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Para el gobernador fue una gran alegría que el jeque Hamdullah hubiera accedido a sumarse a los líderes de las comunidades cristiana y musulmana de la isla para dirigirse a la gente desde el balcón de la sede de la gobernación, y empezó a organizar el acto de inmediato, planeando los detalles y poniéndose de acuerdo con los diversos participantes.

Durante estas negociaciones, el jeque fue representado por el derviche del sombrero cónico antes mencionado. El gober­nador pachá comentó en una ocasión que, en los momentos más tensos de este tira y afloja, Nimetullah Efendi demostró ser «un diplomático más mañoso» que la mayoría de los cónsules, un «hueso duro de roer» porque, a diferencia de aquellos, que siempre se movían por intereses económicos, el derviche era un «idealista». Al mismo tiempo, el gobernador seguía lidiando con los cónsules, que insistían en la reapertura de la oficina de telégrafos, e intentaba averiguar si las grandes potencias tenían realmente intención de enviar tropas a la isla con el pretexto de acabar con la epidemia.

Tras el cese de las comunicaciones telegráficas, los cónsules habían perdido gran parte de su potestad. Conforme pasaban los días, el gobernador tenía cada vez más claro que la interrupción del servicio de telegrafía constituía una excelente oportunidad para implantar debidamente la cuarentena y someter a la ciudad a una estricta disciplina. Después del asalto a la oficina de correos, los casos de insubordinación contra los soldados de cuarentena también habían disminuido. Habían callado la boca aquellos consentidos que normalmente cuestionaban cualquier decisión de las autoridades esperando a ver qué pasaría.

El gobernador consiguió ultimar los detalles de las reuniones y los actos públicos que se llevarían a cabo dos días después, el viernes 28 de junio, adecuándose a las condiciones de todos los participantes: después de la oración de la tarde oficiada por el jeque, este invitaría a sus feligreses a acompañarlo hasta la plaza de la Provincia. Allí se sumaría a los líderes de las otras congregaciones y al gobernador para dirigirse desde el balcón a la multitud, pronunciando discursos sobre la importancia de acatar la cuarentena y haciendo un llamamiento a la unidad y cooperación entre todos los isleños. Para concluir, se celebraría una pequeña ceremonia en el edificio de correos y se restablecería el servicio de telegrafía.

En los cinco años que llevaba como gobernador, Sami Pachá nunca había salido al balcón para dirigirse a la gente, aunque en más de una ocasión le habría apetecido. Por lo general, Abdülhamit no aprobaba a los gobernadores que se creían demasiado importantes como para convertirse en el centro de atención, interponiéndose entre el sultán y sus súbditos. Y, en cualquier caso, este tipo de costumbres estaban demasiado arraigadas en los territorios otomanos. El gobernador pidió al secretario de correspondencia que anunciara el acto mediante carteles, que serían impresos con el mismo tamaño y tipografía que los anuncios de cuarentena. Mientras planeaba los últimos detalles del acontecimiento —dónde se colocaría el público mientras él hablara desde el balcón; dónde y a qué distancia deberían situarse los cónsules, los periodistas y los fotógrafos—, el eufórico gobernador salió a la terraza de su despacho.

Al volver a entrar, vio sobre el escritorio un telegrama que acababa de llegar. El escribano de desencriptación había descifrado el mensaje, como hacía con todos los telégrafos urgentes procedentes de Estambul, y al ver la gravedad de sus contenidos lo había dejado de inmediato sobre la mesa del gobernador.

Sami Pachá no pudo evitar fijarse en que el telegrama procedía directamente del Mabeyn. De pronto, el corazón empezó a latirle desbocado. Probablemente serían malas noticias. ¡Tal vez lo mejor sería no leerlo! Pero la curiosidad pudo con él, y unos segundos más tarde estaba sentado delante del mensaje descifrado.

Lo primero que leyó fue que lo habían destituido de su cargo de gobernador de Minguer. Se le cortó la respiración por un momento. Lo enviaban a la gobernación de Alepo. Sintió que se ahogaba. Le daban únicamente diez días para marcharse de la isla e ir directamente a Alepo, sin siquiera pasar por Estambul. Releyó el telegrama con manos temblorosas. En él se insinuaba una situación de cierta inestabilidad política en Alepo.

No fue hasta que leyó por tercera vez el mensaje cuando el gobernador comprendió que aquello era un castigo, ni más ni menos. Se le notificaba que su nuevo salario sería dos tercios del que recibía actualmente, y eso que Alepo era una provincia mucho más extensa y poblada que Minguer, e incluía también las ciudades de Urfa y Maraş.

¿Qué pasaría con Marika? Aunque accediera a convertirse al islam y casarse con él, algo que se había planteado infinidad de veces, eso supondría un escándalo diplomático, sobre todo porque los embajadores y los cónsules seguían difundiendo la idea de que, a pesar de las reformas del Tanzimat, los pachás otomanos todavía islamizaban por la fuerza a las cristianas más hermosas de las provincias para tomarlas como segundas o terceras esposas y encerrarlas en sus harenes. ¡Además, Marika se negaría a marcharse a una tierra tan inhóspita y llena de escorpiones!

Cuanto más leía y releía el telegrama, Sami Pachá (ya no podemos llamarlo gobernador) más consciente era de que no podía aceptar esta nueva realidad. ¡Seguramente Estambul debía de haber cometido un error! ¡Era imposible llegar a Alepo en tan poco tiempo! Esa era una prueba clara de que su traslado (y destitución) era un equívoco. ¿Acaso quienes esperaban que llegara a Alepo en diez días no eran conscientes de que nadie podía salir de la isla sin pasar antes por una cuarentena de cinco días? ¿Y qué pasaría con Marika…?

A continuación, intentó ver el lado positivo de la noticia: lo habían destituido de su cargo, pero al menos le habían dado otro. En sus momentos de mayor enojo y paranoia, Abdülhamit solía dejar a los gobernadores en el limbo y sin salario para darles una lección y que recapacitaran sobre sus errores, y solo pasado un tiempo les ofrecía un nuevo cargo. No era este el caso. Por muy despótico que pudiera llegar a ser, Abdülhamit se había refrenado de hacerle pasar por aquel trance. Aún recordaba cómo todo el mundo en la Sublime Puerta se había reído cruelmente con la historia del pobre Mustafa Hayri Pachá, cuyo corazón dejó de latir cuando finalmente recibió el telegrama que llevaba tantos años esperando, destituyéndolo de su cargo. Por lo menos, su situación no era tan funesta.

Sami Pachá no tardó en llegar a la conclusión de que lo mejor que podía hacer era aceptar su nuevo destino, pero postergar el traslado. Un día, cuando comprendieran en Estambul cómo en vez de huir había permanecido en la isla luchando heroicamente contra la peste, lo recompensarían con una condecoración de primera categoría de la Orden de Medjidie. Seguía de cerca lo que publicaban periódicos como el otomano Malûmat, o incluso el francés Moniteur des consulats, que normalmente llegaban a bordo del barco de Estambul y contenían todos los detalles sobre los nombramientos y destituciones que se producían en el Imperio, sabía que ese tipo de órdenes a veces eran anuladas, que un milagro así era posible. Quienes tuvieran buenos contactos con el Mabeyn y con el sultán, y contaran con amigos en las altas instancias, podían conseguir que se revirtiera la situación. En ocasiones, cuando un burócrata llegaba a su destino se encontraba con la sorpresa de que el anterior gobernador había sido restituido en su puesto sin ni siquiera haber abandonado su despacho. Con algo de suerte, quizá también su historia podría acabar así de bien.

Fantaseó un buen rato con la idea de pedirle al damat doctor Nuri que enviara un telegrama a Abdülhamit, o por lo menos al Mabeyn, hablando maravillas de su labor. Pero leyendo las cartas de Pakize Sultan queda claro que finalmente Sami Pachá no fue capaz de tragarse su orgullo y desechó cualquier posibilidad de implicar al doctor Nuri.

Fue entonces cuando a Sami Pachá se le ocurrió la idea de que, si durante unos días actuaba como si no pasara nada, todo seguiría exactamente igual. La única persona de la isla que sabía que lo habían relevado de su cargo era el escribano de desencriptación. Y cuando viera que el pachá se comportaba como si todo fuera sobre ruedas, en absoluto turbado, podría pensar que quizá la decisión se hubiera anulado por algún motivo. Así pues, lo mejor sería que durante los dos siguientes días, hasta el viernes, se comportara con total normalidad. Pero, justo al momento, Sami Pachá hizo todo lo contrario de lo que había decidido: llamó a su despacho al escribano de desencriptación y le dijo que el mensaje que acababa de descifrar contenía secretos de Estado, y que si revelaba alguno de esos secretos su acto sería considerado una traición a la patria y Estambul le administraría el castigo más severo posible.

Ese día, Sami Pachá no vio al doctor Nuri, ni tampoco al mayor Kâmil. Rechazó la visita del doctor Nikos, que había acudido a su puerta para discutir diversos temas, y permaneció encerrado en su despacho. Tenía miedo de que, si la gente lo veía, pudiera intuir que lo habían destituido. Como obsequio de boda, Bahattin Pachá, el padre de Esma, le había regalado a su prometedor yerno un reloj de bolsillo con dos esferas, una que marcaba la hora «a la turca», y la otra, «a la franca». En los momentos en que se encontraba solo y deprimido, Sami Pachá sostenía el reloj de fabricación belga sobre la palma de la mano y sentía que este mundo era un lugar más tolerable. Pero ese día, sentado en su despacho, ni siquiera halló la fuerza suficiente para llevar a cabo ese pequeño ritual.

En cuanto leyó el telegrama, supo que la única persona cuya compañía podría generarle cierto sosiego era Marika. Las calles oscuras y fúnebres que contemplaba desde el faetón conducido por el cochero Zekeriya estuvieron a punto de anegarle los ojos de lágrimas, pero se obligó a recomponerse pensando que, si se dejaba arrastrar por la tristeza, sería como aceptar su derrota. Bajó del carro y caminó con paso muy digno hasta la puerta trasera de la casa de Marika.

Una vez dentro, se comportó con la serenidad, el aplomo y la autorité (le gustaba cómo sonaba esa palabra en francés) de siempre. ¡Qué hermosa era Marika! Y lo más importante: era una persona buena y honesta. Al momento, el pachá pareció olvidarse por completo de su destitución.

Todo el mundo seguía hablando de los dos jóvenes que habían encontrado muertos el uno en brazos del otro, y de la humareda negra que había oscurecido el cielo al quemar la casa donde habían aparecido.

—Dicen que debía de haber más cadáveres para que saliera tal cantidad de humo negro —comentó Marika.

—Disparates que se inventa la gente.

—Y que la grasa de los cuerpos muertos es la que genera ese tipo de humareda negra.

—¿Cómo puedes caer tan bajo hablando de esas cosas horribles? Me entristece escucharte —dijo el pachá.

Pero al notar que sus palabras afligían a Marika, intentó enmendar su exabrupto contándole una curiosa anécdota que había leído hacía un año en un artículo traducido de la revista Servet-i Fünun, y que en ese instante le había venido a la cabeza casi por arte de magia.

—En algunas religiones asiáticas, determinan si una persona era inocente o pecadora, un santo o un demonio, por el color y la densidad del humo que sale de su cuerpo al ser incinerado.

—Usted lo sabe todo, querido pachá.

—Pero lo que tú sabes siempre es más importante. ¡Cuén­tame!

—Ramiz ha vuelto a la ciudad, pachá. Seguro que esto también ha llegado a sus oídos. Ha jurado vengarse de aquellos que le arrebataron a Zeynep. ¡Por lo visto, sigue muy enamorado de esa chica! Realizó el juramento no ante su hermanastro, sino en el tekke de los Rifai, en presencia del jeque Rifki Melul.

—Qué curioso, parece que el tekke de los Rifai está recuperando terreno en el transcurso de esta epidemia… Pero no tenemos ninguna prueba de que realmente se haya producido un encuentro como el que dices.

—También dicen que, en el barrio de Çite, no dejan entrar a los que no lleven consigo los papelitos rosados bendecidos contra la peste que reparte el jeque bizco Çevket, del tekke de los Zaim. Por lo visto hay una pandilla de jóvenes refugiados cretenses que paran a la gente y les exigen el papel, y si no lo tienen, no les dejan pasar.

—¡No sería de extrañar, desde luego! —concedió Sami Pachá—. Aunque algo así solo podría suceder si no tuviéramos desplegados a nuestros hombres en esos barrios. Ha habido un par de incidentes parecidos, pero no es cierto que la situación haya degenerado hasta ese punto. Mis espías y mis policías no permitirían este tipo de bandidismo.

—Querido pachá, le ruego que no se enfade conmigo por contarle estos rumores. No soy yo quien se los inventa, y la mayoría de ellos tampoco me los creo.

—¡Pero algunos sí te los crees!

—Cuando es así se lo confieso sinceramente… También hay algunos que usted se cree, aunque no quiera admitirlo, pues se avergüenza de ello. Cuando le explico estos rumores, puedo ver por su cara cuáles le parecen creíbles y cuáles le parecen totalmente absurdos. En las calas situadas al norte de Talla se ha reanudado el tráfico marítimo de personas que huyen hacia Creta.

—Mira, eso sí que me lo creo. Pero me pregunto cómo pueden esquivar los acorazados…

—Hay gente que dice que el jeque Hamdullah no acudirá al acto del viernes en la sede de la gobernación, querido pachá.

—¡¿Y eso por qué?!

—Todo el mundo ha oído los rumores de que el jeque tiene la peste y de que el damat doctor fue a visitarlo.

—¡Pues que lo sepan…!

—Y también hay otro rumor. Cuando el damat doctor fue a verle, el jeque Hamdullah le espetó en tono imperioso y altivo: «¡A mí nunca me afectará la peste!». Esta historia es especialmente popular entre los niños, pero en el fondo los adultos también se la creen. La chavalería también está entusiasmada con el Mayor y su asalto a la oficina de telégrafos.

—¿Sabes por qué corren todas estas habladurías, Marika? Porque los rums no conocen a los musulmanes y los musulmanes no conocen a los rums. Ni siquiera saben lo que hacen en el interior de sus iglesias y mezquitas, ni tampoco les interesa. Si algún día queremos llegar a ser una nación, hay que poner fin a todos estos rumores.

—También está el asunto de las visitas del damat doctor a los herboristas. Todos lo temen. Tienen miedo de que los denuncie al director del servicio de inteligencia, de que los sometan a la falanga en la mazmorra como hicieron con los soldados de la cocina, y de que los lleven ante el tribunal por vender venenos.

Sami Pachá comprendió enseguida que, de todos los rumores que acababa de escuchar, el único que había perturbado su mente y su espíritu era el de que el jeque Hamdullah hubiera declarado: «¡A mí nunca me afectará la peste!». Él se había enterado de la supuesta enfermedad del jeque por boca del cónsul George, y en ningún momento la había puesto en duda. Ahora se preguntaba si le habrían tendido una trampa y había caído de lleno en ella. Le inquietaba la posibilidad de que el doctor Nuri también hubiera sido partícipe de esa confabulación. ¡Pero tal vez, si de algún modo conseguía devolverles aquella vil jugarreta al jeque Hamdullah y al cónsul George, Estambul acabara retirando su destitución!

—Marika, por hoy ya he tenido suficiente, ahora quiero distraerme un poco. No hablemos más de la peste.

—Como usted desee, querido pachá, pero es de lo que habla todo el mundo.

—Tarde o temprano esta maldita peste acabará… Y cuando haya pasado esta calamidad, quiero plantar árboles por toda nuestra hermosa isla de Minguer, especialmente palmeras, pinos y acacias. También quiero reformar el muelle para que los grandes barcos de pasajeros puedan atracar en el puerto de forma segura, aunque no llegue ninguna subvención de Estambul. Conseguiremos los fondos necesarios pidiendo apoyo financiero a los rums, pero también a los musulmanes, en la medida de lo posible. Si logramos el respaldo económico de los Theodoropoulos y los Mavroyenis, los Kumaşçizade de Esmirna y los hijos del Tevfik Pachá también querrán sumarse.

—Nadie ama más esta isla que usted, querido pachá —dijo Marika—. Es una lástima que le carguen con las culpas de todo.

¡Qué persona tan maravillosa era Marika! El pachá no alcanzaba a imaginarse la vida sin ella. Su rostro afectuoso y compasivo era el reflejo de su alma; no había un solo ápice de doblez o insinceridad en aquella mujer perspicaz e inteligente, y esa era otra de las razones por las que la amaba tanto. A veces el pachá fantaseaba con la idea de que era musulmana y se lo comentaba a Marika en tono jocoso, y ella le seguía el juego fingiendo ser una concubina del harén, algo que le excitaba y divertía, cautivado por su precioso cuerpo y sus pechos enormes.

Sami Pachá se dejó llevar por la impaciencia que suponía el hecho de saber que la única manera de librarse de la soledad y la dolorosa impotencia que lo afligían era haciendo el amor con Marika. De hecho, lo que menos le gustaba a Marika de él era su impaciencia por consumar. Pero esa noche el pachá no se sentía con fuerzas para entretener a su amante con el relato entre enojado y burlón de los problemas administrativos de esa provincia que adoraba tanto como a ella.

Finalmente, tras un largo silencio, Marika notó también su ansiedad y, con una sonrisa, lo llevó hasta la cama. El pachá apreció su gesto. Mientras hacían el amor, sus sentimientos alternaban entre la gratitud y un asombro maravillado. Pero, al mismo tiempo, también daba rienda suelta a su bestia interior. Era como si estuviera borracho sin haber bebido. Siempre le había atraído especialmente el gran pecho derecho de Marika, y ahora su boca se cerró en torno al pezón. Ella le acarició con ternura la cabeza y el pelo que ya raleaba, y él se acordó de su madre y de su infancia. Le encantaba que Marika restregara sus dulces pechos contra su frondosa barba. Hicieron el amor largo y tendido; el pachá acabó empapado en sudor, y solo al final se percató de la presencia del mosquito que se había posado en su espalda.

—A usted le ha pasado algo hoy, pero prefiero no preguntar —dijo Marika al cabo de un rato—. Aunque hay algo que quería comentarle.

—Dime.

—Hoy han encontrado una rata muerta todavía sangrando en el patio de atrás. Y anoche pude oír a esas perversas bestias correteando por debajo de la cama.

—¡Que Dios las maldiga! —exclamó el pachá.

Esa noche se quedó haciendo guardia en la habitación de Marika hasta el amanecer. Medio adormilado en el borde de la butaca, o sentado en la cama, consiguió impedir que las ratas atacaran a su amante. Cuando llegó por la mañana a la sede de la gobernación, ordenó a dos funcionarios municipales que fueran a la casa de la mujer para poner ratoneras y esparcir matarratas por todo el lugar. La idea de que Marika —y de hecho también él— tuviera que hacer cuarentena, o al menos someterse a un examen médico, ni siquiera se le pasó por la cabeza.