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El jeque Hamdullah pasó la noche del jueves inmerso en la lectura, revisando las epístolas y los libros que habían consultado su abuelo y tatarabuelo durante las epidemias de peste en Estambul. Los secretos de la peste que se discutían y revelaban en estas páginas se basaban en la interpretación de señales, cálculos abjad, y erudición hurufí. La epidemia de peste que había sacudido Estambul noventa años antes fue tan terrible que incluso los musulmanes practicantes se resignaron a su destino y solo encontraron consuelo y esperanza en las señales y los amuletos bendecidos. Dado su interés por esos conocimientos esotéricos y por los atributos místicos de las letras, los antepasados del jeque Hamdullah hallaron consolación en esas antiguas escrituras. Ellos también habían compuesto sus propios textos repletos de versos, expresiones de doble sentido y juegos de palabras. Pero el jeque Hamdullah sabía que esos escritos no servirían de nada en estos nuevos tiempos en los que de lo único que hablaba todo el mundo era de microbios y lisol. En ellos no se hacía ninguna mención a la cuarentena ni a posibles curas o tratamientos médicos.

Cuando acabaron las oraciones del viernes y llegó el momento de subir al púlpito, el jeque Hamdullah era muy consciente de que las masas desmoralizadas no responderían bien a un sermón dudoso y críptico, no se interesarían para nada en las finuras de la lógica dogmática más hermética, y que lo único que buscarían sería abandonarse al dolor, al llanto y a la invocación llorosa del nombre de Alá en busca de refugio y consuelo. El jeque había subido los doce escalones hasta el minbar, y ahora sentía que se encontraba muy por encima de aquella multitud angustiada y atemorizada que lo contemplaba desde abajo. Por lo general, cuando hablaba con sus discípulos y con los feligreses atormentados que acudían para contarle sus problemas y aliviar sus corazones, le gustaba poder mirarlos de frente y a los ojos. Esa cercanía era lo que le permitía olvidarse de sí mismo y disolverse en el ser de la persona que tenía delante. Pero allí arriba, en lo alto del púlpito, el jeque sintió que la gente no esperaba de él un discurso racional, sino un nuevo sentimiento, un nuevo estado de ánimo que pudieran abrazar. También intuyó de inmediato que esperaban que les ofreciera algún tipo de paliativo contra el miedo y la muerte. No había pensado en nada de eso mientras preparaba el sermón la noche anterior. Ya podía anunciarles que nadie podía escapar a su destino, o afirmar que la obediencia a los preceptos de la cuarentena aparecía ya en el Corán… Nada de eso tenía efecto alguno sobre la congregación. Los angustiados y temerosos feligreses no tenían la cabeza como para atender a esas sutilezas. El jeque solo conseguía atraer su atención cuando mencionaba al todopoderoso Alá y proclamaba cuán clemente y misericordioso era, y veía que era cuando oraban juntos estas palabras sus rostros se iluminaban con un destello fugaz de epifanía y consolación. Así pues, comprendió rápidamente que, en vez de dar un discurso racional sobre la cuarentena y el destino, lo mejor sería simplemente rezar junto a su congregación.

De las profundidades de su ser brotó espontáneamente un verso de la sura Al-Baqara (La vaca): «Rabbena vela tuhammilna ma la tâkate lena bih!». El jeque tradujo en un turco sencillo su significado: «¡Dios nuestro, no nos impongas una carga que no podamos soportar!». Y luego añadió una emotiva reflexión al respecto: «La única manera de poder soportar esa carga es buscar refugio en Alá». Puesto que todo en este mundo ocurría según Su voluntad, la única salvación posible para los creyentes era ampararse en Alá. Lo dijo como si estuviera dando por zanjado el asunto, despejando cualquier atisbo de duda que pudiera rondar todavía por la mente de los feligreses. Y, en efecto, la multitud llegó a la conclusión de que esas palabras encerraban un significado transcendente; aun así, todavía se sentían más exhaustos y angustiados que nunca.

El jeque Hamdullah conocía a la mayoría de aquellos hombres barbudos de aspecto cansado que escuchaban atentamente sus sentidas palabras. Los había visto durante los primeros días de la epidemia, en los patios de las mezquitas, reunidos alrededor de los ataúdes, tratando de decidir dónde enterrar a sus familiares. El jeque se había pasado aquellos primeros días yendo afanosamente de casa en casa, de funeral en funeral. Reconoció a un hombre de cabellos castaños que ahora lo contemplaba esperando que le ofreciera algún consuelo, y el jeque recordó cómo, después del fallecimiento de su mujer y sus dos hijas, no solo no perdió el juicio, sino que se comportó con gran dignidad. Otro de aquellos hombres era el herrador Riza, que se sentía morir él mismo cada vez que uno de sus vecinos fallecía a su alrededor. Entre la multitud también había un joven inmigrante de Creta que se había acostumbrado a ver morir a sus parientes y amigos, pero que era incapaz de concebir su propia muerte; y aunque ese día había decidido asistir a la oración del viernes, en realidad se había aislado del mundo huyendo de todo cuanto lo rodeaba. Pero tal vez esos casos fueran anomalías. La mayoría de las trescientas personas que llenaban la mezquita habían venido para formar parte de una comunidad, para sentirse más cerca de Alá, para no estar solos y pasar un rato rodeados de aquellos que sufrían sus mismos temores y tribulaciones. Y, a medida que el sermón avanzaba, fue perdiendo su neutralidad inicial para adquirir un tono que sin duda sería del gusto los hocas, los jeques y los tekkes contrarios a la cuarentena.

Al principio de la epidemia, antes de recluirse en su alcoba para sumirse en la contemplación, el jeque Hamdullah había acudido a muchas casas para ofrecer consuelo, incluso una razón para seguir viviendo, a aquellos que se habían sentido tan abrumados ante la fuerza imparable de la enfermedad que habían empezado a dudar de su fe. También había asistido al amortajamiento y entierro de numerosos fallecidos, ofreciendo alivio y consuelo a los familiares que casi habían enloquecido en esas difíciles circunstancias. Durante aquellos primeros días visitando casas, jardines, tumbas, fabricantes de ataúdes y patios de mezquitas, el jeque se había implicado profundamente en las vidas de aquella gente honesta y abierta. Cuando corrió el rumor de que su jeque había caído enfermo, esa misma gente se dejó llevar por la desesperación; pero cuando más tarde oyeron que por lo visto se había recuperado y que, de algún modo, era inmune a las flechas de la peste, también se lo creyeron, algunos con ciertas reservas. El jeque podía ver ahora que muchos de los allí presentes esperaban que les revelara el secreto de sus poderes, o que al menos los ayudara a través de la oración a poder alcanzar también esa inmunidad. Deseaba con todo su corazón poder aportar algo de consuelo a aquella gente cuyo dolor y aflicción había compartido tan estrechamente.

El mayor consuelo era, por supuesto, vivir como un buen musulmán y morir como un buen musulmán. El jeque recitó en árabe unos versos de la sura An-Nisa (Las mujeres) para recordar a los feligreses que buscar refugio en Alá en el último momento no será suficiente para salvar de las llamas del infierno a los que han renegado de Él: del mismo modo que Alá convierte a los vivos en muertos, también puede devolver la vida a los muertos e incluso a la tierra misma. Por eso mismo, aquellos que tienen miedo de morir deben vencer sus temores pensando en la vida después de la muerte. Si han pecado, deberían estar asustados, desde luego… Pero si no han pecado, ese miedo constante a la muerte acabará volviéndolos locos, obviamente.

—Esa muerte que tanto teméis y de la que tanto queréis escapar, al final os acabará encontrando —dijo el jeque—. Podéis esconderos en el castillo más fortificado… y también ahí os atrapará.

Como señalaría más tarde el cónsul francés, esas declaraciones iban claramente «en contra de la cuarentena». El antiguo gobernador Sami Pachá, que esperaba nervioso en su despacho a que diera comienzo el acto que se celebraría después del sermón, había esperado que el jeque dijera al menos algunas palabras para condenar los papeles bendecidos, los amuletos o las oraciones falsas contra la peste, pero eso tampoco ocurrió. En su lugar, el jeque habló de la interpretación de los sueños, de las sombras proyectadas por las alas de los búhos, y de lo que significaba ver dos estrellas fugaces en el mismo cielo nocturno. Pero tenía la sensación de que sus feligreses lo entendían mejor cuando hablaba lo que se sentía plantado ante un ataúd, llorando la pérdida de un ser querido, y les explicaba el significado de ese funesto instante

Los vecinos de algunos barrios se habían pasado los últimos días yendo de aquí para allá para asistir de un funeral a otro. ¿Se arrepentían los ciudadanos de Arkaz de no haber huido de la isla? ¿Se habían equivocado al no seguir el ejemplo de aquellos que se habían refugiado en montañas lejanas, aldeas y cuevas? ¿Quién era más merecedor del consuelo de Alá? ¿Los que habían escapado en barcas furtivas aun a riesgo de morir ahogados, o los que habían acudido a las mezquitas para buscar refugio en Alá?

Los feligreses sentían que el jeque estaba hablando con gran profundidad y trascendencia, y admiraban su sabiduría y erudición. Estaba dispuestos a escuchar todo lo que tuviera que decir sobre el temor de Dios y el miedo a la peste, y encontraban solaz en sus palabras. Sintiendo su fervor cada vez más entusiasta, el jeque recitó en árabe los versos de la sura Yusuf (José), y lue­go pidió a la congregación que repitiera con él:

—¡Dios nuestro, que creaste el cielo y la tierra de la nada! ¡Haz que cuando me muera lo haga sometido a Ti y me reúna con los virtuosos!

Hacia el final del sermón, que se prolongó más de lo esperado con interrupciones frecuentes de los feligreses que exclamaban «¡Amén!», fue tal la emoción con la que el jeque pronunció unas palabras de la sura Al-Anbiya (Los profetas) —«Toda criatura viviente probará el sabor de la muerte»— que algunos empezaron a llorar. Todo el mundo estaba muriendo a su alrededor, y aun así no habían sido capaces de unirse en ese espíritu colectivo necesario para combatir a la muerte. El jeque podía ver en sus rostros que esa era la razón por la que habían seguido acudiendo a los tekkes y a las mezquitas. Y ahora, con una punzada de culpabilidad, se arrepentía de haberse recluido en su alcoba durante los últimos días y de no haber aportado consuelo a aquella gente desgarrada por el dolor y el sufrimiento.

A medida que su prédica se alargaba, el jeque a veces callaba y escrutaba el interior de los ojos que tenía posados en él. La mayoría se veían turbados, derrotados, con el ceño fruncido. Pero también había ancianos que lo contemplaban abstraídos, con una extraña serenidad, como si aquel fuera un sermón más de un viernes normal; también había gente que miraba a su alrededor con un asombro ingenuo y maravillado, como si no fueran conscientes de la gravedad de la situación y les sorprendiera cada una de sus palabras; y otros que asentían con gesto aprobador y optimista. El jeque, haciendo gala de su típica gestualidad exagerada, también sacudía la cabeza como diciendo: «¿Lo veis? ¿Lo entendéis?». Algunos apartaban la mirada cada vez que guardaba silencio un momento. El jeque había detectado la presencia de los espías de Sami Pachá entre la multitud. Desde el primer momento había sido consciente de las implicaciones políticas de su sermón, y desde el primer momento había deseado poder olvidarse de ellas.

En ese momento un carretero anciano que escuchaba con gran admiración al jeque en las primeras filas se sintió tan mareado por la emoción —o tal vez tan enfermo— que tuvo que tumbarse en el suelo y, poco después, empezó a temblar y gemir. Parecía estar sufriendo las convulsiones de la peste, y el jeque se vio obligado a interrumpir su sermón para prestar atención al anciano, mientras algunos feligreses acudían a ayudarlo.

La gente, ya de por sí muy tensa, no tardó en ponerse en marcha. Algunos pensaron que aquello era el final del sermón. Los que se habían puesto en pie y se habían marchado de inmediato, y también los que no se habían percatado del estado tembloroso y delirante del cochero, se imaginaron que algunos sinvergüenzas debían de estar armando jaleo. Ni Sami Pachá ni los cónsules habían descartado la posibilidad de que Ramiz se presentara en el sermón de su hermano para buscar problemas, y de hecho Sami Pachá se había asegurado de extremar las precauciones, desplegando más efectivos en las inmediaciones de la Nueva Mezquita y en las entradas del patio.

Pero pronto les quedó claro a todos los presentes que aquel alboroto no era cosa de un puñado de provocadores hostiles. Muchos conocían, al menos de vista, al afable conductor de faetón que había caído enfermo, y verlo sufrir de aquella manera tan dolorosa y evidente descorazonó profundamente a todos los feligreses. En el análisis de estos hechos ocurridos de forma tan precipitada, algunos historiadores de Minguer han sugerido que, si al final del sermón del jeque Hamdullah aquel viejo cochero no se hubiera desplomado retorciéndose de dolor, quizá la historia de la isla habría tomado un rumbo muy diferente.

Ya fuera por esta razón, o por otros motivos, la multitud que se estaba dispersando tras concluir el sermón del jeque no acudió al acto en la plaza de la Provincia, como había esperado Sami Pachá. El jeque Hamdullah tampoco hizo ninguna tentativa de animarlos a asistir, ni siquiera había hecho mención durante su prédica de la importante ceremonia que se celebraría delante de la sede de la gobernación. Tras haber asegurado ante su audiencia que la única vía posible, lo único que podían hacer los isleños, era refugiarse en el islam, lo último que quería el jeque era que lo vieran junto a los obispos de las congregaciones cristianas solo media hora más tarde. El anuncio conjunto que estaba previsto hacerse en el acto del gobernador —la prohibición de entrar en las mezquitas y las iglesias— contradecía directamente lo que acababa de declarar durante el sermón. Aunque le había dado su palabra a Sami Pachá, el jeque Hamdullah se quedó como paralizado, sin ánimos de dirigirse hacia la plaza de la Provincia, y todavía se encontraba en la mezquita, rodeado de feligreses que iban a besarle la mano transgrediendo de pleno todas las normas de prevención, cuando un grupo de guardias especialmente seleccionado e instruido por Sami Pachá acudió para «llevárselo».

Sami Pachá ya había anticipado la posibilidad de que, a pesar de su promesa, el jeque Hamdullah remoloneara después del sermón para intentar escabullirse del acto que se celebraría en el balcón de la sede de la gobernación. También había previsto que algunos camorristas podrían intentar bloquear el camino entre la mezquita y la gobernación o provocar algún disturbio, por lo que había preparado convenientemente al cochero Zekeriya y a seis de sus guardias más leales. La mano del jeque todavía recibía besos fervorosos cuando de repente esos hombres entraron en la mezquita, lo tomaron por los brazos y, sin necesidad de coaccionarlo, lo condujeron hasta el patio y lo sacaron del recinto por una puerta lateral. Luego lo condujeron hasta el carruaje blindado que esperaba bajo los tilos de la calle. Sami Pachá les había ordenado que, si el jeque ofrecía resistencia, se lo llevaran a rastras y lo hicieran subir a la fuerza en el vehículo, y que bajo ninguna circunstancia permitieran que la multitud se lo arrebatara. Pero cuando llegó el momento, el jeque y todos los que le rodeaban tomaron a los guardias por sus propios discípulos (ya que llevaban el mismo tipo de ropajes), de modo que no se resistió y, sin siquiera despedirse de nadie, lo escoltaron a toda prisa a través de la muchedumbre y subió al landó blindado que lo estaba esperando.

Mientras tanto, Ramiz y sus hombres, después de secuestrar al nuevo gobernador, su ayudante y su escribano en la Torre de la Doncella, habían regresado furtivamente a través de los callejones de la ciudad hasta ocultarse en una casa abandonada del barrio de Vavla, donde permanecieron hasta la hora del sermón. Se trataba de una ruinosa mansión otomana a la sombra de la mezquita de Mehmet Pachá el Ciego, enfrente del patio del Instituto Militar. Los estudiantes de esa academia creían que el lugar estaba encantado o maldito, y solían utilizarlo como un escondrijo donde celebrar reuniones secretas y muy de vez en cuando para ir a beber vino y organizar peleas. Este edificio había sido un foco de atención al principio de la epidemia porque ahí aparecieron muchas ratas muertas. Y en los últimos quince días se habían descubierto también dos cadáveres, su presencia revelada en ambos casos por el espantoso hedor que llegaba desde el patio. Uno de ellos era un hombre musulmán que había enloquecido después de las muertes de su mujer y de su madre, y que había desaparecido incluso antes de que se llevaran a cabo los funerales. Su antigua casa quedaba bastante cerca, así que no había conseguido llegar muy lejos antes de que la muerte lo sorprendiera.

El segundo cadáver era de naturaleza más misteriosa, ya que pertenecía a un chico de Flizvos. Dado que ningún rum del adinerado barrio de Flizvos iría a Vavla para morir, los dos funcionarios asignados al caso pensaron que allí debía de haber algo muy turbio, pero, a pesar del empuje inicial de las pesquisas, la investigación no tardó en abandonarse. En cualquier caso, los soldados de cuarentena habían prohibido la entrada a la mansión y a su patio, al igual que habían hecho con otros muchos edificios donde habían aparecido cadáveres. Y como esta era una de las pocas prohibiciones que sí se estaban respetando, Ramiz y sus hombres decidieron que aquel caserón ruinoso sería un lugar seguro donde esconderse.

Hadi, el ayudante del nuevo gobernador —quien más adelante describiría esta aventura en sus memorias con un lenguaje vibrante—, refiere que lo único que impulsaba a Ramiz era el amor y la venganza, y que sería absurdo intentar buscar razones más profundas en sus acciones: estaba convencido de que la mejor forma de vengarse del mayor (que le había arrebatado a su prometida) y del exgobernador Sami Pachá (que le había dado su apoyo) era hacer que el nuevo gobernador ocupara su cargo lo antes posible. Así pues, cuando los notables de la isla se dirigieran a la gente desde el balcón de la gobernación media hora después de la oración en la mezquita, el nuevo gobernador también debería estar allí. Más tarde, durante su juicio, Ramiz repetiría en múltiples ocasiones que ese plan había sido exclusivamente idea suya: ni de los cónsules, ni de su hermano, ni de nadie más.

Nadie podría haber atestiguado mejor el estado mental en que se hallaba Ramiz que el conserje de la gobernación Nusret, que en esos momentos actuaba como informador de Ramiz pero que antes había sido leal al director de inteligencia y a Sami Pachá… Sin embargo, Nusret moriría ese mismo día. Nusret, que era nativo del pueblo de Çifteler y trabajaba como conserje en la sede de la gobernación, mantenía informado a Ramiz sobre lo que ocurría en la ciudad. Pero, en realidad, actuaba como agente doble: también le revelaba a Sami Pachá los movimientos de las guerrillas musulmanas que atacaban a los rums (no todas, claro está, solo las que más detestaba), y le proporcionaba información valiosa sobre las guerrillas rums.

Poco antes de que el jeque Hamdullah empezara su sermón, un carruaje se llevó a la mitad de los hombres de Ramiz hasta la sede de la gobernación, donde Nusret los hizo pasar por una cuadrilla de funcionarios recién contratados y los escondió en el cobertizo de la leña situado enfrente de la cocina de la gobernación.

Media hora después, el mismo faetón se llevó a Ramiz, al nuevo gobernador y a otros tres hombres a la sede, a la cual accedieron por una puerta lateral cercana a la entrada principal. Este segundo grupo, que blandía visiblemente sus armas, entró en el edificio sin encontrar ningún tipo de resistencia. Nusret los recibió junto a la puerta lateral y los condujo por una serie de largos pasadizos y escaleras hasta el primer piso de la parte de atrás del edificio.

El jeque Hamdullah estaba iniciando su sermón cuando el grupo formado por Nusret, Ramiz y el nuevo gobernador subió hasta la primera planta, cruzó la estancia adyacente a la gran sala de reuniones que se estaba acondicionando para recibir a los invitados al acto, y desde allí entraron sigilosamente en la habitación donde estaba el mapa de la peste (a la cual nos hemos referido a menudo como el cuarto de epidemiología) y cerraron la puerta con pestillo. Como en esos momentos todos los espías de Sami Pachá estaban ocupados controlando la situación en la Nueva Mezquita, nadie prestaba demasiada atención a lo que sucedía dentro del edificio de la gobernación, una terrible negligencia que más adelante sería considerada como posible complicidad criminal.

Mientras el jeque Hamdullah seguía pronunciando su sermón, los cónsules, los periodistas y los demás invitados a la ceremonia del balcón de Sami Pachá habían empezado a llegar. Todos procuraban mantener las distancias y preferían saludarse desde lejos. Como era habitual, los cónsules habían formado su propio grupito aislado. Los periodistas y demás asistentes curiosos permanecían algo apartados junto a las paredes de la gran sala, mientras esperaban con paciencia a que aquel acto en el que tanto había insistido Sami Pachá, y que auguraban que probablemente no serviría para nada, empezara y acabara lo antes posible sin ningún tipo de altercado.