios doctores y funcionarios de cuarentena para que acudieran allí.
El llamado Incidente Tahsin fue considerado tanto por el gobernador como por varios delegados del Comité de Cuarentena como una respuesta fácil (tradición, religión, jeques y gente ignorante) a la pregunta de por qué las medidas que habían dado tan buenos resultados en Esmirna no parecían funcionar en la isla de Minguer. El «panislamismo» de Abdülhamit, el temor que alimentaban las revueltas musulmanas en Asia y África contra el dominio colonial europeo, y otros prejuicios históricos similares también coadyuvaron para que llegaran a esa conclusión tan simplista. Pero no solo los cónsules y los doctores rums pensaban así: tanto Pakize Sultan, que había recibido una educación más «racional» y occidental que ellos en el harén, como el damat doctor, que había asistido a clases de medicina impartidas por profesores europeos, y el gobernador pachá compartían, hasta cierto punto, la misma hipótesis.
El gobernador ordenó que examinaran el papel de oración confiscado por el director de cuarentenas y se determinó que había sido repartido por el jeque de los Rifai, un tekke del barrio de Vavla. Pero, en el fondo, ¿qué daño podían hacer a los esfuerzos de la cuarentena esos papeluchos religiosos, cuyo propósito era reconfortar a la gente?
Cuando estaba luchando contra el cólera en el Hiyaz, el doctor damat había discutido mucho esta cuestión con los médicos británicos y los jeques árabes: evidentemente, esos papeles y amuletos bendecidos no poseían ningún «valor científico», aunque ejercían un efecto simbólico sobre la gente, y gracias a ellos muchos creyentes no caían en el abatimiento absoluto e incluso les daban fuerzas para seguir adelante. Oponerse categóricamente a esos papeles de oración alejaría aún más a los médicos de la gente corriente y reforzaría la hostilidad y el rechazo de la población musulmana hacia las medidas impuestas. Por otra parte, cuanto más creyeran los tenderos y vecinos en la eficacia de esos papeles, más se refugiarían en la idea de que «a nosotros no nos pasará nada», y poco a poco cada vez más musulmanes empezarían a pensar que su afinidad a un determinado tekke o jeque los hacía inmunes y les confería un poder superior que transcendía las leyes de la medicina.
—¡A mí no me costaría nada darle un buen susto a ese jeque embaucador de los Rifai encerrándolo en el calabozo y rociando a conciencia con lisol su tekke, su casa y a todos sus muertos…! Pero eso podría acarrear consecuencias —había comentado el gobernador en una ocasión. El damat doctor le recordó que eso mismo había dicho con respecto al jeque Hamdullah—. Sus acólitos nos denunciarían de inmediato a Su Majestad al declarar que estamos maltratando los tekkes. Y en cuestión de horas llegaría un mensaje cifrado de Estambul ordenándonos que pusiéramos al jeque en libertad.
Al día siguiente, el damat doctor visitó a la familia de Tahsin para devolverles el papel con la oración para protegerse del jinn de la peste que había bendecido el jeque de los Rifai, y que el director de cuarentenas, el doctor Nikos, había arrebatado de las manos del niño. Fue recibido cordialmente en aquella casa del barrio de Turunçlar, donde no detectó ningún indicio de la enfermedad. Allí dentro había una extraña luz blanca, un ambiente de paz y sumisión a la divina providencia. El padre del niño regentaba un puestecillo de nueces, ciruelas y membrillo en una de las cuestas que bajaban al puerto. El damat doctor constató que Tahsin sabía que él era el yerno de Murat V: es decir, estaba casado con la hija de un sultán, que a ojos del crío era como una princesa de cuento de hadas.
Durante ese periodo, tanto el Comité de Cuarentena como el equipo epidemiológico de la gobernación perdieron varios días sopesando una audaz teoría sobre la epidemia que había planteado el doctor Nikos. Una mañana, mientras estudiaba el mapa colgado en el cuarto de epidemiología, el doctor llegó a una conclusión: tanto las ratas que habían traído la epidemia de Alejandría como las ratas locales a las que aquellas habían infectado se concentraban solo en la parte occidental de la ciudad.
—¡Pero en los barrios cristianos también hay muchos puntos verdes! —dijo el gobernador pachá.
—La mayoría de sus habitantes contraen la enfermedad cuando bajan al puerto, pero como luego mueren en sus casas, asumimos equivocadamente que esos barrios también están infectados.
—Yo he visto con mis propios ojos ratas muertas en el jardín boscoso de la gran mansión de los Karkavitsas de Tesalónica, en el barrio de Petalis.
Las discusiones entre el gobernador pachá y el doctor Nikos sobre este tema se prolongaron hasta un punto que abrumaría a nuestros lectores. El doctor Nuri comprendía el origen de la atrevida hipótesis del doctor Nikos y, aunque no la consideraba probable, tampoco hizo ninguna objeción. Pese a que el gobernador no dejaba de insistir en que seguían apareciendo ratas muertas en los barrios cristianos de la ciudad, y que los niños rums pobres continuaban entregando a diario carroña fresca de rata al municipio a cambio de dinero, nada de eso abatió la sensación que tenía el doctor Nikos (quien, recordemos, sabía más de cólera que de peste) de haber hecho una especie de «descubrimiento». Con tal de zanjar el asunto y determinar hasta qué punto se había propagado la peste por los barrios cristianos situados al otro lado del riachuelo de Arkaz, se encargó a un funcionario y dos jóvenes doctores rums llamados Filipu y Stefanu investigar el asunto, pero pasados tres días habían sido incapaces de llegar a ninguna conclusión definitiva.
En el transcurso de sus pesquisas también descubrieron que lo que hacían algunos niños rums pobres era ir a los barrios musulmanes para recoger ratas muertas y así ganarse un dinerillo. En concreto, había tres chavales rums que después de que murieran sus padres se habían fugado de sus casas y habían formado la primera pandilla de niños huérfanos. También llegaron a oídos del gobernador informaciones relativas a cómo en el barrio de Hora los niños musulmanes se peleaban con los cristianos para hacerse con carroña de rata. El patriarca de la iglesia de Hagia Triada incluso había sopesado la idea de reabrir las dos escuelas vinculadas a la iglesia y reanudar las clases, a fin de mantener alejados a los niños rums de aquella violencia callejera, y también de los microbios.
Si explicamos estos planes que nunca prosperaron (uno de cada tres maestros de las escuelas había escapado de la isla) y otras propuestas innovadoras para intentar mejorar la situación no es solo porque queramos describir el sentimiento general de impotencia que se vivía en la provincia, sino también para ilustrar específicamente el estado anímico de esos personajes más distinguidos y eruditos de Arkaz veinte días después del anuncio de la cuarentena. En aquellos tiempos, cuando todo el mundo creía que los hallazgos científicos cambiaban radicalmente el curso de la historia de la humanidad y robustecían las ganancias coloniales de los europeos, las clases altas que habían recibido una buena educación sentían que lo que se esperaba de ellos era que encontraran soluciones realizando algún tipo de invención brillante, como habían hecho Samuel Morse, el padre del telégrafo, o Edison, inventor de la bombilla eléctrica, ¡o incluso Sherlock Holmes, que resolvía crímenes con la visión de un investigador! Algunos de los patriarcas minguerenses más soñadores se dejaban llevar por ese entusiasmo y dedicaron largas horas y muchos esfuerzos a descubrir alguna invención contra la peste que pudiera proteger a sus familias y comunidades, experimentando con sustancias como vapor de vinagre, incienso, salfumán adquirido de la farmacia de Nikiforo y polvos diversos procedentes de herboristerías.
La primera vacuna contra la peste totalmente efectiva y segura tardó cuarenta años en descubrirse. Como mucho, lo que habían hecho los doctores de principios de siglo en los hospitales de Bombay y Hong Kong era administrar a los enfermos el microbio de la peste a través de sueros; pero aquel enfoque empírico fruto de la desesperación fracasó en su intento de obtener buenos resultados. Y el hecho de que los esfuerzos azarosos de los minguerenses tampoco sirvieran de nada acabó desmoralizando tanto a las autoridades provinciales como a la población, envenenando la determinación y el optimismo necesarios para implantar con éxito las medidas de cuarentena.
La hipótesis epidemiológica del doctor Nikos no llevó a ninguna parte, algo que también aguó las esperanzas de poder encontrar algún día a los verdaderos asesinos de Bonkowski Pachá y su ayudante recurriendo a la moderna metodología de investigación occidental. «¡Las técnicas europeas no siempre arraigan entre los otomanos!», dijo el gobernador pachá en una ocasión en que estaban discutiendo por otro tema. El doctor Nuri notó que implícitamente se refería a él. A esas alturas había aceptado que resolver el crimen utilizando los métodos de Sherlock Holmes no sería fácil; no obstante, siguió visitando las herboristerías de vez en cuando para charlar con los tenderos y tratar de encontrar alguna pista.
Dos días después, el gobernador recibió un telegrama de su mujer. Esma Hanım le escribía para decirle que, alarmada por las noticias sobre la epidemia en la isla, había decidido subir a bordo del primer barco de ayuda que partiera de Estambul a Arkaz. A partir de los telegramas que llegaban, el gobernador sabía que se había empezado a preparar un barco con suministros de refuerzo, pero apenas había dado importancia a esa información porque suponía que esos planes iban a correr la misma suerte que tantas otras iniciativas parecidas que de repente se quedaban a medias y no llegaban a nada. La mera imagen de su mujer (que durante sus cinco años de gobernación nunca había pisado la isla) bajando del barco de ayuda acompañada de su hermano bastaba para agobiar al pachá. Francamente, lo primero que se le pasó por la cabeza fue que, en esos cinco años de separación, él se había convertido en una persona distinta. Y, la verdad, no quería volver a ser como antes. Incluso si se produjera un cambio de gobierno en Estambul —por ejemplo, si Kâmil Pachá el Chipriota fuera nombrado de nuevo gran visir— y volvieran a ofrecerle un cargo de ministro, era posible que rechazara el ofrecimiento y prefiriera quedarse en Minguer.
Otro factor que minaba la moral del gobernador pachá era la nueva desavenencia que había surgido con Estambul. Después de que se iniciara la cuarentena, se había prohibido que los barcos zarparan de la isla sin someterlos antes a un aislamiento de varios días. (El pachá había conseguido poner en práctica esa regla de forma satisfactoria). Pero cuando iba a visitar por las noches a su amante Marika, miraba hacia la pequeña bahía que quedaba cerca de donde lo dejaba el carruaje, y hacia las calas y playas de un poco más allá, y veía a los barqueros que recogían pasajeros y equipajes en sus botes para llevarlos a escondidas a barcos que esperaban lejos de la costa. Es decir, todas las noches se infringía la cuarentena al amparo de la oscuridad. Por lo visto, todas las compañías navieras llevaban a cabo esa práctica desde el primer día.
Guiados por razones políticas, en los días siguientes los barcos de Pantaleon y otras empresas pequeñas como Fraissinet continuaron aceptando pasajeros, aunque no hubieran hecho la cuarentena. En los días de mala mar, los barqueros rums las pasaban canutas para llegar hasta los barcos que esperaban en la oscuridad de las aguas relativamente alejadas de la isla. Tiempo después, el gobernador se enteraría por sus espías de que el capataz Kozma y sus hombres, y también el capataz Zakaryadis, un protegido del cónsul italiano, se estaban forrando con esas actividades. Pero el capataz Seyit, que estaba bajo la protección del gobernador, no estaba implicado en ese contrabando de personas.
Dado que había descubierto tan tarde esas operaciones ilegales, al gobernador le preocupaba, y con razón, que la Sublime Puerta y el sultán lo consideraran responsable hasta cierto punto, un cómplice pasivo o directo de los criminales. Es decir, que pensaran que había hecho la vista gorda a propósito, o que su negligencia se percibiera como una muestra de incompetencia. Por un momento fantaseó con la idea de enviar un telegrama a Estambul pidiendo que el acorazado Mahmudiye llegara para bombardear todas aquellas barcas que traficaban con personas. Después de todo, las barcas que ahora sacaban furtivamente a la gente de la isla eran las mismas que solo un par de meses atrás habían llevado a las calas del norte a los guerrilleros separatistas griegos. Incluso barajó la posibilidad de detener y encerrar a los representantes y administradores de las agencias de viajes, ya fueran grandes o pequeñas, acusándolos de llevar a cabo operaciones que violaban la ley de desplazamientos y las normas de cuarentena. Pero esa también sería una reacción desmesurada. El gobernador dedicaba mucho tiempo a sopesar ese tipo de asuntos, pero al final era incapaz de tomar ninguna decisión.
En cualquier caso, cuando llegaban a sus destinos en otras islas, ciudades o países como Creta, Tesalónica, Esmirna, Marsella o Ragusa, a todos los barcos que llevaran a bordo pasajeros de Minguer los sometían a unos días de cuarentena en instalaciones provisionales ubicadas en calas apartadas, parecidas a la del Incidente del Barco de los Peregrinos que hemos explicado anteriormente. El fracaso de la gobernación de Minguer a la hora de implantar la cuarentena a todas aquellas embarcaciones avergonzaba no solo a los burócratas y diplomáticos otomanos, sino también al propio sultán, ante los ojos de todas las naciones del mundo.
El gobernador pachá se sentía a veces zarandeado por la fuerza imparable de la peste como si fuera una gran ola metafísica, pero aun así era capaz de reunir el aplomo necesario y una fe en la voluntad de Dios para recomponerse y mantenerse en pie, alabando sus propios esfuerzos y los del damat doctor y los demás doctores de cuarentenas por su valor y perseverancia frente a la adversidad. Pero en ocasiones también se sentía muy desmoralizado por las banales riñas que instigaban los cónsules —tramas políticas y diplomáticas que no servían de nada para frenar la epidemia—, así como por las noticias y editoriales superfluos y redundantes que se publicaban en los periódicos y que ya no leía nadie. Gastaba demasiado tiempo y energía intentando resolver las paradojas que se le habían pasado por alto y lidiando con los comportamientos de los cónsules, que siempre jugaban a dos bandas.
Un ejemplo clarísimo de esto era Andon Hampuri, el representante de Messageries Maritimes: por un lado, exigía más concesiones y facilidades para su compañía, quejándose de que por culpa de la cuarentena estaban perdiendo un dineral que podrían estar ganando dando pasaje a la gente que quería huir de la isla; por otro, cuando aparecía en público, expresaba ideas completamente distintas, haciendo declaraciones como «¡El deseo del gobierno francés es que nadie salga de la isla sin pasar por los días de aislamiento que estipula la cuarentena!». Consciente de que estas dos posiciones eran incongruentes, las alternaba dependiendo de la situación, y a veces sonreía medio avergonzado al gobernador por su patente insinceridad. El mismo Sami Pachá solía comportarse de forma hipócrita con bastante frecuencia, algo que, en su opinión, estaba inevitablemente ligado a cualquier actividad política. A veces manifestaba en público su entusiasmo por las reformas occidentalizadoras proclamando que «¡Todos los ciudadanos otomanos son iguales, ya no hay gavurs a ojos de la ley!», a la vez que favorecía a los musulmanes siempre que podía, al creer sinceramente que ese trato de favor era necesario y que se sentiría culpable si no los protegía.
Aun así, el gobernador pachá no tragaba a esos cónsules de poca monta que tiraban la piedra y escondían la mano. Sí, el representante de Messageries Maritimes y sus dos secretarios eran intocables, ya que sobre el papel constaban como empleados del consulado francés. Pero una mañana el gobernador decidió hacer una redada en la agencia de viajes, metió en el calabozo a los otros trabajadores y ordenó que clausuraran el local y el quiosco de atención al cliente que tenían fuera. La oficina estaba llena de resguardos cortados de multitud de billetes que indicaban una sobreventa ilegal y otras pruebas incriminatorias de naturaleza similar. Cuando engrilletó en la mazmorra a Lazar Efendi, el capataz de los barqueros rums que estaban implicados en el tráfico de personas, el pachá rememoró sus primeros años como gobernador en la isla, cuando su instinto lo había llevado a proteger a los barqueros musulmanes. Si es que en el Imperio otomano no se podía solucionar nada sin meter a alguien en prisión…
Pero al día siguiente, a raíz de las presiones del marqués de Moustier, el embajador francés en Estambul, y tras recibir varios telegramas del Mabeyn y la Sublime Puerta, el gobernador se vio obligado a sacar de la mazmorra a los trabajadores de la agencia. Cuando unos días después uno de los oficinistas murió tras haber contraído la peste en la prisión, el gobernador pachá reiteró unas palabras que esos últimos días se habían convertido prácticamente en su lema: si no fuera por todos esos telegramas que le enviaban, él podría haber frenado la epidemia de peste y anarquía en la isla en un par de semanas.
Para más inri, en un telegrama cuyo tono parecía indicar un gran conocimiento de los últimos avances bacteriológicos y médicos en China y la India, el Mabeyn envió un telegrama al doctor de cuarentenas Nikos Bey recordándole que la peste no se transmitía por el intercambio físico de amuletos y papeles, y le ordenaba que evitara cualquier tipo de acción que pudiera instigar revueltas e incitara a la gente a posicionarse en contra de la cuarentena. Que ese telegrama viniera del Mabeyn, y no del Ministerio de Sanidad, hizo pensar al gobernador que el mensaje era del mismísimo Abdülhamit y que en realidad iba dirigido a él.
Los constantes obstáculos que suponían esos telegramas enviados desde Estambul provocaron una sensación de fatiga y resignación en el gobernador, que pronto empezó a considerar inútil todo intento de hacer cumplir las medidas de cuarentena de una manera justa. Por esa razón, el toque de queda nocturno dictado por Estambul para impedir el tráfico de personas que huían de la isla nunca llegó a implantarse por completo. Es cierto que en algunas zonas de la ciudad nadie salía a la calle por la noche porque realmente estaba prohibido caminar por las noches con antorchas y farolas. Sin embargo, pronto quedó patente que los ladrones se aprovecharon de esa restricción, ya que les resultaba más fácil transportar furtivamente los objetos y muebles de las casas que saqueaban. Pero la circulación descontrolada de todas esas mesas, colchones y artículos domésticos, ¿no serviría para propagar incluso más la enfermedad?
«¡Al gobernador le iba muy bien que los rums hicieran las maletas y se marcharan de la isla a bordo de barcas clandestinas para escapar de la epidemia!», afirman algunos historiadores griegos. Porque de esa manera la población ortodoxa más difícil de gobernar, las familias rums más ricas y poderosas, disminuirían en número y los musulmanes pasarían a ser mayoría en la isla. Pero también había cronistas musulmanes que auguraban lo contrario: después de que la población musulmana que se había quedado en la isla menguara a causa de la peste, los rums que habían huido regresarían triunfalmente, la comunidad cristiana reafirmaría su posición mayoritaria en la isla, y les resultaría más fácil exigir primero la independencia y luego pasar a formar parte de Grecia. Tampoco les faltaba razón a otros que decían que los rums ya eran mayoría en la isla, por lo que no necesitaban recurrir a ese tipo de conspiraciones.
Si recapitulamos sobre todas estas cuestiones, debemos prestar especial atención a sentimiento soterrado que es importante comprender bien porque es una de las claves de nuestra historia, y que ahora estamos intentando ilustrar de manera novelada: el desengaño que el gobernador Sami Pachá experimentó con respecto a Abdülhamit. Al gobernador le costaba aceptar que el sultán estuviera más preocupado por impedir que la enfermedad llegara a Estambul y Europa que por salvar las vidas de los minguerenses. Esta emoción puede ser interpretada en un contexto tradicional universo simbólico otomano como la manifestación de una forma arquetípica de desencanto experimentada por un sujeto que ha sido abandonado por la figura paterna y que no se siente lo suficientemente querido por aquellos que ocupan puestos de autoridad. Era habitual que los musulmanes de Minguer pensaran, de vez en cuando, que Estambul no los apreciaba lo suficiente. Un claro contraste respecto a los tiempos del sultán Abdülmecit, quien, llevando a cabo una maniobra diplomática para plantar cara a Europa, había convertido en provincia esta pequeña isla de una única jurisdicción, algo que ponía de manifiesto el interés y el afecto que otrora habían mostrado los otomanos por la isla.