Empezaremos este capítulo con una pregunta que los historiadores de Minguer se han planteado a menudo: cuando esa mañana el mayor Kâmil se puso su uniforme de oficial, ¿por qué decidió colgarse la medalla recibida cuatro años antes en la guerra contra Grecia, y la condecoración de tercera categoría de la Orden de Mejidiye, si estaba a punto de emprender una acción histórica que acabaría convirtiéndose en un movimiento en contra de la autoridad del Imperio otomano? Responderemos ahora mismo a esta pregunta que siempre ha desconcertado a los historiadores locales: ni el mayor ni Sami Pachá tenían la menor idea de la trascendencia y las repercusiones de los acontecimientos que tendrían lugar ese día. Ya se habían enterado de que el nuevo gobernador había sido secuestrado en la Torre de la Doncella, y estaban furiosos con Ramiz. El mayor tenía el presentimiento de que el antiguo prometido de su amada esposa, todavía locamente enamorado de ella, podría asaltar la sede de la gobernación para sabotear la cuarentena y el acto público que Sami Pachá había organizado de manera tan meticulosa. Así pues, era normal que pensara que el uniforme militar y las condecoraciones otomanas resultarían intimidatorios.
Esa mañana, en la habitación del Splendid Palas, Zeynep le confesó a su marido que tenía miedo no solo porque luciera sus condecoraciones, sino también porque lo veía muy nervioso y alterado.
—No te preocupes, saldremos sanos y salvos de esta —dijo el mayor—. ¡Y créeme, nuestra nación también saldrá de esta tesitura! Me llevo esto conmigo —añadió, enseñándole su pistola Nagant, pero Zeynep no mostró ningún interés. Era como si tuviera miedo no tanto de posibles tiroteos, peleas y puñetazos como de algo más espiritual y metafísico.
Siguiendo las órdenes de Sami Pachá, una vez que el jeque Hamdullah subiera al carruaje y un soldado ondeara una bandera blanca para notificarlo tanto a la sede de la gobernación como al hotel Splendid, el landó blindado saldría hacia la plaza de la Provincia recorriendo las callejuelas empinadas del interior de la ciudad para evitar las vías principales. Sami Pachá era consciente de que el fugitivo Ramiz, fuertemente armado, podría provocar problemas en cualquier momento, y le preocupaba que pudiera asaltar el carruaje y subirse a él con su hermano o hacer cualquier otra barrabasada para dinamitar los planes; incluso que intentara secuestrar al jeque. Pero si el landó pasaba a recoger al mayor por el Splendid Palas, el jeque Hamdullah comprendería la gravedad de la situación y se comportaría.
Al ver ondear la bandera blanca, el mayor se acercó a su mujer y la abrazó. Zeynep le repitió que temía que Ramiz cometiese alguna locura y le pidió que fuera con cuidado. Volvieron a abrazarse.
El mayor bajó lentamente las escaleras del hotel vacío. En el vestíbulo había apostados cuatro soldados de cuarentena para repeler un posible ataque de Ramiz. Se detuvo un momento para revisar su uniforme en el gran espejo de marco dorado, y charlar brevemente con uno de los soldados que le informó sobre una disputa entre dos familias musulmanas del barrio de Çite que estaba dificultando la implantación de la cuarentena, y para cuando salió del hotel el landó blindado ya se acercaba. Lo seguía otro carruaje lleno de guardias.
Cuando los caballos cansados y sudorosos que tiraban del landó pararon delante del hotel, el mayor vio que también iba en su interior Nimetullah Efendi, el derviche del sombrero cónico de fieltro y hombre de más confianza del jeque Hamdullah. Recordemos a nuestros lectores que, a pesar de su apariencia modesta e insignificante (o quizá precisamente por eso), Nimetullah Efendi estaba llamado a desempeñar un papel político crucial en la historia de la isla.
El jeque Hamdullah no sabía que el comandante de la División de Cuarentena subiría también al landó. Como es lógico, no sentía mucha simpatía por el mayor Kâmil, que le había arrebatado la prometida a su hermanastro y cuyos soldados habían tratado tan cruelmente a la gente de su tekke y lo habían rociado todo con lisol. Pero, al verlo entrar tan beligerante y resuelto con su uniforme de oficial, sus condecoraciones y su pistola, le sonrió como si se tratara de un nuevo acólito o discípulo.
—Me habían comentado que era usted un héroe de guerra —dijo—. Pero no sabía que fuera tan joven. ¡Qué bien le sienta esa medalla, por Dios!
El mayor se sentó enfrente del jeque y de Nimetullah Efendi, y luego le dio las gracias inclinando humildemente la cabeza.
—¡Nuestro excelentísimo jeque ha pronunciado un sermón potentísimo! —dijo Nimetullah Efendi—. Todos se han conmovido hasta las lágrimas y han encontrado consuelo en sus palabras, y no querían dejarlo marchar sin antes besarle la mano. —Se produjo un silencio incómodo, tras el cual se apresuró a añadir—: Gracias al sermón del excelentísimo jeque, la congregación ha comprendido también cuán necesario es acatar las medidas de cuarentena.
Nuestros lectores más atentos sabrán que eso no era verdad. Pero el mayor no había escuchado el sermón.
Mientras el cochero Zekeriya conducía lenta y esmeradamente el landó por las pendientes y callejones desiertos en dirección a la plaza de Hamidiye, pasaron junto al patio de una casa y se sintieron sobrecogidos al ver a un grupo de vecinos que habían acudido para dar el pésame a la familia, a un niño que comía uvas sentado en el suelo, y a su hermanito que lloraba a moco tendido junto a él. El mayor sintió que aquel era el momento perfecto para comunicarle al jeque lo que tenía pensado decirle durante aquel breve trayecto de unos siete u ocho minutos.
—Excelentísimo señor jeque, todos los habitantes de esta isla sienten gran estima y veneración por usted, eso es indiscutible. Y si desde un principio hubiera prestado su pleno apoyo a los doctores y funcionarios de cuarentena, nos habríamos ahorrado muchas muertes, todo este dolor y sufrimiento.
—Nosotros somos los siervos de Alá y de nuestros profetas. Y actuamos siguiendo los mandatos de Alá. No podemos limitarnos a decir que «eso es cosa de los doctores», renunciando a nuestra religión, nuestra fe y nuestro pasado.
—Todos somos siervos de Alá —dijo el mayor—. Pero me pregunto lo siguiente: ¿acaso las creencias y la historia de una nación son más importantes que la vida y el futuro de su gente?
—No puede haber vida ni futuro para un pueblo sin religión, sin creencias y sin historia propias. Yo lo que me pregunto es a qué se refiere usted cuando habla de la nación de esta isla.
—A todos los isleños. A las gentes autóctonas de esta provincia.
Al cruzar el puente de Hamidiye, las ruedas del carruaje empezaron a emitir un ruido distinto, y, como si fuera una señal, todos guardaron silencio y miraron por las ventanillas. A la derecha se veían el rosa pálido del castillo y el azul del puerto; a la izquierda, el verde de las hileras de palmeras y pinos, y el puente Viejo.
Poco después llegaron los policías que Sami Pachá había desplegado a lo largo de la avenida Hamidiye; a decir verdad, no eran muchos. A pesar de los carteles colgados por las calles anunciando el acto, de los anuncios impresos en los periódicos publicados expresamente para la ocasión, y de las exhortaciones llevadas a cabo por los funcionarios, la avenida más grande de la ciudad no había una muchedumbre que impresionara.
—¡Ya vendrán! —dijo Nimetullah Efendi, respondiendo a lo que todos estaban pensando—. La congregación estaba saliendo ahora de la mezquita.
Sacó la cabeza por la ventana y miró hacia atrás. Pero, aparte del carruaje de guardias que seguía al landó, no vio prácticamente a nadie que se dirigiera a la plaza. La gente ya se había acostumbrado a ver a los policías y los soldados de cuarentena apostados ante la entrada de la oficina de telégrafos. Pero las medidas contra la peste se habían extremado en la plaza de la Provincia, donde ya se había concentrado una pequeña multitud formada por empleados de las agencias de viajes, comerciantes y algunos funcionarios que habían acudido obligados por Sami Pachá. El pachá, que había entreabierto una ventana de arriba para observar la escena, había esperado que se concentraran en el centro de la plaza, pero la mayoría aguardaba a la sombra de los almendros y las palmeras que la flanqueaban.
Todos los ojos se posaron en el landó blindado cuando entró en la plaza y se acercó a la entrada de la gobernación. Antes de que los caballos bañados en sudor se hubieran detenido, un grupo de policías, guardias y funcionarios se apresuró a rodear el carruaje. El jeque tardó más tiempo del previsto en conseguir bajar del landó (pisando sobre la escalerilla auxiliar que habían colocado diligentemente los porteros), esquivara a los que se acercaban a besarle la mano y entrara al edificio por la puerta principal.
—¡Debo realizar mis abluciones! —les dijo el jeque a Nimetullah Efendi y su sombrero cónico de fieltro en cuanto estuvieron en el sombreado interior.
Al lado de la escalera principal había un lavabo «a la franca», provisto de agua corriente y que se había instalado teniendo en mente a los invitados occidentales (básicamente, los cónsules). Algunos historiadores afirman que el largo rato que permaneció el jeque dentro del lavabo (según nuestras estimaciones, unos diez minutos) alteró el curso de la historia de Minguer, una teoría que ha generado numerosas interpretaciones erróneas y exageradas.
A fin de demostrar lo absurdas que pueden llegar a ser estas hipérboles politizadas y carentes de fundamento, queremos ofrecer aquí nuestra explicación: el único motivo por el que el jeque tardó tanto tiempo en realizar sus abluciones fue simplemente que sentía gran curiosidad por el lavabo. Cuando siete años atrás se inauguró el nuevo edificio de la gobernación, todos los periódicos, empezando por el Havadis-i Arkata, escribieron largo y tendido acerca de lo novedoso, moderno y europeo de sus despachos, habitaciones de invitados y balcones, y entre los musulmanes más ilustrados de la isla se había hablado mucho —sobre todo en el marco de los habituales debates sobre la occidentalización y el creciente enriquecimiento de la comunidad cristiana— del carácter inequívocamente europeo de las tazas de lavabo compradas en la tienda Stohos de Tesalónica.