Poco después de enseñarles silenciosamente el bubón de su cuello a los tres hombres, el comandante Kâmil Pachá cambió de postura, se levantó con dificultad de la silla de mimbre en la que estaba sentado, y, entre temblores, se desplomó sobre la cama que había compartido felizmente con su difunta esposa durante los últimos dos meses y medio.
Todavía hoy nos asombra, a todos los que queremos encontrar sentido a todos aquellos acontecimientos un siglo más tarde, que los otros tres hombres —Sami Pachá, el damat doctor Nuri y Mazhar Efendi— demostraran el valor suficiente como para regresar de inmediato a la antigua sede de la gobernación y nueva sede ministerial, y fueran capaces de pensar en otra cosa que no fuera salvar sus propias vidas y las vidas de sus mujeres e hijos. Pero Sami Pachá y Mazhar Efendi intentaban actuar como si tuvieran junto a ellos a un escuadrón de soldados, esperando sus órdenes para mantener a flote la nave del estado.
Algunos historiadores han señalado que la enfermedad del comandante Kâmil marcó el inicio de la contrarrevolución de Minguer y un retorno al orden anterior. Si entendemos la Revolución como un movimiento por la independencia y el rechazo del domino otomano, esta perspectiva es equívoca, ya que la isla prosiguió su camino hacia la independencia incluso después de que el comandante se contagiara de la peste. Pero si consideramos la Revolución como una fuerza impulsora del laicismo y la modernización, entonces esa observación tal vez sea acertada. En cualquier caso, en lo que sí estamos de acuerdo todos es en que en solo dos días quedó muy claro que, a pesar de todos los esfuerzos de los doctores y los burócratas, el nuevo gobierno iba a tener que luchar mucho para conservar el poder. La red de espías e informadores de Sami Pachá también guardaba silencio, ya que ni siquiera ellos entendían lo que estaba pasando. La ciudad estaba sumida en el más absoluto desorden y en una ausencia total de autoridad y disciplina, lo que los occidentales llamarían el «caos» y la «anarquía». No había una sola persona en el interior de la sede ministerial que supiera realmente lo que estaba pasando de puertas afuera.
Por la tarde, el doctor Nuri y el doctor Nikos sajaron el bubón del comandante. Le pusieron una inyección para bajarle la fiebre y supervisaron cómo un enfermero lavaba su cuerpo con delicadeza para refrescarlo un poco. Procuraban no acercarse demasiado al enfermo. El doctor Nuri le contaría más adelante a su esposa que el primer día el comandante había intentado ignorar su enfermedad, como hacía todo el mundo, pero que el segundo día había empezado a comportarse como un niño. Los libros de texto de Minguer nos cuentan que, a pesar de su enfermedad, el comandante «no tuvo miedo en ningún momento», prosiguiendo sin descanso su lucha contra la epidemia y esforzándose por implantar un sistema moderno de cuarentena. En ocasiones el comandante se sumía en largos silencios, atormentado por terribles dolores de cabeza que martilleaban en su frente como un mazo, sufriendo fuertes ataques de temblores y retrayéndose totalmente del mundo. Pero otras veces parecía como si hubiera superado la fiebre y trataba de levantarse en cuanto se despertaba, comportándose como si tuviera que ir a algún sitio urgentemente.
Una hora después de que le vaciaran el bubón del cuello, el comandante logró reunir todas sus fuerzas para levantarse de la cama y acercarse al gran ventanal para contemplar la ciudad. La bahía, bañada en su peculiar resplandor azulado, rosáceo y blanco, ofrecía una estampa gloriosa. Como si la visión de ese fulgor le confirmara un conocimiento que le llegaba desde lo más alto y que llevaba sopesando desde hacía mucho tiempo, el comandante declaró entonces que la nación minguerense era la nación más noble, auténtica y elevada del mundo, y que eso siempre sería así. Una joya siempre sería una joya, y aunque cayera en manos avariciosas, codiciosas y malignas, y aunque hubiera sido maltratada por los turcos, los rums y los italianos, nada rebajaría nunca su intrínseco valor. Quienes mejor entenderían y harían prosperar la nación de Minguer serían los propios minguerenses. Y para eso contaban con su propia lengua, el minguerés. Todo aquel que dijera «Soy minguerense» era minguerense. Durante siglos se les había prohibido decir «Soy minguerense», pero a partir de ese instante proclamar ese sentimiento, el más hermoso de todos los sentimientos, debía ser considerado algo tan sagrado como un acto de oración, cuya fuerza nunca nadie podría cuestionar.
Declaró que ese sentimiento no solo era el origen de la hermandad minguerense con el resto de la humanidad, sino también el origen de todo. La expresión en el rostro del comandante era la de un hombre que sale a las calles y camina entre su gente. Al describirle esos momentos a su esposa, el damat doctor contaría que «¡Era como si el comandante irradiara un amor, una pasión y un entusiasmo que se desbordaba por toda la ciudad!». Algún día la nación minguerense alcanzaría cimas elevadísimas y cambiaría para siempre la historia del mundo. Por desgracia, esos momentos de efervescencia lírica eran seguidos por largos periodos de una profunda fatiga, durante los cuales el comandante yacía delirando en la cama, alternando agitadamente entre el sueño y la vigilia.
Mazhar Efendi había enviado a un joven escribano a la habitación del comandante para que dejara constancia de todo lo que decía. Lo que le contó el doctor Nuri a su mujer corrobora muchas de las anotaciones del escribano. En sus últimos arranques de delirio, el comandante dijo que podía ver los acorazados del bloqueo marítimo, que era muy importante asegurarse de que su esposa no saliera nunca de la habitación, y que su hijo debía ir a una escuela minguerense donde aprendería a leer y escribir la lengua. En un momento dado, el comandante señaló una nube en el cielo que, según dijo, tenía la misma forma que la rosa de la bandera de Minguer. Esta observación adquiriría una relevancia especial en la cultura minguerense, y especialmente en los libros de texto: la representación de las nubes tiene un papel importante en las clases de dibujo de los niños, y todos los años a principios de agosto, el día después del aniversario de la muerte del comandante, toda la isla celebra la festividad de la Nube y la Rosa.
Mientras tanto, Sami Pachá y Mazhar Efendi, conscientes de la gravedad de la situación en las calles, pensaron que podrían intentar forjar una alianza con el jeque Hamdullah, aunque solo fuera, razonaron, para evitar más muertes innecesarias. Enviaron un mensajero al hotel Constanz, pero no recibieron ninguna respuesta del jeque.
Cuando volvió a despertarse a medianoche en medio de delirios febriles, el comandante le contó al joven escribano un antiguo cuento minguerense sobre un zorro que buscaba a su pareja. Se trataba de un relato que le había contado su abuela cuando era pequeño. Esa misma noche, el comandante recordó otra narración tradicional de la isla que también le había contado su abuela. Mucho tiempo antes de que la ciudad de Arkaz existiera, un barco encalló en las rocas de la bahía y de él bajaron los antepasados de los actuales minguerenses. Les gustó tanto la isla que, en cuanto vieron sus acantilados, sus manantiales, sus bosques y su mar, decidieron que aquel sería su hogar. Por aquel entonces, los riachuelos de Minguer rebosaban de mújoles verdes y cangrejos ancestrales de manchas rojas, sus bosques estaban poblados de loros parlanchines y tigres sigilosos, y sus cielos estaban llenos de golondrinas azules y cigüeñas rosadas que emigraban a Europa durante el verano. Para todas y cada una de esas criaturas, Zeynep encontró un hogar en la isla, un nido en un árbol, una cueva donde cobijarse. Aquella chiquilla de Minguer se hizo amiga de todos los animales. Y su padre había sido secretario en la corte del sultán. El comandante le dijo al escribano que alguien debería escribir un libro sobre la amistad de Zeynep con todos los animales en la antigua Minguer para que los niños de primaria aprendieran a leer, y luego empezó a dictarle en turco lo que acabaría convirtiéndose en el primer capítulo del Libro de Zeynep. Mientras hablaba, el comandante se acercó a la ventana, pidió con respiración jadeante que abrieran los postigos de las ventanas y contempló el panorama nocturno de Arkaz. Era como si los relatos de su abuela cobraran vida en las calles oscuras y silenciosas de allá abajo. La expresión del comandante pareció iluminarse con el exultante placer de mezclar sus propios recuerdos con el futuro de la isla, los mitos antiguos con los acontecimientos actuales. Y en ese momento comprendió, antes de volver a desplomarse en la cama entre agónicos dolores, que ver el presente en el pasado era lo mismo que imaginar el futuro.
A la mañana siguiente, al ser informado de que el estado del comandante había empeorado y de que la cifra diaria de muertos había ascendido a cuarenta y ocho, Sami Pachá exclamó:
—¡Ahora solo nos queda buscar refugio en Alá!
Sin embargo, al cabo de una hora decidió con Mazhar Efendi que tal vez podría resultar de ayuda hacer una visita a la Torre de la Doncella, aunque solo fuera como «último recurso». Hacia el mediodía, una pequeña embarcación de remos de la antigua oficina de gobernación —la misma que apareció al principio de nuestro libro recogiendo a Bonkowski Pachá en el Aziziye para trasladarlo de madrugada a la isla— llevó a Sami Pachá hasta la Torre de la Doncella. Debido a la convulsa situación política y al creciente número de muertos, ya no entraban ni salían barcos de Minguer —de línea regular ni de ningún otro tipo—, por lo que en el pequeño islote solo quedaba el grupo de funcionarios que habían permanecido «leales a Estambul». Sami Pachá se mostraba un tanto reticente a hablar con ellos, sobre todo por miedo a que arremetieran contra él con acusaciones de «traición a la patria». Así pues, se reunió solo con Hadi, el asistente del nuevo gobernador que había sido asesinado antes de llegar a ocupar su cargo, y tras asegurarle que todos sus actos habían tenido como objeto salvaguardar la salud de los ciudadanos y súbditos del sultán, fue directamente al grano. Le explicó que la situación en la isla era extremadamente grave, y que estaba planteándose la posibilidad de que Hadi y los demás funcionarios turcos pudieran zarpar en un barco que los llevaría hasta Creta, desde donde podrían regresar a Estambul. Pero a cambio, añadió con sumo cuidado, el comandante solicitaba a Estambul que levantaran el bloqueo marítimo y enviaran refuerzos militares para ayudar a frenar la peste.
En sus memorias De las islas al país, Hadi relata con jocosa acidez que en aquel momento no sintió que aquello fuera una reunión entre dos burócratas otomanos, sino más bien entre un rehén y el corsario que está exigiendo su rescate. En cualquier caso, lo que le proponía Sami Pachá no tenía ningún sentido: aunque encontraran un barco que los llevara desde la Torre de la Doncella hasta Creta, y en el caso de que lograran esquivar el bloqueo, nadie en Estambul haría el menor caso a lo que pudieran decir unos funcionarios otomanos de Minguer, que seguramente serían vistos como posibles espías. Además, tardarían al menos una semana en llegar a Estambul. Al final, también Sami Pachá pareció percatarse de lo absurdo de su propuesta, y, tras dar apresuradamente por concluida la reunión (como si de pronto hubiera caído en la cuenta de que tenía otro asunto urgente que atender), regresó al puerto en la barca.
Mientras se acercaba a los muelles, la estampa de Arkaz le pareció insoportablemente lúgubre. No se veía a nadie por las calles, ni el menor rastro de actividad. Era un día nublado, la ciudad había adquirido un tono plomizo, parecía un lugar totalmente carente de vida. Solo dos columnas de humo azulado se alzaban hacia el cielo… ¡Nada más! El barquero remaba con aire resignado. El mar resultaba oscuro y aterrador. Por supuesto, la epidemia llegaría a su fin algún día, y la isla recobraría toda su vida, su color y su belleza. Hasta que no llegue ese momento, pensó Sami Pachá, será mejor que no vuelva a contemplar el fúnebre panorama de esta ciudad que más parece una tumba.
Sami Pachá seguía aún en la barca cuando el comandante Kâmil Pachá, el fundador del estado de Minguer, murió de peste en su habitación de la planta superior del Splendid Palas, cuatro días después que su mujer. En el momento de su muerte, no había en la habitación nadie más que el joven escribano encargado de registrar sus últimas palabras. El doctor Nuri había estado esperando la fatídica noticia en el segundo piso del hotel.
Según las anotaciones del escribano, en sus últimas dos horas de vida el comandante Kâmil había pronunciado un total de dos mil palabras en turco y ciento veintinueve palabras en minguerense. Estas últimas, conocidas como «las palabras del comandante», han sido ampliamente reproducidas desde entonces tanto en turco como en minguerense, y han sido utilizadas en una gran variedad de contextos: en letreros en las paredes de las oficinas estatales, en carteles y sellos postales, en la enseñanza de los signos telegráficos y del alfabeto, y en obras literarias. En el primer diccionario de la lengua minguerense, esas ciento veintinueve palabras del comandante aparecen incluso con una tipografía diferente. En la actualidad, si una persona que nunca ha oído hablar minguerense visita Arkaz durante unos días, no le resultará difícil aprender esas ciento veintinueve palabras por su cuenta, ya que podrá leerlas por todos los rincones de la ciudad.
Las palabras pronunciadas por el comandante en sus últimas horas de vida son de naturaleza dispar: algunas dejan entrever una sensibilidad poética (fuego, sueño, madre); otras reflejan las emociones de un gran hombre (oscuridad, tristeza, cierre); y unas pocas (puerta, toalla, vaso) demuestran que todavía era relativamente consciente de lo que había a su alrededor.
Por lo que respecta a las menciones a los acorazados y las botas, algunos fabulistas, historiadores y políticos las han interpretado como prueba de que durante los últimos momentos de su vida, cuando apenas le quedaban fuerzas para hablar, el fundador del Estado estaba pensando en calzarse las botas y subirse a barcas con sus soldados de cuarentena para atacar a los acorazados de las grandes potencias.
Cuando regresó al despacho con su cochero Zekeriya, que había ido a recogerlo al viejo embarcadero de Piedra, Sami Pachá encontró a sus ministros en un estado de agitación fuera de lo habitual. Tras haber dejado al comandante al cuidado del doctor Nuri, Mazhar Efendi también había acudido a la sede ministerial. Las noticias eran sorprendentes: al parecer, el jeque Hamdullah se había escapado del hotel Constanz la noche anterior.
O tal vez lo habían secuestrado (aunque eso todavía no estaba claro), pero en cualquier caso no había signos de violencia o forcejeo. ¿Era posible que el jeque se hubiera marchado tranquilamente por su cuenta? Eso era altamente improbable, y además Sami Pachá estaba seguro de que el jeque nunca haría algo así. Por el momento, esa era toda la información de que disponían. Nadie se había atribuido la responsabilidad del secuestro. Pero sus captores podrían golpear, torturar y asesinar al jeque tal como habían hecho con Bonkowski Pachá, y en ese caso toda la culpa recaería sobre el primer ministro Sami Pachá.
El otro problema al que se enfrentaban las autoridades era la creciente popularidad de una nueva banda de fugitivos del área de aislamiento que actuaban en las tiendas y zonas de comerciantes al norte de la avenida Hamidiye. Utilizando su amplia red de amigos, familiares y tenderos de la comunidad local para darse a conocer como «víctimas de la cuarentena» y para asegurarse el apoyo de los comerciantes frente a los delincuentes fugados que campaban a sus anchas por la ciudad, los casi cuarenta integrantes de la banda se habían instalado en el barrio de Hagia Triada, donde ahora también estaban propagando la enfermedad. Eran conscientes de que la División de Cuarentena no estaba en condiciones de plantarles cara y, en su búsqueda de venganza, buscaban cualquier oportunidad para enfrentarse a los soldados. Los espías de Sami Pachá también informaron de que ese grupo estaba echando más leña al fuego al criticar no solo el aislamiento, sino también la cuarentena en general, y que habían obligado a un tendero de su pueblo a abrir su local situado detrás del edificio de aduanas, incitándole a vender todos los productos que se le antojaran.
Sami Pachá estaba pensando en que debía informar de todo esto al doctor Nuri cuando, justo antes de la puesta del sol, el doctor se presentó en su despacho para comunicarle que el comandante Kâmil había fallecido. A Sami Pachá no le pilló por sorpresa la noticia, pero tenía la esperanza de que no se produjera tan pronto.
Al enterarse de la muerte del comandante y fundador de la nación, algunos derramaron unas lágrimas sinceras. Sami Pachá sopesó la idea de ir al hotel para ver el cuerpo del difunto, pero decidió no hacerlo para evitar que se propagara la noticia. No podía dejar de pensar que, en esos momentos tan difíciles, todos esperarían que él se encargara de dirigir el nuevo estado. Y, consciente de que ese torbellino de emociones, anhelos y ambiciones no lo dejaría dormir por la noche, había enviado aviso a Marika de que iría a verla. Tomó el landó hasta la plaza de Petalis y desde allí fue andando hasta la casa de su amante por las calles desiertas y brumosas. Por el camino le sorprendió ver una bandera de Minguer (si bien pequeña) colgando en la entrada de un hotel.
Al entrar en la casa, tuvo la sensación que experimentaba siempre de estar adentrándose en una especie de sueño peligroso. Al igual que todos sus sueños favoritos, la casa de Marika era también un lugar «prohibido». En ese momento se apagó una farola cercana que había estado iluminando la calle, las paredes, los árboles y sus hojas, y con su luz desaparecieron las sombras y los recuerdos felices, dejando tras de sí una sensación de soledad y miedo que hacía que la vacuidad del mundo pareciera algo palpable.
Marika empezó a hablarle largo y tendido de cómo la peste se había extendido por toda la ciudad, y le contó que algunos vecinos habían estado escondiendo a sus muertos. Sami Pachá continuaba aún de pie y daba la impresión de que le costara concentrarse en sus palabras, algo de lo que Marika no tardó en percatarse.
—Usted también parece un cadáver… —dijo.
Sami Pachá agradeció que supiera cómo se sentía solo con mirarlo a la cara. Se sentó para descansar un poco, y luego hizo el amor con Marika deseando perderse en la pasión y olvidarse de todo lo demás, pero nada parecía aliviar las punzadas de horror y desesperación que se clavaban en su vientre.
Marika seguía tomándose en serio algunas de las imposiciones del nuevo estado.
—¡Debería retirar la prohibición de entrar en las iglesias y las mezquitas! —dijo—. De lo contrario, eso solo perjudicará a la cuarentena y también le perjudicará a usted. El pueblo le dará la espalda si se le prohíbe el acceso a sus mezquitas e iglesias.
—¿Y cuál es exactamente ese pueblo del que hablas? Aquí somos responsables de la seguridad de todos…, de toda la población.
—Un pueblo sin sus mezquitas, sus iglesias y sus creencias no puede ser una nación, querido pachá.
—No son las mezquitas ni las iglesias las que conforman esta nación, sino el hecho de que todos vivimos aquí. Nosotros somos la nación de esta isla.
—Pero, querido pachá, aunque la comunidad rum de la isla acabara aceptando esa idea de nación, ¿lo harán también los musulmanes? Eso habrá que verlo. Las campanas de nuestras iglesias no solo nos recuerdan que debemos rezar y que Cristo nuestro Señor nos salvará a todos; también nos confortan haciéndonos saber que hay otros muchos por toda la ciudad que también sufren, tienen miedo y están tan desesperados como nosotros. La muerte se impone con más fuerza allí donde no hay campanas ni llamadas a la oración, pachá.
El primer ministro Sami Pachá la escuchaba con gesto sombrío. Entonces Marika procedió a contarle los últimos rumores. Habían encontrado un esqueleto decapitado en una casa repleta de jinns del barrio de Flizvos que las pandillas de chavales utilizaban como escondrijo nocturno. Las medicinas, conservas, mantas y sábanas que habían llegado en el barco de ayuda Sühandan se estaban vendiendo clandestinamente en la farmacia de Kocias y en algunas tiendas musulmanas del mercado Viejo. Un soldado de la División de Cuarentena había aceptado un soborno a cambio de ocultarles a los doctores que había encontrado a una madre y su hijo infectados de peste.
—¡Vaya, está bien saber que todavía quedan algunos soldados por las calles! —dijo Sami Pachá, y de repente se levantó y decidió regresar a la sede ministerial.
El edificio desde el que había gobernado la isla y en el que había vivido durante los últimos cinco años estaba completamente vacío. Apenas vio a un par de centinelas solitarios haciendo guardia en las escaleras y los pasillos, pero a nadie más. Prácticamente todas las luces estaban apagadas. Sami Pachá dio órdenes de que llamaran a más guardias antes de dirigirse a sus dependencias en la parte de atrás del edificio, y al cabo de media hora consiguió por fin retirarse a su dormitorio, cerrar la puerta con dos vueltas de llave, echar el cerrojo, y prepararse para pasar una noche de sueño inquieto y agitado.