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La mañana del lunes 24 de junio, el gobernador envió a un secretario municipal a la residencia del cónsul británico George Bey —una mansión conocida por sus magníficas vistas en el barrio de Hora—, para invitarle a ir a su despacho. El cónsul, a quien Sami Pachá había incluido deliberadamente en el Comité de Cuarentena, estaba bastante enfadado con él, todo hay que decirlo.

El gobernador tenía en mucha estima a George Bey, ya que consideraba que no tenía nada que ver con el resto de los cónsules. George Bey estaba en Minguer no porque ejerciera de representante de alguna compañía de viajes o empresa mercantil británica, sino porque le gustaba la isla; además, al ser ciudadano británico de nacimiento no era vicecónsul, sino cónsul de verdad. Hacía quince años que había llegado a Chipre como ingeniero contratado por el Estado británico para trabajar en la construcción de caminos, y después de conocer ahí a una chica cristiana ortodoxa minguerense y casarse con ella, se habían marchado de Chipre para instalarse en la isla nueve años atrás. A diferencia de los otros cónsules nativos de Minguer, no explotaba descaradamente las concesiones y las exenciones aduaneras para enriquecerse.

El gobernador pachá también respetaba a este hombre porque trataba a Helen, su mujer, como a una igual: siempre se les veía juntos, paseando y haciendo pícnics, descubriendo los rincones de la isla con las mejores vistas; además, eran una pareja que lo hablaban y compartían todo entre ellos. De hecho, el gobernador había conocido al marido de Marika —que en paz descansase— gracias a ellos. Recordaba con afecto sus primeros años en la isla, cuando lo invitaban a casa del cónsul y, con una copa de vino en la mano y contemplando el espléndido panorama, les aseguraba a George y Helen que lucharía hasta la muerte contra cualquier cobarde que quisiera arrebatar a los otomanos la isla de Minguer, aquel bello paraje, la joya del Mediterráneo oriental. Aunque tenía la impresión de que en algunos temas —el amor, el matrimonio, y vida cotidiana— lo consideraban tosco y fanfarrón, y sospechaba (quizá de manera infundada) que de vez en cuando se burlaban de él refinadamente, el gobernador sentía el deseo de preservar esa amistad.

Era una pena que, al final, lo que los distanció fuera una disputa acerca de unos libros y una discusión sobre la libertad de expresión, que habían acabado adoptando un cariz inesperadamente tenso. En los tiempos del sultán Abdülhamit II, todos los libros que llegaban desde el extranjero se enviaban en primera instancia desde la oficina de correos a la sede de la gobernación, y no se les entregaban a sus destinatarios hasta que se emitiera una certificación oficial de «aprobado». A veces, la Administración confiscaba los manuales cartográficos e históricos que George Bey había encargado a Londres y París —había consagrado el tiempo libre a escribir una historia de Minguer— porque se los consideraba nocivos, y no se le entregaban hasta meses después. La decisión de si un libro era o no permisible la tomaba un comité que evaluaba su contenido (los miembros de este comité eran tres escribanos que sabían un poco de francés). En vista de lo mucho que tardaban, al final George Bey se había visto forzado a pedirle a su amigo el gobernador que exigiera al comité evaluador que acelerara el proceso, y aquello funcionó durante una temporada. Sin embargo, un tiempo después la entrega de los libros volvió a demorarse en exceso, por lo que el cónsul decidió que empezaran a enviarle sus encargos a la oficina de correos francesa de Minguer, es decir, a la oficina de la empresa de Messageries Maritimes, ubicada en la avenida Estambul.

Al gobernador pachá no le hizo ninguna gracia ese gesto de monsieur George, que interpretó como una ofensa artera e insidiosa contra su persona y también como una posible conspiración política. Además, temía que los informantes del sultán en la isla empezaran a denunciar que en Minguer circulaban li­bremente libros nocivos, y fue de resultas de esta congoja que, dos meses atrás, el gobernador ordenó que confiscaran un baúl de libros nuevos cuyo destinatario era George Bey.

Esta operación de incautación había sido posible gracias a un amplio dispositivo. Empezó cuando el gobernador se enteró por sus espías de que el cónsul George Bey había estado jactándose ante sus amigos de que iba a recibir un nuevo cofre lleno de libros procedente de Europa. Después, sus informadores en el puerto y en las agencias fueron alertados de la llegada de este baúl, y controlaron sus movimientos paso a paso hasta que llegó a la llamada «oficina de correos francesa». Cuando unas horas más tarde los libros estaban siendo transportados a la residencia del cónsul, unos guardias detuvieron el carro repartidor y confiscaron el baúl con la excusa falsa de que alguien había acusado al cochero musulmán de robo. Una vez que llegó el cofre a su despacho, el gobernador pachá sacó los libros y encargó al comité de censura una inspección minuciosa. Detrás de las acciones del gobernador resonaban los ecos de una discusión más profunda que había mantenido a lo largo de los años con el cónsul George: «¿Cómo proteger al país y al pueblo de los efectos perjudiciales de los libros?». Era un asunto que le gustaba debatir al gobernador, aunque ahora se arrepentía de haberlo llevado demasiado lejos.

Pero esa mañana, cuando vio la expresión en la cara de George Bey al entrar en su despacho, el gobernador supo al momento que las bromas y las charlas agradables ya eran cosas del pasado. Empleando un tono de voz frío y distante, y recurriendo al francés pobre que siempre hablaban entre ellos, empezó a preguntarle cuándo se reabriría la oficina de correos y se restablecería el servicio de telegrafía habitual.

—Ha habido un problema técnico —dijo el gobernador—. El mayor se metió donde no debía, y por eso lo hemos encerrado en el calabozo.

—Los cónsules creen que usted está detrás de todo esto.

—¿Con qué propósito? ¿Qué ganaría yo con ello?

—Salga a dar una vuelta por los barrios de Çite y Vavla, y verá que allí todo el mundo está ensalzando al mayor como si fuera un héroe. A estas alturas, los ciudadanos tienen miedo de los soldados de cuarentena. Usted conoce mejor que yo al tipo de gente que cree que la epidemia fue introducida en la isla de manera malintencionada con el fin de usurparles el territorio a los otomanos, como pasó en Creta… Los que creen en esta conspiración son los que están celebrando ahora el Golpe de la Oficina de Telégrafos. Y lo que está pasando aquí es precisamente lo último que querría Abdülhamit, lo que siempre intenta evitar que suceda en sus islas y en Rumelia: la relación entre los musulmanes y los rums se está deteriorando.

—Eso es así, por desgracia.

—Excelentísimo pachá, en aras de nuestra amistad, debo hacerle una advertencia —dijo monsieur George, cuyo francés ganaba en belleza cuando adquiría intensidad emotiva—. Los franceses y los británicos han dicho basta, no quieren tener esta enfermedad tan cerca. Las grandes potencias nunca han sido capaces de acabar con la peste en China y la India porque son territorios muy lejanos. Se trata de un problema muy difícil de solucionar allí, ya que sus gentes son ignorantes y no escuchan lo que les dicen. Pero aquí es absolutamente imperativo que contengamos la epidemia, porque poco a poco se está convirtiendo en una amenaza también para Europa. Si no conseguimos hacerlo por nosotros mismos, los grandes poderes no dudarán en tomar cartas en el asunto, traerán aquí a sus soldados para poner fin a la enfermedad, e incluso evacuarán toda la isla si es preciso.

—¡Su Majestad el sultán nunca lo permitiría! —respondió el gobernador, indignándose—. Y si llegara a pasar algo así, nosotros no dudaríamos en enviar a los soldados árabes de nuestra guarnición para enfrentarse a las divisiones hindúes de los británicos, lucharíamos hasta la muerte. ¡Y yo el primero de todos!

—Querido pachá, usted sabe perfectamente que Abdülhamit hace ya tiempo que dio por perdida esta isla…, igual que Creta, igual que Chipre —dijo monsieur George con una sonrisa.

El gobernador clavó en el cónsul una mirada llena de odio, aunque en el fondo sabía que lo que estaba diciendo era cierto. Abdülhamit prácticamente había regalado Chipre a los británicos en agradecimiento por la ayuda que le habían proporcionado para recuperar parte de las tierras de los Balcanes que había perdido a manos de los rusos durante la guerra de 1877-1878; lo único que había pedido a cambio era que en la isla siguiera ondeando la bandera otomana. Al gobernador le vino a la cabeza la célebre frase que aparecía en una obra del difunto Namik Kemal: «Acaso hay algún estado que estaría dispuesto a sacrificar su castillo?». Esas palabras las pronunciaba Islam Bey, el íntegro y entrañable soldado que protagonizaba Vatan Yahut Silistre («O la Patria o Silistra»). Pero, a lo largo de los últimos ciento cincuenta años, el Estado otomano había renunciado poco a poco a sus castillos, sus islas, sus territorios, sus provincias…

En un arranque de confianza y determinación que incluso lo sorprendió a él mismo, el gobernador pachá utilizó un tono frío y ligeramente sardónico para plantearle la siguiente pregunta al cónsul George:

—¿Y qué sugiere usted que deberíamos hacer?

—Justo ayer estuve hablando con el ilustrísimo patriarca de la comunidad rum, Konstantinos Efendi… —respondió el cónsul George—. Lo más sensato sería que los musulmanes y los cristianos de la isla, a través de sus imanes y sus sacerdotes, realizaran una declaración conjunta transmitiendo un mensaje de unidad y llamando a enterrar antiguas rivalidades para concentrarnos todos juntos en combatir esta terrible desgracia. Y, por supuesto, también estaría bien restablecer el servicio de telegrafía lo antes posible…

—Su buena fe es loable, ¡pero ojalá todo esto fuera tan fácil como cree! —repuso el gobernador—. Vamos, le pediré al cochero Zekeriya que nos lleve a la zona más contagiada y hedionda de la ciudad, y quizá así verá las cosas de otra manera.

—La isla entera ya sabe que por fin han encontrado ya el cadáver que estaba esparciendo ese espantoso hedor por todo el barrio de Çite —dijo el cónsul—. ¿Y quién es el responsable de tal negligencia? Pero, por supuesto, será todo un honor para mí dar una vuelta de inspección por las calles a bordo de su landó, querido pachá.

Por lo general, cuando el cónsul británico dejaba su tono amistoso y empezaba a hablar con la excesiva cortesía típica de un diplomático, el gobernador empezaba a alarmarse, pues sospechaba que estaba maquinando algo en su contra, pero en esa ocasión no le desagradó la idea de emprender aquella expedición juntos por la ciudad. Tras detallarle hasta la redundancia al cochero la ruta que debía seguir para llegar a Çite, el gobernador no se sentó enfrente de monsieur George, sino a su lado, y abrió las ventanas del landó.

Mientras avanzaban en dirección a la Nueva Mezquita, la desolación de las calles se le antojó totalmente extraña al gobernador. Incluso en aquellos tiempos en que no había epidemia, siempre le había resultado deprimente no ver a nadie por la ciudad.

Vieron que la mayoría de las tiendas situadas a lo largo del riachuelo estaban cerradas. En el barrio del mercado había dos barberías abiertas (ya nadie iba a afeitarse, salvo algunos ancianos «fatalistas»; la barbería de Panayot estaba cerrada esa mañana), y también vieron a unos pocos herreros que no tenían más remedio que seguir trabajando si querían sobrevivir. Como en los primeros días de la cuarentena muchos comerciantes, tanto rums como musulmanes, habían sido castigados, arrestados y encerrados en la mazmorra del castillo por no respetar las medidas y desobedecer las indicaciones de los soldados de cuarentena, ahora la gran mayoría de los tenderos no se atrevían a abrir sus locales, y ya ni siquiera se acercaban por el mercado. Al principio, el gobernador se había opuesto a esto, insistiendo en que las tiendas deberían cerrarse adecuándose a una normativa concreta, pero antes de que esta pudiera implantarse el barrio del mercado se había vaciado y ahora se encontraba sepultado en un silencio sobrecogedor.

En el patio y la planta baja de la Escuela Rum, abarrotada de ratoneras, el doctor Nikos y la comunidad rum, con la ayuda de los funcionarios municipales y la policía, habían montado un mercadillo. Allí se vendían comestibles supuestamente «seguros» como pasas, higos, granadas, huevos, quesos de hierbas, nueces y otros productos procedentes de fuera de la ciudad que habían pasado la inspección de los doctores de cuarentena y que periódicamente eran rociados a conciencia con lisol por los bomberos. El gobernador había hecho que el carruaje pasara por allí intencionadamente porque quería mostrarle con orgullo al cónsul el buen funcionamiento de aquel mercado de cuarentena, cuyo objetivo era ayudar a los ciudadanos que estaban cayendo de manera paulatina en la indigencia porque no podían salir de sus casas para conseguir alimentos. Pero el cónsul le dijo que ya conocía este mercado, que se pasaba por aquí por lo menos una vez al día porque era el mejor punto de la ciudad para ponerse al corriente de la situación a pie de calle. Aquellos valientes vendedores que se arriesgaban a venir una vez a la semana y que, antes de entrar en la ciudad, se sometían al examen de los doctores para comprobar que no tenían fiebre, también informaban a monsieur George de lo que estaba pasando no solo en las regiones septentrionales de la isla, sino también en los pueblecitos de las afueras de Arkaz. (Cuando escuchó estas palabras, lo primero que pensó Sami Pachá, siempre tan aprensivo, ¡fue que quizá el cónsul estuviera recopilando información para un posible desembarco de tropas en el norte de la isla!).