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Tras ser desinfectado a fondo en el hospital Theodoropoulos, el cadáver del jeque Hamdullah fue enterrado de manera apresurada al amanecer en una pequeña tumba en el recinto del tekke. Había sido excavada discretamente durante la noche, y no estaba situada en el lugar donde siempre se había enterrado a los anteriores jeques, sino en una parcela situada a la sombra de un magnífico tilo, en una sección del cementerio reservada para los más pobres y plebeyos. Mazhar Efendi, a quien en este nuevo periodo solían pedirle consejo sobre diversos asuntos, ordenó que se tomaran fotografías del proceso de desinfección con cal del cadáver, tanto para asegurarse de que quedaba un registro histórico de que había sido enterrado adecuándose a las normas de cuarentena, como para poder utilizarlas en un futuro cuando fuera necesario mantener a raya a los derviches. Las nubes oscuras cerniéndose sobre la ciudad, los colores apagados del alba y el aura misteriosa del Mediterráneo oriental son presencias tangibles en este juego de fotografías en blanco y negro. Las imágenes también transmiten la sensación de miedo y soledad ante la muerte en las garras de la peste.

Un detalle particularmente interesante de estas fotografías es el hecho de que el doctor Nikos y los dos soldados de la División de Cuarentena llevaban puestas mascarillas. El primer ministro doctor Nuri introdujo esta medida con carácter urgente después de lo que había visto la tarde anterior durante la larga expedición en el landó con su mujer. El doctor Nuri había empezado a sospechar que la peste podría haber llegado a la fase de transmisión neumónica, es decir, que podía propagarse no solo por las ratas, sino también a través de las partículas suspendidas en el aire. Creía que la causa del crecimiento exponencial de la cifra de muertos no estribaba solo en la supresión de la cuarentena, sino que también se había producido un cambio en la forma de transmisión y en la velocidad de contagio del microbio. El antiguo director de cuarentenas, el doctor Nikos, con quien el doctor Nuri se reunió por primera vez después de veinticinco días, se mostró de acuerdo con su valoración. Y eso implicaba que la enfermedad se propagaba ahora con mayor facilidad y que, en consecuencia, resultaría casi imposible controlar su expansión.

No obstante, antes de empezar a discutir con el doctor Nikos sobre cómo volver a implantar la cuarentena en aquellas terribles circunstancias y asegurarse de que todos respetaran las medidas, el doctor Nuri intuyó que algo que podría animar a la población, aunque fuera brevemente, sería la coronación de la nueva reina.

Una hora después, se anunció la proclamación de Pakize Sultan como reina y tercera jefa del estado independiente de Minguer, acompañada de la tradicional descarga de veinticinco salvas de cañón realizadas por la brigada de artillería del sargento Sadri desde la guarnición, unas salvas que, a pesar de ser de fogueo, hicieron estremecerse la ciudad como si hubiera sufrido un terremoto. A medida que se disparaban los cañonazos, la noticia se difundió como por ensalmo por las tiendas del mercado todavía abiertas, por los mercadillos, entre los pescadores y de casa en casa. Podría afirmarse que todo el mundo estaba encantado con la noticia; todo el mundo a excepción de los seguidores del difunto jeque y los miembros del tekke de los Halifiye.

Aquellos discípulos del tekke de los Halifiye que no podían creer que su jeque hubiera muerto, ni podían soportar la idea que su líder religioso hubiera sido desinfectado con cal antes de ser enterrado, estaban dispuestos a rebelarse. El antiguo primer ministro aún no había sido instituido como nuevo jeque, pero aún conservaba cierto control sobre los devotos más jóvenes e indignados. Algunos historiadores han dedicado mucho tiempo a insistir en la inmensa rabia acumulada por esos discípulos y miembros de otros tekkes afines, incapaces de aceptar que al jeque lo hubieran desinfectado con cal antes de enterrarlo. Incluso han sostenido que los discípulos de los Halifiye estaban instigados por las facciones otomanas y turcas que querían que estallaran revueltas y que Abdülhamit enviara a sus acorazados para bombardear la isla y su capital. No son más que exageraciones. Tal como demostrarán los hechos históricos más precisos y agradables que nos disponemos a revelar, la situación no era tan sombría como la pintan.

Mientras se disparaban desde la colina de la guarnición las salvas que anunciaban la coronación como reina de Pakize Sultan en la mañana del martes 27 de agosto, día en el cual murieron cincuenta y tres personas, el doctor Nuri salió de su despacho de primer ministro, se dirigió a la habitación de invitados del mismo piso y felicitó a su esposa besándola en las mejillas.

—Me siento muy feliz —le dijo la reina a su marido—. Pero me pregunto si mi padre se enterará de todo esto…

—¡No dudes de que esta noticia llegará pronto a todo el mundo! —respondió su marido.

Al diferencia de sus predecesores (en particular, el comandante Kâmil), ni la reina Pakize ni su consorte prestaban excesiva atención a los imponentes rangos y títulos que acababan de adquirir. El doctor Nuri le preguntó al doctor Nikos qué sería necesario para constituir un nuevo y efectivo Comité de Cuarentena. El anciano médico respondió, con un tono de voz que denotaba enojo y frustración, que no sería nada fácil restablecer el orden en la isla.

—Si el jeque Hamdullah no hubiera muerto de peste, nadie diría ahora que hay que restaurar la cuarentena y las prohibiciones, y que hay que reabrir el área de aislamiento del castillo. Y si los presuntos «ministros» del Nimetullah Efendi (ese puñado de tenderos que ni siquiera saben lo que es servir a tu país) no se hubieran visto amenazados e intimidados, el derviche nunca habría aceptado retirarse a su tekke.

Sentados uno junto al otro en un extremo de la larga mesa de la sala de reuniones, los dos doctores empezaron a designar el nuevo gabinete ministerial.

—¡Ya no somos un comité de cuarentena ordinario de una provincia otomana! —dijo el doctor Nikos—. Como es bien sabido, las cuestiones de seguridad e inteligencia son fundamentales en un estado soberano, por lo que resultará imprescindible contar con alguien como Mazhar Efendi.

—¡Entonces usted volverá a ocupar el cargo de ministro de Cuarentena! —dijo el doctor Nuri—. Y Mazhar Efendi también será nombrado ministro, y retomará sus labores de inteligencia.

El doctor Nuri pidió a los escribanos que convocaran a Mazhar Efendi a una reunión en su despacho. Tras ejercer como asistente del comandante Kâmil en los primeros días del Minguer independiente, el antiguo director de inteligencia Mazhar Efendi había sido una figura capital en las operaciones efectuadas bajo el mando del difunto Sami Pachá en contra de la creciente influencia de los tekkes, los hocas que distribuían papelitos bendecidos y otros elementos opuestos a la cuarentena. Por supuesto, la decisión última de qué tekkes se convertirían en hospitales y a qué jeques era necesario intimidar y asustar había recaído en el comandante Kâmil y el primer ministro Sami Pachá. Pero si estos estaban al corriente de lo que sucedía en esos tekkes y tarikats era gracias a los conocimientos del director de Inteligencia, a su red de espías y a los informes que redactaba con meticulosidad y regularidad extremas. Muchos de los jeques detestaban a Mazhar Efendi tanto como al difunto gobernador Sami Pachá porque sabían que él era el responsable de comunicar a los altos cargos las informaciones críticas que acabarían perjudicándolos: evacuación de tekkes, detención de derviches, reducción de sus ingresos y todo tipo de humilla­ciones. Y por ese motivo, después del juicio en el que habían condenado a muerte a Sami Pachá, mucha gente esperaba que Mazhar Efendi corriera la misma suerte, pero en el último momento le habían conmutado la pena capital por la de cadena perpetua. En nuestra opinión, el hecho de que el nuevo gobierno finalmente se ablandara puede explicarse por la ingeniosa maniobra de Mazhar Efendi de utilizar documentación falsa para presentarse ante la opinión pública como nativo de Minguer. De los tres burócratas otomanos que se sumaron a Sami Pachá en la lucha por la Libertad e Independencia de la isla, rompiendo sus vínculos con Estambul, Mazhar Efendi fue el único lo suficientemente avispado como para haber adoptado esa estrategia. También influyó, sin duda, el hecho de que su mujer fuera minguerense.

Cuando el jeque Hamdullah y Nimetullah Efendi, el del sombrero cónico de fieltro, se hicieron con el poder tras la muerte del comandante Kâmil, uno de los principales objetivos del nuevo gobierno fue intimidar y reprimir a los nacionalistas griegos. Y como Mazhar Efendi era la persona que, tras años de controlar sus actividades (primero, como director de Inteligencia de Sami Pachá, luego como asistente del presidente), conocía mejor que nadie a esos agitadores, los nuevos dirigentes quisieron aprovecharse de su experiencia. Así fue como a Mazhar Efendi, que había sido sentenciado a cadena perpetua, lo sacaron de la mazmorra y lo enviaron a su casa para cumplir el resto de la condena junto a su mujer isleña y sus hijos. Sus espías no tardaron en frecuentar su casa para llevarle nuevas informaciones. Y gracias a Mazhar Efendi, a quien primero habían encarcelado y luego liberado, el gobierno del Nimetullah Efendi obtuvo importante información sobre cómo las guerrillas griegas llegaban a la isla a bordo de embarcaciones de contrabandistas, y se enteró también de que el cónsul griego, el mercero Fedonos y el joyero Maksimos estaban financiando su causa. Tras prestar estos servicios, los archivos de Mazhar Efendi —los recortes de prensa que había acumulado escrupulosamente a lo largo de los años, todos los informes de denuncia que había recibido de sus espías (siempre pagaba más por las informaciones escritas que por las orales) y clasificado en distintas categorías, así como cientos de telegramas— se trasladaron desde su ubicación original en la antigua sede de la gobernación y nueva sede ministerial hasta su residencia. Lo que convirtió esta casa de piedra situada cerca del horno de Zofiri en una auténtica central de inteligencia era la infinidad de dosieres que Mazhar Efendi conservaba sobre cada individuo —primero, los separatistas minguerenses durante el gobierno otomano; después, los nacionalistas griegos, turcos y otomanos—, y que había recopilado y organizado según su muy idiosincrásica metodología. En años posteriores, la casa de piedra de Mazhar Efendi se convertiría en el cuartel general de la AIM (Agencia de Inteligencia de Minguer), antes de que la reconvirtieran en museo.

Mazhar Efendi estaba seguro de que cualquier nuevo gobierno, igual que el anterior, querría aprovecharse de sus conocimientos, servicios y espías. Así que cuando se enteró de que el jeque Hamdullah estaba a punto de morir, empezó a enviar cartas a los cónsules y los doctores de cuarentena explicando qué se debería hacer, en su opinión, para salvar la isla. Y cuando recibió la confirmación de la muerte del jeque (mucho antes de que empezaran a sonar las salvas que anunciaban al nuevo jefe de Estado), llegó a la conclusión de que solo era cuestión de tiempo que el actual gobierno —o, dicho más modestamente, el comité que gobernaba la isla— se desin­tegrara y lo sustituyera gente dispuesta a restablecer la cuarentena. Convencido de su intuición, e incapaz de quedarse mano sobre mano en casa, fue prácticamente corriendo a la sede ministerial para averiguar qué sucedía allí, o incluso para «intervenir» en el desarrollo de los acontecimientos. Según algunos, tan solo buscaba una oportunidad para colarse en su querida sala de archivos, mientras que otros afirman que su ambición era convertirse en el nuevo primer ministro. Cuando se topó con el ministro de Cuarentena doctor Nikos justo en la entrada del edificio, empezó a hablar inmediatamente de «la situación lamentable de la isla» y de «los estúpidos incompetentes» que habían provocado todo aquello, añadiendo que estaba dispuesto a «sacrificarse» y a «aceptar su rol» para frenar la epidemia.

Al encontrarse de nuevo con aquel burócrata de aspecto ordinario que había servido al difunto Sami Pachá, el doctor Nuri recordó los horrores de las últimas semanas.

—¿Estuvimos encerrados en la mazmorra al mismo tiempo? —preguntó, buscando establecer cierto grado de camaradería.

—¡Me mandaron a casa cinco días después de la ejecución del gobernador Sami Pachá! —contestó Mazhar Efendi—. Pero nunca tuve interés en prestar mis servicios a esa gente, sino a usted y a los doctores. Ahora lo único que puede salvar a la nación minguerense es la aplicación de la cuarentena.

—Si eso es lo que piensa, sea bienvenido al Comité de Cuarentena… o, mejor dicho, ¡al Consejo de Ministros! —dijo el doctor Nuri, corrigiéndose en el acto.

—Pero aún soy un prisionero. Técnicamente, tengo prohibido salir de casa —dijo Mazhar Efendi con una humilde sonrisa. Se le daba muy bien jugar el papel de víctima entrañable.

—En breve, la reina concederá una amnistía general —dijo el doctor Nuri—. Escucharé sus propuestas sobre quiénes deberían ser liberados para ayudar a restablecer la cuarentena, detener la epidemia y asegurar el bienestar de la nación minguerense. ¡Y no olvide incluir su nombre en la lista!

En vez de enumerar los nombres de los nuevos ministros y las medidas de cuarentena que se establecieron, primero nos centraremos en la decisión más importante que se tomó aquel día: la prohibición de salir a la calle. Aunque tanto el doctor Nikos como el doctor Nuri habían llegado por separado a la conclusión de que un confinamiento general era la única solución viable para salvar la isla, también habían pensado que su aplicación resultaría prácticamente imposible, y por eso se habían abstenido de plantearla abiertamente hasta que el nuevo ministro de Inteligencia Mazhar Efendi la sacó a colación.

—Si hoy anunciamos la reimplantación de la cuarentena y nos limitamos a acordonar algunas calles o a cerrar algunas casas, nadie acatará las prohibiciones —dijo el doctor Nuri—. Ya nadie respeta a las autoridades ni confía en el Estado y sus soldados. Los isleños han perdido toda esperanza de que esta epidemia pueda contenerse, y sienten que solo pueden confiar en ellos mismos para sobrevivir.

—Es usted muy pessimiste —dijo el doctor Nikos—. Si la situación es como usted la pinta, tampoco harán caso de la prohibición de salir a la calle.

—O quizá sí que obedezcan —repuso Mazhar Efendi—. Si no lo hacen, será el fin del estado de Minguer. ¡La isla se sumirá en la anarquía!

—Y entonces regresarán los otomanos, o Grecia invadirá la isla —se lamentó el doctor Nikos.

—No. Si el Estado se desmorona, serán los británicos los que se hagan con el control de la isla —dijo el doctor Nuri.

—No puede haber una nación sin estado —declaró Mazhar Efendi—. Y al final la isla volvería a ser esclava o posesión de otra gran potencia. La única solución es dar armas a los soldados árabes y ordenarles que disparen contra cualquiera que se atreva a salir de sus casas. Si el toque de queda general no se respeta, la vida en esta isla tendrá los días contados. Pensé mucho en todo esto mientras estaba encerrado.

—Usted sirvió bajo las órdenes de Sami Pachá, ¡y a él lo ahorcaron por ordenar que sus soldados dispararan contra la gente que no respetaba la cuarentena! —repuso el doctor Nikos—. Y no queremos acabar como él.

—¿Y qué otra cosa podemos hacer? No contamos con funcionarios suficientes para ir de casa en casa buscando a los enfermos, ni tampoco podemos esperar la ayuda de voluntarios. Hay tantas víctimas de la peste y tanta gente escondiendo a sus muertos que no podríamos dar abasto… Ahora que todo el mundo va a lo suyo, ¿nos harán algún caso si nos limitamos a anunciar el restablecimiento de la cuarentena y les prohibimos que caminen en parejas por las calles?

Fue así como el nuevo gobierno acordó que la única solución posible era prohibir a la gente salir a la calle. Pero como preparar a la división árabe de la guarnición llevaría algún tiempo, no quisieron precipitarse.

La mayoría de los historiadores no mencionan la desesperación que impulsó aquel día las decisiones de los hombres que redirigieron el destino del Estado y la nación minguerenses, y ningún historiador nacionalista de hoy día quiere oír hablar siquiera del turbulento Estado de ánimo subyacente a sus acciones. Pero a nuestro parecer, si no hubiera sido por esa desesperación, y por el grado de determinación que los llevó a ordenar a los soldados que dispararan contra su propia gente, habría sido imposible hacer que la gente obedeciera la cuarentena veinticinco días después de su abolición. Y aunque tardaron otros dos días en anunciarle a la población la entrada en vigor de la nueva cuarentena y el confinamiento general mediante carteles, pregoneros y carros enviados por toda la ciudad, esta vez el retraso no se debió a ninguna negligencia, sino a un exceso de cautela.

Mientras tanto, uno de los dos periódicos de la isla que se publicaban en lengua turca, la gaceta semioficial Havadis-i Arkata, informó a los ciudadanos de que la reina había declarado una amnistía. Así pues, además de los ladrones, violadores y asesinos, otros muchos presos fueron liberados en medio de un ambiente de júbilo generalizado, entre ellos nacionalistas griegos encerrados en la mazmorra durante la época del jeque Hamdullah, espías otomanos, soldados de la División de Cuarentena, opositores al gobierno, gente que había intentado huir de la isla, agentes de viajes que habían vendido demasiados billetes, así como todo tipo de fanáticos y agitadores. Con este indulto masivo, los convictos liberados llevaron hasta sus casas y familias la epidemia que se había extendido por todas las galerías de la prisión. Pero también se daría el caso contrario. Cuando un soldado de cuarentena que ya se había resignado a pudrirse de por vida en una húmeda celda de la mazmorra se encontró de repente con que había sido liberado, salió corriendo hacia su casa en el barrio de Tatlısu entre lágrimas de felicidad, solo para descubrir que su padre, su madre y dos de sus hijos habían muerto, y que su mujer había huido llevándose al tercer hijo. Todo eso se lo hizo saber la gente que ahora había ocupado su vivienda.

Aquellos intrusos, que habían llegado del pueblecito costero de Kefeli, en el noroeste de la isla, adoptaron un tono amenazante y le dijeron al soldado —ya bastante destrozado por las terribles noticias que acababa de recibir— que ahora ellos vivían allí, que no sería justo que él solo viviera en una casa tan grande en aquellos tiempos de desgracia en los que había tanta gente buscando un lugar donde cobijarse, y que lo mejor sería que se marchara e intentara encontrar a su mujer y su hijo.

En aquellos días, ese tipo de bandidaje se había convertido en algo habitual. Si el hombre al que le habían ocupado la casa no hubiera sido un soldado de cuarentena y no hubiera sido consciente de que alguien del nuevo gobierno —el ministro de Inteligencia— podría brindarle protección, probablemente no habría sabido cómo enmendar esa injusticia y habría acabado consumido por la rabia y la impotencia, incapaz de decidir si tomar justa venganza de esos canallas o irse a buscar a su mujer e hijo. Durante aquellas noches de la peste, ese constante estado de desdicha e incertidumbre que a menudo se infiltraba en los sueños de la gente —junto con el temor a los terribles dolores de cabeza, los agónicos bubones y el miedo a una muerte inminente— hacía prácticamente imposible la tarea de dormir. El ministro de Inteligencia se encargó de vengar a aquel soldado enviando a sus guardias para expulsar a los intrusos de la casa ocupada de Tatlısu y encerrándolos, después de veinticinco días, como los primeros sospechosos de contagio en el área de aislamiento del castillo. Los patios e instalaciones de aquel lugar inhóspito, que todo aquel que los pisara sabría que no sería capaz de olvidar en su vida, habían sido limpiados y desinfectados a conciencia antes de que llegaran los nuevos ocupantes.

Consciente de que los soldados árabes no serían suficientes para tener la situación bajo control, Mazhar Efendi decidió, con la aprobación del doctor Nuri, reconstituir y movilizar una vez más a la División de Cuarentena. Durante la época del jeque Hamdullah, algunos de sus soldados habían sido acusados y sentenciados a penas de prisión por diversos motivos: por agredir a gente inocente, por encerrar de manera indiscriminada a personas que no estaban infectadas, por causar muertes evitables debido a sus conductas negligentes y, sobre todo, por abusar de su poder decidiendo mediante el cobro de sobornos a quién había que poner en cuarentena y a quién no. Los tribunales no condenaron a todos los acusados, y se consiguió diferenciar hasta cierto punto entre culpables e inocentes. Entre estos últimos se encontraba Hamdi Baba, un hombre que aún era muy querido y respetado por la gente. Después de que lo absolvieran de todos los cargos había regresado a la casa de su padre, en un pueblo rodeado por peñascos y cipreses a dos horas de Arkaz. Al principio, Hamdi Baba no quiso regresar a la ciudad para volver a ponerse al frente de la División de Cuarentena. Creía que muchos soldados se habían mostrado excesivamente estrictos, que su comportamiento había sido reprochable, y que habían perdido la confianza y el respeto de la gente. Pero entonces Mazhar Efendi le propuso que reclutase una nueva División de Cuarentena bajo el mismo nombre, y al final consiguió —mediante elogios y alabanzas y con la promesa de una nueva condecoración (la Medalla de la Reina Pakize)— tranquilizar y convencer al sargento.

Existían sustanciales diferencias de método y objetivos entre la primera y la segunda División de Cuarentena, pero aquel era el mismo ejército glorioso que el mayor y comandante minguerense había venido para liderar desde el lejano Estambul en tiempos de dominación otomana, y cuyo papel había sido crucial en la fundación del estado de Minguer. Antes incluso de que se instaurara la prohibición de salir a la calle, Mazhar Efendi adjudicó a la nueva División de Cuarentena uno de los edificios más grandes y mejor equipados de la guarnición. Hoy día, ciento dieciséis años después, ese edificio aún se utiliza como cuartel general del Estado Mayor de Minguer.

Después de que la cuarentena fuera anunciada oficialmente, pero antes de que entrara en vigor el toque de queda general, los ciudadanos de Arkaz acudieron en masa a los improvisados mercadillos callejeros y las pocas tiendas que todavía abrían unas pocas horas al día, pagando precios exorbitantes para aprovisionarse de toda la comida que pudieran conseguir. Desde un tiempo a esa parte había mucha gente que apenas salía de sus casas y que ya había llenado con anterioridad sus despensas, pero como la epidemia se estaba prolongando tanto habían empezado a quedarse sin alimentos.

Al día siguiente, tal como se había anunciado, entró en vigor la prohibición absoluta, sin excepciones, de salir a la calle. Esa mañana, antes del amanecer, ya patrullaban por las calles de Arkaz los soldados árabes de Damasco, algo cohibidos pero severos, a quienes acompañaban aproximadamente unos cuarenta soldados de cuarentena.

Aunque había permitido que los oficiales turcoparlantes enviados a la guarnición desde Estambul regresaran a la capital, el mayor Kâmil había decidido mantener a la división árabe en la isla, como posible moneda de cambio en futuras negociaciones políticas internacionales, pero había optado por no implicarlos en las disputas políticas internas de Minguer. Por su parte, durante su mandato de veinticuatro días, el jeque Hamdullah realizó cuatro visitas a la guarnición, la primera de las cuales ya hemos narrado con anterioridad. Durante una de esas visitas, aparte de disfrutar de los placeres de conversar en árabe y recitar el Corán, el jeque aprovechó para sustituir al anterior comandante de la guarnición por un joven e iletrado oficial minguerense que frecuentaba desde hacía muchos años el tekke de los Halifiye y al que ascendió al rango de pachá.

El restablecimiento de la cuarentena veintisiete días después de su abolición —en particular, la puesta en marcha de la nueva y estricta prohibición de salir a la calle—, y sobre todo el hecho de que los minguerenses la acatasen, supone un punto de inflexión en nuestro relato. Al igual que la mayoría de los historiadores razonables, atribuimos el éxito de esta segunda cuarentena a la elevadísima cifra de muertos (en los tres días anteriores al confinamiento general murieron ciento treinta y siete personas) y a sus efectos sobre el estado de ánimo de todos los isleños, sumidos en el terror y la desesperación. Una segunda razón está relacionada con la falta de algún jeque influyente capaz de promover actitudes irrespetuosas e «impertinentes» (en palabras del difunto Sami Pachá) contra la cuarentena, y con el hecho de que presenciar cómo el jeque Hamdullah enfermaba y moría por la peste había servido para dar una buena lección a todos los «fatalistas», escépticos e incrédulos a los que los europeos llamarían «cínicos». Por su parte, otros cronistas subrayan la importancia que tuvo la actitud inflexible mostrada tanto por la división árabe como por los soldados de cuarentena, dispuestos a disparar contra cualquiera que osara poner un pie en la calle, ya fueran niños, mujeres o ancianos.

En Bayırlar, dos críos tuvieron que salir corriendo despavoridos y volver a entrar en sus casas después de escuchar los disparos de advertencia de las fuerzas del orden. Un lunático que actuaba como si no hubiera confinamiento y que deambulaba tranquilamente por la bajada del Asno Rebuznador fue arrestado de inmediato después de un par de tiros al aire, y las paredes y los postigos de una casa de Taşçılar quedaron totalmente acribillados después de que se arrojaran piedras contra los soldados árabes desde la ventana. Más tarde, varios soldados de la División de Cuarentena tiraron la puerta abajo, detuvieron a los tres jóvenes inmigrantes cretenses que vivían allí y los enviaron a la mazmorra del castillo. En esas tres ocasiones, el sonido de los disparos retumbó en el silencio sepulcral que había descendido sobre la ciudad desde que se había instaurado la prohibición de salir a la calle. Eso satisfizo a los nuevos dirigentes, que pensaron en esa ocasión los soldados actuarían con más firmeza y lograrían que la cuarentena, por fin, prosperara.