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Otro de los problemas cada vez más enquistados era el hecho que los infectados, los sospechosos de estarlo e incluso los enfermos (especialmente entre los más jóvenes) se escapaban de sus casas y familias y de los funcionarios de cuarentena. Una de las posibles explicaciones de este aumento de casos de «fugitivos» eran las condiciones infernales del área de aislamiento. Esta zona separada dentro del recinto del castillo se había ganado una reputación terrible: se decía que el que entraba allí ya no salía. En teoría, según las nuevas regulaciones internacionales, el periodo de aislamiento en casos de peste era de cinco días. Es decir, si la persona confinada no enfermaba al cabo de cinco días, había que dejarla libre. Según nuestras estimaciones, veintiocho días después del anuncio de cuarentena, y de que empezaran a llevar a gente al castillo, había en el área de aislamiento unos ciento ochenta confinados. Y a más de la mitad de esas personas se las retuvo allí mucho más de cinco días, pese a no mostrar síntomas de la enfermedad.

A esas alturas, la población musulmana de la isla ya consideraba la perspectiva de ser puesto en cuarentena, de ser señalado por los doctores y arrastrado por la policía hasta el área de aislamiento en el castillo, como un destino similar a ser encerrado de por vida en la mazmorra. Antiguamente eran los cadíes y los jueces los que te mandaban a esa oscuridad húmeda sin retorno; ahora eran los doctores. Esa era la única diferencia. Para más inri, la zona de «aislamiento» estaba apartada en una sección cerrada del castillo que daba al puerto y el interior de la bahía, mientras que los prisioneros normales estaban recluidos en la ventosa torre Veneciana y los edificios de la época otomana orientados al sur que daban a mar abierto.

Otro problema que aún no se había resuelto era cómo evitar que los «sospechosos» puestos en aislamiento que habían llegado sanos se contagiaran de los que estaban realmente infectados pero todavía no habían sido diagnosticados. Al principio, los administradores habían pensado que quizá sería mejor dividir los patios, edificios y secciones del área de aislamiento para agrupar a los confinados en función de los días que llevaran internados y de su aparente grado de contagio, pero pronto quedó claro que ese tipo de disciplina carcelaria y de organización en galerías no funcionaría allí. Incluso hubo problemas para preservar la sección de las mujeres, ubicada en la zona en sombra de la parte posterior del recinto, porque los hombres se preocupaban constantemente por sus esposas e hijos y no se quedaban tranquilos si no veían con sus propios ojos cómo se encontraban. Al final se consideró que lo mejor era permitir que las unidades familiares se agruparan y convivieran juntas. De esa forma, el doctor Nikos podía tener mejor controlados los distintos patios, y a los confinados se les hacía más llevadero el confinamiento al estar en compañía de sus seres queridos. Sin embargo, esta solución también aceleró el ritmo de propagación de la peste y el número de gente confinada empezó a aumentar a ojos vista, hasta que llegó un punto en que el área de aislamiento, cuyo supuesto objetivo era frenar la peste, se convirtió en un foco de contagio. Con frases como «Cuando llegó no tenía nada, se contagió cuando lo confinaron» y otros rumores parecidos que no tardaban en extenderse entre la población y que ponían en entredicho la política de confinamiento y los esfuerzos de cuarentena, el área de aislamiento se estaba convirtiendo en una segunda ciudad-prisión dentro del castillo.

El gobernador pachá y el director de cuarentenas enviaron otros dos telegramas a Estambul solicitando más médicos. A medida que el miedo a ser confinado en el castillo se convertía en una aversión generalizada a las medidas de cuarentena, tanto los doctores como el gobernador creyeron que vaciar el área de aislamiento, siempre y cuando no se descuidaran las necesarias precauciones sanitarias, sería una buena política. Porque se habían quedado sin habitaciones, camas, colchones, mantas y sillas. Durante un tiempo, y dada la urgencia de la situación, la guarnición había enviado pan, habas secas y galletas saladas de sus propios suministros. Pero el comandante de la guarnición, el Mehmet Pachá de Edirne (que no estaba convencido de que la enfermedad solo pudiera transmitirse a través de las ratas), se negaba a enviar a sus soldados y cocineros para echar una mano en los hospitales y la gobernación, siempre encontraba alguna excusa para no compartir sus recursos (culinarios o de otro tipo) con los servicios de cuarentena del castillo porque no quería desviarse de las directrices estipuladas por Abdülhamit con arreglo a las cuales el ejército «¡no debe implicarse en los asuntos de la cuarentena!». Desde la ventana de su despacho al otro lado de la bahía, el gobernador podía ver cómo el área de aislamiento estaba cada vez más llena, y en ocasiones se quedaba mirando cómo algunos intentaban pescar con cañas improvisadas para matar el aburrimiento.

Al final, ante la insistencia del gobernador y el comandante de la guarnición, se empezó a «dar el alta» a muchos de los confinados en la sobresaturada área de aislamiento. Pero, salvo unos pocos afortunados que se encontraban a sus familias tal como las habían dejado, muchos de los que volvían a sus residencias se enfrentaban con nuevas desgracias. En algunos barrios, cuando estas personas a quienes se habían dado por perdidas comparecían de repente en casa se las trataba como si estuvieran enfermas o, en todo caso, infectadas, e incluso se sospechaba que se hubieran convertido en informantes del gobernador. Sin embargo, el problema más habitual al que se enfrentaban era que, al volver, habían perdido sus familias y sus casas. A la mayoría de esa gente la habían puesto en aislamiento a la fuerza porque en sus hogares había muerto o enfermado alguien. Y, al regresar, algunos se encontraban con que todos sus familiares habían fallecido, mientras que otros descubrían que su familia había huido, dejando atrás una casa vacía. Algunos también se encontraban con que sus casas habían sido ocupadas por desconocidos. En ocasiones estallaban peleas con estos nuevos inquilinos, pero en más de una ocasión se llegaba a una especie de acuerdo, y los retornados incluso agradecían poder compartir el espacio con otra gente en vez de quedarse solos y atormentados por el sentimiento de abandono.

Hubo una de estas historias desoladoras que sobrecogió especialmente al gobernador. Se trataba del caso de seis personas que, al volver del aislamiento, descubrieron que sus seres queridos ya no estaban y, como no tenían dinero ni ningún familiar compasivo que pudiera ayudarles, ni tampoco fueron capaces de encontrar ningún sitio donde refugiarse, al final regresaron al castillo y pidieron que los readmitieran en el área de aislamiento.

Dos días más tarde, cuando los doctores estaban registrando en el mapa los últimos fallecimientos, constataron con dolorosa consternación que la epidemia, lejos de remitir, se había extendido incluso a los barrios cristianos más alejados y desiertos. Así pues, tuvieron que afrontar abiertamente una realidad que hasta ese momento les había sido difícil aceptar: su diligencia y vigor a la hora de implantar la cuarentena, los esfuerzos que habían llevado a cabo con tanto valor y altruismo, no habían sido suficientes para combatir la velocidad y la fuerza de propagación de la peste; y, por desgracia, el número de contagiados no disminuía. Además, había otra cifra que no tenían controlada y que también aumentaba cada día: la de las casas en las que había enfermos que no habían sido notificados a las autoridades. Y de las viviendas en las que habían intervenido, solo un tercio habían sido evacuadas debidamente. Este problema era tan profundo y desazonador que nadie se atrevía a expresarlo abiertamente como hacemos ahora en este libro, ciento dieciséis años después. ¡Era como ser un creyente que no podía representarse a Dios, ni siquiera alcanzar a imaginarlo! La dantesca realidad quedaba perfectamente patente en aquel mapa del cuarto de epidemiología. Sin embargo, los doctores tenían la sensación propia de una pesadilla de que, si pronunciaban en voz alta cuán horrible era la situación que tenían entre manos, esta iría incluso a peor y, por tanto, o bien mantenían la boca cerrada o bien se contaban mentiras para intentar aligerar la situación.

Resultaba mucho más difícil seguir adelante si sus mentes se empantanaban con el pensamiento derrotista de que la epidemia no iba a hacer más que agravarse, así que se veían forzados a inventarse mentiras para encontrar alivio temporal en ellas. La hipótesis del doctor Nikos de que dos semanas atrás solo aparecían ratas muertas en los barrios musulmanes era una de esas falacias, y durante unos días había servido para darle un poco de esperanza al gobernador, aunque en el fondo no se la creía. Algunas mañanas se sacaban de la manga un nuevo cuento, cada vez más convencidos de que la epidemia estaba perdiendo fuelle porque la cantidad de muertos de tal o cual barrio había disminuido, y eran los primeros en creerse esa mentira a la que habían llegado jugando con los números. Otra vaguedad que se empeñaban en creer era que el barco de ayuda que Estambul les había prometido por fin estaba en camino, aunque en este caso era una mentira fomentada por los telegramas que llegaban a diario. Cuando una información resultaba ser falsa, era imperioso inventar una nueva historia capaz de seguir alimentando la esperanza.

El doctor Nuri sabía por experiencia que, en los momentos más frustrantes de una epidemia, incluso la persona más culta y de mentalidad europea recurría a todo tipo de explicaciones o fantasías que la pudieran reconfortar, no necesariamente de carácter religioso. «¡Qué curioso! Es la tercera vez que ese coche de caballos pasa hoy por delante de la ventana», había dicho en una ocasión el gobernador pachá, y el doctor Nuri sabía que trataba de vislumbrar un significado en ello, una señal que infundiese algo de esperanza.

Cuando una persona era incapaz de encontrar solaz y optimismo en esas mentirijillas diarias y en la interpretación de señales, se veía invadida por un profundo sentimiento de «resignación». El doctor Nuri, que también había hablado con su mujer sobre este estado anímico, lo consideraba una actitud parecida al «fatalismo», pero en nuestra opinión no era exactamente eso: la persona fatalista puede ser perfectamente consciente del peligro y no tomar medidas, porque se ha refugiado en Dios. En cambio, la persona que «ha perdido toda esperanza» y se ha sumido en la «resignación absoluta» se comporta como si ni siquiera fuera consciente del peligro, no se ampara en ninguna idea esperanzadora ni confía en nadie. En ocasiones, al final de un duro día de trabajo y penurias, el damat doctor podía ver en el rostro del gobernador pensamientos como: «¡Hemos hecho todo lo que se podía hacer!». O quizá todavía se podía hacer algo más, pero a la persona que debía hacerlo ya no le quedaban fuerzas, o simplemente se había rendido. A esas alturas, como muy bien sabían el gobernador, el mayor y el doctor Nuri, lo único racional que podía hacerse era yacer en la penumbra junto a la persona amada e intentar buscar un efímero momento de felicidad y consuelo entre sus brazos.