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Esa semana fallecieron una media de veinte a veinticinco personas cada día, aunque, sumidos en un pesimismo razonable, todos estaban convencidos de que la cifra real era incluso más elevada. Algunas familias ocultaban a sus difuntos en algún escondrijo de sus casas para evitar que vinieran los soldados de cuarentena. Cuando la víctima -un padre, una madre, un abuelo-presentaba un bubón en el cuello apenas perceptible, sus familiares se engañaban diciéndose que no había muerto de peste, sino de otra cosa. Esa gente seguía transmitiendo la enfermedad a los vecinos de su barrio, por lo menos hasta que en la casa se producía una segunda o tercera muerte.

La mañana siguiente a la noche que había pasado en casa de Marika sin pegar el ojo pero contento de su labor como protector, Sami Pachá se enteró de que el Sühandan acababa de hacer escala en Esmirna, donde había recogido un cargamento de tiendas de campaña y medicinas, y había zarpado en dirección a la isla. En el telegrama que se le había enviado al director de cuarentenas se notificaba que a bordo del barco venían soldados, voluntarios y suministros; la cifra exacta de los mismos aparecía registrada con la meticulosidad típica de la burocracia otomana. Al final del mensaje, Sami Pachá leyó algo que hizo añicos todas sus esperanzas: en el Sühandan venía también el nuevo gobernador asignado para sustituirlo. Y encima se trataba de Ibrahim Hakkı Pachá, al que Sami Pachá conocía desde hacía años y con quien tenía cierta amistad, aunque de hecho lo consideraba un hombre mediocre y poco espabilado. Se conocieron trabajando como escribanos en la Oficina Imperial de Traducción, donde básicamente se pasaba el día entero haciéndole la pelota a su jefe, Abdurrahman Fevzi Pachá. Y si no le fallaba la memoria, su rango militar no era superior al de un brigadier. De ser así, ¿cómo diablos podría darle órdenes al nuevo comandante que iba a ponerse al mando de la guarnición? Una cosa estaba clara: en el Mabeyn y la Sublime Puerta ya no quedaba nadie con dos dedos de frente que se tomara en serio esos importantes detalles relacionados con el rango y la posición. ¡O quizá justo lo que querían era tocarle las narices a Sami Pachá!

Sami Pachá dejó a un lado las emociones provocadas por la aprensión y el enojo y recurrió a la parte más racional de su cerebro. Era consciente de que ahora sería imposible ocultar que lo habían destituido y de que muy probablemente la decisión ya no sería revocada, así que ideó un nuevo plan.

Esa mañana, después de marcar con puntos verdes los muertos del día anterior en el mapa del cuarto de epidemiología como hacían cada día, Sami Pachá anunció:

—¡Por desgracia, algunos secretarios del Mabeyn creen que no he estado a la altura en nuestra lucha contra la peste y me envían a Alepo! —(En realidad, todo el mundo sabía que quien destituía y nombraba personalmente a los gobernadores era el mismo Abdülhamit)—. Pero esta decisión será anulada. Y aunque no lo sea, hasta que el nuevo gobernador asuma oficialmente su cargo seguiré desempeñando mis responsabilidades con la misma diligencia de siempre, y el viernes pronunciaré mi discurso en la plaza de la Provincia. No se olviden, señores, de que los pasajeros del barco de ayuda tendrán que pasar cinco días de cuarentena antes de que puedan pisar Minguer.

—Los pasajeros de los barcos procedentes del norte y el oeste no deben cumplir cuarentena —comentó el doctor Nikos.

¿Se trataba de una observación inocente, o quería dar a entender que ya no obedecería las órdenes del pachá? El director de cuarentenas había recibido con total indiferencia la noticia de la destitución de Sami Pachá.

—Esos nuevos doctores y el nuevo gobernador no saben cuál es la verdadera situación aquí, y tampoco conocen a la gente de la isla. Echarán a perder todos nuestros esfuerzos de cuarentena imponiendo métodos y restricciones completamente distintos —dijo Sami Pachá—. Y tarde o temprano esas nuevas medidas se revelarán inefectivas, y cientos de personas morirán en vano.

—¡En tal caso, esos cinco días de cuarentena obligatorios nos darán el tiempo necesario para readaptarnos a las nuevas medidas de cuarentena exigidas por Su Majestad! —dijo el doctor Nuri.

La gran mayoría de los historiadores coinciden en que el apoyo mostrado por el damat doctor a Sami Pachá en su decisión de aplicar la cuarentena de cinco días a los pasajeros del Sühandan fue algo que acabaría alterando definitivamente el destino de la isla. Algunos aseveran que su postura de secundar al exgobernador quizá se debió en parte a la influencia de la suspicaz Pakize Sultan, quien, haciendo gala del odio que sentía por su tío, sospechaba de las verdaderas intenciones del barco de «ayuda» enviado por Abdülhamit. Por su parte, aquellos historiadores más interesados en los aspectos puramente médicos le dan la razón al damat doctor remarcando que tomó la decisión correcta en lo referente a la cuarentena.

Después de que se implantara oficialmente la cuarentena, todos los viajeros de los barcos con bandera amarilla que llegaban a la isla procedentes de puertos infectados debían someterse a una cuarentena de cinco días —aunque no tuvieran fiebre— en el islote rocoso popularmente conocido como la Torre de la Doncella y situado cerca del puerto de Arkaz. En esos días no llegaba prácticamente ningún navío procedente del sur, es decir, de la línea de Alejandría. La mayoría de los que cumplían la cuarentena en la Torre de la Doncella lo hacían para poder embarcar en las naves que partían de la isla. Todas las mañanas y tardes, salía una barca en dirección al islote transportando a policías, doctores y funcionarios encargados de controlar el estado de las personas sujetas a confinamiento.

Tras decidir que la Torre de la Doncella era el lugar perfecto para mantener en observación y lejos de Arkaz a los pasajeros del barco de ayuda Sühandan, Sami Pachá llamó al jefe de barqueros Seyit —a quien ya se le había encargado la tarea de recogerlos—, y le explicó con todo detalle lo que debía hacer.

El Sühandan iba con seis horas de retraso. Algunos historiadores más dados a las conspiraciones han llegado a sostener —ya sea implícita o explícitamente— que esa demora fue producto de algún tipo de complot internacional. En realidad, el viejo navío se había visto obligado a reducir la velocidad por culpa de una tormenta en las inmediaciones de Rodas, que había provocado que uno de sus gastados motores, que no podía con tanto ajetreo, se averiara. Cuando el barco fue avistado desde los barrios de las colinas como Kofunya o los Altos Turunçlar, la gente empezó a bajar al puerto a esperar con expectación su llegada. Al cabo de una hora, una muchedumbre agitada se había congregado en los muelles, especialmente por los alrededores del puente de Hamidiye, el hotel Majestic y el edificio de aduanas. Algunos ancianos de los barrios de Vavla y Turunçlar se mostraban muy contentos porque el sultán finalmente había enviado ayuda desde Estambul, pero se trataba de aquellos isleños más ingenuos e impresionables que exclamarían «¡Larga vida al sultán!» en cualquier tipo de situación. A decir verdad, la mayoría de la gente no tenía demasiadas esperanzas depositadas en aquel barco de ayuda, como tampoco confiaban en las medidas de cuarentena en general, ya que pensaban que todo lo que había ocurrido en la isla era el resultado de la indiferencia, la incompetencia y el mínimo interés mostrados por Estambul. Algunos de los ciudadanos más indignados no habían bajado a los muelles para celebrar la llegada de la ayuda o para reavivar sus esperanzas contra la peste, sino para armar jaleo gritando cosas como «¡Ya era hora! ¿Por qué habéis tardado tanto?». Sami Pachá había enviado a todos sus policías y guardias al puerto. Y el mayor había ordenado que se desplegaran dieciséis soldados de cuarentena comandados por Hamdi Baba en la zona donde atracaban los botes de los barqueros.

Cuando llegó a las inmediaciones del faro Árabe, el barco de ayuda Sühandan hizo sonar su sirena como solían hacer en los buenos tiempos los barcos de pasajeros que se acercaban a la isla, y su sonido agudo y quejumbroso retumbó dos veces entre los montes escarpados de los alrededores de la capital. El jefe de barqueros Seyit, quien, siguiendo las instrucciones del gobernador, había estado esperando la señal cerca del edificio de aduanas, empezó a remar hacia el barco. A bordo del bote —que avanzó zarandeándose sobre las olas en dirección al Sühandan ante las expectantes miradas de la multitud congregada en el puerto— iban el director de cuarentenas Nikos, el joven doctor Filipu, cuatro soldados de la División de Cuarentena y varios bomberos con sus tanques cargados de lisol a la espalda.

Aunque el Sühandan había zarpado de los puertos no infectados de Estambul y Esmirna y no enarbolaba la bandera amarilla, el capitán Leonardo, el italiano que comandaba la nave, no puso la menor objeción cuando vio acercarse la barca. Estaba al tanto de las dimensiones dantescas que había alcanzado la epidemia en la isla, y sabía que cada día morían más de veinte personas. Así pues, dio permiso a los doctores y a los equipos de desinfección para que subieran al barco.

Sin embargo, al nuevo gobernador Ibrahim Hakkı Pachá aquello no le hizo ni una pizca de gracia. Cuando el director de cuarentenas Nikos fue a verle a su camarote, le dijo: «¡No sería nada apropiado que me quejara teniendo en cuenta que el mismísimo káiser Guillermo ha tenido que pasar por una situación como esta!». Pero acto seguido añadió que el deseo manifiesto de Su Majestad era que ocupara el despacho de gobernador lo antes posible, y que retrasar el relevo con la excusa de la cuarentena no sería bien visto en Estambul. (El sultán siempre insistía en entrevistarse personalmente con los nuevos gobernadores y embajadores antes de que partieran hacia sus nuevos destinos). Poco después, todos los que acababan de subir al barco se enteraron de que el nuevo gobernador había llegado también a la isla. En una situación así, la respuesta más lógica habría sido aceptar la legitimidad del nuevo gobernador —aunque tuviera que pasar la cuarentena preceptiva en la Torre de la Doncella—, acatar sus decisiones y obedecer sus órdenes, pero no fue eso lo que ocurrió.

Mientras el resto de los funcionarios de la barca de Seyit subían al barco de ayuda, la multitud que contemplaba la escena desde los muelles tuvo la impresión de que a bordo del Sühandan se estaba produciendo algún tipo de alboroto, como si hubiera estallado una discusión. El nuevo gobernador Ibrahim Hakkı se negaba a salir de su camarote y a que lo pusieran en cuarentena, y tenía sus razones para ello. Cuando recibió las últimas instrucciones de Estambul, le habían hablado de la posible incompetencia del anterior gobernador y de que el servicio de telegrafía estaba interrumpido por culpa de una avería, pero en ningún momento había sospechado que —en palabras de los historiadores más dados a las conspiraciones— «se estuviera cociendo algo mucho más grande». Para entonces, los bomberos ya habían subido al barco y estaban desinfectándolo todo con lisol. La zona de la cubierta estaba abierta y aireada, pero había muchos recovecos y espacios tras las puertas cerradas que debían ser rociados con desinfectante.

Mientras tanto, el director de cuarentenas Nikos había detectado síntomas de la enfermedad en uno de los voluntarios que viajaban a bordo del Sühandan. Como se revelaría más adelante, lo que tenía en realidad Yani Hacipetru —un joven estudiante de primer año de la Facultad de Medicina que se había apuntado como voluntario a la expedición porque su abuelo era minguerense— no era peste, sino difteria. Pero, del mismo modo que algunos enfermos de peste con bubones en el cuerpo podían superar la enfermedad tras sufrir apenas un poco de fiebre, también había casos de enfermos que, pese a no presentar bubones en las ingles o bajo las axilas, podían sufrir de repente graves episodios febriles y morir a los pocos días. Así pues, la fiebre de Yani Hacipetru se interpretó como síntoma de la peste, y este «diagnóstico» sirvió como excusa adicional para someter a una cuarentena de cinco días a todos los pasajeros del Sühandan antes de poder pisar la isla.

El nuevo gobernador no quiso pelearse con el director de cuarentenas Nikos, ni tampoco opuso resistencia a los soldados que rociaron brutalmente su camarote con lisol. Como más adelante revelaría su ayudante Hadi —en sus memorias, de una extraordinaria franqueza, tituladas De las islas al país—, lo único en lo que pensaba Ibrahim Hakkı Pachá en medio de todo aquel tumulto y caos de desinfección era en cómo conseguir que bajaran todas sus maletas y baúles a la barca sin que se extraviara nada. Por lo que él sabía —y como le había informado erróneamente el Mabeyn—, el exgobernador Sami Pachá ya había partido de la isla y estaba de camino a Alepo.

Los voluntarios —tres doctores rums nativos de Minguer, dos doctores musulmanes que acababan de licenciarse en la Facultad de Medicina y habían sido obligados a ir por orden del Ministerio de Sanidad, y unos cuantos jóvenes de espíritu inquisitivo y aventurero— bajaron por la escalera de cuerda hasta la barca de Seyit mecida por las olas. Durante gran parte de la travesía habían estado de un ánimo jovial y bullicioso, como si se fueran de vacaciones en vez de ir a luchar contra una horrible epidemia, pero antes incluso de bajar a la barca ya se habían visto silenciados e intimidados por el fuerte olor a lisol y por la brusquedad de los soldados de cuarentena. (Dos de los tres doctores rums y uno de los doctores musulmanes morirían por la peste en cuestión de un mes).

Después de asegurarse de que habían cargado en la barca todas sus posesiones, el nuevo gobernador también procedió a bajar. Pero cuando los hombres de Seyit empezaron a remar no hacia el puerto, sino en dirección contraria, hacia el islote de la Torre de la Doncella, Ibrahim Hakkı Pachá se puso en pie y volvió a protestar: si era realmente necesario poner en cuarentena a todos los pasajeros del Sühandan, ¿no podrían confinarlos en el edificio de aduanas junto al puerto, o en algún otro lugar de la ciudad? El director de cuarentenas Nikos Bey lo asustó recordándole que Arkaz se había convertido en un lugar muy «peligroso». Algunos cronistas han afirmado que el nuevo gobernador solo accedió a subirse a la barca porque estaba convencido de que lo llevarían a la ciudad, y que, si hubiera sabido que en un momento histórico como aquel iban a encerrarlo durante cinco días en la Torre de la Doncella, habría exigido comunicarse con Estambul y recibir nuevas órdenes por telégrafo. También hay quienes quieren ver todo este incidente como parte de una conspiración orquestada por los británicos y por Occidente, o quizá incluso por los griegos. Puede que tampoco les falte razón a aquellos que sostienen que Ibrahim Hakkı Pachá —quien hacía muchos años había ejercido como administrador de la comarca de Zardost, una ciudad ubicada en el otro extremo de la isla— en realidad le tenía un gran miedo a la peste.

Este tipo de elaboradas conjeturas tal vez no nos sean de gran utilidad para ayudarnos a comprender mejor los hechos que se vivieron aquel día. Pero lo que sí podemos asegurar es que ahora muchos isleños (incluso aquellos que no tenían intención de asistir) aguardaban expectantes el sermón del viernes del jeque Hamdullah y el acto que se celebraría justo después en el balcón de la sede de la gobernación.