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Después de que el mayor Kâmil proclamara en turco la libertad y la independencia de Minguer, la plaza se sumió en el silencio. En ese momento, un hombre llamado Haşmet, el conserje más anciano de la sede de la gobernación, cogió la «bandera» de la mano ensangrentada del mayor, la ató diestramente al pesado bastón con que se había pertrechado en previsión de un ataque y se la devolvió al oficial.

Fue así como aquel conserje, que nunca en su vida había salido de la isla y que ni siquiera sabía leer ni escribir, pasó a ser recordado durante un tiempo como una importante figura histórica. Muchos años después, cuando el nuevo gobierno nacionalista minguerense recuperó el poder tras la ocupación italiana de la isla, bautizaría la nueva escuela construida en su pueblo natal con el nombre de Escuela Primaria del Abanderado Haşmet. Varios pintores han inmortalizado el momento en que el viejo Haşmet ataba la bandera al bastón. Sin embargo, cuando el Ministerio de Educación decidió que, en la escena que aparecía estampada en los billetes minguerenses, sería más apro­piado que fueran dos chicas jóvenes quienes le entregaran la bandera al comandante Kâmil, la imagen del viejo conserje de­sapareció de manera paulatina de la iconografía popular hasta que, en los años setenta, había caído completamente en el olvido. Hoy día, solo lo recuerdan los aldeanos.

El «gesto» del anciano conserje, tan celebrado por los pintores, también dio impulso al mayor. Dejó la pistola, empuñó el asta de la bandera con ambas manos, una de ellas ensangrentada, y empezó a ondearla sosteniéndola en horizontal de modo que pudiera verse desde todos los puntos de la plaza. La herida dificultaba este movimiento, el palo con la bandera era pesado, pero el perseverante comandante Kâmil ondeó el estandarte a izquierda y derecha tres veces. Cuando estuvo seguro de que todos habían visto el color y el ondear de la bandera, se la entregó a Haşmet y repitió en francés las palabras que acababa de pronunciar:

Vive Minguère, vive les minguèriens! Liberté, Égalité, Fraternité! —Y luego en turco—: ¡Viva Minguer, vivan los minguerenses! ¡Libertad, Igualdad y Fraternidad!

»La nación minguerense es una gran nación —prosiguió—, venceremos a la peste y, bajo el mando de nuestro estimado gobernador y nuestro Comité de Cuarentena, marcharemos juntos hacia la Libertad, el Progreso y la Civilización. ¡Viva Minguer, vivan los minguerenses! ¡Larga vida a nuestros militares, nuestros doctores de cuarentena y nuestros soldados!

La mayoría de los dignatarios reunidos en el balcón pensaban que el mayor se estaba pasando de la raya, por supuesto. Pero también creían que todo aquello era una especie de teatrillo orquestado por Sami Pachá, y como no tenían muy claro cuál era su propósito, esperaron pacientemente a que acabara. El testimonio más relevante sobre el tema es un pasaje escrito por la hija del patriarca Konstantin Efendi, líder de la comunidad rum, en sus memorias publicadas en Atenas en 1932 con el título de El viento de Minguer. Según la hija de Konstantin Efendi, esa misma tarde su padre no estaba nada conforme con la idea de que la isla se escindiera del Imperio otomano. Más bien al contrario, estaba sumamente preocupado e intranquilo. Mientras proseguían los discursos en el balcón, el patriarca se había enterado de que el gobernador Sami Pachá había sido destituido dos días antes, de que el nuevo gobernador Ibrahim Hakkı Pachá acababa de morir, y de que su ayudante había resultado herido; y más tarde en casa no paró de repetir que se encontraban al borde de una gran catástrofe y que Abdülhamit no permitiría que los responsables de aquel alzamiento absurdo quedaran impunes. Sabía muy bien lo que había sucedido en otros casos similares de rebelión en las islas, y que el sultán no tardaría en enviar sus acorazados para bombardear a cañonazo limpio la isla, los pueblos y ciudades minguerenses.

Pero, tal como su hija escribiría en sus memorias, Konstantin Efendi también estaba bastante tranquilo sabiendo que los buques de las grandes potencias seguían rodeando la isla, y que por tanto existía una evidente alianza política abierta entre Abdülhamit y las naciones occidentales en lo referente a Minguer. Abdülhamit nunca se atrevería a romper el bloqueo por su cuenta y enviar al Mahmudiye y el Orhaniye a bombardear la isla. El patriarca también creía que estas declaraciones de libertad e independencia eran una artimaña del antiguo gobernador, que habría valorado bien la situación para aprovecharse de ella. De modo que, a su entender, la pregunta de Abdülhamit y Estambul de «¿Quién es el cabecilla de esta revuelta?» tenía una respuesta clara: el exgobernador Sami Pachá.

Tras el Golpe de la Oficina de Telégrafos y su posterior encarcelamiento, el mayor Kâmil había adquirido gran prestigio y reputación entre la comunidad musulmana descontenta con Estambul y el gobernador. Incluso las familias rums adineradas que no tenían ningún interés por lo que sucedía en los barrios musulmanes habían escuchado elogios sobre él. Conforme pasaban los días, a la gente le costaba cada vez más creer que aquel brillante oficial, destinado a realizar grandes hazañas, hubiera llegado a Minguer como mero guardaespaldas de la hija de un sultán y acompañando a una delegación que iba a la China (sobre la cual no había ninguna información), supuestamente para aconsejar a los musulmanes de aquellas tierras, y en su desesperación se habían ido convenciendo de que en realidad aquel hombre había llegado a la isla con otra misión de carácter más secreto.

La muñeca, la mano y los dedos del mayor estaban ahora totalmente ensangrentados por la herida que había sufrido en el antebrazo izquierdo. De forma inevitable, en los años que siguieron los dignatarios, guardias y funcionarios musulmanes que estaban presentes en el balcón, y de hecho también los cristianos, hablarían (algunos con sinceridad, otros con fingido entusiasmo) de cómo la sangre del mayor había acabado tiñendo la bandera. En los años treinta y cuarenta, cuando se difundió e institucionalizó la idea de que ser minguerense era una «cuestión de sangre», aquel detalle se recordaría como uno de los momentos más dramáticos de la «lucha por la libertad» de la isla, y en libros y periódicos muchos alegarían que lo que realmente empujó a los minguerenses a la acción revolucionaria fue la visión de la sangre del fundador del Estado brotando de su muñeca, corriendo por sus dedos y empapando la bandera hasta caer goteando sobre la plaza y la tierra.

Aquella era la sangre de la noble nación minguerense, cuyo pueblo había emigrado miles de años atrás a la isla desde el sur del mar de Aral, y que contaba con su propia lengua especial e inimitable. La muñeca y la mano del mayor estaban empapadas de aquel color rojo, y cuando bajó un momento la bandera el doctor Nuri aprovechó para subirle la manga del uniforme y examinar la herida. En los hospitales de campaña de los territorios más recónditos del Imperio, el doctor había visto y tratado a muchos soldados y oficiales que volvían malheridos del campo de batalla. Con gestos diestros y expertos, dejó al descubierto la herida y vio al momento que era muy grave.

Hay quien ha sugerido que la intención del damat doctor era silenciar al mayor apartándolo del balcón. Nada más lejos de la realidad. Desde una perspectiva médica, el doctor Nuri tenía que intervenir, y además cuanto antes. De lo contrario, como veremos en las siguientes páginas, la herida podría haber resultado fatal. Al sacarlo del balcón, puede que el doctor Nuri apartara momentáneamente al sangrante mayor de los grandes acontecimientos políticos de aquel día, pero también pudo practicarle el tratamiento necesario para intentar frenar la hemorragia.

Cuando el mayor fue arrastrado al interior, la pequeña multitud de curiosos que se agolpaban en la plaza se inquietó un poco. «¡Hurra, larga vida al mayor!», gritaron unos tipos tocados con feces. Esos eran unos mendrugos que no se habían tomado en serio los ruidos del tiroteo, convencidos de que todo era una trastada de Sami Pachá. Sin embargo, después del estruendo de los disparos y el silencio que siguió, e incluso antes de que el mayor pronunciara su discurso enarbolando la bandera, la mayoría de los congregados en la plaza eran conscientes de estar presenciando un acontecimiento extraordinario. Algunos habían llegado a emocionarse al ver el ondear «majestuoso y delicado» de la gloriosa bandera sobre la multitud.

A día de hoy, aún no sabemos quién escogió ese momento para gritar:

—¡À bas Abdülhamit!

Sami Pachá y todos lo que estaban en el balcón reaccionaron mostrando su reprobación ante tal insolencia. La voz provenía de algún punto impreciso debajo del balcón, junto a la entrada de la sede de la gobernación, pero los líderes musulmanes, funcionarios y soldados que se encontraban cerca fingieron no haber oído nada, mientras que los escribanos de los cónsules y los periodistas que estaban junto a la entrada no revelaron la identidad de quien había gritado. Hoy día carecemos aún de pruebas concluyentes que demuestren la veracidad de este hecho, lo cual nos hace considerar la posibilidad de que quizá nunca se profiriera tal exabrupto. En cualquier caso, la posibilidad de expresar su disgusto frunciendo el ceño ante aquella irreverente falta de respeto hacia Abdülhamit habría servido a Sami Pachá y al resto de los que estaban en el balcón para mitigar su temor compartido de que «¡Esto enfurecerá al sultán!». Todo en el lenguaje corporal de Sami Pachá parecía decir: «¡Hagan callar a ese hombre!».

El mensaje que se intentaba transmitir desde el balcón a los periodistas y los espías del sultán era el de «No estamos haciendo nada en contra de Estambul o el sultán». (Aunque aquello no duraría mucho). La mayoría de ellos aún creían que, a pesar del asalto a la gobernación y de la conducta inmoderada del mayor, el acto organizado por el gobernador podría proseguir tal como estaba previsto. En nuestra calidad de historiadores, sabemos que con frecuencia aquellos que han iniciado los grandes conflictos, rebeliones y devastaciones del mundo lo han hecho aun temiendo las consecuencias de sus propios actos, y convenciéndose a sí mismos de estar haciendo algo que es justo lo contrario de lo que acabarían consiguiendo.

Esa fue precisamente la actitud ponderada que adoptó Sami Pachá desde el momento en que el mayor salió del balcón. Dirigiéndose a la multitud (que no era ni una décima parte de la que había imaginado que sería), anunció que, a fin de garantizar el éxito de la cuarentena, se prohibiría temporalmente la en­trada a las mezquitas y las iglesias. Por tanto, tampoco sería necesario tocar las campanas ni anunciar la llamada a la oración. Después de toda la sangre que se había derramado durante el asalto, y con los gemidos de los malheridos y el olor de la pólvora flotando aún en el ambiente, el pachá no se vio con ánimos de pronunciar de entrada el discurso elaborado y grandilocuente que había preparado. Acto seguido añadió que solo podrían entrar y salir de los monasterios y los tekkes quienes ya residieran allí. En cuanto entraran en vigor las nuevas medidas, se enviarían funcionarios municipales a esos edificios para elaborar un censo de los residentes, y nadie más podría acceder a ellos. El gobernador, que consideraba esta nueva regulación como uno de los aspectos más delicados de las nuevas prohibiciones relacionadas con los lugares de culto, había trabajado a fondo con el jefe de secretaría de la gobernación para detallar un plan de acción especificando con gran rigurosidad cómo debían actuar los funcionarios. Y como concedía gran importancia a estas nuevas medidas, extrajo un papel y las leyó una por una. Después de aquello, procedió finalmente a pronunciar el discurso que había elaborado de una manera tan minuciosa.

Sin embargo, ni la gente congregada en la plaza ni los que estaban en el balcón pudieron escuchar sus palabras como es debido. La voz del exgobernador no era lo suficientemente fuerte, y todo el mundo estaba distraído hablando con quien tenía al lado para tratar de entender lo que estaba pasando. Los gritos de «¡Larga vida al sultán! ¡Viva nuestro sultán!» que lanzaban los más ancianos de entre la multitud y algunos seguidores entusiastas de Abdülhamit no resultaban incongruentes con el discurso cuidadosamente preparado por Sami Pachá, ya que en él no aparecía ni una sola palabra que pudiera interpretarse como dirigida en contra de Estambul o del sultán.

Mientras Sami Pachá pronunciaba su discurso, el director de inteligencia ordenó a Vanyas que tomara fotografías de la escena dentro del cuarto de epidemiología. La pequeña estancia tras la puerta verde no era demasiado grande, y los cuerpos de los atacantes heridos y muertos habían caído enmarañados unos encima de otros, con su sangre entremezclándose. Mesas derribadas, mesillas y lámparas volcadas, cristales hechos añicos, agujeros de proyectiles por todas partes…; pero, milagrosamente, el mapa «epidemiológico» seguía en su sitio. No sería exagerado decir que las balas lo habían clavado aún más fuerte en la pared.

Tres días más tarde, esas fotografías con el mapa de Minguer al fondo y los cadáveres sanguinolentos en primer plano llegarían a manos de la prensa ateniense, y aparecerían publicadas en el periódico Efimeris con el titular: «¡Contrarrevolucionarios defensores de Abdülhamit abatidos en Minguer!».

Por su parte, el diario Akropolis acompañaría la imagen de los cuerpos ensangrentados esparcidos por el suelo con el texto: «¡Así es el final de los hombres del nuevo gobernador que envió Abdülhamit para sofocar la Revolución de Minguer!».

La publicación de esas imágenes y noticias en la prensa griega y europea significaba de hecho que ya nada podía detener las fuerzas de revolución e independencia que se habían desatado en la isla, y que se había llegado a un punto sin retorno. Abdülhamit y el gobierno de Estambul sabían que en Minguer ya no cabía ni la más remota posibilidad de que, como había sucedido antes en otros territorios, la bandera otomana permaneciera izada mientras se entregaba provisionalmente la administración a otro poder con la esperanza de recuperar la isla más adelante.

Se ha insinuado que Sami Pachá hizo llegar él mismo esas imágenes a la prensa griega a fin de convencer a los musulmanes y cristianos menos abiertos a la idea de la independencia, y temerosos del posible castigo de Abdülhamit, de que la situación ya era irreversible y no había posibilidad de marcha atrás. No compartimos este punto de vista. Sami Pachá no había previsto ninguna de las acciones del mayor Kâmil de ese día, y de hecho lo que buscó en todo momento fue suavizar la situación, no inflamarla. Pero aunque esas fotografías nunca se hubieran publicado, el pachá sabía que en cuanto Abdülhamit tuviera constancia de la muerte del nuevo gobernador lo consideraría a él como principal responsable, y lo culparía aún más por no haber obedecido la orden de destitución. Antes de concluir su discurso en el balcón, Sami Pachá ya había comprendido que no solo nunca podría volver a Estambul, sino que además no podría seguir viviendo en tierras otomanas.

Tal como había planeado el pachá, la ceremonia concluyó con los notables de las comunidades, líderes religiosos, políticos y doctores rezando conjuntamente en el balcón, cada uno según sus propias creencias, para que la cuarentena prosperara y para que Dios acabara con la peste en Minguer. Por desgracia, las fotografías que capturaron ese momento —que tan bien simboliza la hermandad laica que siempre había existido en la isla (y que hemos preservado desde entonces)— serían malinterpretadas años más tarde con leyendas como: «Los fundadores del estado de Minguer rezando para que el país tenga una vida larga y próspera, y para brindar paz y felicidad a todos».

Una vez que finalizó la ceremonia en el balcón, los temerosos y expectantes invitados volvieron al interior de la sala de reuniones. De vez en cuando se detenían para mirar los cadáveres que los guardias municipales y los conserjes habían empezado a llevarse. Ni siquiera el líder de la comunidad rum ortodoxa, el patriarca Konstantin Efendi, pudo contener su curiosidad y, antes de dirigirse hacia la puerta principal, se acercó al cuarto de epidemiología, donde se quedó petrificado con el crucifijo en la mano contemplando los cadáveres y el cuerpo del nuevo gobernador con el rostro ensangrentado y el agujero de bala en la frente, hasta que alguien tuvo que sacarlo de la habitación. Mientras Sami Pachá acompañaba a los patriarcas, los jeques y demás ilustres invitados hasta la escalera, les iba dando las gracias a todos por su apoyo a los esfuerzos de cuarentena. Los despidió cordialmente con palabras esperanzadoras, como si todo hubiera transcurrido según lo previsto, como si no se hubiera producido ningún gravísimo altercado y no hubiera muerto nadie.

Junto a la puerta del despacho del gobernador, el doctor Nuri seguía luchando por contener la hemorragia del mayor Kâmil. Lo ayudaba el doctor Tasos, el viejo y chismoso miembro del Comité de Cuarentena.

Cuando el pachá regresó a la sala de reuniones y vio a los cónsules que lo estaban esperando, se sintió invadido por una exultante sensación de calma y seguridad. Podía notar en su interior la fuerza del antiguo gobernador Sami Pachá, el hombre que lo tenía todo bajo control en todo momento. Y sabía, tal como reflejaba la expresión en el rostro de los cónsules, que ahora él se había convertido en el único soberano de la isla.

—Tengan esto muy claro, caballeros: ¡a partir de ahora las cosas en Minguer ya no serán como antes! —dijo Sami Pachá a los cónsules, utilizando un tono severo y arrogante que nunca habría empleado en circunstancias normales—. Todos los que hayan tenido algo que ver con este pérfido ataque contra los esfuerzos de cuarentena y contra las vidas y propiedades de los minguerenses serán duramente castigados —prosiguió—. Es evidente que estas alimañas se han aprovechado de los privilegios consulares para infiltrarse aquí. Así que, de ahora en adelante, quedan revocadas todas las autorizaciones especiales de entrada en la sede la gobernación. Los demás privilegios consulares también serán revisados uno por uno. Quienquiera que sea el cónsul que está detrás de este ataque, debe saber que recibirá el castigo que merece. El ministro de Asuntos Exteriores les proporcionará más información a su debido tiempo.

Aunque ninguno de los periodistas y cónsules presentes tuvo oportunidad de preguntar, todos escucharon claramente cómo Sami Pachá declaraba que la labor que antes realizaba el secretario jefe de inteligencia ahora la desempeñaría alguien a quien se refería como «ministro de Asuntos Exteriores». Lo cual significaba también que el «gobernador» Sami Pachá secundaba las palabras del mayor y apoyaba la creación de un estado independiente.

—Minguer es de los minguerenses… —dijo en ese momento el mayor. Pero se sentía demasiado exhausto y dolorido como para seguir hablando, así que guardó silencio y volvió a apoyar la cabeza sobre la almohada que le habían colocado debajo.

Hubo quien comparó los gestos temblorosos del mayor y su forma balbuceante de hablar como para sí mismo con el comportamiento típico de los apestados. Eran los «realistas» que pensaban que enfrentarse a Estambul conduciría inevitablemente a la catástrofe, y que querían creer que el mayor estaba «delirando», tal como hacían los enfermos de peste.

Siguiendo las indicaciones del damat doctor, el mayor Kâmil fue sacado de la atestada sala de reuniones sobre los brazos y hombros de la gente. Hay una exquisita pintura al óleo de esta escena, realizada en 1927 por Aleksandros Satsos. Por desgracia, los isleños nunca han podido ver el espectacular cuadro original, ya que forma parte de la colección privada de un alcohólico magnate petrolero de Texas, pero lo conocen por las toscas reproducciones en blanco y negro publicadas en periódicos y revistas. A nosotros nos parece una magnífica evocación de aquel momento: el fundador del estado minguerense y héroe de la lucha por la libertad, empuñando todavía la pistola y la bandera, tendido en una postura que refleja una fragilidad casi femenina, con los ojos claramente cerrados y la piel muy pálida. Pero todos los historiadores de Minguer coinciden en señalar que el mayor Kâmil pronto estaría de nuevo en pie para seguir liderando la revolución.

Mientras todos se dirigían hacia la puerta, Sami Pachá se cruzó un momento con el cónsul francés, y decidió hacer ostentación específicamente para monsieur Andon de su recuperada sensación de fuerza y seguridad.

—Ahora tendrá que renunciar a su costumbre de enviar telegramas de queja a Estambul cada vez que le paremos los pies por abusar de su posición. Aunque supongo que, gracias a nuestro comandante, ya ha tenido que renunciar a ella —añadió, refiriéndose al Golpe de la Oficina de Telégrafos y mirando en dirección a la puerta por donde en ese momento estaban sacando al mayor de la sala.

Esa fue la segunda vez que Sami Pachá se refirió al fundador del estado de Minguer —el hombre al que nuestros lectores han conocido hasta ahora como mayor Kâmil— como «comandante» Kâmil, que es como los minguerenses lo han llamado con exultante veneración durante los últimos ciento dieciséis años. A partir de ahora también nosotros nos referiremos a él como comandante, aunque seguiremos llamándolo mayor de vez en cuando para recordárselo a nuestros lectores.